Ignacio Sanz
Creo que fue en 1992 cuando me adentré en Obaba de la mano de un escritor desconocido entonces para mí llamado Bernardo Atxaga. Era aquel un libro de relatos que se lanzaban pequeños guiños entre sí y que remitían a un reino asentado en la fabulación. El reino ha ido tomando posesión de este mundo y el año pasado estuve paseando por la calle de Obaba, en Astiasu (Guipúzcoa). En realidad es una calle muy corta, aunque orientada a un infinito de montes verdes y cielos azulados. Así es la literatura que funda reinos. De entonces a acá Atxaga ha publicado un puñado de libros, algunos híbridos y decididamente menores que siempre me han interesado mucho. Tanto como sus grandes novelas. Pienso en sus libros infantiles llenos de encanto o en un delicioso libro en el que reflexiona sobre la literatura infantil a partir del abecedario. Bernardo es un escritor sabio tranquilo que se mueve muy bien elaborando abecedarios temáticos y relatos cortos encadenados.
Días de Nevada es un libro que atrapa. Podría ser considerado un diario ya que, en realidad, refleja curso, entre 2007 y 2008 en el que el autor estuvo en Reno (Nevada) acompañado por su familia, invitado por la Universidad. Pero tampoco es un diario convencional por más que algunas de las entradas reflejadas en el mismo vayan acompañadas de una fecha y cuente el día a día de las relaciones familiares y profesionales que van salpicando la vida. También las excursiones al desierto próximo acompañado de amigos y algunos viajes familiares por el entorno inmediato en el que la geografía extremista resulta un acontecimiento. Resulta interesante, por ejemplo, las impresiones que le suscita acompañado de sus hijas la mítica cárcel de Alcatraz reconvertida en museo. Ahora que los pienso, Días de Nevada podría encajar también entre los libros de viaje pues, al fin, está lleno de impresiones viajeras.
Una vez leídas las cuatrocientas páginas, las historias que más arraigan en la cabeza del lector son aquellas en las que el escritor, guiado por los recuerdos, hace excursiones a través de la memoria para relatarnos la infancia de sus padres, también su muerte, así como la muerte en plena adolescencia de su primo José Francisco. O la historia desaforada de Paulino Uzcudun, el campeón de boxeo de las primeras décadas del siglo XX, que vivió en Nevada. Como vivieron tantos pastores vascos a los que Atxaga homenajea con cariño.
Con frecuencia el lector se encuentra con relatos teñidos de melancolía en los que, de pronto, se ven salpicados por gotas humor. Ahí encuentra uno al mejor Axtaga, el narrador que relativiza, que evita dogmatizar, que plantea inquietudes y preguntas peqro que se demora en llegar al desenlace, el que pone de manifiesto las contradicciones de la vida, que huye de maniqueísmos.
El lector inevitablemente a veces se pregunta cuanto habrá de real y cuánto de ficción en estas entradas en las que si hubiera un hilo conductor sería el de un violador cuya sombra alargada preocupa a toda la población y de cuyas fechorías da cuenta el “Reno Gazete-Journal”, el periódico local y de cuyo desenlace nos informa nada piadoso da cuenta el propio Axtaga en un post scriptum final.
De manera que en este libro que podría ser considerado una amalgama de géneros, diario, memoria, viajes, el lector se va a encontrar al narrador maduro, con ciertas gotas de melancolía y con una mirada abierta, alejada de dogmas y exclusiones. Un sabio que, al lado del fuego, nos cuenta con calma episodios esenciales de su vida.