Marta Sanz
En este caso, hipnóticamente, me fui dejando llevar de la mano por la voz en tercera que guía al lector. La voz y el lector trazan zigzags entre naranjos amargos y, a veces se ríen, a veces temen por la seguridad de una persona o de un animal, a veces casi lloran, pero nunca lagrimean ni meten el dedo en las partes blandas, en la vulva melosa de las emociones fáciles. La voz lleva de la mano al lector, entre la violencia y la ternura que marcan el sentimiento humano, invitándole a quedarse en una esquina de ciertas habitaciones extrañas que, sin embargo, no resultan excéntricas sino inquietantemente familiares: un hospital donde una mujer se muere de una enfermedad que mucho tiene que ver con sus ansias voraces de vivir como si sus ganas de seguir respirando se la estuvieran comiendo viva; una taberna donde una pareja habla de lo difícil que es una niña o lo que es lo mismo: de lo difícil que resulta convivir y permanecer indemnes al lado de lo que no se comprende; de la incomodidad que producen ciertas inteligencias. Nos coloca la voz en la esquina oculta de un piso de soltero en el que un muchacho con orejas de soplillo y una chica flaca ven la televisión; en interiores de la ciudad y de un pueblo en la costa que se transforman en cuanto un pájaro exótico, un mainate, pasa a ser el animal doméstico que los habita, el agüero que los habita; en una cocina donde una niña, casi una adolescente ya, se abraza a una nevera mientras grita o susurra —o las dos cosas a la vez—: «Te quiero, te quiero». También se lo dice a los bastoncitos de patata mientras los va introduciendo en el aceite que ama más cuando le salta a la cara y quema... La voz, fría y —sin que en ello exista paradoja alguna— extremadamente sensorial, nos arrastra también hacia algunos exteriores: una playa donde un niño es amado en silencio por una observadora de su misma edad; un lugar donde un hombre adulto se masturba delante de los ojos de una niña con pantaloncitos cortos; el patio de naranjos amargos que es la antesala del hospital donde una mujer se muere y, mientras tanto, vive vidas menos gastadas que la suya impostando los recuerdos de su hermano, tomando decisiones sobre el entorno de los demás, ayudando y queriendo infligir pequeños dolores que le serán devueltos y le harán sentir. Apretar el borde del hematoma amarillo.
No sé si Zigzag entre naranjos amargos trata del miedo a la vida o de otros miedos relacionados con ese miedo básico: el del dolor de la transformación —morirse, crecer, enfermar, enamorarse, cambiar de paisaje o de oficio...— y, con él, el de la sexualidad; el miedo a vivir la vida propia, a que la vida no sea lo suficientemente intensa o lo sea de una manera insoportable. El miedo a la dificultad de encontrar un equilibrio en un cosmos caótico y a menudo hostil donde, sin embargo, aún pervive la posibilidad del amor, de cierto calorcito reconfortante para el cuerpo que somos cada uno. También es posible que este libro esté hablando de las dificultades de la escritura como imagen de una realidad que se construye y se transforma con nuestros sentimientos y nuestras visiones. Espejos rotos que reflejan y que cortan: los textos, sus referentes, el camino de ida y vuelta desde los unos hacia los otros.
Lía, la enferma; Zanasis, su hermano; Sotiris, el enfermero, y Nina, la niña que se abraza a las neveras y escribe cosas son los fragmentos de ese espejo; fragmentos que se repelen y a la vez, imantados, confluyen, se dañan y, sin embargo, podrían acabar solapándose, encajando en un solo rostro: con los bordes del espejo se hacen sangre, pero la sangre se mezcla en el mismo torrente. En este zigzag, los personajes inician un baile de miradas oblicuas que se proyectan de dos en dos con una extraordinaria sutileza: Sotiris vivirá la vida de Zanasis; Lía recrea y transforma los recuerdos de su hermano; Nina contempla la esencial masturbación del torvo Sotiris; Sotiris sorprende a Lía haciendo lo que no debe: quiere saber de sí misma y de lo que la destruirá; Lía utiliza a Zanasis para intervenir en la vida de Sotiris; Sotiris convierte a Zanasis en su cómplice para asesinar a Nina; Nina observa al niño que ama desde lejos y se observa a sí misma y mide su insatisfacción y busca en el texto iluminaciones que no sustituyen a la vida, sino que van a formar irrenunciablemente parte de ella. Gente que se mira y se avergüenza; gente que busca cómplices para paliar la soledad que produce la angustia de saber o de sentirse descubierto, debilitado, desnudo. Desde la literatura o desde la cama de un hospital, Nina y Lía son correlatos siameses, potencias de la naturaleza que contradicen con sus pensamientos y sus acciones su aparente vulnerabilidad; a su lado, el par masculino es mucho más frágil.
Todos son fragmentos de un espejo roto, hilachas entrelazadas en ese Destino que, con mayúscula colectiva, es el resultado de una suma: la que exigen las pequeñas intimidades literarias, la de la épica de lo más pequeño y de lo más vulgar, la del mero hecho heroico de vivir y de morirnos. Como en las tragedias griegas, pero sin aspavientos. Así construimos la vida, así nos la inventamos.