Mostrando entradas con la etiqueta diario. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta diario. Mostrar todas las entradas

lunes, febrero 06, 2017

Sólo hechos, Andrés Trapiello


Pre-Textos, Valencia, 2016. 456 pp. 29 €

Bruno Marcos

Fiel a su entrega anual llega a nuestras manos un tomo más de Salón de los Pasos Perdidos, titulado Sólo hechos, el número veinte del colosal empeño del escritor Andrés Trapiello por hacer literatura con su vida.
En esta ocasión relata lo acontecido en el año 2006 y, aunque parece que todo nos suena a quienes llevamos leyendo toda la serie, sorprende que siempre es nuevo y que siempre nos atrapan sus páginas como si, efectivamente, la vida y la vida registrada en los diarios fueran ese río que permanece a la vez que no podemos bañarnos dos veces en él.
Hay que agradecer al autor que no desfallezca. No sabemos si persiste por compromiso con nosotros los lectores, desde 1990, o por afán de atrapar el tiempo con sus letras. El caso es que las 456 páginas se leen en pocos días y en ellas hay nuevamente pasajes conmovedores y tristes como los que describen los últimos meses de Juan Ramón y Zenobia, confundidos, enfermos y abatidos, poco antes de que el poeta recibiera el premio Nobel. Pero también los hay divertidos como la visita a Miguel Delibes, lúcido y sincero en su vejez, o la que hace a la Real Academia de la Lengua en la que la sobria escena de la toma de posesión del poeta Brines acaba con un cuadro cómico.
También, como en otros tomos, viene un buen manojo de retratos caricaturescos, no sólo de literatos sino de todo tipo de personas que, como siempre reza el frontispicio galdosiano de la serie, allá adonde van llevan su novela.
Están muy bien pintados los cuadros de tiempo que hace el autor cuando entra en casas donde la decadencia ha dejado huellas de una aspiración estética en ruinas, como en la de los Madrazo y, sobre todo, en la casa del poeta y coleccionista de antigüedades Julio Aumente, ya anciano. Dejan en el lector estas románticas visitas a casas cementerio un fuerte impacto de vanitas contemporáneo a la vez que un claro aviso del Et in arcadia ego.
En la parte humorística sobresale el relato de la intervención quirúrgica a la que se somete el dictador Franco, en el Palacio del Pardo porque se niega a ir al hospital, que se convierte en puro esperpento tras un apagón de luz. Dice de él Trapiello que no cree que pudiera hacer novela alguna con él sino, a la manera de Galdós, un auténtico episodio nacional.
Además de esto sus descripciones paisajísticas, las confesiones íntimas o familiares, los avatares de la salud y, por supuesto, sus juicios literarios. Hay que valorar que Trapiello, con esas opiniones que parecieron al principio tan intempestivas cuando el gusto literario de la Transición era una roca inamovible, nos enseñó que se podía decir lo que se pensaba y que había que fragmentar lo que, en definitiva, no era sino un nuevo relato oficial de la cultura. Coincidamos o no con el canon que él defiende esto otro no es poca cosa.

viernes, marzo 18, 2016

Seré duda, Andrés Trapiello


Pre-Textos, Valencia, 2015. 728 pp. 35 €

Bruno Marcos

Es difícil para quien siga las letras actuales ignorar lo que es, seguramente, uno de los fenómenos literarios más singulares de los que se están produciendo en nuestros días, la escritura de Salón de Pasos Perdidos de Andrés Trapiello. Diecinueve entregas van de un diario personal que superan, muchas de ellas, las setecientas páginas ampliamente y que se iniciaron con la del año 1987. Alcanza esta "novela en marcha" las nueve mil novecientas cuatro páginas por ahora, según las cuentas que le salen al autor. Trapiello se duele en esos mismos diarios del prejuicio generalizado hacia lo prolífico que acaso menoscabe siempre el trabajo y el esfuerzo para ponderar lo escuálido, no se sabe si por decantado o por arrebatado de genio pasajero.
En esta ocasión las más de setecientas páginas se inician nada menos que con seis prólogos, cosa que no ha de extrañar en un gran prologuista como es este escritor. Pudimos leer bastantes de los escritos por él, reunidos no hace mucho, en su libro titulado Vagamundos. Los temas son los de siempre en este tomo. Aparecen de nuevo las reflexiones sobre su técnica diarística que tiene la piedra angular en que el diario se escribe como un diario pero se lee como una novela. No en vano el frontispicio de estos escritos es siempre la cita de Fortunata y Jacinta de Galdós: «Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela». Así mismo aparece de nuevo el asunto de las identidades de las personas que salen representadas en el libro. El uso de iniciales y equis, en lugar de preservar el anonimato de los aludidos, supone para el autor una garantía de que lo que se cuenta es interesante al margen de que los protagonistas sean famosos o no. Ya afirmaba Andrés Trapiello, en otro libro muy recomendable, El escritor de diarios, que ni los grandes personajes ni los grandes acontecimientos producen grandes diarios sino que, más bien, los mejores resultados en este género los da la mirada del desplazado a ras de suelo. El diario para Trapiello es un hablarse a sí mismo de forma que lo escuchen los demás.
Este diario corresponde al año 2005, año que el autor pasó dando vueltas a la Península Ibérica presentando su continuación del Quijote. Se suceden en Seré duda las magníficas descripciones paisajísticas, sobre todo en su Beatus Ille de La Viñas, no exento del todo de las complicaciones humanas, los viajes a Tánger, Tetuán o Bucarest y las crónicas del Rastro. En el diario de este año recoge la muerte de su admirado Ramón Gaya y la de Haro Tecglen. Resulta, entre muchas otras cosas, interesante la visita a la Fundación Juan Ramón Jiménez, poeta preferido para este autor, que termina con la imagen romántica y espectral del ataúd de níquel del poeta, cuya faz se ve por una ventanita apreciándose aún la barba del gran poeta.
Lo que más gusta a este lector de los diarios de Trapiello es, sin duda, su humor, que nunca destaca nadie citando sólo la críticas que determinados personajes reciben de su pluma. Para un lector como este, al que el Quijote ha arrancado carcajadas, lo más cervantino de Trapiello, gran lector y hasta continuador y actualizador de Cervantes, es precisamente ese humor y esas carcajadas. Los retratos que hace, en los que sabe buscar el punto flaco a cada cosa, pintan con detalle la ridiculez de la sociedad nuestra que lo será, seguramente, más o menos como lo han sido casi todas. Los escarnecidos quizá no sean del todo como los dibuja su lápiz pero el cuadro es totalmente verosímil y si la realidad no se ajusta a la pintura es porque no está a la altura de la literatura.

miércoles, febrero 17, 2016

Diarios 1956-1985, Jaime Gil de Biedma


Ed. Andreu Jaume. Lumen, Barcelona, 2015. 672 pp. 24,90 €

Bruno Marcos Carcedo

La poesía de Jaime Gil de Biedma cada vez se sitúa en una mejor posición dentro de la historia de nuestras letras y, ya superados los últimos escollos de las dominancias poéticas y agotadas las sangrías epigonales, se le percibe distinto a todos. A medida que pasan los años se entiende mejor su lugar dentro de la literatura y se le ve no como una anomalía sino como un producto singular, fruto de enlazar determinadas ascendencias poco habituales entre nosotros como la del romanticismo o la del modernismo inglés.
El resultado de su labor poética es una obra muy breve, muy decantada, muy atada a la vida, con una gran intensidad que alberga el canto a la plenitud al mismo tiempo que la elegía sin solución. Su tema principal es la juventud, encarnada en el erotismo, con las fascinaciones, urgencias e inquietudes que se tienen a los veinte años y con el lastre de la angustiosa amenaza de su fin. Gil de Biedma añadió a su experiencia vital su propia genealogía literaria y tomó de la época que vivió, tan marcada por el realismo social, y también de su tradición familiar un total coloquialismo que vuelve sus poemas prácticamente oralidad, textos para ser dichos, aspecto clave de su éxito comunicativo y hasta de su popularidad creciente.
De lo que ofrece esta edición de sus diarios lo mejor no es nuevo. Sin duda para este lector el preferido sigue siendo el primero, que ya se pudo leer hace años. Este contiene el relato de su primer viaje a Filipinas y plasma la algidez de su juventud, la libertad que encuentra en aquella antigua colonia, las descripciones de lo exótico de las islas, la vida de la alta burguesía colonial y empresarial en contraste con su actividad noctámbula, sus encuentros sexuales, la miseria que los rodea, la sordidez prostibularia, así como el final enredo con sus “novios filipinos”.
Es también interesante el diario posterior que recoge su convalecencia en un pueblo de Segovia para curar la tuberculosis. En esta parte vemos al poeta liberado de su vida urbanita y su trabajo de ejecutivo, entregado a la lectura y a la reflexión, a la creación literaria y al reposo contemplativo. Un periodo de tres meses que le marcó y que añora al comienzo del diario del año 1978, en el que cree falsamente haber recaído en la tuberculosis y experimenta un extraño sentimiento de ilusión por poder vivir otro tiempo como aquel de 1956 enfermo. Seguramente veía en esa etapa el ensayo de lo que habría sido su vida como poeta exclusivamente, aislado de la obligación laboral, las pasiones amorosas o las urgencias sexuales.
En los siguientes, coincidentes con la elaboración de su libro Moralidades se suceden sobre todo apuntes de utilidad para el estudioso de su obra, bien acompañados por las notas del cuidador de la edición, que ha tenido el buen tino de añadir cartas y fragmentos de entrevistas o artículos que ubican cada asunto de los que Biedma habla.
Es revelador el arranque del diario correspondiente a 1978 que ocurre durante una estancia en su casa de la costa, en el pueblo de Ultramort. Ahí hace una doble afirmación bastante dramática. En la primera reconoce que aunque es feliz ya no desea vivir mucho más y en la segunda asegura que, como escritor, no tiene ya nada que decir, ni a los demás ni a sí mismo. No en vano había ya escrito el poema “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”.
Finaliza este volumen el inicio del diario correspondiente al año 1985 que describe los primeros momentos del tratamiento médico poco después de ser diagnosticado de sida, enfermedad que le causaría la muerte cinco años después.
Los Diarios de Gil de Biedma constituyen una lectura fascinante en asociación a su obra poética pero, no obstante, dejan una sensación extraña. Aunque el lector tiene una gran impresión de ser confidente del autor percibe algo raro, probablemente, la sustitución de la sinceridad por el exhibicionismo en demasiadas ocasiones, operación que produce un juego de superposición de máscaras cuyo fin es la automitificación. El caso es que esta automitificación se convierte en la herramienta clave para lograr el objetivo de su obra, salvaguardar lo que perece por el paso del tiempo en el seno de la literatura. El problema es que este mecanismo hace perder, en pago, parte de la verdad con lo cual se extiende, tanto sobre sus diarios como sobre sus poemas, cierto velo de falsificación.

martes, junio 09, 2015

Diarios de la Revolución de 1917, Marina Tsvietáieva

Trad. Selma Ancira. Acantilado, Barcelona, 2015, 224 pp. 14 €

José Miguel López-Astilleros

Marina Tsvietáieva (1892-1941), junto con Anna Ajmátova y Nina Berbérova, es una de las escritoras rusas fundamentales del siglo XX. Las tres pertenecieron a una burguesía ilustrada y sufrieron los rigores del poder bolchevique, cada una de una de una manera diferente. En ella literatura y vida se confunden, y son fuente recíproca que desemboca en un mismo surtidor, el de toda su obra. Su poesía, sus ensayos, sus obras dramáticas, sus cartas y sus escritos autobiográficos nacen tanto de su experiencia vital como literaria, en un momento en el que la historia de Rusia se escoraría hacia una brutal dictadura, contra la que se rebeló de una manera incuestionable, produciéndole un sufrimiento del que nos dejó amplio testimonio, pues el ansia por escribir no la abandonó jamás, incluso en los momentos más duros de su vida, hasta que no pudo más y terminó quitándose la vida un 31 de agosto de 1941. Hoy, que tanto abunda el falso género autobiográfico de historias insulsas, disfrazadas de géneros literarios más o menos novedosos, se agradece su «temeraria sinceridad», rasgo que más admiraba de su amado Alexander Blok, como señala Irma Kúdrova en el prólogo a Un espíritu prisionero. Adentrarse, pues, en su vida a través de sus diarios y textos autobiográficos, como este, es doloroso por la angustia que rezuman, y apasionante por el amor a la vida y la literatura que destilan, tanto desde el punto de vista literario como histórico y testimonial.
Desde 1990 se ha venido publicando en España una buena parte de su obra. Entre los libros autobiográficos más importantes están Un espíritu prisionero y Confesiones (ambos en Galaxia Gutenberg), además de Indicios terrestres (Cátedra/Versal), que contiene el diario entre 1917 y 1919. La edición de Acantilado viene a completar y complementar los dos primeros libros citados, que venía echándose de menos a disposición del lector español, tras haber sido descatalogado Indicios terrestres.
Estos Diarios de la Revolución de 1917 están compuestos por textos redactados entre 1917 y 1919, aparte del capítulo titulado “Mi buhardilla. Notas moscovitas de 1919-1920”. Coincide este período con el comienzo de la madurez literaria de Marina Tsvietáieva, con obras como el ciclo Poemas a mi hija o Historia de Sónietshka. El libro arranca con un apartado titulado “Octubre en un vagón. (Notas de aquellos días)”, Marina tiene veinticuatro años y se dirige en un tren hacia Moscú, al encuentro con su esposo y sus dos hijas, mientras acontece la Revolución de Octubre. A partir de este momento narrará todas las vicisitudes por las que pasó en aquellos tiempos, sus vivencias, pero lo más sobresaliente es que no sólo aludirá a los grandes acontecimientos, sino a la historia cotidiana de la población, su historia íntima: el caos reinante en las calles, el frío, la corrupción de los capitostes bolcheviques, los saqueos, la escasez y el hambre, con detalles tan conmovedores como cuando cuenta que ella y sus hijas se alimentaban de patatas congeladas, podridas (Irina, su hija menor, murió de hambre en un orfanato en 1920). En una ocasión el penoso transporte de las patatas putrefactas hasta su casa se erige en una trágica metáfora existencial. Incluso tuvo que sobrevivir con los alimentos que algunos buenos amigos le cedían. Frente a estas penurias su calidad humana se eleva hasta límites épicos, así declara que no roba para comer, en cambio sí lo hace para escribir, tal es la pasión por la palabra, que la lleva a sustraer papel y tinta. Y no solo eso, sino que su exquisita educación está por encima de la propia subsistencia y la de sus hijas: «Es indecente estar hambriento cuando el otro está ahíto. La buena educación es en mí más fuerte que el hambre,-incluso que el hambre de mis hijas.» (pág171). Se pone de manifiesto una cierta incapacidad para adaptarse a una sociedad degradada, según ella, con unos valores tan distantes de los suyos, que los critica con ahínco, así llega a decir de los comunistas «...no los odio a ellos, sino al comunismo». No es de extrañar, puesto que ella vivía en un mundo de hipercultura que choca con la realidad más descarnada, y la lleva a sentirse muy sola, desfallecida, desesperanzada.
Otra faceta brillante de estos textos se refiere al arte y al pensamiento. Abundan las disquisiciones sobre el teatro, la poesía, el amor, la muerte o su pensamiento social de raigambre cristiana e influenciado por las Sagradas Escrituras. Se nos rebela en estas páginas también como una pensadora sensible, incisiva y profunda. Queden como prueba estas citas sobre tres temas fundamentales en su obra y en su vida, el amor, la muerte y la literatura respectivamente: «Hay dos maneras de relacionarse con el mundo: la amorosa y la maternal.»; «Saber morir-es saber superar la agonía es decir, de nuevo: saber vivir»; «Hay que escribir sólo aquellos libros por cuya ausencia se sufre.» No está demás advertir al lector primerizo de Marina Tsvietáieva sobre la presencia de los guiones, que representan, según señala Elizabeth Burgos en el prólogo de la Antología poética de la editorial Hiperión, «Un entramado de ritmo y de aliento entrecortados, a la vez juego de acentos entre letras y sílabas…»
Son innumerables los maravillosos descubrimientos que les esperan a quienes se adentren en la vida y en la obra de esta grandísima escritora, sea a través de su poesía, sus deliciosas cartas a Rilke y Pasternak, sus ensayos o cualquiera de sus obras. Y cómo no a través de estos diarios, escritos de una manera vibrante, ígnea podría decirse, fuente inagotable de emociones y conocimiento.

viernes, mayo 30, 2014

Días de nevada, Bernardo Atxaga

Alfaguara editorial. Madrid, 2014. 399 pp. 19,50 €

Ignacio Sanz

Creo que fue en 1992 cuando me adentré en Obaba de la mano de un escritor desconocido entonces para mí llamado Bernardo Atxaga. Era aquel un libro de relatos que se lanzaban pequeños guiños entre sí y que remitían a un reino asentado en la fabulación. El reino ha ido tomando posesión de este mundo y el año pasado estuve paseando por la calle de Obaba, en Astiasu (Guipúzcoa). En realidad es una calle muy corta, aunque orientada a un infinito de montes verdes y cielos azulados. Así es la literatura que funda reinos. De entonces a acá Atxaga ha publicado un puñado de libros, algunos híbridos y decididamente menores que siempre me han interesado mucho. Tanto como sus grandes novelas. Pienso en sus libros infantiles llenos de encanto o en un delicioso libro en el que reflexiona sobre la literatura infantil a partir del abecedario. Bernardo es un escritor sabio tranquilo que se mueve muy bien elaborando abecedarios temáticos y relatos cortos encadenados.
Días de Nevada es un libro que atrapa. Podría ser considerado un diario ya que, en realidad, refleja curso, entre 2007 y 2008 en el que el autor estuvo en Reno (Nevada) acompañado por su familia, invitado por la Universidad. Pero tampoco es un diario convencional por más que algunas de las entradas reflejadas en el mismo vayan acompañadas de una fecha y cuente el día a día de las relaciones familiares y profesionales que van salpicando la vida. También las excursiones al desierto próximo acompañado de amigos y algunos viajes familiares por el entorno inmediato en el que la geografía extremista resulta un acontecimiento. Resulta interesante, por ejemplo, las impresiones que le suscita acompañado de sus hijas la mítica cárcel de Alcatraz reconvertida en museo. Ahora que los pienso, Días de Nevada podría encajar también entre los libros de viaje pues, al fin, está lleno de impresiones viajeras.
Una vez leídas las cuatrocientas páginas, las historias que más arraigan en la cabeza del lector son aquellas en las que el escritor, guiado por los recuerdos, hace excursiones a través de la memoria para relatarnos la infancia de sus padres, también su muerte, así como la muerte en plena adolescencia de su primo José Francisco. O la historia desaforada de Paulino Uzcudun, el campeón de boxeo de las primeras décadas del siglo XX, que vivió en Nevada. Como vivieron tantos pastores vascos a los que Atxaga homenajea con cariño.
Con frecuencia el lector se encuentra con relatos teñidos de melancolía en los que, de pronto, se ven salpicados por gotas humor. Ahí encuentra uno al mejor Axtaga, el narrador que relativiza, que evita dogmatizar, que plantea inquietudes y preguntas peqro que se demora en llegar al desenlace, el que pone de manifiesto las contradicciones de la vida, que huye de maniqueísmos.
El lector inevitablemente a veces se pregunta cuanto habrá de real y cuánto de ficción en estas entradas en las que si hubiera un hilo conductor sería el de un violador cuya sombra alargada preocupa a toda la población y de cuyas fechorías da cuenta el “Reno Gazete-Journal”, el periódico local y de cuyo desenlace nos informa nada piadoso da cuenta el propio Axtaga en un post scriptum final.
De manera que en este libro que podría ser considerado una amalgama de géneros, diario, memoria, viajes, el lector se va a encontrar al narrador maduro, con ciertas gotas de melancolía y con una mirada abierta, alejada de dogmas y exclusiones. Un sabio que, al lado del fuego, nos cuenta con calma episodios esenciales de su vida.

martes, abril 22, 2014

Edelgard. Diario de un sueño, José Fernández-Arroyo

Isla del náufrago, Segovia, 2014. 489 pp. 20 €

Ignacio Sanz

Con frecuencia la literatura resulta guadianesca. A finales de los años cuarenta del siglo XX, José Fernández-Arroyo, un joven poeta manchego, de Manzanares, comenzó a escribir este diario. Las primeras entradas reflejan la vida de un poeta de provincias que muestra anhelos en medio de tantas limitaciones. Hay que tener en cuenta que se vivía en una dictadura y que la sombra de la guerra seguía latente. Pepe Fernández-Arroyo, como corresponde a la época y a la tierra, es un joven católico, lleno de buenos sentimientos e inquietudes. Lo que se lleva. Aunque enseguida descubre el lector que estamos ante un joven rebelde y cavilante que pronto va a dar la espalda a tanta hipocresía como campa a su alrededor.
Sus inquietudes idiomáticas le impulsan a mantener correspondencia con una joven alemana. En aquella época es una de las maneras más comunes de aprender lenguas extranjeras. Pero el lector que se adentre en las páginas de este diario, ilustrado en esta edición con manuscritos originales y dibujos, va a comprobar que el interés por la cultura y la lengua enseguida va a ser sobrepasado por una atracción que pronto deviene en pasión desatada. El mar estalla en altos oleajes. Estamos hablando en realidad de dos desconocidos que se escriben en francés y que están situados a miles de kilómetros. La pasión, no puede ser de otra manera, es platónica. Pero llameante, incandescente. Hasta el extremo de que el lector puede notar que las páginas que lee, le queman entre las manos.
No es preciso recordar que Alemania acababa de salir de una guerra en la que había sido derrotada. Nuestros dos jóvenes se intercambian fotos y dibujos. No en balde, Pepe, además de poeta postista, es un magnifico dibujante y pintor. Las cartas suben de temperatura hasta que finalmente, Fernández-Arroyo, porque ya no puede más emprende en auto-stop viaje de camino a Fensburg donde vive su amada. Quince días tardó en llegar. El amor todo lo vence. ¿Todo? Cuando Pepe llega a su destino, Edelgard está internada en el hospital para ser sometida a una nueva operación. Lleva ya unas cuantas. El ejército aliado, en concreto las tropas rusas, se han comportado con ella y con su hermana, con la misma fiereza de animal instintivo que se han comportado siempre los ejércitos vencedores.
Pero desbarro, estoy desbarrando. Lo cierto es que Anna Caballé, la directora de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona escribe en el prólogo de esta tercera edición que este diario apasionante se recomienda encarecidamente a todos los becarios y colaboradores que pasan por su Unidad para que aprecien la intensidad del género. Allí han ido a parar los originales y los dibujos cedidos por el autor.
Luis Alberto de Cuenca, en el segundo prólogo confiesa que no pudo dejar de leerlo hasta altas horas de la noche en que lo terminó. Recuerdo que eso mismo me pasó a mí hace años cuando cayó en mis manos la primera de sus ediciones.
Uno se pregunta qué tendrá este diario para que el novelista José Antonio Abella, tomándolo como punto de partida, escribiera su novela La sonrisa robada que le obligó a viajar varias veces a Flensburg. En avión por suerte para él. Por cierto, esa novela, publicada por el mismo sello minoritario y criticada en La Tormenta, acaba de recibir el premio de la Crítica de Castilla y León. Por eso, precisamente por eso, decía al principio que a veces, y tiro porque me toca, a la gran literatura la empuja un aliento guadianesco. Y por eso recomiendo vivamente su lectura.

lunes, noviembre 11, 2013

La vida simple, Sylvain Tesson

Trad. César Ayra. Alfaguara, Madrid, 2013. 240 pp. 18,50 €

Ariadna G. García

Sylvain Tesson (1972), escritor y aventurero, se prometió a sí mismo “vivir como un ermitaño en el fondo de los bosques” antes de los cuarenta con el propósito de alejarse del mundo y conocerse. Este empeño le llevó a las inmediaciones del lago Baikal, situado en la taiga rusa. Durante seis meses, vivió en la cabaña de un geólogo provisto de comida, una surtida biblioteca de sesenta títulos, material de supervivencia, y una admirable fortaleza interior. A lo largo de ese tiempo, recogió en un diario todo tipo de reflexiones personales, citas y poemas, que constituyen el variado, hondo y entretenido ensayo: La vida simple; Premio Médicis (2011), y finalista de los Renaudot y Femina.
El libro se estructura en seis partes correspondientes, cada una, con los meses de su aislamiento. Comienza en un aeropuerto, símbolo del trajín existencial, de la improvisación y del desarraigo. La vorágine de los desplazamientos impide el desarrollo de la intimidad y la contemplación de la belleza. Todo es efímero. La cabaña rodeada de nieve, sin embargo, se ofrece como un puesto de observación interna y externa. Allí disfrutará con los matices de la luz sobre el hielo, se sentirá integrado en el paisaje, aprenderá a ser humilde, se recogerá y valorará las cosas de modo de diferente. Cuando deje la taiga, los bosques de tilos, las rutas que el deshielo dibuja en las montañas, no será el mismo hombre.
Este ensayo nos deja un sinfín de citas memorables, así como nos invita a un replanteamiento de nuestro estar en el mundo. Su elogio de la vida sencilla, alejada del capitalismo y del consumo, recuerda a los gustos discretos de Luis de León o del capitán Andrés Fernández de Andrada. Sylvain Tesson pone su descanso en los objetos imprescindibles, aquellos que garantizan la supervivencia: una vela, un lápiz, un cuchillo, un hacha, una tetera o una estufa de carbón. No necesita más. Sus necesidades están cubiertas. La taiga, además, le proporciona cuanto necesita. De este modo, no se siente frustrado –como lo está la gente en las ciudades–, sino en paz. La vida se reduce a los pequeños gestos, y el planeta lo agradece. No hay agresión a la naturaleza. La existencia es inicua.
Una de las lecciones del libro –se trata de un ensayo, no se olvide; contiene ideología–, es la posibilidad de implantación de este modelo existencial (respetuoso con el medio ambiente, con los recursos naturales y con la biosfera) en las poblaciones humanas. ¿Cómo? Huyendo hacia los “bosques interiores”, haciendo propio el lema del ermitaño, que consiste en reducir las “ambiciones a las proporciones de lo posible”.
A la mezcla de asuntos filosóficos, ecológicos, literarios y sociales, Sylvain Tesson añade capítulos donde narra sus aventuras y expediciones por la tundra. Estos fragmentos amenizan el libro y describen tanto la imponente naturaleza rusa, como las tribulaciones de sus huéspedes: pescadores, inspectores de instalaciones meteorológicas o guardias forestales; un elenco de hombres y mujeres humildes pero fuertes y hospitalarios.
Pocas concesiones hay en el libro, sin embargo, a la expresión de la intimidad. El alcohol remplaza al lápiz cuando Tesson da muestras de debilidad.
Quien lea La vida simple aprenderá a vivir como el par de perros siberianos que acompaña al autor: exprimiendo el instante, sintiendo la alegría del estar, sin horizontes ni expectativas que anulen el presente, amando lo diverso y lo contrario.
Un libro es peligroso cuando nos abre puertas y las cruzamos. Y este lo es. Disfruten de la obra, y sobre todo, implántenla.

lunes, septiembre 09, 2013

La novela de K., José Manuel Benítez Ariza

Dos mil locos editores, Cádiz, 2013. 222 pp. 12 €

Ángeles Prieto Barba

Hablemos claro. Aceptar “pulpo” como animal de compañía equivaldría a considerar este Diario como novela, de acuerdo a lo que el título reza, pese a lucir un hilo conductor tan novedoso en nuestras letras como son los paseos de la gata K, que no es un cefalópodo precisamente porque tiene sus días, sus más y sus menos, su carácter propio y su misterio. Y es que debemos reconocer que las mascotas, al contrario que de lo que ocurre tradicionalmente en otras literaturas, no han gozado de mucho protagonismo en nuestros textos, ni siquiera de ocasional presencia.
Mientras esta señorona tan suya corretea, sus tres servidores humanos (el escritor y profesor José Manuel Benítez Ariza, su esposa M.A. y su hija C), disfrutan con humor, filosofía y muchísima literatura, de una vida amable tras el cumplimiento de sus obligaciones laborales y estudiantiles. Existencias cálidas sin amarguras, favorecidas por el clima, los buenos amigos y el entorno gaditano en que se desarrollan, y amenizadas con frecuentes viajes, bien a la Sierra, bien al cumplimiento de diversos compromisos editoriales. Por lo cual, al leer este Diario uno se siente en familia. Y no sólo agradece la acogida, sino que además le apetecerá leer anteriores y posteriores entregas, a fin de conocer mejor a esos personajes a los que ya considera sus amigos gracias al tono pausado, en voz modulada y no gritona, sin petulancias, que el autor utiliza para hablarnos.
“La vida cotidiana que arde en cada momento”, en palabras de T. S. Elliot, es lo que pretende recoger la tercera entrega de este Diario que va desde el otoño del 2007 al verano de 2008. Calendario escolar cuyas lecciones diarias vienen acertadamente precedidas por títulos curiosos: Tagarninas, Una raya en el agua, Náufrago o Cabaret. Gracias a ellos leemos intrigados qué nos deparan y adónde nos llevan las reflexiones que extrae el autor de sus experiencias. Porque de eso se trata… Acostumbrados como estamos a la lectura masiva de novelas, percibimos que en ellas predomina ese lenguaje cinematográfico reductor que nos suprime escenas prescindibles para el desarrollo de la trama, imágenes que de hecho constituyen el gran meollo de un buen diario como es este. Por ejemplo, cuando el autor en una calurosa tarde de verano se dispone a leer el Fedón bajo una sombrilla, mientras percibe a lo lejos el toples de una muchacha y llama a todo eso “plenitud”. Y es que acaso sea esta motivación, tan ambiciosa, lo que precisamente el lector de Diarios anda buscando: enfrentarnos al día a día con sapiencia.
Tal vez habría que promover un encuentro literario entre los distintos autores españoles de Diarios para llegar a un consenso sobre el empleo de las iniciales, a fin de no descolocar tanto a los lectores. Pues en las últimas entregas de Trapiello, éstas no revisten ya misterio alguno, son fácilmente reconocibles merced a los datos que nos proporciona de cada personaje. Pues bien, en este aspecto el Diario de Benítez Ariza es tan anárquico como su gata. Bajo iniciales nos esconde tanto a la inteligente María Ángeles (su esposa), como al más que reconocible escritor Eduardo Galiano, mientras que no muestra apuro alguno en disimular bajo siglas su admiración por ese grandísimo ensayista andaluz, siempre lúcido, que es Enrique Baltanás. Cuestión de afectos y de pudores, concluimos.
Pero volvamos a la gata, esa que reposada lo mira y controla todo con atención, que muestra sus afectos y desafectos sin disimulo, que raya precisamente el disco favorito del escritor o que se esconde tan bien que cuesta encontrarla. Porque a través de ella, intentando comprenderla, empatizar con su modo de actuar independiente, el autor vislumbra para sí otra existencia más auténtica de la que aprende, lejos del ruido mediático de ambiciones, pasiones y decepciones que, tanto en el mundo literario como en el político, hoy día se impone. Por ello, tampoco es pequeña ni mucho menos desdeñable, la lección que de este libro tan grato el lector obtiene.

martes, julio 30, 2013

Nueva York a diario, Hilario Barrero

Impronta, Gijón, 2013. 296 pp. 16 €

Ángeles Prieto Barba

Muchos lectores solemos acudir al ensayo cuando la impostura de novelas o cuentos no nos convence, nos agrede o nos harta. Rara vez nos acogemos a un género que considero híbrido, a medio camino entre la ficción y la no ficción como es el diario, porque para su elaboración han de sortearse todas las trampas de la imagen social y también de la memoria inmediata. Y es que ese presente real, el único que conocemos, también se nos escapa cuando intentamos a posteriori traducirlo en palabras. No obstante, no conozco disciplina literaria que establezca un puente más cercano y cálido entre escritor y lector, un diálogo atento, sencillo y paciente, puesto que la poesía, la buena poesía, va más allá: nos hiere, enternece o arrebata.
Y ya es hora de proclamar que tenemos muy buenos diaristas en nuestra tierra. Sobre todo, tras cerrar esta última entrega de Hilario Barrero, precisamente la mejor de todas las publicadas. Mérito del escritor-poeta que ha sabido transmitirnos con mayor concisión, lucidez e intensidad que nunca sus principales vivencias, emociones y reflexiones mediante una plática cómplice en la que nunca nos sentimos ajenos. Y quizá sea esta cualidad sobresaliente la que distinga a los diarios de Hilario de los elaborados por otros autores, aquellos en los que el peso e interés principal recae en descripciones más o menos prolijas de la vida académica o literaria, con especial acento en el tortuoso cursus honorum del escritor español. Que no es el caso de Barrero, autor de gran valía y objeto ya de los debidos reconocimientos, pero cuya existencia es más rica o menos limitada y se asemeja a un puente, tan útil, necesario y transitado como el famoso de Brooklyn, lugar donde reside. Porque en esa vida suya de ida y vuelta constante, entre la mítica Nueva York y nuestro país (Gijón, Oviedo, Avilés, Vigo, Tuy y Toledo, siempre presentes en sus periplos cíclicos), logra hacernos sentir a la Gran Manzana como un lugar mucho más familiar y cercano. A la vuelta de la esquina, puedo asegurarlo. En la superficie y en los subterráneos.
Hilario siempre se dirige a un lector honesto, sensible e inteligente, respeto que se agradece. Personas que han de levantarse cada día teniendo que acudir a sus correspondientes dramas familiares, económicos o personales, idénticos a los de tantos amigos anónimos o conocidos que él detalla, lectores que no podrán asomarse a este diario reflexivo e interrogante sólo para matar el tiempo, sino en busca de respuestas. Y para ellos, prescinde en esta entrega de detallarnos con demasiado esmero sus pequeños asideros o aficiones, como la ópera, los viajes o el arte, así como también aparcará el gran y doloroso tema de la muerte, para poner el acento en lo que sin duda es la razón, causa o leit motiv de su vida, aquello que le otorga toda su plenitud y sapiencia: el amor. Manido sustantivo que, tras cuarenta y un años de convivencia, ha de leerse pleno de sentido, sin lugares comunes y sin cursiladas. Corazón de Jesús que, en esta entrega, le dará algún que otro sobresalto porque el amor verdadero nunca está exento de miedos como los que aquí se reflejan: al paso inexorable del tiempo, a la enfermedad y a la despedida definitiva.
Cuesta imaginar qué hubiera sido de la vida de Hilario de no haberse cruzado casualmente con él la persona que le dio el alma, el corazón y la vida como en el bolero y se lo llevó tan lejos. De hecho, nos lo imaginamos aquí amable, talentoso, social y triunfador, recogiendo solitarias placas de homenajes poéticos por doquier, una tras otra, hasta la placa final. Pero sin duda no sería ese maestro de vida cálido, confidente y comprensivo que admiramos, que nos otorga seguridad y al que tanto queremos. Os invito a conocerlo. Porque también nos arrebata, nos enternece y nos hiere como la poesía, aunque esto sea un diario, y porque nos hace sentirnos mejores personas al hacerlo.


lunes, junio 17, 2013

Mi hermana y yo, J. R. Ackerley

Trad. Andrés Barba. Sexto Piso, Barcelona, 2013, 287 pp. 23 €

Ángeles Prieto Barba

Irrita que todavía sigan existiendo estudios, congresos y hasta cónclaves para determinar características literarias diferentes según el sexo de los autores. Y no sólo porque intentamos establecer separaciones en un asunto donde la propia Naturaleza no es tajante en absoluto, sino también porque en ellos se cae en generalizaciones o tópicos ilógicos, que sólo demuestran un gran desconocimiento sobre el desarrollo y evolución de la producción literaria. Como intentar separar la literatura de acción de la literatura de sentimientos, o para los detractores de estos últimos, de mesa-camilla.
Pues bien, esta obra que comentamos sería un ejemplo excelente de esa literatura de mesa-camilla, aunque escrita por un hombre. Abiertamente gay, alegarán algunos. Pues sí, un escritor gay que aquí sin duda nos transmite una visión sesgada y muy masculina (tópicamente masculina), de su vida rodeada de mujeres: su querida perra Queenie, su anciana tía Bunny y su insoportable hermana Nancy. Y es necesario avisar de que adentrarse en estas páginas, bastante impúdicas por cierto, supondrá al lector un pequeño infierno emocional, pues el texto en sí produce bochorno ajeno, ganas de liarse a bofetadas con la hermana o cerrar el libro para siempre, acciones que no realizaremos porque Ackerley además, es un seductor impresionante, hasta el punto de seguir leyéndole tan sólo por averiguar cómo termina arreglándose con ellas, verdugos y víctimas a su vez del escritor que las retrata de forma tan implacable.
Debemos tener presente en todo momento de que en este libro no nos encontramos ante el diario completo, preparado y dado a imprenta por su autor, sino ante una selección del mismo, realizada póstumamente por su amigo Francis King y centrada en torno a un episodio dramático, como será el intento de suicidio de Nancy, la hermana. Y de que, antes de abordarlo, sería muy conveniente disponer de algunos datos básicos sobre la vida, obra y milagros de este escritor, posiblemente uno de los mejores diaristas de todos los tiempos por su descarnada honestidad, su estilo y sus circunstancias familiares.
Para presentar a Ackerley (1896-1967), hijo de un adinerado empresario, británico y bananero, nada mejor que sus propias palabras en el inicio de Mi padre y yo, su obra más conseguida: «Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919» Un buen principio para una historia familiar nada convencional en la época en que se desarrolla, esa sociedad británica, rígida y victoriana, enfrentada a un siglo XX inaudito, que Ackerley estrena con un padre mujeriego y hasta bígamo, muy capaz de mantener perfectamente a dos familias sin que nadie se enterara hasta su muerte. Y a quien Joe (Joseph) culpará de buena parte de sus males posteriores, aunque también sea la persona a la que debió su buena posición económica y sus estudios en Cambridge. Amigo íntimo de Forster, descubridor de grandes escritores como W. H. Auden, Christopher Isherwood o Philip Larkin, consiguió mantenerse durante veinte años como editor literario de la revista de la BBC, “The listener”, a la vez que disfrutó de una vida sexual intermitente, intensa, onerosa y tormentosa con marineros y obreros, prácticamente analfabetos.
Y en esas circunstancias tan especiales, Ackerley en la recta final de su vida, recogió a las tres mujeres mencionadas, manteniéndolas económicamente aunque todos sus afectos se centraron en una sola: la perra Queenie, protagonista asimismo de este libro, a la que quiso Joe sin medida, como bien se refleja en otro de sus libros, Mi perra Tulip y yo.
Volviendo a Mi hermana y yo, y para animar a un lector curtido y no convencional, muy alejado del que sólo busca emociones en la trama, puedo asegurar que en este libro nos encontraremos al final con un sentimiento inesperado: la compasión que nos hace más sabios. Como asimismo constatar cuánta grandeza podemos encontrar en esa literatura de mesa-camilla denostada, tan alejada de las imposiciones frívolas y consumistas del mercado.

lunes, noviembre 12, 2012

En mi país desconocido. Diario de la cárcel, 1944, Hans Fallada

Trad. Christian Martí-Menzel. Seix Barral, Barcelona, 2012. 377 pp. 19,50 €

Ángeles Prieto Barba

Adentrarnos en un personaje tan curioso como este autor alemán, conlleva no pocas sorpresas literarias agradables debidas a su agudeza, pero además, este diario nos va a proporcionar una disección del nazismo social impecable. Sin duda, de todas las obras que a mansalva se están traduciendo y publicando, del hasta ahora desconocido escritor por estos lares, como las novelas Pequeño hombre, ¿y ahora qué?, Sólo en Berlin y la autobiográfica El bebedor, este libro es el que más información histórica contiene. Porque el contenido del libro, en definitiva, es un juicio moral al nazismo, un grito de protesta, un ajuste de cuentas frente a una sociedad donde buena parte de sus individuos no es que estén enfermos, es que son abyectos.
Un libro coetáneo a los hechos que fue escrito en unas circunstancias muy especiales, pues Fallada, quien durante todo el III Reich estuvo dando tumbos (alcoholismo, deudas, depresiones, crisis matrimonial, frecuentes traslados, pleitos continuados) finalmente terminó, en el periodo que va de septiembre a diciembre de 1944, ingresado en una cárcel psiquiátrica, lugar donde conseguió redactar milagrosamente este texto, junto con El bebedor, en 92 folios redactados con letra pequeña, en apenas inteligibles microgramas, y lleno de abreviaturas. Todo un reto para la traductora irlandesa del mismo que necesitó, para poder realizarla, disponer de todo un año sabático.
Muy interesante nos resulta que Fallada pisó en esta ocasión la cárcel no por delitos políticos, sino por la sospecha de haberle pegado un tiro a su mujer, durante una fuerte discusión, tras haberse divorciado. Pero parece ser que no fue así y, aunque la propia exesposa pretendió exonerarlo, no fue posible librarlo de la cárcel dadas las inquinas y desconfianzas que este autor había ido acumulando por donde pasaba. Diferencias con sus vecinos, jefes y allegados que Fallada nos detalla con suma amargura, salvo honradas excepciones que terminan emigrando, proporcionándonos crueles retratos que van desde la rentista anciana SP, quien lo denuncia a la SA por diferencias económicas, hasta el hipócrita alcalde Stork, un apasionado militarista que se libraba del ingreso en el ejército cada vez que podía, en uno de los episodios del libro más irónicos y conseguidos.
Pero sin duda, el mayor interés del libro, desde el punto de vista historiográfico, reside en el impecable retrato que efectúa del ministro de Cultura y Propaganda, Joseph Goebbels, dado que a raíz del éxito de unas de sus novelas se pretendió llevar a cabo una película que finalmente no fue realizada, motivo por el cual este escritor primero fue encumbrado y luego no pudo encontrar sitio artístico en el III Reich, al ser víctima de la competencia por el control cultural entre Rosenberg y Goebbels. Una relación de hechos muy interesante que despeja toda duda sobre la absoluta honestidad de Fallada, sobre todo al confesar cómo, al ser un escritor con cierto prestigio, se libró, por una falsa disfunción del corazón, de participar en el frente ruso.
En definitiva, nos encontramos con un texto muy valioso e interesante que ilumina más, aún más si cabe, toda la degradación moral que supuso el nazismo, culpas que en modo alguno quedaron redimidas con los Juicios de Nuremberg, pues se extendieron a la sociedad entera, incluso al propio Fallada quien decidió quedarse, encontrándose más cerca del dominio cultural de Goebbels de lo que quisiera. El amor a ese pueblo que regaló al mundo sonidos imperecederos, según sus propias palabras, bien caro tuvo que pagarlo.

miércoles, febrero 09, 2011

En medio de todo, Julio José Ordovás

Eclipsados, Zaragoza, 2010. 104 pp. 10 €

Juan Marqués

Quien escribe y publica diarios es aquel que tal vez no necesita tanto escribir como escribirse, explicarse, a menudo reconstruirse. Es lo que el zaragozano Julio José Ordovás ha venido haciendo desde su primer libro, Días sin Día (Xordica, 2004), y también en las crónicas de viajes de Frente al cierzo. Once ciudades aragonesas (Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2005), en las columnas periodísticas de Papel usado (Eclipsados, 2007) e incluso en muchos de los vibrantes poemas en prosa de Nomeolvides (Universidad de Zaragoza, 2008), pues en todos ellos Ordovás habla fundamentalmente de lo que tiene más cerca y de lo que ocurre o escuece dentro de él, con una honestidad que con frecuencia se convierte en crudeza y una integridad que a veces obliga a leer cosas que uno quizá preferiría no haber sabido.
El protagonista de este nuevo cuaderno de notas está, sí, En medio de todo (estupendo título para el diario de un treintañero), pero también de vuelta de muchas cosas, aunque llega a declarar inolvidablemente que «Pocas veces me he sentido tan perdido. Quizá sea una buena señal» (p. 70). En contra de lo que dice la contracubierta, en esta nueva entrega hay mucho menos de aquello que llenaba Días sin día: las lecturas, las referencias a libros y autores (aunque el exceso de eso también hubiese sido un lastre), el “taller” del inseguro escritor en crisis permanente... Pero también, por fortuna, hay menos desahogos y rabia que en aquel debut, aunque el personaje está sin duda más desconcertado, más derrotado, más roto tras una ruptura sentimental y el dolor desesperado que le sigue (asunto del que dio buena cuenta en su magnífica contribución berlinesa al volumen colectivo En las ciudades, coordinado por Hilario J. Rodríguez en 2009).
Ahora Ordovás nos entromete sin ningún suavizante en su privacidad, abriéndose en canal en muchos fragmentos y mostrando extrema dureza contra sí mismo, que sólo aquí y allá queda amortiguada por el bálsamo de algún recuerdo, de algún viaje, de algún momento de paz junto a nuevas chicas. A veces basta sacarle punta a un lápiz para reconciliarse con el mundo (p. 36) o encontrar tres hojas moradas al barrer bajo la cama para obtener fuerzas para continuar (p. 96). Esas entradas, como la última frase del libro, hacen que, aunque la amargura ocupe en él más espacio que el optimismo, éste pese e importe mucho más, pues «me faltan las ganas de corregirme, aunque no las de superarme» (p. 71).

viernes, junio 19, 2009

La gallina ciega, Max Aub

Prol. Manuel Aznar Soler. Visor, Madrid, 2009. 413 pp. 22 €

Juan Pablo Heras

Visor reedita el “diario español” en el que Max Aub dejó testimonio de su estancia en España entre el 23 de agosto y el 3 de noviembre de 1969, es decir, el único periodo en el que Aub volvió a pisar el país del que tuvo que exiliarse treinta años antes. Se trata de un diario en diferido, es decir, reconstruido dos años después de los acontecimientos, a partir de notas y conversaciones grabadas. En realidad, Aub había venido a España para preparar un libro sobre Buñuel que nunca pudo terminar. Con la excusa de entrevistar, grabadora en mano, a todos aquellos que pudieron conocer al cineasta, Aub recorre los lugares en los que había vivido su juventud: Barcelona, Madrid, y su tierra, Valencia (fue él, nacido en París, el que dijo que uno es de donde hizo el bachillerato). Aunque no se trata de un diario íntimo, sino de un artificio, La gallina ciega conserva tanto la pulsión vibrante y vital de la escritura urgente como la herida abierta de los libros secretos. Y todo en una prosa exquisita, memorable.
Casi desde el principio, Aub superpone lo que vio a lo que ve. En sus propias palabras: «soy un turista al revés: vengo a ver lo que ya no existe» (p. 133). Y por eso el diario se abarrota de páginas amargas, o, por mejor decir, amargadas por el olvido descarado y arrogante que encuentra allá a donde va, el desinterés generalizado por todo aquello por lo que en su día combatió. Ni siquiera oposición o rechazo a sus ideas, lo que al fin y al cabo le haría sentirse vivo. Más bien, indiferencia. Como si la mayor victoria de Franco consistiera en haber convencido a un país entero de que la libertad y la justicia son bagatelas al lado de la felicidad muelle que traen consigo las divisas del turismo:
«Desde que llegué me di cuenta de que aquí, en general, a nadie nada le importa un comino como no sea vivir en paz y de la mejor manera posible. Si me pongo a pensar treinta segundos: ¿cuándo no?, ¿dónde no? ¿Es o no el ideal del hombre? Sí. Nadie se queja ni se puede quejar. Para mayor diversión pueden hablar mal del régimen cuando les dé la gana y donde quieran. Escribir sería otra cosa. Pero, aquí, ¿quién escribe? ¿Que no se enteran de lo que sucede en el mundo? ¿Qué les importa? Todos envidian su santa tranquilidad, su sol, su aire, su arroz, sus gambas…» (p. 113).
Pese a todo, Max es acogido calurosamente por buena parte de la comunidad literaria española, y es traído y llevado a mil comidas y cenas por jóvenes intelectuales del momento, como Félix de Azúa, José Monleón, Carlos Barral, Javier Pradera… La situación, en lo que a la literatura se refiere, parece inmejorable: el Boom acaba de estallar, Carmen Balcells se ha traído a García Márquez a Barcelona y en Madrid Alianza está refrescando el panorama editorial. Al calor del prestigio internacional que la obra de Aub ha alcanzado, muchos periodistas se acercan a entrevistarle, y hasta recibe una invitación de Fraga que rehúsa por su tono condescendiente. Da la impresión de que al maquillaje aperturista del régimen le venían bien unas palabras de conformidad que el cascarrabias Aub se niega a dar gratis: a pesar del prestigio, sigue siendo casi imposible encontrar sus libros posteriores a la guerra; a pesar de la apertura, la censura prohíbe una lectura de Deseada, una de sus obras más inocuas, en el teatro Fígaro, lo que Aub recrea con ácida ironía en un pequeño sainete protagonizado por Larra y Beaumarchais.
El diario recrea las conversaciones que Aub tiene con sus compañeros de mesa: se habla de política, pero también de cocina, de toros y, sobre todo, de literatura. Con frecuencia, omite deliberadamente el nombre del hablante para confundir sus palabras con las de los otros; otras veces, nos encontramos ante puros diálogos que el autor mantiene en su soledad consigo mismo, diálogos en los que se sumerge, con hondura y brillantez, en el conflicto, o quizá paradoja, que supone aceptar el innegable progreso material que ha alcanzado la España de finales de los 60 y a la vez seguir viendo Madrid como la “ciudad de un millón de cadáveres” que lloraba Dámaso Alonso. En cuanto a aquellos de su generación que se quedaron –Dámaso aparte-, los encuentra en su mayoría apagados, apartados, reducidos a una sombra. Quizá, dice el maestro de la deslexicalización, porque, a su pesar, «hicieron régimen» (p. 41).
En sus juicios hacia los españoles del momento, ante su amnesia o ante su conformismo, Aub es contradictorio, arbitrario y probablemente injusto. Le desconcierta contemplar que la izquierda más activa parece estar entre los curas, como si de tantos años de nacionalcatolicismo sólo hubiera quedado la irritante costumbre de hablar de política con susurro de confesionario. Ante eso, Aub resulta un gritón deslenguado cuya estentórea elocuencia se ha vuelto tan incomprendida entre sus compatriotas como lo fue para los de allá a su llegada a México. La visión del exiliado se hace incompatible con la del que se quedó, y más aún con la del que ha nacido en dictadura, que trae consigo otro pasado y otros caminos. Finalmente, Aub debe reconocer que la juventud española de 1969 no se parece en casi nada a la de 1939, y que ese cambio no es ajeno al mundo ni achacable sólo a la dictadura; que la distancia respecto a los mayores es la ley natural que hace peldaños a las generaciones: si la escalera sube o baja es otro cantar.
Una nota final: se trata de la tercera vez que se edita La gallina ciega. Tras la primera edición, en 1971, de manos del mítico editor mexicano Joaquín Mortiz, hubo otra de la editorial Alba en 1995, reimpresa en varias ocasiones. Cuenta también con un estupendo prólogo de Manuel Aznar Soler, y con numerosas notas útiles, si no imprescindibles, en las que se revelan muchos datos y nombres ocultos u oscuros en el original. Estas notas han desaparecido por completo en la de Visor, «por imposición editorial» (p. 16), lo que reduce levemente el precio y mucho el número de páginas. Ambas ediciones siguen a la venta: decida el lector.