Trad. Enrique Murillo. Int. Antoni Marí. Impedimenta, Madrid, 2008. 120 pp. 15.30 €
Marta Sanz¿Se acuerdan ustedes de
Otra vuelta de tuerca?, ¿se acuerdan de Miles, el espejito mágico, quizá un masticador más de las perversas setas reductoras de
Lewis Carroll, el reflejo en miniatura de ese amo frente al que la institutriz se erige en fanática heroína?, ¿recuerdan a Miles, ese niño seductor, del que no sabemos si produce más miedo su sexualidad o su inocencia, su destino de cordero sacrificado o su depravación?, ¿recuerdan esos momentos en los que parece que va a besar hasta el fondo a la institutriz para después abandonarla porque es inculta, poco refinada, pobre?, ¿recuerdan que Miles es expulsado del colegio por “contarles cosas a sus preferidos”?
Henry James parece sugerirnos que cada relato es una manera de corromper al receptor. Todo lo dicho opera sobre el lector o el oyente un cambio en su sensibilidad, en su conciencia. Pero si lo desvelado deja en los lectores esa marca, ¿qué consecuencias tendrá sobre la vida lo no dicho, el secreto, lo que sólo unos pocos atesoran como monedas, una forma espirituosa y volátil de capital, lo que algunos privilegiados no quieren compartir con nosotros al no considerarnos dignos? Si el relato corrompe, la incapacidad para aprehender lo que un texto significa –o lo que nos dicen que significa-, el escamoteo del relato y el no-relato nos enferman: ése es precisamente el gusano que cava túneles y produce cicatrices en el narrador de
La figura de la alfombra.
James idea una trama en la que un crítico es incapaz de encontrar el leitmotiv de la obra de un autor de culto, Hugh Vereker, y coloca a sus lectores al lado de ese crítico, de un narrador menos avispado que otros personajes de la novela y que, sin embargo, no es un narrador “torpe”; coloca al lector al lado de una voz en primera de la que no puede desconfiar por su maldad, aunque quizá sí por incapacidad de ver; nos pone en la tesitura de descifrar un misterio que el narrador no resuelve, es decir, en una posición halagadora que se parece a la que eligen los autores de la Nueva Narrativa para encandilar a su público. No es de extrañar que
Enrique Murillo traduzca esta obra y sea responsable de algunas de sus páginas preliminares: ciertas novelas de
James de las que sin duda se alimentan los narradores españoles que se hicieron populares en la década de los ochenta, fomentan cierta soberbia intelectual por parte del lector que, no obstante, en las páginas de La figura de la alfombra queda atenuada cuando el crítico teme al autor, hace un esfuerzo por “ponerse a la altura” y se pregunta con humildad “¿habré leído bien?”: el crítico de esta novela permanece al margen de una prepotencia interpretativa y de cierta pereza que marca la demagogia que, hoy por hoy, ejercen los lectores comunes y los lectores especializados del mercado cultural. Y es que, en todo caso,
James como referente de los autores de la Nueva Narrativa no había pasado por la trituradora posmoderna y conservaba una visión trascendente del proceso de comunicación literaria.
La figura de la alfombra ofrece oportunidades para analizar la literatura y el mundo literario como dos nociones indisolubles: se adivina una crítica a la crítica en la obnubilación del narrador de la historia y además se señala que el discurso crítico, esa forma de la superposición, siempre se caracteriza por su futilidad frente al peso específico de la obra de arte; casi se rasga el velo que separa el elitismo del populismo cultural, o el abaratamiento espurio de los procesos de lectura por medio de la aplicación regocijante de “truquitos” del verdadero esfuerzo de interpretación. La conversación que mantienen el autor y el crítico sin nombre es reveladora: Vereker utiliza con el crítico un discurso de seducción que subraya la desventaja del narrador y pone de manifiesto la índole autoritaria, antidemocrática, de una forma de entender la literatura y de un mundo literario donde habitan personajes de primera y de segunda clase; por otra parte, el lector se cuestiona si la función del crítico consiste en detectar los “caprichos” que un autor esconde en sus textos, sorber el licor de sus bombones y embriagarse con él, o aquilatar la vanidad del creador, darle su calibre justo; el lector se pregunta qué tipo de dialéctica prevalece en esta peligrosa relación, en qué medida uno es amo y el otro, esclavo...
Los lectores de este libro nos empeñamos en ser más sagaces que el narrador y ver las hebras del dibujo de la alfombra, visualizar la fusión de las piezas dispersas de un puzzle frente a la turbiedad y la obcecación en el entendimiento del narrador sin nombre. El secreto está ahí , aunque
James no lo saque a la luz, y el lector bracea para quedar por encima de este pobre crítico, no por casualidad, anónimo; de repente, reparamos en el hecho de que Corvick, un crítico con nombre, sí accede al secreto de Vereker y lo comparte con la mujer que ama quien, por su parte, sabe que ese secreto es lo mismo que su vida; nos damos cuenta de que Vereker apunta que quizá un matrimonio sea la mezcla ideal para acceder a su secreto; de que, en la novela, se identifica el leer mal con separar la forma del sentimiento en la lectura... A los lectores, en eso que
Constantino Bértolo[1] llama atinadamente “nuestra urdimbre lectora”, se nos aparece otra de las piezas jamesianas sobre el arte y la literatura, La lección del maestro, un lugar desde el que nos arriesgamos a formular una hipótesis sobre el secreto de Vereker: a través de esta peripecia de letraheridos donde la mayor virtud de su personaje femenino Gwendolen consiste en ser “libresca”,
James plantea una visión integradora de la vida y del arte en la que no caben vivisecciones, tecnicismos ni la separación, artificial y drástica, de lo que en la realidad se presenta amalgamado: la vida, la literatura, la literatura, la vida, sin consagraciones al altar de la una ni de la otra, la una dentro de la otra, matrioskas nutricias, en un encaje perfecto con las teorías de
Wilde, de
Proust o del propio
James que
Antoni Marí resume oportunamente en el prólogo de esta edición. Por último, otra sospecha: no es lo mismo recibir una lección que desvelar un secreto. Cada lector deberá decidir en cuál de las dos situaciones,
James y otros literatos le están respetando más. Qué opción es la más arriesgada para el que escribe. Y es posible que, como siempre en
James y como nunca en
Wilde, las apariencias engañen.
[1] Toda esta reseña pretende ser una aplicación de algunos aspectos de la teoría sobre la lectura que
Constantino Bértolo propone en
La cena de los notables (Periférica, 2008). Creo que no hay mejor manera de mostrar el valor y la utilidad de un libro: ponerlo a caminar.