miércoles, octubre 31, 2007

Viento en los oídos, José Marzo

ACVF, Madrid, 2007. 254 pp. 17 €

Miguel Baquero

Memoria histórica. Este es el tema que, últimamente, parece copar el debate en España. No quiero entrar aquí sobre si es oportuna o deja de serlo la promulgación de la Ley que regulará este asunto; tan sólo quiero hacer notar que, cebados en los tiempos de la Guerra Civil y la dictadura franquista, quizás, tal vez, estemos contemplando sólo una parte del cuadro, significativa pero parcial (en el sentido de “incompleta”). Nadie duda de que el pasado condiciona nuestro presente, y es indudable que muchos de los fantasmas que todavía sobrecogen nuestra convivencia tienen su origen en aquel trágico periodo de la Historia de España. Sin embargo, no nacieron entonces, ni mucho menos. De algunos de los valores que entraron en conflicto en el año 36 podemos rastrear sus raíces hasta tiempos pretéritos, a veces muy pretéritos; en ocasiones se remontan al principio de la sociedad moderna y forman parte del sustrato esencial de la vida española, son cuestiones que con mayor o menor virulencia, pero siempre latentes, han acompañado y marcado a fuego el curso histórico de nuestro país.
Viento en los oídos, la nueva novela de José Marzo, trata precisamente sobre esa Memoria Histórica que se esconde detrás de la fecha clave julio de 1936. Esos tiempos en que sordamente se fue gestando el conflicto y que sin duda necesitamos conocer para comprender las razones del brutal estallido en que vino a reventar. En Viento en los oídos, a través de una serie de personajes inmersos en una época histórica (desde principios del siglo XX hasta dicha fecha crucial), asistimos al clima de miseria y caciquismo en que vivía la España de Alfonso XIII, al nacimiento de una conciencia social, al enconamiento de unas posiciones ideológicas, al deseo regeneracionista en que se fatigaron, sin resultado, unos pocos ilustres pensadores que advertían la asfixia y la violencia en que se estaba hundiendo la sociedad de su tiempo. Por medio una serie de personajes característicos de la época pero que, sin embargo, no caen en el cliché porque el autor logra conferirles una personalidad literaria, se nos va desplegando a través de las páginas toda esa historia del siglo XX que parece pequeña hoy, ahogada por la inmensidad de lo que vino luego.

Con un magnífico colorido y una constante impresión de realidad, Marzo rescata esa parte de la historia necesaria para colocar los hechos en su justa medida y en su lógica progresión. No por nada la novela, prácticamente, viene a concluir con el estallido de la Guerra Civil, cuando ya todo está narrado y abundan los testimonios. Viento en los oídos vendría, en suma, a intentar cubrir esa inmensa laguna que se nos ha quedado entre las pintorescas guerras carlistas y la España de las vicalvaradas y los pronunciamientos militares, y ese otro levantamiento atroz y guerra fratricida en que parecieron sublimarse esos primeros escarceos.
Junto con ello, Viento en los oídos quiere ser también una recuperación de otra memoria: la Memoria Literaria de España. Al fondo de la narración parece escucharse la voz atenuada de Galdós, la voz de Baroja, de Vallé-Inclán, la voz de Felipe Trigo, Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán o incluso Arturo Barea, la vieja voz de la narrativa española que ha ido corriendo como un reguero, a lo largo de la historia, y que en los tiempos que narra Viento en los oídos tenía un timbre especial, una fuerza peculiar, un tono pletórico. En estos nuestros días en que buceamos entre referentes anglosajones mayormente, en que los modelos de quienes empiezan a escribir se hallan en Londres, en Nueva York, en Berlín o en Tokio (y seguramente esté bien así, o quizás mejor, seguramente sea un fruto inevitable del progreso), se agradece, sin embargo, encontrar a un escritor que busca sus raíces en las viejas novelas de su país. Pero no con ánimo de caer y regodearse en el casticismo, en que vino a degenerar la novela española de los años sesenta, sino con ánimo de retomar esa línea literaria vibrante y sincera que también la guerra interrumpió y cubrió de adjetivos rimbombantes, imperiales, preciosismo idiomático, retórica hueca.
Viento en los oídos es una buena novela pero, sobre todo, es una apuesta literaria. Hoy día, cuando, llevados de la corriente global, de una modernidad falsamente entendida, por temor a ser tachados de antiguos los escritores jóvenes se declaran huérfanos y buscan su punto de partida en lo cercano, lo underground, lo pop e incluso lo banal, se agradece que un escritor no tenga reparo en volver atrás en busca de sus raíces. Este deseo de recuperar lo auténtico y no dejarse arrastrar por lo común es lo que hace de la nueva novela de José Marzo un libro cercano, cálido y muy interesante.

martes, octubre 30, 2007

Muertes de andar por casa, Fernando Sánchez Calvo

Prólogo de Yolanda Morató. Ilustraciones de Ana Santos Payán. El Gaviero, Almería, 144 pp. 14 €

Ana Gorría

«Pero esas muertes no son las mías», afirma, como conclusión de la miscelánea que supone el relato "Contra dicciones", Fernando Sánchez Calvo en su recién publicado Muertes de andar por casa. Con un negrísimo sentido del humor, el autor parte de la siguiente poética personal, explicitada en el capítulo de agradecimientos: el humor, la distancia, nuestras miserias y la gente a la que le gusta hablar son cuatro virtudes que me agradan y a partir de las cuales intento escribir. Dieciocho relatos en los que, tomando como motivo temático la muerte, el autor analiza diferentes situaciones como el suicidio, las relaciones entre pareja, la pérdida de nuestros seres queridos. En ocasiones, la escritura de Fernando Sánchez Calvo girando alrededor de lo improbable —pero verosímil— se acerca a modelos propios de la escritura del absurdo: el visitante compulsivo de entierros, la tristeza ante la muerte del hombre que dobla a Homer Simpson o el niño que por nacer en bisiesto envejece a un ritmo prodigioso. La soledad es el motivo estructural que liga a todos estos personajes que andan a tientas por la selva contemporánea, como afirma Yolanda Morató en la excelente introducción a esta obra.
En "El resentido", un joven estudiante de filología se ve ignorado por sus padres (que asumen la táctica de una tribu africana aprendida en un documental por la que el individuo es expulsado del clan y se le niega la palabra) hasta que esta exclusión de la vida cotidiana se hipostasia en el texto y, como consecuencia, desaparece tipográficamente. La dificultad de la comunicación, la muerte de la palabra (como se nos sugiere en el cuento "Donaudampfschifffahrhge-sellschaftskapitänsmützenknopf") y del sentido, condena a los protagonistas de las narraciones de Fernando Sánchez Calvo a la intemperie.
Una intemperie observable en relatos como "Los motivos de cada uno", magistralmente comenzado in media res: «; en otra ocasión (recién casada y tras tener al crío) fuimos quince días a Lisboa. Ese verano, sin embargo, deambulamos por Almería, Cádiz o Lloret de Mar.» La seriedad, la universalidad de los temas que aborda Fernando Sánchez Calvo no impiden que su fino sentido del humor arraigue en lo cotidiano, o mejor, en lo absurdo que hay en las categorías cotidianas: Es lo triste de los suicidas, por lo general han visto mucho museo, leído mucha letra y aprendido que una ventana no es una ventana, sino un símbolo que invita al hombre a desaparecer y a ser libre sin la necesidad de mirar atrás. Desde bien pequeños beben de las cuñas publicitarias y telediarios que la Constitución Europea es una ventana para Europa, que Europa es una ventana para la expansión del mercado chino y que Los Ángeles de San Rafael o los parches de nicotina son una ventana abierta en nuestros pulmones. La obra de Fernando Sánchez Calvo liga nuestra actualidad con la tradición literaria, ampliando sus posibilidades: guiños al neorrealismo, a Orson Welles, a Dostoievski no impiden que nuestro presente se manifieste en los textos, como es observable en Única coartada para cercanías o el monólogo Dios diciéndose en el espejo: DIOS-HA-MUER-TO. Esto ya lo ha dicho todo el mundo, pero falta que lo digas tú. Dios ha muerto y ellos, cuando por casualidad te encuentran citado en alguna revista o aludido fuera de contexto en cualquier riña familiar, consultan extrañados en algún diccionario al uso de 2º de la ESO o se meten en GOOGLE como último recurso.Con una preocupación metaliteraria, que Yolanda Morató liga a la experimentación de las vanguardias históricas, buena parte de la obra de Fernando Sánchez Calvo, y en relación con el asunto de la comunicación, se centra en el propio lenguaje: Suficiente. No había, desde un principio, necesidad de decir nada más. El resto no son más que palabras aborrecidas, dichas en su momento para edulcorar vida tan perra, muerte tan mediocre y amor tan intenso como el que ella padeció por su (difunto y) bien desaparecido esposo.

lunes, octubre 29, 2007

La tumba de Marilyn, Irene Rodríguez Aseijas

Literaturas.com, 2007. 181 pp. 12,50 €

Marta Sanuy

Hay un atraco en un chino de Lavapiés y un policía novato mata a un chaval. Esa es la sencilla anécdota de la que arranca esta novela, la que luego la amalgama y hace que el lector atienda con cuidado lo que viene porque, poco a poco, tiene la sensación de estar más cerca de esa tienda y de conocer más y más al muerto, aunque no sepa con certeza quién es hasta el final. Así la anécdota se transforma en la estructura de una novela aparentemente ingenua, fácil de leer, ágil, que cose los elementos de un modo original y a la que no se le ven las costuras.
En La tumba de Marilyn hay un chino que tiene miedo, latín kings, bares en las esquinas, carteles sensuales, estaciones de metro, entrevistas de trabajo que son descensos al averno, canciones consoladoras y desaparecidos que pesan sobre el ambiente: la madre del protagonista, el padre del camarero; los que no pudieron más y se fueron. Hay alcohol, miedo, trapicheo y también tardes de pesca, placer, admiración, amistad, amor, mar, una niña, capacidad de compartir; ternura.
Miguel y Ladrón intercalan sus voces, unas voces que les llevarán por caminos diametralmente opuestos aunque sean parecidas, y que nos van contando con detalle dos vidas entre tantas invisibles si se cuentan en grandes trazos. Nos muestran sobre todo que «Un hombre podía sentirse afortunado y vivo durante un instante y al siguiente querer desintegrarse». Las veleidades literarias de uno de los personajes permiten a la autora dar rienda suelta a sus certezas, hay un guiño acertado con este personaje que quiere escribir pero con él que la escritora no establece las complicidades habituales del escritor ombliguista. Irene Rodríguez Aseijas sale de su propio pellejo con naturalidad: tiene personajes, dos estupendos personajes que van creciendo página tras página.
Lo que más me sorprende y agrada de esta novela es su contemporaneidad: lo que hay en ella es lo que hay afuera. La escritora logra hacernos mirar alrededor para devolvernos, intensamente dibujado, fijado, lo que vemos cotidianamente. Eso que muchos narradores actuales creen tan fácil, describir lo más cercano, es precisamente lo que despeña hacia la inanidad una buena parte de la narrativa actual. Irene Rodríguez nos regala aquí unos cálculos que resultan de reunir despacio muchos fragmentos, que refuerzan el trazo sobre lo que aparenta ser solamente obvio.
Esta novela me ha recordado Barrio, la película de León de Aranoa, y la verdad es que extrañaba ese equivalente, el retrato de una realidad que a todos nos resulta cercana, con rincones sombríos, aburridos, repetidos, con dolores del alma y poco dinero, retrata ese ánimo que tanto frecuentamos y que tan pocas veces se menciona.

viernes, octubre 26, 2007

Salir a robar caballos, Per Petterson

Trad. Cristina Gómez Baggethun. Bruguera, Barcelona, 2007. 269 pp. 16,50 €

Anna Grau

Hay libros que tú, sin saberlo, te los estás buscando. Libros que van a pasar por encima de tu cadáver aunque tú no quieras. A mí me pasó con Salir a robar caballos, de Per Petterson.
Lo exigible sería estar al día. Llevar a rajatabla esta Tormenta y la Revista de Libros y el T.L.S y The New York Review of Books y el magazine de libros de The New York Times y The New Yorker... que por algo se ha ido una a vivir y a leer a la Gran Manzana.
Pero ni huyendo de todo se tiene tiempo de nada. No hay manera de estar al día, ¡no la hay! La vida y los libros pasan como una exhalación.
El pasado mes de julio, hallándome de visita en Barcelona, empujé las puertas de la bendita Central de Mallorca y allí, sobre la pila de novedades, vi un gatito de Bruguera. El autor del libro era Per Petterson y su título Salir a robar caballos.
Quiero este libro, dije. Y lo quiero ahora.
Mi acompañante, que es también mi bibliotecario mayor, frunció marcadamente el ceño. Él juzga plebeyo abalanzarse sobre las novedades editoriales. Sobran clásicos para pasar el rato —dice— mientras sale la versión bolsillo o, mejor aún, la de segunda mano.
Pero yo quiero este libro, dije, y lo quiero ahora.
Mi bibliotecario mayor preguntó qué tenía este libro de urgente. No sé, dije. Sólo sabía que Per Petterson es sólido y es noruego.
Pero fue leer el título, Salir a robar caballos, y asociarlo inmediatamente con cierta reseña muy breve en The New Yorker, de un libro por ellos llamado Out Stealing Horses. Tenía que ser el mismo.
Yo vivo en Nueva York pero no pienso en inglés. Mi subconsciente tampoco. Por eso me intrigó a mí misma la sospechosa celeridad con que mi cabeza procesó y rescató el libro de Petterson del olvido. De la crítica de The New Yorker no recordaba casi nada, excepto algo así como «austera y calculada prosa, de asombroso poder». Historia de anciano noruego que al quedar viudo se instala solo en una cabaña y se pone a recordar el último verano de su adolescencia que pasó con su padre, antiguo colaborador de la resistencia contra los nazis (pero eso entonces él no lo sabía) y amante de la madre de su mejor amigo (esto tampoco, pero ya se daría cuenta con el tiempo).
Según The New Yorker, el mayor mérito de este libro es la «artística» contradanza de la voz del adolescente y la del viejo. Yo añadiría: es una historia de crecimiento —y de decrecimiento—donde sobreabundan las casualidades, pero no entendidas como rizos del azar, sino como evidencias de una oculta unidad alarmante del mundo. De un invisible granito de responsabilidad que nos va emparedando a todos y que, si se resquebraja, el destino de cada uno cruje de arriba abajo.
Dicho esto, ni siquiera está claro que el crujido de todos los personajes de Salir a robar caballos alcance a cada uno de los lectores por igual. Hay cosas que se dicen y cosas que no se dicen. Cosas que se descubren con claridad y cosas que parece que quieran quedarse en el tintero. Petterson economiza los hechos y, sobre todo, las claves de los mismos, ejerciendo una presión detectivesca muy sutil. No nos obliga a atar cabos, sólo nos invita. Si no los atamos todos, sale una historia diferente. Con otros culpables y otras víctimas.
Lo único que no varía nunca, el eje inextinguible, es el desgarro del hijo que se enfrenta al abandono del padre y que con él pierde toda esperanza de crecer como le habría gustado. De hacerse el hombre que quería. Para bien y para mal, tendrá que hacerse otro.
«Por fin todo junto: lenguaje, inteligencia y fuerza», escribieron de Per Petterson en The New York Times. Lo escribieron celebrando que Petterson estaba en Nueva York. Está en el mismo instante que estoy yo ahora en mi casa en Brooklyn, escribiendo estas líneas. Vida y libros siguen corriendo mucho más rápido que yo.
Pero ahora ya no me preocupo. Ahora sé que el ángel de la lectura existe, y no permite nunca que se escape un libro así.
Tan perfecto.

jueves, octubre 25, 2007

Cuentos completos III, Philip K. Dick

Trad. Eduardo G. Murillo. Minotauro, Barcelona, 2007. 445 pp. 21 €

Alberto Luque Cortina

La ciencia ficción ha sido extraordinariamente prolífica en cuentistas, debido en buena medida al desarrollo moderno del género: durante muchos años, en la llamada “época dorada”, en la década de los años 40 y 50, los autores, la mayoría norteamericanos, subsistía gracias a sus colaboraciones en revistas especializadas: If, Galaxy, o Amazing, entre otras. En todas ellas participó Philip K. Dick (1928-1982), más celebrado por sus novelas, que por cierto han dado lugar a numerosas versiones cinematográficas, entre las que vale la pena recordar, por conocidas, Desafío total (1990), Screamers (asesinos cibernéticos) (1996), Infiltrado (2002), Minority Report (2002), Paycheck (2003) y, por supuesto, el clásico Blade Runner (1982), la lectura personal de Ridley Scott de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968). Las virtudes de la novelística de Philip K. Dick están igualmente presentes en su obra corta. De hecho, al leer alguno de estos cuentos, uno no puede evitar pensar que se halla frente al germen de una próxima adaptación para la gran pantalla, pero esta, como suele suceder salvo en contadas excepciones —Blade Runner es uno de esos casos—, difícilmente alcanzará el clímax que se experimenta tras la experiencia única y subjetiva de la lectura.
Philip K. Dick fue, al igual que su colega Isaac Asimov (1920-1992), un cuentista prolífico. Pero mientras los cuentos de Asimov, muy recomendables por cierto, muestran una cierta confianza en el hombre para superar los numerosos retos del futuro tecnológico, o los de Stanislav Lem (1921-2006) juegan con la abstracción de sus alegorías morales, Dick hurga en un futuro catastrofista producto de la insensatez de la colectividad, de la que esporádicamente surgen individuos que sobresalen del resto y luchan por sobrevivir, a veces infructuosamente. Este paisaje, fruto de la atmósfera opresiva vivida durante la Guerra Fría, se acerca estéticamente al lenguaje cinematográfico de la espléndida La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), con la que el cuento titulado El ahorcado (1953), incluido en este volumen, guarda numerosas similitudes, aunque no se halle a la altura de la película de Don Siegel, basada a su vez en la novela The Body Snatchers (1955) de Jack Finney.
Con estos precedentes, la editorial Minotauro se halla embarcada en la edición de la obra cuentística completa de Philip K. Dick. Este volumen, el tercero de la serie, contiene algunos relatos fascinantes. Al no tratarse de una antología incluye también cuentos menores, pero este hecho no debe oscurecer el gran talento narrativo del autor ni el interés del conjunto. A lo largo de estos veintitrés cuentos el novelista esboza un presente amenazado por muy distintas invasiones extraterrestres o bien futuros alienadores y catastróficos, sociedades deshumanizadas y paisajes para después de una guerra, como en los cuentos “Y gira la rueda” o “El último experto”. “El hombre dorado” ofrece una interesante visión del tiempo con mutantes de por medio. Sus narraciones funcionan en muchas ocasiones como parábolas que alcanzan tintes proféticos: tales son los casos del inquietante “Nul-O”, el anticonsumista “Foster, estás muerto”, o el que sin duda es uno de los mejores cuentos incluidos en este volumen: “La paga del duplicador”. En definitiva un montón de buenos relatos de ciencia ficción que ahondan en la aventura existencial de sus protagonistas, inmersos siempre en situaciones asombrosas y desasosegantes, que dejarán en el lector un buen sabor de boca, horas de amena lectura y alguna que otra desazón. Una cierta dejadez estilística, parangonable con la producción de algunas películas de ciencia ficción de serie B de la época, en nada ensombrece la tensión narrativa de estos relatos y, si acaso, aporta un cierto encanto pulp a los mismos.
Tras su lectura, el inquietante futuro nos abre un gran interrogante: señores de Minotauro, ¿para cuándo el cuarto volumen?

miércoles, octubre 24, 2007

Así vuela el cuervo, Ann-Marie MacDonald

Trad. Gemma Rovira. Lumen, Barcelona, 2007. 1.024 pp. 27,90 €

Elia Barceló

No hace ni media hora que he terminado de leer Así vuela el cuervo y me he sentado directamente a las teclas para compartir con los lectores de este blog mi admiración y mi entusiasmo. No es frecuente encontrarse con una novela como ésta: pulida, hermosa, cruel, real, perfecta. Una novela que te traslada directamente al año 1962, a una base aérea canadiense, y te hace sentirte parte de lo que está sucediendo a lo largo de más de mil páginas.
Al principio el lector se queda prendado de la prosa, de las maravillosas descripciones —llenas de observaciones curiosas, de percepciones de los cinco sentidos—, de la visión del mundo de una niña de ocho años con la que nos identificamos de inmediato y rescata el niño que fuimos y que, aunque a veces se nos olvide, aún llevamos dentro.
Las primeras trescientas páginas de la novela presentan un mundo y una vida como los de la película Pleasantville, pero en tecnicolor, para ilustrar el optimismo y la confianza de unas gentes que acaban de dejar atrás el horror de la Segunda Guerra Mundial y ahora se lanzan con todo su entusiasmo a construir un futuro de paz y felicidad para ellos y para sus hijos, a pesar de la Guerra Fría que, en la novela, es un personaje más. El sueño de poner un hombre en la luna antes de que lo hagan los soviéticos representa, por lo que significa de victoria frente al comunismo, la mayor aspiración de occidente, que está dispuesto a sacrificar literalmente cualquier cosa a esa victoria.
Junto con los personajes —tan perfectamente trazados que los sentimos como personas de carne y hueso— asistimos tanto a la crisis de Cuba y al terror a la hecatombe nuclear como a los problemas cotidianos de la base aérea —Centralia—, que poco a poco se van desplazando de pequeños contratiempos familiares a ominosas sombras que torcerán el destino de los protagonistas y marcarán para siempre ese futuro que parecía esplendoroso.
Pleasantville se va ennegreciendo a medida que avanzamos en la novela hasta que, en medio del idilio familiar, empiezan a suceder cosas terribles que desembocarán en el asesinato de una niña y traerán consecuencias funestas para todos.
No cuento más de la trama a propósito, porque me parece importante dejar que sea el lector mismo quien se vaya adentrando en los secretos de Centralia.
Así vuela el cuervo es una novela negra, pero no sólo. Es también una novela histórica, una novela de espionaje, una novela de iniciación, una novela nostálgica, psicológica... Su alcance es mucho mayor que el de las novelas de crímenes que se leen para pasar un buen rato; es una gran novela en la que el asesinato es sólo el catalizador —y la metáfora— de una sociedad optimista que traiciona sus propios ideales y se va desintegrando irreparablemente en un arco que va desde 1962 hasta poco antes de la caída del bloque soviético a finales de los años 80. Está admirablemente documentada, sin resultar pedante, y ninguna de sus 1.020 páginas está de más.
La traducción de Gemma Rovira es de lo mejor que he leído en años. Con un excelente castellano, se las arregla, sin embargo, para que no se pierda el perfume del inglés original y para realzar las otras lenguas que a veces usan los personajes. También le ha cogido el pulso a la multitud de letras de canciones y de citas variadas que salpican el texto, de manera que las menos conocidas están traducidas y las más famosas se mantienen en original para que el lector las identifique de inmediato. Es un privilegio leer una excelente traducción, y muy de agradecer el hecho de que el corrector haya hecho un trabajo impecable (apenas hay tres o cuatro errores tipográficos sin imporancia en mil páginas). El único problema es que el libro —sobrio y elegante— pese tanto, pero el dolor de muñecas es el precio que hay que pagar por un buen papel y una buena encuadernación.
Mi consejo a los lectores de este blog es que vayan de inmediato a comprar Así vuela el cuervo, que le quiten la funda blanca sin leer el resumen de la contraportada para saber lo menos posible de lo que se van a encontrar a lo largo de sus páginas, y que empiecen a leerla cuanto antes. Me lo agradecerán. Es una joya.

martes, octubre 23, 2007

El susurro de la mujer ballena, Alonso Cueto

Finalista del Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007. Planeta, Barcelona, 2007. 260 pp. 20 €

Enrique Planas

Pocos autores peruanos como Alonso Cueto para componer personajes exitosos en su mundo profesional, pero profundamente solos, o aburridos al verse contra en espejo. Ídolos de clase media, convencidos de la justicia de sus privilegios, pero que al encontrar pequeñas dudas o redescubrir temores del pasado, su seguridad se desmorona hasta revelar su verdadera naturaleza inválida. Verónica, la madura pero aún bella protagonista de El susurro de la mujer ballena (Finalista del Premio Planeta-Casamérica) es la última de las criaturas del gabinete literario del ganador del Premio Herralde por La Hora Azul (2005), un personaje femenino tan verosímil y fascinante que logró seducir al jurado de un certamen de belleza literaria.
Verónica escribe una historia impulsada por un irresistible impulso, una especie de confesión pública. Debemos saber entonces que ella es una exitosa periodista de la sección internacional en el diario más leído de Lima, aunque su profesión más parezca el simple acto de organizar, recortar y titular los cables de las agencias de noticias internacionales que asaltan su computadora. Además, debe someterse a aburridas reuniones con los otros editores y los ejecutivos de su medio. Todos, en su mayoría, hombres que no dejan de invitarla a almorzar y sueñan con otra clase de encuentros. En su agenda, además de las horas que le quita la burocrática oficina se suman sus sesiones de gimnasio, su rol de madre amorosa y de esposa resignada a compartir la cama con un tipo al que no ama, y las visitas al departamento de su amante, a quien odia por frívolo pero ama por hacerla sentir deseada.
Sin embargo, en su mundo feliz, (o casi) ha irrumpido Rebeca, una mujer de medidas impresionantes, sólo comparables al tamaño de su obsesión por recordar el maltrato que, por gorda, sufría en el colegio. El encuentro en el avión que las devuelve a Lima, aparentemente anecdótico, evoluciona en nuevas coincidencias, que al sumarse terminan revelando un acoso que, a lo largo de la novela, va envolviendo tanto a la protagonista como a los lectores de su historia. Cueto va añadiendo progresivamente recuerdos de infancia que van sosteniendo y justificando el desarrollo de las acciones en el presente. Los excesos de la crueldad juvenil han creado un monstruo. Una mujer que ha macerado durante años un deseo de venganza delirante, y que cuenta con millonarios recursos para jugar con su víctima, su anteriormente admirada compañera de aula, al juego del gato y al ratón. ¿Cuál es la razón de tanto odio? ¿Cuál es el motivo que convierte a Verónica también en sujeto de su venganza?
Con El susurro de la mujer ballena, Cueto no sólo nos ofrece las pistas en una entretenida novela de intriga y suspenso, sino que también nos entrega un brillante cuadro de la sensibilidad femenina, de la amistad traicionada, el profundo origen de la culpa y de la precariedad de las almas que vagan por el mundo buscando el perdón.

lunes, octubre 22, 2007

Los demonios del lugar, Ángel Olgoso

I Premio Internacional de Terror Villa de Maracena. Almuzara, Córdoba, 2007. 192 pp. 16 €

Pedro M. Domene

Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961) nos conduce con su literatura a la cumbre de la extrañeza fantástica. Este es uno de los calificativos más acertados que he leído acerca de su narrativa y, aún podemos añadir que sus cuentos reproducen el clima y la atmósfera necesarias que exigirían un lector inteligente capaz de leer una historia y, además, disfrutar con ella. Que Olgoso sea un escritor oculto, como se puede leer en alguna que otra parte, no es una acertada definición, porque entre otras muchas razones, avalan su obra literaria extraordinarias colecciones de cuentos, Días subterráneos (1991), La hélice entre los sargazos (1994), Granada, año 2039 y otros relatos (1999), Cuentos de otro mundo (2003) y, el más reciente, Los demonios del lugar (2007), un libro que reúne cuarenta y nueve relatos, algunos muy breves y, otros, de una extensión considerable, sobre situaciones extremas e inquietantes, con el mal o lo fantástico como fondo. Textos góticos en la mejor línea del relato decimonónico, el terror o la ciencia-ficción, con historias pobladas de imágenes oníricas y sombras que envuelven a personajes no menos tenebrosos. Porque, para Olgoso, lo fantástico es la intromisión violenta de un suceso extraño en el mundo real.
Una atmósfera opresiva planea sobre muchos de los cuentos de esta nueva colección, acertadamente titulada Los demonios del lugar, como muestra alternativa a la realidad inmediata puesto que las narraciones oscilan entre una explicación natural y sobrenatural, con situaciones verosímiles o inverosímiles. Pese a que se trata de un mundo distinto, se percibe el paso del tiempo y esa opresión que produce un estado nihilista alejado de la cordura humana que también pretende sobrevivir en un mundo personal y no menos extraño y, sobre todo, esa percepción destructiva que produce la aceptación final de la muerte. La magia de estos relatos oscila entre la potencia imaginativa que tiene el autor, construyendo historias que nadie pueda imaginar y esa realidad concreta que obliga al lector a una exigencia comprensiva mayor.
De Olgoso sorprende su capacidad para cambiar de registro, de voz, de situación, incluso de estructura narrativa porque con estos relatos realiza un recorrido por lo mejor del género, es decir, un sincero y emotivo homenaje a los maestros de lo fantástico o del terror; ahí están las huellas de Poe, James, Lovecraft, Cortázar, aunque también media entre ellos una neblina kafkiana que exige la exactitud de una prosa tan efectista como contundente. Pese a toda sombra de deuda, la mirada del narrador granadino es distinta, el planteamiento y ejecución de sus cuentos es original, el lector se queda con sus desconcertantes finales, tan medidos como sorpresivos. Disfruten, es un consejo, con “Las manos de Akiburo” y “El coracero en el bosque”, sorpréndanse con “Naglfar” y sensibilicense con “Vínculos” cuya densidad poética sobrepasa cualquier ejercicio literario.

viernes, octubre 19, 2007

La analfabeta: un relato autobiográfico, Agota Kristof

Trad. Juli Peradejordi. Obelisco, Barcelona, 2006. 80 pp. 5,70 €

Hilario J. Rodríguez

De pronto abrimos un libro que nos lleva en direcciones totalmente opuestas, dividiéndonos en lugar de unificarnos, confundiéndonos en lugar de aclararnos. Como en sus páginas no somos capaces de encontrar lo que fuimos descubriendo en nuestras lecturas hasta ese momento, respondemos con rechazo o perplejidad. ¿Dónde se han quedado las certezas que creíamos tener? Muchas dudas se agolpan entonces. Aunque defendemos una idea firme de la literatura, también buscamos nuevos horizontes; el problema es cómo conciliar dos posturas tan opuestas. A menudo, todo este clima de incertidumbre se resuelve con el tiempo. Yo, por ejemplo, en las novelas de Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle, que antes adoraba, ahora veo actitudes puritanas y descripciones decadentes que justifican la venganza o el asesinato, cosas que no soy capaz de conciliar con mi visión del mundo aunque no me impiden seguir admirando la brillantez estilística de esos autores.
Si me he detenido en lo anterior es para dejar claro que hay algo en la obra de Agota Kristof que nunca me ha abandonado y que todavía hoy me emociona, a pesar del carácter extremo de su escritura. Si la frialdad de Fleur Jeggy ha dejado de iluminarme y el objetivismo de Unica Zürn ha ido resultándome cada vez más plano, los problemas de identidad que describe la trilogía Claus y Lucas (El Aleph, 2007) me siguen pareciendo pertinentes para entender la sensación de extranjería de mucha gente y las cosas que uno más echa en falta cuando se ve obligado a huir de su hogar. En La analfabeta, Agota Kristof nos recuerda con insistencia lo que nos sucede cuando los seres queridos quedan atrás, cuando los olores familiares se disipan, cuando el clima y los colores cambian, cuando los vecinos nos resultan extraños y nosotros les resultamos extraños a ellos... «Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.» Esa sensación de pérdida la mantuvo en silencio durante dos décadas, mientras vivía en Suiza e iba aprendiendo el francés con lentitud, a la vez que trabajaba en una fábrica. Para ella fue una experiencia parecida a la de un viajero perdido en un enorme desierto, un «desierto cultural». Su propia hija, educada en un país diferente, la veía como a una extraña. Hablaban lenguas distintas. ¿Quién eres? ¿Quién soy? «Sé que nunca escribiré el francés como lo escriben los escritores franceses de nacimiento, pero lo escribiré como pueda. No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias.»
Hoy en día, cuando algunos escritores demuestran una longevidad creativa realmente asombrosa, Agota Kristof da por cerrada su obra. A sus setenta y dos años ni se plantea terminar una historia de amor que tiene comenzada desde hace tiempo. Prefiere leer novelas policíacas o ver la televisión. No se nota lo bastante fuerte para borrar. Si se despistase, podría caer en las trampas de sus poemas de juventud, llenos de lirismo. Y eso es parte del pasado. La vida le acostumbró a sintetizar, a «escribir sin grasa», para así concentrarse en lo esencial. Además, nunca fue una escritora reactiva, con ganas de denunciar, sino más bien una escritora reflexiva, que sólo quería constatar la suerte que corrieron ella y otros muchos europeos del Este durante los «años de plomo» en que el régimen soviético les dio a elegir entre la cárcel o el exilio. Por eso su voz resulta cualquier cosa menos ideológica o moralista. Jamás deseó describir las adversidades de quienes luchan en primera línea. En ese sentido, está a años luz de Irène Némirovsky y Anna Politkovskaya. La historia y la política apenas le interesan. Tampoco su memoria personal. Se arrepiente de publicar La analfabeta. Sus capítulos son en realidad una serie de textos breves sobre su vida, que ella escribió para revistas sin pensar que algún día fuesen a convertirse en un libro. Sin embargo, en ellos se aprecia la misma división interna de sus novelas. Hay una sucesión de fragmentos. Piezas de un rompecabezas. Eso no impide que las partes, por disgregadas que parezcan estar, consigan dar forma a un todo. Puede decirse, de hecho, que si el libro funciona es por la interacción de sus partes. Construyen algo sólido, cohesionado. Da igual lo breves que sean, porque con la brevedad Agota Kristof consigue cosas que la retórica difumina. Aunque su estilo carezca de exactitud visual y de geometría compositiva, gana a cambio todo lo que proporcionan la claridad y la inmediatez.
D. H. Lawrence decía que, en asuntos literarios, «hay que confiar en el cuento y no en el cuentista». Algo así puede aplicarse a La analfabeta y su autora. Yo, desde luego, me conformo con el libro porque en él la memoria y el lenguaje muestran las limitaciones que nunca parecen tener los intelectuales o los escritores comprometidos. Reconozco que sus páginas no nos permitirán enterarnos de lo que sucedió en Europa del Este entre 1935 y la caída del comunismo, pero a cambio no contribuyen al falseamiento que había (y sigue habiendo) sobre ese periodo. Agota Kristof puede fracasar aquí como narradora, animadora, socióloga o filósofa, sin dejar por ello de triunfar como artista. Su falta de glamour es el antídoto perfecto para huir de la pompa con que muchos autores nos cuentan sus tristes y desoladas existencias. Mientras otros únicamente encuentran en sí mismos una buena causa por la que luchar, Agota Kristof reconoce con cierta amargura que ya no hay nada a lo que quiera dedicar sus esfuerzos, ni siquiera la escritura.
Al pensar en los seres humanos como historias con las que nos tropezamos a diario y de las cuales apenas sabemos nada, entiendo que algunos autores nos cuenten sus vidas como si fueran un libro en blanco con algunos borrones esparcidos en sus páginas. Eso explica que La analfabeta se asemeje al cine mudo. Muchos escritores creen que el silencio les define mejor que cualquier narración; para ellos callar es un signo de pureza, las palabras no les parecen otra cosa que cínicos figurantes que uno encuentra en una fiesta a la cual nadie les invitó a asistir.
Hace treinta años vivía con mis padres en el sexto piso de la calle de las Camelias, en Vigo. Por encima de nosotros, en el séptimo, que era el ático, sólo vivía la señora Bene, una mujer mayor. Como había muchas escaleras para llegar hasta el bajo, yo y mis hermanos cogíamos a menudo el ascensor. También a menudo coincidíamos con la señora Bene, que a todos nos llamaba la atención. Era una mujer de pocas palabras, reacia incluso a las sonrisas de compromiso. Y aquella actitud por su parte acabó fastidiándonos a mis hermanos y a mí, tanto que en ocasiones, cuando la veíamos venir hacia el ascensor, recién llegada de la calle, nos metíamos dentro sin esperarla y luego bloqueábamos la puerta en nuestro piso para que tuviese que subir por las escaleras. Una vez, sin embargo, llamó a nuestra casa y se lo contó a mis padres. A partir de entonces la comenzamos a llamar calva porque yo me di cuenta de que llevaba peluca. Cuando, al cabo de unos meses de nuestra llegada, la señora Bene dejó de dar señales de vida, ninguno de nosotros la echó en falta. «La vieja bruja», pensamos. Sólo unos años más tarde descubrí que aquella mujer estaba por aquel entonces enferma de cáncer, un cáncer de garganta incurable y por culpa del cual se había tenido que someter a tantas sesiones de quimioterapia que se le había caído el pelo.

jueves, octubre 18, 2007

La luna de papel, Andrea Camilleri

Trad. María Antonia Menini Pagès. Salamandra, Barcelona, 2007. 251 pp. 14 €

Julián Díez

No soy muy relector, salvo casos muy especiales de admiración estética o de simpatía. Por eso, uno de los mejores elogios que puedo hacer a estas alturas de la serie del comisario de la imaginaria localidad siciliana de Vigata, Salvo Montalbano, es que abrigo la certeza de que volveré, de manera ordenada y consecutiva, a sus relatos. De igual forma que lo haré con las historias de Sherlock Holmes o las de Philip Marlowe, aunque por razones distintas, puesto que admito que resulta difícil colocar la obra de Camilleri al lado de las citadas en términos de pura calidad.
El acierto básico del octogenario italiano es de características ambientales. Es inevitable referirse al hecho de que Camilleri fue durante gran parte de su carrera profesional un hombre de televisión. Lo que ha hecho con esta serie, tal vez al principio de forma casual pero sin duda de manera progresivamente consciente, es dotar a sus novelas de las características de las mejores producciones televisivas. Como en House —por poner un ejemplo bien conocido—, la solución del caso en las novelas del comisario Montalbano terminar por ser un elemento de segundo orden para los auténticos seguidores, en comparación con la evolución de los personajes y de la ambientación.
Con Montalbano, Camilleri ha conseguido crear un protagonista que procura la máxima complicidad con el lector. Novela tras novela, relato tras relato, disfruto casi como propias las pantagruélicas experiencias culinarias del comisario, sus paseos junto al mar, sus quebraderos de cabeza amorosos, su fastidio por los burócratas y los políticos, la progresiva obsesión que se apodera de él por los casos en que se implica, a medida que profundiza en ellos. A la vez, aguardo con impaciencia los nuevos disparates del telefonista e idiot savant Catarella, los berrinches de la novia Livia, las pesquisas enciclopédicas del sabueso Fazio, las irritantes llamadas del dottore Lattes...
En La luna de papel, como en algunos de los títulos inmediatamente previos de la serie, la intriga termina por resultar diáfana para el lector despierto mediada la trama, si bien en esta ocasión el caso tiene más enjundia y elementos de interés que, por ejemplo, en la precedente La paciencia de la araña. Un visitador médico aparece con los calzones bajados y un disparo en la cara, sin que un primer vistazo se adivinen razones claras para el crimen. Sin embargo, la historia se enturbiara pronto, en parte por cierto por la pérdida de condiciones de un Montalbano al que la edad le ha hecho perder algo de picardía, y dos mujeres —decididamente camillerianas— surgen como ejes de la investigación: la hermana, Michela, que oculta su voluptuosidad bajo ropajes monjiles; y la descarada y seductora Elena, joven esposa consentida de un profesor sexagenario y amante del fallecido.
Las dos enemigas cruzan fintas y contrafintas ante los ojos de Montalbano, que sufre ante ellas una vez más de sus entrañables pasioncitas y sofocos. Pronto intuiremos que la investigación paralela sobre drogas que sigue el segundo de Montalbano, Mimi Augello —uno de los personajes de la serie que, en cambio, está difuminándose en un mar de felicidad personal—, terminará por cruzarse con la que lleva a cabo el comisario, que aprovechará la coyuntura para ofrecernos varias de sus perlas de crudo realismo policial.
Como casi siempre, la solución que puede encontrar Montalbano para el caso es sólo parcial, es un espejismo que satisface antes su sentido de la justicia que los convencionalismos. La vida en Sicilia, nos dice de nuevo Camilleri, encuentra mejores sendas en la honestidad y el respeto que en unos cauces establecidos asaeteados por la corrupción. No hay duda de que no se trata de una filosofía recomendable, pero Camilleri no presenta la justicia como un camino fácil en la Italia de la mafia y Berlusconi, esa Povera patria cantada por su paisano Franco Batiatto.

miércoles, octubre 17, 2007

El cuaderno secreto de Hans, Javier Salinas

La Fábrica, Madrid, 2007. 104 pp. 14 €

Paul Viejo

Cuando La Fábrica decide lanzar la colección BlowUp Novelas Cortas a mí me surgieron dudas. Y trataré de explicarme. Tras un eslogan tan cierto como criticable, mis dudas se amontonaban: «La colección BlowUp Novelas Cortas apuesta por este género breve (pero de largas resonancias), delicioso y codiciado por los lectores más exigentes. Entre el cuento y la novela hay un terreno inmenso y propicio a las grandes sorpresas. En él queremos estar», decía su promoción y reza la contraportada de sus libros. Imposible estar en desacuerdo con él, basta acudir a tantos y tantos ejemplos que se encuadran en la descripción dada. Sin embargo —y aquí es cuando surgían mis dudas, y, por qué no decirlo, algo de cabreo—, ¿era necesaria una colección exclusiva de novelas breves? ¿A quién podía beneficiar? Aunque es innegable que la situación de este tipo de textos (como pasa con el relato corto, el teatro, con varios tipos de literatura, en general) no es la mejor dentro del sector editorial, otra pregunta no salía de mi cabeza: ¿es que un escritor que escriba cuentos está condenado a publicar sólo en editoriales como Páginas de Espuma o Menoscuarto; el que escriba teatro a hacerlo en Ñaque; los escritores del este y del norte de Europa, ser traducidos en editoriales como Minúscula o Nórdica; y como esos tantos ejemplos? ¿No sería lo ideal que las editoriales no necesitaran de esa especialización (que puede llegar a rozar el absurdo si nos descuidamos) para publicar buena literatura, grandes libros? ¿No colaboran colecciones como ésta de la que hablo a que esa situación permanezca, e incluso se acreciente? Pero, tras esa incertidumbre personal, no se podía dudar de que la colección, tanto con esta obra de Salinas como la siguiente de Doménico Chiappe (Entrevista a Mailer Daemon), pintaba bien y podía merecer la pena seguir su catálogo.
El cuaderno de Hans, la primera de BlowUp Novelas Cortas y cuarta de Javier Salinas (1972), se nos presentaba como el bloc de notas, casi un diario poético, de un niño en Alemania, a la sombra de lo que le ocurre a su familia y comienza a ocurrirle a él. Y he de confesar que con esto dicho así la novela tenía al menos dos puntos donde podía no satisfacerme en absoluto. Lo intentaré explicar también:
Cuando el carro que tira de una novela es la voz de un niño, y aunque sobren ejemplos para negarlo, es muy posible que la verosimilitud se encuentre en un riesgo considerable: que se le atribuyan conocimientos impensables al chaval, que su inteligencia sea tan increíble y su lógica tan aplastante que, tras el sonrojo por las carencias propias, pasemos al hastío; o que de tan ñoño e inocente quieran hacer del niño un poeta. Y al principio me dio esa sensación en El cuaderno...: «A mí es que me parece que a veces hay un montón de cosas interesantes. A mí es que me parece que todas las cosas están unidas entre sí» (p. 22), por poner una muestra mínima.
El segundo punto que tenía opción de amargarme la lectura era esa necesidad de hacer pasar por poesía cosas que no sólo no tienen porque serlo, sino que un lector “exigente” (como los que busca BlowUp) hallará en textos de muy diversa índole. En esta ocasión, además, hasta la maqueta del libro y la sintaxis del narrador parecía ponerse de acuerdo para que cada capítulo simulara tener la forma de un poema disfrazado de poema. «Yo quiero ser lo que amo./ Yo quiero ser un árbol o la espalda de Ana./ Mi padre me dice que me ponga calcetines./ ¡Te vas a enfriar!/ Yo estoy un poco mareado.» (p. 83)
Y, sin embargo, y aunque pareciera ya poco probable a estas alturas de la reseña y con el rastro de lector pesimista que puedo estar dejando, no tengo la más mínima duda de que El cuaderno de Hans logró levantar esos lastres (personales e intransferibles) más pronto que tarde, y que lo mismo es capaz de hacer en cualquier otro lector. Estos apuntes de Hans (donde da cuenta del día a día de sus padres —con sus diferencias, entre ellos y respecto a él— retrata a sus abuelos y vecinos, “pinta” el decorado de los lugares donde ha vivido, a caballo entre España y Alemania, y “garabatea” los más mínimos detalles de los que puede tener noción, con importancia o sin ella) van adquiriendo, línea a línea, una consistencia de muro, un equilibrio impecable. La lógica del niño puede ser enrevesada, hipnotizante, surreal o aplastante, creíble o inverosímil, como apuntaba antes, pero poco de todo eso tiene importancia cuando no le queda más remedio al lector que dejarse llevar por ella. Adoptar esa misma lógica, y empezar a comprender, ahora sí, un mundo que se abre ante los ojos de ese niño y ante el lector, pasar de situaciones que uno ha vivido (y a las que no había aprestado atención) a otras que supondrían un hallazgo y por tanto anhela. Comprender el mundo de Hans —su orden— y ser capaz entonces, ahora también, de disfrutar con esas escenas que querían ser poemas y no era, pero que desde luego son poéticos y son poesía, al fin, como cuando es capaz de pasar del silencio del mar y las conchas rotas en la playa, a la más pura contemplación y a unas gafas que se limpian en el bañador, de la vida y la muerte a la forma en que crecen las personas, hasta que ya no pueden crecer más. Comprender ese mundo, y que te convenza. Eso es lo que logran Hans y Javier Salinas con su Cuaderno.
Y con él, también, pensar que una colección de novelas cortas, si son como éstas, puede ser también un buen lugar donde a uno no le surjan tantas dudas estúpidas.

martes, octubre 16, 2007

El profundo Sur, Andrés Rivera

Veintisiete Letras, Madrid, 2007. 93 pp. 14 €

Pedro M. Domene

La profundidad de este libro es paralela a la reflexión misma que conlleva su propio título El profundo Sur (2007), cuyo autor, el escritor argentino Andrés Rivera (Buenos Aires, 1928), es uno de los más profundos (una vez más) e importantes escritores en castellano de la actualidad, según puede leerse en la solapa de este libro, avalado además por ilustres opiniones de críticos de una y otra orilla. Es un brevísimo texto que, por primera vez, se edita en España bajo en sello reciente de Veintisiete Letras.
Como suele ocurrir, Andrés Rivera —en realidad, Marcos Ribak—, es poco conocido en nuestro país. Hijo de un dirigente textil, nació en 1928, y creció en Villa Crespo, uno de los barrios de la inmigración judía de Buenos Aires. Tejedor, periodista, corrector, militante activo comunista, su primera novela, El precio (1957) fue, en realidad, una biografía camuflada, de la que posteriormente se arrepentiría. En Ajuste de cuentas (1972), ofreció, en el mejor de los estilos, una colección de relatos de una calculada y contenida estructura, con un lenguaje articulado con palabras certeras, además de un rico vocabulario, en ocasiones, atroz. La revolución es un sueño eterno (1992) le otorgó la fama y ser considerado uno de los consagrados de la literatura argentina. Poco editado en España, tan solo dos títulos pueden encontrarse en las librerías: La revolución es un sueño eterno y El farmer. Ahora se publica, El profundo Sur, aparecido originalmente en 1999, un libro de madurez porque insiste en el estilo de Rivera, es decir: la brevedad, la concisión y las abundantes elipsis, como características esenciales de su narrativa, además de ofrecer una dramática visión de unos hechos históricos que sacudieron la conciencia del país en 1919: la famosa Semana Trágica que reprimió, de forma sangrienta, las repetidas huelgas del mundo obrero. En realidad, el narrador nos proporciona con su relato cuatro ópticas distintas de una realidad y en ellas cuenta cómo en uno de esos días de huelga, en una esquina de una calle de Buenos Aires, el joven Roberto Bertini dispara desde un camión a una multitud vociferante que él y quien, repetidamente, ordena, tiren, tiren, denomina judíos y bolcheviques; apunta sobre uno de ellos, Enrique Warning, pero el azar dispone que se cruce otro hombre en su camino, Eduardo Pizarro quien, a su vez, será auxiliado por un francés, Jean Dupuy, un huido de la comuna de París y exiliado en la capital argentina.
Una historia común que, lejos de un sentido épico, no exalta ni a vencedores ni vencidos, con cuatro protagonistas, cuatro capítulos, para contar con una brevedad asombrosa un pequeño bosquejo biográfico de cada uno de ellos, para intentar despertar en el lector un angustioso interrogante acerca de la muerte, y aún más, el sentimiento de violencia que genera el rencor, la envidia o la frustración personal. En suma, una visión sobre la fragilidad de la naturaleza humana, su propia dimensión y los fracasos que llevan al hombre a posicionarse con o frente al poder, la destrucción, la vida y la muerte.
Andrés Rivera escribe sobre la vida cotidiana que, con el paso del tiempo, se convierte en historia, la de un país como Argentina, salpicada de movimientos ideológicos, sindicales y políticos que desembocaron en numerosas dictaduras que han sembrado sus días de víctimas. Como sus personajes, hoy siente un profundo desencanto, o tal vez, un derrotado que no ha dejado de postular con su literatura algunas de las utopías con las que soñaba y pretendía cambiar el mundo.

lunes, octubre 15, 2007

La espuma de las noches, Isabel Bono

Diputación Provincial de Málaga, Málaga, 2006. 55 pp. 6,25 €

Alejandro Luque

Dice Rodrigo Fresán, con un codo apoyado en el hombro de Borges, que la perfecta interpretación de los sueños descansa siempre sobre una percepción imperfecta: la memoria parcial y reconstruida de ese mismo sueño. Confieso que siento envidia de los soñadores disciplinados, con su libreta siempre a punto en la mesita de noche; y más aún de aquellos cuyos sueños van y vienen cargados de símbolos: llaves, islas, puertas, senderos, elementos que se prestan a mil lecturas mientras uno se lava la cara o gira la cucharilla en el café. El más difícil todavía, sin embargo, tal vez no sea llegar a la interpretación perfecta —que nunca será tal—, sino construir con los retazos de la memoria un artefacto nuevo, algo bello o terrible que no existía en el mundo antes de esas, digamos, espontáneas eclosiones nocturnas.
Una poeta malagueña, escasamente reconocida aunque lleva sus añitos urdiendo una obra paciente y más que estimable, ha logrado reunir un ramillete de sueños convenientemente fechados y transcritos en un libro delicioso. Una primera parte recoge sueños en general, como éste: «Jugamos un partido de baloncesto en un salón barroco pero, en vez de balón, nos pasamos una mandarina». O éste otro: «Habitación con una cama y un escritorio. Soy un hombre. Alguien llega y dice que no puedo dormir allí. Para comprobar si he dormido o no coge una rosa, la pincha con un alfiler y de la rosa sale una gota de sangre. Coloca la gota en la tapa del escritorio. Dice que si la gota se mueve y lo mancha todo se sabrá si he dormido».
Con algo de poema en prosa y algo de microrrelato, todas las piezas breves están impregnadas de una belleza inquietante, que el lector percibe con la sensación de entrar impúdicamente en un territorio ajeno e impredecible.
La segunda parte es la dedicada a los sueños con amigos, y en ellos reconocemos algunos nombres populares en el mundillo de las letras, como Alberto Tesán o José Ángel Cilleruelo. Ésta, junto con el tercer apartado dedicado a los sueños con famosos —desde Penélope Cruz a Picasso—, despojan el volumen de cierta solemnidad , pero el fondo sigue funcionando con toda eficacia: Durrell me besa en una habitación llena de juguetes. Después hace su maleta y se va. La moqueta celeste se ha quedado llena de plumas blancas.
Lo mismo puede decirse del capítulo final, “La familia (delicias para Freud)”, donde los personajes son parientes de la autora envueltos en las mismas situaciones, en vilo entre el mejor absurdo, la lisergia y lo fabuloso. Isabel Bono ha compuesto, en fin, un mosaico de título borisvianesco que, amén de dar mucha envidia a quienes tenemos que conformarnos con sueños pedestres, logra una de las más hermosas aspiraciones del arte, que es dar a las pequeñas experiencias privadas una dimensión universal.

viernes, octubre 12, 2007

El enigma de París, Pablo de Santis

Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007. Barcelona, Planeta 2007. 281 pp. 21 €

César Mallorquí

La novela policíaca ha evolucionado mucho desde los tiempos en que Augusto Dupin perseguía a monos asesinos por las calles de París. De hecho, la literatura detectivesca se ha multiplicado en una serie de subgéneros que van desde el intelectual relato-enigma hasta el violento hard boiled, abarcando en ese arco lo social, lo psicológico, lo terrorífico, lo costumbrista o lo fantástico, entre otras temáticas. Sin embargo, si hoy, a comienzos del siglo XXI, mencionamos la palabra “detective”, la primera imagen que nos viene a la cabeza, antes incluso que las de Spade o Marlowe, es la de Sherlock Holmes, heredero directo de Dupin y máximo representante del relato-enigma, la forma básica y primera del género policial.
¿Por qué esta pervivencia de unos arquetipos que cuentan ya con más de un siglo de antigüedad? Quizá, entre otras razones, porque se trata de un modelo perfectamente definido cuyas reglas, invariables y en el fondo sencillas, conocen todos los lectores. Pues bien, precisamente sobre este subgénero y sus reglas internas ha reflexionado Pablo de Santis (Buenos Aires, 1963) en su última novela, El enigma de París, ganadora del Premio Planeta-Casamérica de Narrativa Iberoamericana 2007.
El escenario donde se desarrolla el argumento es el París de la Exposición Universal de 1889, durante la construcción de la Torre Eiffel. Como parte de los actos de la Exposición, se reúne allí una sociedad llamada Los Doce Detectives —cuyos miembros son los mejores investigadores del mundo— con el objeto de dialogar sobre la naturaleza de su trabajo y mostrar al público las herramientas y técnicas de su oficio. Sigmundo Salvatrio, un joven argentino aprendiz de detective, es enviado allí por su maestro, el detective Craig, que no puede asistir por hallarse enfermo. Entonces sobreviene un crimen: uno de los Doce Detectives es asesinado, de modo que los restantes se lanzan a una carrera por ser los primeros en descubrir al asesino. Salvatrio se convierte en ayudante (adlátere en el texto) de Arzaky, uno de los Doce, y finalmente, tras una serie de peripecias, es él, Salvatrio, quien resuelve el misterio.
El enigma de París no es un novela realista, en la medida que ni el grupo Los Doce Detectives ni sus miembros lo son. Jamás ha existido en la realidad esa clase de investigadores, pero sí en la ficción. Se trata, por tanto, de un relato metaliterario, en el sentido de que no intenta reflejar la vida, sino reproducir determinado tipo de literatura. Dupin, Holmes, Philo Vance, Peter Winsey, Nero Wolfe, el Dr. Thorndyke, Gideon Fell... esos son los modelos que De Santis utiliza para construir sus personajes. No seres reales, sino arquetipos literarios. En ese sentido, el autor dedica buena parte del texto a diseccionar, a través de Salvatrio, narrador de la acción, los mecanismos y claves del relato-enigma y la personalidad de los detectives inductivos, cuyos prototipos son, respectivamente, el clásico “misterio de la habitación cerrada” (Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo) y Dupin-Holmes. Así, con cariñosa ironía, De Santis nos muestra la enorme e infantil vanidad de los investigadores, analiza la peculiar relación entre estos y sus ayudantes o pone por escrito las leyes no escritas que rigen el código oculto de los detectives. Pero, insisto, nada de esto es real —ni pretende serlo—, sino literatura sobre la literatura.
El problema es que El enigma de París se mueve en dos ámbitos a la vez: por un lado es una especie de ensayo novelado sobre el relato-enigma, y por otro un relato-enigma en sí mismo. Y ahí, considerada como historia policial, es donde la novela se muestra más débil. Primero, porque la solución del enigma se ve venir con antelación, pues, aunque el autor ha querido construir (o deconstruir) un rompecabezas, lo cierto es que pone en juego escasas piezas, de modo que acaba reduciendo la solución a dos alternativas: la evidente (que evidentemente no es) y otra algo más retorcida (que es). El segundo problema reside en que la investigación —eje de todo relato policiaco— parece, en ocasiones, avanzar a trompicones y con escasa convicción, como si al autor le interesaran más otros aspectos del texto.
Otra objeción, la última, es que la novela, pese a extenderse menos de 300 páginas, parece un poco hinchada, como si el primer borrador hubiese quedado corto y el escritor hubiera añadido material extra para aumentar su volumen. Probablemente no haya sido así, pero lo cierto es que en el desarrollo de la trama se intercalan una serie de digresiones y anécdotas que, en vez de añadir sustancia a la narración, la demoran, o abren caminos que se cierran en sí mismos. De Santis ha escrito mucha novela juvenil, un género cuyos textos no suelen sobrepasar las doscientas páginas; quizá se ha acostumbrado a esa extensión y tiene problemas a la hora de ir más allá.
Pero estoy siendo injusto, pues a raíz de lo dicho da la sensación de que El enigma de París es una novela fallida y no es así, aunque lo puede parecer en comparación con otras obras del autor. Personalmente, prefiero La traducción (1997), Filosofía y letras (1998) o El teatro de la memoria (2000), unas excelentes y muy recomendables novelas donde el autor materializa su proyecto de mezclar el relato policiaco con material procedente de la «alta cultura». Según sus propias palabras: «Mi ideal es armonizar la literatura popular con otras inquietudes». Y, justo es reconocerlo, lo consigue en la mayor parte de sus obras. Por otro lado, resulta innegable la influencia de Borges en De Santis, pero es una influencia matizada y (en contra de lo que suele ocurrir) benigna. Podría decirse que De Santis es una especie de «Borges popular», si es que esto es posible; un Borges burlón y menos grave, que busca más la complicidad del lector que su admiración.
Por lo demás, y aun en sus momentos más bajos, De Santis es un inteligente narrador y un brillante dialoguista dotado de un muy estimulante sentido del humor. Por eso, aunque no se cuente entre sus mejores novelas, El enigma de París se lee de un tirón y con agrado. No es una gran obra, pero sí un divertimento de altura.

jueves, octubre 11, 2007

La glorieta de los fugitivos (minificción completa), José María Merino

Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 240 pp. 15 €

Alejandro Luque

Merino es un astro raro en la galaxia literaria española: perseverante, siempre en su propia órbita, ha logrado brillar con luz propia sin efectos de bisutería, sin depender de familias, sin necesitar de pelotazos mediáticos. Lo que escribe gustará más o menos, pero ha conquistado un respeto muy difícil de negar. A partir de ahí, su obra tiene dos preferencias con las que simpatizo sin reservas: la fantasía, tan desprestigiada en España, y las formas breves de la narrativa, que si bien van cobrando caché, todavía son empeños muy poco rentables y no dan tanto pisto como la poesía o la novela. Pues bien, para reafirmarse en estas militancias, el coruñés acaba de reunir en un volumen su minificción completa —él gusta de llamarlos, guiñando a la física, nanocuentos—, algunos inéditos incluidos. Bravo por la editorial Páginas de Espuma y su cabeza visible, Juan Casamayor, que más que un astro raro, por calidad y riesgo, sencillamente no parece de este mundo.
Quiero empezar el libro por el final, por el epígrafe titulado La glorieta miniatura, donde Merino mezcla con buen humor el tono ficcional y el ensayístico. Tiendo a rechazar los recetarios —mi primo Andrés Neuman estará harto de que le reproche sus decálogos—, aunque admito que casi siempre manejan buenos ingredientes y ayudan a poner orden en la cocina. La teoría de la creación, pienso, no tiene nada de pernicioso, siempre que sepa acotar el terreno y no se obstine en poner puertas al campo.
Entre las muchas ideas valiosas que aporta Merino, encuentro ésta: «Las buenas ficciones mínimas pueden recordar notablemente a los abuelos, pero jamás tener sus mismos rasgos». Ahí disiento. Las piezas de este libro, sin ser en absoluto clónicas, sin parecer “el vivo retrato” de los antepasados, tienen marcadísimos los rasgos del clan que reúne a los mejores del género. ¿Cómo no reconocer en ellos la nariz de Monterroso, la frente de Arreola, el bigote de Denevi, por decir algunos? Esto, lejos de ser un lastre, es un atractivo añadido, un estímulo extra para el lector. También en la vida ponemos distancia, rechazamos a nuestros mayores, afirmamos así nuestra legítima individualidad, pero sólo para abrazarlos más fuerte a la hora de la reconciliación.
Señalado este único matiz, el resto es puro disfrute. Merino es espléndido en el uso del lenguaje —austero y fino, como precisa el formato—, de una imaginación más que fértil, muy hábil en el manejo de referencias y, a poco que nos fijemos, enormemente reflexivo. Cuando recrea un final feliz para la singladura del Titanic, las tribulaciones del niño ante la mosca muerta, un epílogo para la Cenicienta o versiones actualizadas de los cuentos de navidad, el escritor tiene siempre un pie en la fábula y otro en la más feroz realidad. Nunca se abandona al lirismo facilón, no se deja hipnotizar por su propia voz, no pierde un segundo en practicar retóricas sobre el vacío. La lectura disfrutona de sus textos siempre lleva aparejada una meditación, optimista o angustiosa, pero ineludible.
Hace falta mucho oficio, mucho emborronar y tirar, mucha faena de ebanistería, vista de relojero y devoción de belenista, mucha lectura paciente, en fin, para encontrarse al cabo de los años con un hatillo de brevedades tan sustancioso como éste. Y no digo más: ya me pasé, al menos tres mil caracteres, del nanoelogio entusiasta que pretendía hacerle.

miércoles, octubre 10, 2007

Soy leyenda, Richard Matheson

Trad. Manuel Figueroa. Minotauro, Barcelona, 2007. 182 pp. 17,50 €

Care Santos

Para situarnos: hace mucho que dejé atrás la etapa en la que leía con avidez todo lo que tuviera que ver con muertos vivientes, criaturas del Averno o vampiros. Sin embargo, soy de las que procuran no subestimar ningun libro atendiendo a lo que ocurre más allá de sus páginas y opino que no hay temática —ni autor, ya puestos— que merezcan una condena a priori. Y si esgrimo estos argumentos es con la pretensión de convencer a los que jamás leerían un relato de vampiros escrito por un estadounidense famoso para que lean esta magnífica novela de Richard Matheson. ¿La razón? La de siempre: Matheson es un Midas de la literatura. Es decir, un buen escritor. Escriba acerca de lo que escriba, consigue oro literario. Lo de menos, como suele ocurrir, es el tema.
Un par de amigos solventes, escritores y especialistas en literatura fantástica me recomendaron a principios del verano pasado Soy leyenda, de Richard Matheson. Debo confesar que nada sabía del autor y mucho menos del título en cuestión ni de sus diversas adaptaciones cinematográficas. Lo leí sólo porque si algo he aprendido con los años es qué clase de consejos debo seguir con los ojos cerrados. Como no había ninguna edición disponible —lo mismo ocurría con el resto de sus recomendaciones— compré por internet y en una librería de lance el último ejemplar de la edión argentina de Minotauro de 1972 —preciosa en su sencillez sin ostentaciones— y lo devoré a la luz del sol segoviano, mientras mis hijos chapoteaban en una piscina. A pesar de la mediocre traducción, el libro me atrapó desde el primer párrafo y fue una de las mejores experiencias de las vacaciones.
Esa misma traducción —lástima que no se haya encargado una nueva— es la que ahora recupera, con no poco oportunismo, una Minotauro que nada tiene que ver con la de hace 35 años. Es lógico, por otra parte: Will Smith es el protagonista de la última adaptación cinematográfica de la novela de Matheson, que se estrenará en España antes de Navidad. Será la tercera adptación de una novela que podemos considerar un clásico de la literatura fantástica, además de uno de los textos de referencia en materia vampírica. Las anteriores estuvieron protagonizadas por Vincent Price (The Last Man On Earth, 1964) y Charlton Heston (The Omega Man, 1971). También existen diversos cortos que la utilizan como base a historias que van desde lo metafísco a lo terrorífico. Lecturas muy polisémicas para una novela que dice mucho más de lo que aparenta decir.
Espero, con estas líneas, expirar mi culpa de no haer conocido a Matheson hasta tan tarde. En realidad, sí le conocía, igual que le ocurrirá a muchos de los que lean ahora esta semblanza. Richard Matheson es el autor de las novelas en las que se basan las películas El último escalón y El hombre menguante. Se forjó como cuentista en las revistas especializadas de Estados Unidos, ycomo guionista en The Twilight Zone. El diablo sobre ruedas, de Spielberg, se basa en uno de sus cuentos. En español están disponibles otros de sus títulos: En un lugar del tiempo o La casa infernal (ambos en La Factoría de Ideas) o los muy recomendables relatos de Pesadilla a 20.000 pies (Valdemar).
Soy leyenda es un buen título para empezar a leerle, lo afirmo con conocimiento de causa. Personalmente, si algo reverencio de un autor es que sepa terminar sus historias. Qué difícil es acabar, todos los novelistas lo sabemos. Pues bien, esa es la primera razón por la cual hay que leer esta novela: está magistralmente acabada. Y se trata de un final, además, que no puede ser adaptado al cine de manera satisfactoria (lo cual es muy pero que muy satisfactorio). Un final que nos deja boquiabiertos, consumidos de envidia autorial a quienes también escribimos. Y es que se trata del remate perfecto a una historia que, desde su arranque, nos mantiene en la cuerda floja de la inquietud más inteligente.
Soy leyenda narra la soledad de un hombre de Los Angeles en un mundo donde todos sus contemporáneos se han convertido en vampiros. Su vida discurre en una lucha a muerte contra “los otros” —contra un “ellos” que nos desasosiega ya en las primeras páginas, y que el autor utiliza en nuestra contra de un modo envidiable—; de noche, los vampiros le acechan alrededor de su casa mientras él se pertrecha en su único refugio, acompañado de la música y el alcohol, esperando que amanezca. De día quema cadáveres, repone las defensas de su hogar, talla estacas con las que matar a los durmientes vampiros en cuya cacería consume sus horas. Pero mucha más descarnada que esta ocupación es su obsesión por entender. ¿Por qué él? ¿Cuál es la explicación a su atroz soledad?
Para hallar respuestas acude a la Biblioteca Pública de Los Ángeles. Una curiosidad: esta Biblioteca es la misma a la que canta Bukowski en uno de sus mejores poemas, diciendo que ella le salvó de ser un mal hombre, «un tipo que pega a su mujer», o un ladrón. Aquí, la Biblioteca es un refugio macabro, el escenario de la soledad más absoluta. Ya sólo puede ofrecer respuestas, pero son respuestas inútiles. Y la escena donde esto ocurre es, en mi pinión, la mejor de la novela: una de esas para no olvidar.
El autor utiliza a los vampiros para hablarnos del monstruo, de nuestra relación con la bestia, de nuestra posición frente los otros, de los límites reales de esos “otros”. Y también de soledad, de supervivencia, de pequeñez del ser humano, de relativismo. Lo dicho: lo de menos es el asunto, el argumento, los personajes. Lo importante es el oro literario que un buen Midas como Matheson sea capaz de extraer de cualquier parte.
Ridley Scott lleva 17 años detrás de llevar al cine esta historia. Ojalá la versión de Francis Lawrence, que se puso tras la cámara, con Will Smith en el papel protagonista, atraiga a muchos lectores hacia la obra de Matheson. Los que le lean, al igual que pasa con el contagio vampírico, nunca podrán dejar de ser mathesianos.

martes, octubre 09, 2007

Echado a perder, Carlos Pardo

IX Premio Internacional de Poesía Generación del 27. Visor, Madrid, 2007. 64 pp. 12 €

Ana Gorría

Una adolescencia con consolas y complejos, las mudanzas, el deseo, la vida en pareja, las cargas laborales, tardes de ida y vuelta al videoclub suponen los motivos temáticos sobre los que se estructura Echado a perder, galardonado con el premio de poesía Generación del 27 del pasado año. Desde su título, Echado a perder es la historia de una ruina: ruina del lenguaje, de las emociones, de la comunicación, de la propia biografía. En Echado a perder Carlos Pardo da fe de la hipertrofia de las convenciones como posibilidad de expresar el mundo en que vivimos. Al mismo tiempo certifica la necesidad de encontrar un lenguaje en el que podamos expresarnos, reflejarnos: «nada que ver contigo, amor/ no estés celosa, nada/ que comparar con una vida/ que nos posee con lazos/ de actualidad».
De la coalición entre la vanidad de la palabra y su necesidad surge el fundamento de la poesía de Carlos Pardo, una forma de estar en el mundo, de mal-estar si deseamos ser realmente fieles a este lenguaje echado a perder del poeta madrileño hablamos «para salir airosos de la vida/ por los caminos del lenguaje.// Y aquí termina la insatisfacción».
Como en la filmografía de autores como Lynch o Cronenberg, el lenguaje deja de ser, porque la existencia que se manifiesta en esta obra tampoco lo es, algo ordenado. Acercarse a Echado a perder es advertir un mundo de sombras, sueños, ruidos donde no cabe casi ya la lucidez y la única manera de resolver el mal-estar es no tomarse demasiado en serio («Como las circunstancias me pidieron/ un toque personal/ adopté un tono bajo para voz atiplada/ con temblor en la frase y temor en el verbo») aspecto, la ironía, que el autor ha venido reclamando como base de su poética y que le exime de del catastrofismo. Cercano en tono y motivos a algunos autores de la historia de la poesía reciente como la escuela poética del cincuenta, Carlos Pardo nos propone en este libro lo que queda de una historia de violencia. La capacidad de análisis de las emociones y la solidez de su lenguaje poético, hijo del desasosiego, hacen el resto.

lunes, octubre 08, 2007

Un soplo en el corazón, Elena Medel

Ediciones del 4 de agosto, Logroño, 2007. 24 pp. 3 €

Juan Marqués

La sorpresa ha sido doble y enorme, y también la celebración. Por una parte, que hayan llegado como un regalo inesperado estos catorce poemas de Elena Medel, y, por otra, comprobar que, por su sencillez, su contención, su humildad... son algunos de los más preciosos textos publicados por su autora. Se trata de poemas tan inmensamente pequeños y hermosos como el cuadernito que los cobija (que hace el número 47 de la colección “Planeta clandestino”, debida al trabajo y al cariño de un grupo de activos amigos riojanos, y donde ya han publicado textos inéditos autores como Luis Antonio de Villena, Agustín García Calvo, José Luis Piquero, Ignacio Escuín Borao, Roger Wolfe o Antonio Orihuela). En un epílogo, también breve, fechado el 31 de julio de 2007, Medel nos explica que escribió estos poemas a finales de 2003 (y fueron publicados al año siguiente en el fanzine Le Touriste), tras la arrolladora frescura de Mi primer bikini (Barcelona, DVD, 2002) y Vacaciones (Almería, El Gaviero, 2004), y antes de la cruda meditación de Tara (Barcelona, DVD, 2006). Y lo cierto es que sí se puede intuir en ellos una transición “natural” entre el tono sorprendente de aquellos dos primeros libros y el más desgarrado del último. Uno diría que Un soplo al corazón “quiere” y “sabe” estar en medio de esos títulos, entre la (más o menos) juvenil y juguetona alegría (que no felicidad) y la (más o menos) descarnada y pesimista tristeza (que no infelicidad). Se diría, incluso, que esa «zancadilla» que cierra este cuaderno, esa «caída asombrosa» y «completa» en una estación tras despedir a alguien que «se ha ido para siempre», marca otro tipo de descenso, mucho más doloroso, entre la adolescencia y el comienzo de las malas noticias. «Soy la niña más triste de primero de Filología», anunciaba ya el último verso de Lo importante es bailar, otro cuaderno de 2004, publicado por la Universitat de València.
A estas alturas esta reseña ya contiene más palabras que todas las que forman Un soplo en el corazón, y dice, desde luego, muchísimo menos. En sus catorce poemas, sus cincuenta y siete versos (sin contar los títulos), sus doscientas veinticuatro palabras (contándolos, porque ahora sí importan mucho) hay, por ejemplo, tres haikus (dificilísima estructura, de la que ya había un ejemplo en Vacaciones, y de la que Medel sale perfectamente airosa), así como un sugerente poema de dos versos que es el más breve de los que se le conocen. Tanta y tan extrema concisión no es muy frecuente en la poesía contemporánea, y menos en la que hacen los poetas españoles jóvenes. Dejando a un lado la moda de los haikus (no muy afortunada, pues se abusa, deshonesta o desinformadamente, de una estructura y una tradición que expulsan cualquier exhibicionismo, cualquier banalidad, cualquier chiste...), no son muchos los poetas que saben decir las cosas que importan en tan pocas palabras (y quien no sabe decir lo que tenga que decir en dos o tres versos, seguramente tampoco sabrá hacerlo en veinte o cuarenta). Junto al admirable y delicadísimo Así procede el pájaro (Valencia, Pre-Textos, 2004) del también cordobés Juan Antonio Bernier, o los enormes poemas breves que Abraham Gragera incluyó en su magnífico Adiós a la época de los grandes caracteres (Valencia, Pre-Textos, 2005), que se unen al ya deslumbrante magisterio de Luis Muñoz (cuyo Querido silencio —Barcelona, Tusquets, 2006— le convierte definitivamente en uno de los mejores poetas españoles vivos), pocos son los que entienden la brevedad y la “pequeñez” de un modo maduro y sabiamente poético. Alegra ver a Elena Medel incorporarse a ese reducido grupo de poetas que, al modo oriental, han sabido decir mucho prescindiendo de casi todo. (Y recomiendo a quien esté interesado en esto que eche también un vistazo —por poner ejemplos desordenados— a las miniaturas, tan narrativas como líricas, que W. G. Sebald regaló en Sin contar —Madrid, Nórdica Libros, 2007—, o que ojee los libros buenos de Yves Bonnefoy (que no todos lo son), o que relea —si se atreve— a la escalofriante y sublime Alejandra Pizarnik, o que visite la trascendencia cercana de Hugo Mujica (aunque no me ha convencido su último libro, el metapoético y repetitivo Lo naciente. Pensando el acto creador —Valencia, Pre-Textos, 2007—), o que —en fin, y por volver a nuestros jóvenes— acudan a ese crepuscular “Bodegón” que David Mayor dibujó En otra parte —Valencia, Pre-Textos, 2005— o a la prodigiosa y cómplice “Oda a Abraham Gragera” —precisamente...— que Carlos Pardo acaba de publicar en Echado a perder —Madrid, Visor, 2007—...).
En cuanto a lo que se dice, hay algo de ese particular complejo de Peter Pan que se insinuaba más arriba («Negando las horas igual/ que me niego a crecer») junto a la certeza del tempus fugit (el haiku “Nadadora”: «Como las nubes/ también mi color cambia./ ¿De quién la culpa?»), versos de amor y de desamor (casi todos los poemas están escritos en segunda persona —aunque parece que el tú de “El bello verano” es el “yo poético” dirigiéndose a sí mismo, dándose esperanza— y, si no, nombran en sus títulos a “Carlos” o a “Martín”... Sólo el citado “Nadadora” excluye al “tú” o al “él” —aunque, tal vez por ello, es de los que más nos implican a todos—), imágenes casi cinematográficas («La ciudad en tu brazo/ descansa.») junto a otras de una gran potencia lírica (como el poema “El buen vigía”: «Mi reloj es tu bolsillo./ ¿Secreto o guardería?»)...
El título (cuyo origen —musical, como tantas veces en Medel— se explica en la “Coda”) avisa de lo que el poemario tiene de particular crónica amorosa, y en ese sentido es donde más «coincidencias y trasvases» hay con el conjunto de Vacaciones (como también se advierte en esa última página). Y ese «vodka con chocolate» del primer poema que, unido al «vértigo», habita «mi cabeza» justo antes del instante en el que «te conozco», ¿no anuncia también, con su carácter de mezcla rara, de unión de opuestos —el frío y el calor, lo transparente y lo oscuro, lo prohibido y lo infantil, lo amargo y lo dulce...— que ese amor o esos amores que se hacen aquí poesía van a acabar en decepción o mala suerte...? ¿No será ese «vértigo» interior del principio, antes del encuentro, el que adelanta la «caída» «completa» del final, tras la separación? La confianza y seguridad contra ese vértigo lograda “En el rascacielos” (otro de los haikus, esta vez con métrica levemente heterodoxa: «De puntillas/ tomo fuerte tu mano:/ no tengo miedo»), el sortilegio que se crea cuando dos se toman de la mano, ¿no se deshace, no caduca cuando se tienen que separar, cuando uno ha partido desde una estación y otro ha de tomar un avión con su «ticket de cielo»?
En una poética reciente (publicada en la revista turolense Turia, nº 83, p. 135), Elena Medel termina diciendo que «En más de una ocasión me pregunto qué hago aquí». De preguntas como ésas nacen poemas como éstos, o casi cualquiera de los que la han convertido en una de las escritoras más elegantes y entregadas de nuestra selección nacional de poesía. Los de Un soplo en el corazón no son un apéndice, ni un descarte, ni, por supuesto, una diversión o un capricho. Es poesía viva y vigorosa, tierna y contundente. El único problema es cómo conseguir uno de los trescientos ejemplares que han salido de las prensas logroñesas.

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Post scriptum. Una vez escrito lo anterior, la propia Elena Medel me ha prestado (digamos que por una calculada casualidad) Un soplo en el corazón, el único disco que sacó —ya en 1993— el dúo donostiarra Family. Así, puedo comprobar que ella no sólo tomó prestado el título general, sino que los catorce poemas se titulan como las catorce bonitas canciones de aquella grabación. Conviene tenerlo en cuenta sobre todo en lo que respecta a las alusiones que he hecho a esos títulos (el uso de los nombres propios, por ejemplo...). Yo podría haberlo sabido pero no lo sabía cuando escribí la reseña (por mi profunda y terca ignorancia sobre el mundo de la música pop, que es casi tan honda y tozuda como mi desconocimiento de casi todo lo demás), pero vosotros ya lo sabéis ahora que acabáis de leerla, si es que no lo sabíais.

viernes, octubre 05, 2007

Tras la sombra, Hilary Mantel

Trad. Damián Alou. Global Rhythm Press, Barcelona, 2007. 527 pp. 23 €

Elia Barceló

Cuando cae en mis manos una novela protagonizada por una medium profesional y cuyo elenco de personajes está equitativamente repartido entre vivos y muertos, me resulta sencillamente imposible no leerla. Si además viene avalada por comentarios entusiastas del Times Literary Supplement, el Observer, el Times y otras publicaciones prestigiosas y además, a M. John Harrison —especialista en fantástico, buen escritor y mejor crítico literario— le ha parecido, según reza la contracubierta: «Despiadada, asombrosamente subversiva y escandalosamente divertida», es evidente que tengo que dejar para después la novela que tenía pensado empezar a leer y lanzarme a ésta.
Y ahí empiezan los problemas, porque Tras la sombra es, en mi opinión, cualquier cosa menos divertida y además, a pesar de los fantasmas que pueblan sus páginas, no es una novela del género fantástico.
Por supuesto soy consciente de que el humor es una cosa muy personal y lo que a mí no me parece gracioso puede resultar muy divertido para otro lector, especialmente si es británico y lo lee en su idioma. Lo que sí puedo asegurar es que, si se trata de una novela divertida, su humor es enormemente cruel y, caso de excitar la risa del lector —a mí no me ha sucedido—, el tipo de risa es de las que se quedan enganchadas en la garganta y no resultan liberadoras.
Hilary Mantel ha escrito una novela dolorosa, que puede leerse en clave casi alegórica, para mostrarnos las miserias de las clases baja y media–baja de la Inglaterra actual, usando como herramienta el mundo de después de esta vida que, de modo nada sorprendente, es tan miserable, ruin y cutre como el que nos presenta en las escenas dedicadas a la vida cotidiana “real”.
La protagonista, Alison Hart, es una mujer de unos treinta años cuando se abre la novela, medium auténtica —quiero decir, que tiene contacto real con los espíritus de los muertos— y profesional, ya que se dedica a hacer sesiones y espectáculos para ganarse la vida, obesa hasta lo grotesco y con una psique totalmente destrozada por los traumas extremos que sufrió en su infancia y que vamos descubriendo con el paso de las páginas. En una de sus sesiones conoce a Colette, una mujer de su edad, recién divorciada, en paro, extremadamente delgada, prototipo de mujeres frustradas, vacías, sin futuro, que pronto se convierte en su asistente personal y casi en su media naranja.
El lector sigue a esta extraña pareja a lo largo de 527 páginas y asiste a su primera fase de amistad, casi equivalente a un enamoramiento, a sus planes y proyectos, a la compra de una casa en la que vivirán las dos, a sus sesiones de trabajo... y en el proceso va conociendo no sólo a la esotérica fauna de videntes, mediums y embaucadores que constituyen el entorno de Alison, sino también a la mucho más extraña compañía de guías espirituales, fantasmas y demonios que le destrozan la vida física y la estabilidad mental, sin que Colette llegue nunca a comprender realmente qué está pasando. También, a lo largo de las páginas, va saliendo a la luz el horrible pasado de Alison que ella ha conseguido casi olvidar por completo y ha encapsulado en una gruesa capa de grasa como defensa frente al mundo.
Hilary Mantel pinta un cuadro de las capas inferiores y medias de la sociedad británica que resulta francamente escalofriante, quizá también porque, en muchos aspectos, se parece mucho a la española: reajustes de plantilla que dejan a la gente sin trabajo, especulación inmobiliaria, inmigración, violencia doméstica, consumismo, problemas de alimentación y sus consecuencias, vacío interior, falta de expectativas, desesperanza, ausencia de solidaridad humana, de caridad, de amor, de alegría... una realidad casi esperpéntica que es, posiblemente, lo que un lector británico percibe como gracioso.
La novela está llena de diálogos cotidianos en los que se pone de manifiesto la dificultad de verbalización y de comunicación entre las personas, así como la violencia verbal, la agresividad y el diálogo concebido como lucha, como juego de poder.
Pero es en las descripciones donde Mantel brilla esplendososamente: «De viaje. Esos días fríos y húmedos y empalagosos de después de la Navidad. La carretera, sus desechos, circunvala Londres; los matorrales se encienden de naranja con los faros y las hojas de los arbustos, envenenados a listas amarillas y verdes como un cantalupo. La luz declina sobre la carretera orbital. La hora del té en Enfield. La noche cae en Potters Bar.»
Así da comienzo la novela y así son todas las descripciones del entorno en el que se mueven los personajes, tanto los vivos como los muertos.
Porque hay muchos personajes muertos en esta historia. Personajes terribles o desgraciados o perdidos que interactúan con los vivos en un plano de total naturalidad, como en los cuentos tradicionales en los que al lector tampoco le extraña que los animales hablen. Estamos de algún modo en el género de lo maravilloso, de lo imposible aceptado como parte del mundo natural.
Alison le explica a Colette que los muertos que fueron malos o tontos en vida siguen siéndolo cuando pasan al otro plano y por eso su vida está llena de espíritus malos y tontos que la acosan. El paso al otro lado no dignifica, no ennoblece; el diablo existe e incluso organiza cursos de reciclaje y concede puestos en su administración, ascensos y promociones a quien sepa ganárselos.
La novela está construida de un modo que se aleja voluntariamente de los recursos habituales en la literatura fantástica, de terror o de misterio. No hay apenas creación de suspense, a pesar de que hay muchas cosas que el lector quiere saber y que se irán desvelando conforme avanza el texto. Pero no hay tensión, no hay cliff–hangers, Mantel no construye de manera que el lector quiera pasar página y leer un capítulo más antes de apagar la luz. Puede uno dejar la lectura en cualquier punto y retomarla al día siguiente sin la imperiosa necesidad de saber cómo sigue.
Sin embargo, se trata de una buena novela, sólida y sórdida, en la que, a pesar de los fantasmas y los demonios, lo que queda en la mente del lector es la imagen de un mundo real, podrido por los propios humanos que lo habitan y que no ofrece apenas esperanzas ni siquiera en el Más Allá; un mundo donde la compra de un coche o de una casa nueva —con sus correspondientes hipotecas— es lo único que motiva a los personajes, y la omnipresente taza de té se convierte en la cura de todos los males.
No puedo terminar sin comentar que, para futuras publicaciones, la editorial Global Rhythm Press, que nos ofrece un libro muy bello —considerado como objeto, como artefacto—, debería tomarse la molestia de contratar a un corrector de pruebas. No hay casi ninguna página en la que no haya faltas tipográficas, por no hablar de cosas peores como olvido de preposiciones o relativos, o —mucho peor— fallos importantes de traducción (como hablar de “cavidades” para las “caries”) y de lengua (como esa manía de escribir “puso ceño” cada vez que un personaje frunce el ceño) o confundir el nombre de un personaje en un diálogo —con lo cual el lector se pierde irremisiblemente— o cambiar los posesivos de manera que lo que debería ser un “mis” (manos, por ejemplo) se convierte en un “sus”. Todo eso habría podido evitarse fácilmente con un buen corrector.
No es fácil traducir una novela como Tras la sombra, y Damián Alou ha hecho un buen trabajo, pero habría sido aconsejable darle un serio repaso al texto antes de entregarlo a la editorial para no obligar al lector a leer con un lápiz en la mano, aunque confieso que en mi caso puede tratarse de deformación profesional. Pero es una lástima que un libro tan atractivo estéticamente y que encierra un texto exigente, lleno de excelentes metáforas y de descripciones brillantes, esté lleno de erratas.
En resumen, una buena novela, quizá demasiado larga para la historia que cuenta, considerablemente tremendista, más orientada al cerebro que al corazón del lector y, si a uno le gusta lo excesivo y lo cutre con pinceladas de absurdo, probablemente también divertida. Yo no me he reído, pero no soy británica; tal vez sea esa la razón.