jueves, mayo 31, 2007

Escenas de cine mudo, Julio Llamazares

Alfaguara, Madrid, 2006. 200 pp. 16,50 €

Hilario J. Rodríguez

Un día la fotografía comenzó a registrar fragmentos de nuestras existencias y en adelante éstas cambiaron casi sin que nos diésemos cuenta. Escenas de cine mudo trata sobre ese cambio. Hace doce años, cuando el libro apareció por primera vez, era demasiado pronto para apreciar su verdadera importancia. Por aquel entonces, no sólo desconocíamos la obra de W. G. Sebald, sino que tampoco parecíamos entender la de John Berger; ni siquiera habíamos reparado en libros como La cámara lúcida, de Roland Barthes, o Sobre la fotografía, de Susan Sontag. Pero con el paso del tiempo hemos aprendido; al fin nos hemos comenzado a dar cuenta de que muchos de nuestros actos variaron desde el momento en que nos sentimos observados por un objetivo fotográfico. Vivir en un mundo en el que nuestros movimientos y gestos más imperceptibles pueden quedar fijados para siempre hace que a veces limitemos nuestra libertad de movimientos. Julio Llamazares comenta lo anterior en varias ocasiones, al comprobar en las instantáneas de sus álbumes familiares ciertas poses artificiosas, que escondían ocultos deseos; al ver un rostro desenfocado, unas piernas o unos brazos cercenados por el encuadre; al intuir una ausencia... Para él, las fotografías son ante todo indicios que, aunque puedan llegar a constituir crónicas sociales y forjar lazos con el pasado, no dejan de tener un pie en el territorio de lo imaginario, de dar versiones incompletas de ciertos hechos. Uno en ellas no encuentra más que memorias mudas y a cámara lenta, necesitadas de un motor narrativo que les dé vida de nuevo.
A veces me pregunto si, con la fotografía y el cine como mecanismos capaces de moldear nuestra memoria, no nos habremos transformado en personas reales que actúan como personajes de ficción. De algún modo, son dos mecanismos que imponen lo que vemos y cómo lo vemos, dando pie a una especie de gramática que determina nuestra comunicación con la realidad. Una gramática de la memoria. Una memoria de apariencias, de superficies, de formas... Por eso en muchos casos partimos de fotografías para construir relatos que permitan escarbar, ver más allá, conectarnos, entender la verdadera esencia de las cosas, que es lo que de verdad permanece, lo que le da relevancia a una imagen. Las fotografías, de hecho, son excusas para contar historias, para comprobar si lo que nos dicen las apariencias es cierto o no. Escenas de cine mudo, a ese respecto, insiste en numerosas ocasiones en las confusiones que había en Olleros, el pueblo minero donde tiene lugar la acción, en torno a determinados personajes. Los solitarios, los irresponsables y los chivatos se quitan sus máscaras a lo largo de las páginas del libro, destapando así pequeños dramas, amores insatisfactorios, golpes prematuros, pérdidas irreparables... Aflicción. ¿Qué se ocultaba en el rostro de un joven que un día murió en un accidente de motocicleta? ¿Y en la destructiva compañía de una botella de vino? Nadie conoce la verdad hasta que no se adentra en el interior de las imágenes, porque —según Julio Llamazares— la memoria es como una serie de minas interconectadas, en las cuales uno avanza a oscuras, sin saber muy bien cómo, cuándo o dónde encontrará algo. ¿Qué? Las fotografías que narran lo que hemos sido no pueden contenerse en un álbum, porque en cualquier lugar y en cualquier instante podemos hallar una conexión con nosotros mismos, con algo que quizás ya no somos pero que sí fuimos en el pasado. En un bar de Lisboa «recobré una vieja imagen que creía ya perdida y borrada para siempre de mi memoria infantil: la de mi madre y yo en la cocina de nuestra casa de Olleros, ella enseñándome a contar las horas y yo aprendiendo a verlas en un reloj». El tiempo y el espacio se confunden cuando narramos nuestra memoria personal. Creíamos que nunca habíamos acabado de irnos fuera del apartado pueblo donde nacimos y un día, sin embargo, nos damos cuenta de que realmente hay partes de nuestra identidad desperdigadas por el mundo entero. Berlín, Buenos Aires, Madrid, París, Andorra, Nueva York... Todos los lugares por donde pasamos en algún momento de nuestras vidas se incorporan a nuestra memoria del mismo modo que nosotros nos incorporamos a la memoria de esos lugares.
Escenas de cine mudo se organiza como un álbum personal, pero su materia excede lo autobiográfico o lo ficticio. Su verdadero tema no es el testigo que relaciona los hechos disgregados que se narran a lo largo del libro y mucho menos el paisaje donde se escenifican buena parte de ellos; su tema es la construcción de la memoria, para establecer las trampas en las que caemos al mirar hacia atrás. ¿Dónde está la música que sonaba mientras mirábamos hacia una cámara en mitad de una verbena? ¿Quién siente el frío de aquella mañana en que el profesor nos mandó formar en el patio a todos los de la clase? ¿Son esos colores los mismos que bañaban nuestro universo de hace unos años? ¿A qué olía el campo en aquella tarde de lluvia? Con cada fotografía esperamos que «el tiempo que se detuvo se vuelva a poner en marcha», porque en torno a él hemos perdido demasiadas cosas: olores, sabores, sonidos, sentimientos… Y la literatura nos ayuda a negociar parte de lo que perdimos, recreándolo, reconstruyéndolo o inventándolo.
Muchos escritores, cuando exploran su pasado, imponen de tal manera su presente que todo lo que cuentan resulta demasiado cerebral, falto de vida; ese no es el caso de Julio Llamazares. A este último le interesan muy poco las redes intertextuales que pueden establecerse entre los clásicos de la literatura y las vidas de los habitantes de un pueblo minero, quizás porque sabe que eso muy a menudo da pie a paralelismos forzados, carentes de matices. Su obra, en ese sentido, prefiere ceñirse a los hechos, atento a los matices sensoriales, al grado de humildad que impone la memoria desnuda. Eso no impide que su metodología compositiva mezcle elementos literarios, poéticos y ensayísticos; recuerdos reales e inventados; rasgos del cuento y la novela; recursos de la literatura oral y de la literatura más artificiosa... Con todas estas intersecciones y con las referencias a la televisión, el cine o la radio como inventos que alteraron nuestra percepción de la memoria, Escenas de cine mudo deja muy claro que, por mucho que nuestra capacidad para experimentar el tiempo perdido sea escasa, al menos podemos evocarlo gracias a nuestros recuerdos y a la fuerza que tiene la ficción para hacerlos de nuevo presentes, aunque sólo sea en forma de parpadeos de luz en mitad de la noche.
No hace mucho, viendo el álbum familiar de un amigo, me sorprendió que él apenas apareciese en las fotografías y que de una parte significativa de su vida, entre los quince y los treinta años, ni siquiera quedasen rastros, como si durante ese periodo no hubiera existido o como si hubiese querido borrar las huellas de un delito. Cuando cerré aquel álbum, me sentí incómodo. Mi amigo lo notó en seguida, pero no dijo nada. En adelante ya nunca he podido evitar cierto estremecimiento al coincidir con él, porque siempre me persigue la sensación de que cada palabra que sale de su boca arrastra un silencio, cada parpadeo de luz viene precedido por un segundo de tinieblas. Al mirarle a la cara, noto una especie de abismo y me imagino a mí mismo precipitándome en él, sin que llegue jamás al fondo. He dejado de saber quién es. También he dejado de saber si de verdad soy su amigo o si él es amigo mío. Junto a él, las cosas se han vuelto relativas, las conversaciones han perdido fluidez, la sinceridad se ha transformado en cautela. La pantera avanza sigilosa en medio de la jungla. Un ruido, una rama quebrándose, el viento agitando las hojas...

miércoles, mayo 30, 2007

Trescientos días de sol, Ismael Grasa

Xordica, Zaragoza, 2007. 140 pp. 11 €

Vicente Luis Mora

En los relatos de Grasa parece que no pasa nada, recuerdan a los cuentos sin final aparente de Katherine Mansfield y, sin embargo, en ellos ocurre todo, es decir: suceden las cosas que suceden en la vida real, con la suficiente variedad e imaginación recuperadora para que lo cotidiano no cercene el interés del lector. Antoni Tàpies, en su excelente ensayo El arte y sus lugares (1999) decía que la operación estética puede tomar la forma de creación a partir de lo existente o de elección estética sobre lo real, seleccionando un detalle concreto sobre el que la atención común no suele posarse. Este segundo propósito de lo artístico es lo que persigue el interesante y variado Ismael Grasa, capaz de hacer novelas extrañas y posmodernas (La tercera guerra mundial) y libros de viajes convertidos en narración (Días en China).
La infinita gama de posibilidades de lo real, humanizada por personajes próximos a Zaragoza (casi todos masculinos y de edad intermedia, como el propio Grasa, salvo un par de relatos contados por mujeres en primera persona), otorga una personalidad propia a este libro, uniforme en su vasta heterogeneidad. Hay multitud de información en las historias de Grasa, sacadas a veces de los periódicos y otras de la imaginación reconstructora del autor, que de seguro vuelca en estos cuentos buena parte de su experiencia propia y de otras que ha conocido. Creo significativo este fragmento, puesto en boca de uno de sus personajes: «soy pragmático, observo lo que le gusta a la gente. A veces recorto artículos de prensa o anoto en servilletas algunas ideas» (pp. 78-79). Precisamente el carácter uniforme de los relatos hace difícil saber cuando se cuela alguno prescindible. Por ello, la ordenación del libro no siempre favorece la lectura, y hacia la mitad del libro hay una caída de interés que merece la pena salvar, ya que lo mejor aguarda al final del volumen: “La herencia”, “Trescientos días de sol” o “No me gustan los psicólogos” son piezas excelentes, de cuajado temblor psicológico y sociológico, en los que Grasa demuestra su sentido de la observación, musculoso y a la vez exquisito.
Nos conduce la contraportada a pensar que el libro tiene como hilo conductor el delito, una situación criminal que en todos los relatos se afronta o se rodea temerosamente y, sin dejar eso cierto, yo apuntaría más bien a la moralidad o inmoralidad social como tema íntimo del libro. Trescientos días de sol es una nueva especie de novela picaresca, que detalla no la gran especulación inmobiliaria o los trampantojos financieros que llenan hoy nuestras primeras planas, sino el chanchulleo de poca monta, los arreglos, apaños y trapicheos a los que cualquier españolito de a pie, en cualquier momento, puede verse sometido, ya sea como víctima o como agente provocador. De cómo cada uno se enfrenta a ese instante pequeño y quizá intrascendente, pero en el cual reside, en última instancia, nuestra ética personal, es de lo que trata este sugerente volumen de relatos de Ismael Grasa.

martes, mayo 29, 2007

La razón salvaje. La lógica del dominio: tecnociencia, racismo y racionalidad, Juanma Sánchez Arteaga

V Premio Caja Madrid de Ensayo. Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 352 pp. 20,80 €

Elvira Navarro

¿Es la objetividad del conocimiento científico el mito por excelencia de las sociedades occidentales? Ya Nietzsche había señalado que la ciencia como increencia es ideología. La Escuela de Frankfurt puso el acento en el concepto de racionalidad instrumental para denunciar a qué dioses servían el positivismo, el empirismo y las ciencias nomológicas (dioses que siguen siendo los nuestros: capitalismo y burguesía), y teóricos del conocimiento como Kuhn, Toulmin, Lakatos o Polanyi afirmaron que los criterios de evaluación de la racionalidad de las teorías científicas no podrían ser nunca universales, sino que dependerían del contexto de la teoría a evaluar.
En La razón salvaje. La lógica del dominio: tecnociencia, racismo y racionalidad, Juanma Sánchez Arteaga (1974) da otra vuelta de tuerca a la cuestión de la ciencia como fórmula magistral para aprehender la naturaleza analizando un caso concreto: la aparición en el siglo XIX de la teoría de la evolución de las especies, en la cual se agazaparon no pocos prejuicios que sirvieron para justificar la expansión colonial que habría de alimentar a la economía de mercado. Partiendo de la euforia cientifista que se apoderó de la sociedad occidental durante la implantación de la industria y el avance de las ciencias naturales, Sánchez Arteaga analiza de qué manera el pensamiento precientífico se inoculó en la ortodoxia teórica sobre la evolución de la especie humana haciendo una comparativa entre el proceder del pensamiento mítico y el científico, ambos encargados de construir una verdad sobre el mundo. Sin perder de vista que todas las culturas establecen los parámetros de lo que se considera la objetividad, y de que ésta sirve a una estructura que ordena el tejido social y económico (o dicho de otro modo: que sirve al poder), en La razón salvaje se rastrea la relación entre la Verdad y el Poder en el darwinismo, y por extensión en la sociedad occidental del XIX y principios del XX. Así, en la moderna teoría de la evolución toma forma científica la guerra de todos contra todos de Hobbes a través del concepto de lucha por la supervivencia, que sirve como marco para justificar científicamente otra hipótesis precientífica, a saber: la del salvaje como el eslabón perdido entre el hombre y el simio. Para la corriente poligenista de la antropología, el salvaje era una especie distinta e inferior al Homo europaeus albacens (es decir, y por si no queda claro, al hombre blanco) y, grosso modo, las razas que no eran la blanca aún no habían alcanzado el estadio evolutivo al que se había llegado en Occidente. El propio Darwin, que no sostenía la idea de que las razas fueran especies distintas, afirmaba: «En un momento del futuro, sin duda no muy alejado si lo medimos por siglos, las razas civilizadas del hombre casi con toda certeza exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes a lo largo y ancho del mundo» [Darwin, 1871, 201].
¿Qué consecuencia se derivó de “demostrar científicamente” la supremacía del hombre blanco y de convertir una determinada praxis —léase imperialismo— en algo inherente a la especie? La respuesta es obvia: la puerta quedó abierta para la justificación ética, en virtud de la selección natural, del sometimiento, el expolio de las poblaciones colonizadas e incluso la aniquilación de pueblos enteros. Sirva como ejemplo de esto último la desaparición de los tasmanos en Oceanía a manos de los ingleses, quienes organizaban cacerías con perros y rifles. Dice Sánchez Arteaga al respecto: «El genocidio continuó de forma ininterrumpida hasta que se completó el exterminio absoluto de los últimos tasmanos, previamente llevados a Europa, donde fueron exhibidos como bestias —o como esqueletos, más tarde— en diversos congresos, museos y ferias antropológicas» (p. 50). Asimismo, gracias a la ciencia, en Virginia, Carolina del Norte, Maryland, Kentucky, Tenesse y Missouri los plantadores pudieron emplearse (con la conciencia bien tranquila, puesto que se dedicaban al progreso selectivo) en «la producción y en la exportación del ganado y de los hombres […]» sacados de criaderos de negros: «Y aquellos hombres, fuerza es decirlo, eran verdaderamente bellos, admirables muestras de ciencia práctica de los criadores» [Meyer, 1989, 103].
Sánchez Arteaga pone el acento en cómo la transformación «de las fuerzas sociales y los medios de producción hacia un capitalismo global de carácter imperialista» (p. 208) fue acompañada de un cambio en la ideología: se pasó de un paradigma religioso cristiano a otro científico para desvelar los misterios del mundo; paradigma en el que estamos aún inmersos y que debe su éxito a la superioridad tecnocientífica de las sociedades occidentales. En este sentido, La razón salvaje es un recomendable aviso de lo que esconde aquello que llamamos objetividad, que por cierto ha sido absorbida por la mano invisible del mercado con la que los neoliberales pretenden estar más allá de toda ideología.

lunes, mayo 28, 2007

El libro de la fiebre, Carmen Martín Gaite

Ed. Maria Vittoria Calvi. Cátedra, Madrid, 2007. 184 pp. 7,50 €

Emilio Ruiz Mateo

Lo dejó caer hace cinco años su hermana Ana María en la presentación de esos apetitosos Cuadernos de todo (Areté/Círculo de Lectores, 2002), que permitieron a sus lectores husmear en las conocidas libretas de la escritora. Entre los cientos de papeles que tras la desaparición (año 2000) de Carmen Martín Gaite hubo que ordenar, o al menos intentarlo, apareció un cuaderno rojo de anillas (dos, en concreto, y una de ellas extraviada) que atesoraba una obra completa: El libro de la fiebre, que ahora podemos conocer editado por Cátedra. Uno se echa a temblar cuando un escritor muere y comienzan a publicarse textos póstumos... No entraré aquí ni ahora en el discutible caso Bolaño, porque no nos encontramos en una situación parecida. Todo lo que hasta el momento se ha publicado se ha hecho con el máximo respeto y ha aportado algo al conocimiento de la Gaite: la novela que escribía cuando nos dejó, Los parecidos (Anagrama), y la citada selección de sus cuadernos, verdadero germen de la obra de Carmen a lo largo de toda su vida.
Arriesgado y empobrecedor es resumir la obra de la autora en tres elementos, pero podríamos condensar su genialidad en esa endiablada buena mano para mezclar el registro de la realidad, la metaliteratura y lo fantástico. El libro de la fiebre contiene estos tres elementos de manera más que patente, especialmente los dos últimos. Más aún, este breve texto es, según cuenta la propia Gaite, su primera incursión en la fantasía. ¿Por qué no vio la luz hasta ahora? A veces hay que cuidarse de los consejos de los amigos... Poco después de escribirlo, Carmen se lo dio a leer a su futuro marido, Rafael Sánchez Ferlosio, que le respondió con un «no vale nada, resulta vago y caótico». Se ve que a los 24 años Carmen aún no tenía la seguridad en sí misma que luego le caracterizaría...
Relata el tifus que, a finales de mayo de 1949, la tuvo postrada en cama durante cuarenta días. Las fiebres se sucedieron. La penicilina aún no había llegado a España y el tifus representaba una enfermedad muy grave. Las fiebres que sufrió aquel mes largo le produjeron angustias y visiones que, nada más superadas, trasladó al papel en un relato que, hoy, supone para sus lectores una curiosa delicatessen. Claro está, no nos enfrentamos a una obra mayor, ni siquiera a una obra cerrada. Quedó El libro de la fiebre sin pulir, sin reescrituras, en el aire, pero se descubren en cada página todas esas alegrías que la Gaite fue dando a los lectores en El cuarto de atrás, Nubosidad variable, El cuento de nunca acabar... Las fugas como medicina contra el tedio, la simbología de los objetos, el placer de crear ficciones narrando la propia escritura, la construcción de la memoria personal, el amor a la vida “de provincias”, la importancia de la amistad, el poder redentor de los sueños...
Es a El cuarto de atrás al libro que más nos remite esta pequeña obra, tanto es así que una vez leída, es impensable la creación de aquélla sin esta recién aparecida. La prosa juguetona de la Gaite (que aquí se denomina a sí misma como «cangrejo») salta con facilidad de las ensoñaciones de la fiebre a las historias de su vida primeriza en Madrid, y de ahí a los comentarios sobre la propia escritura o a la mejor prosa poética («... ninguno de mis amigos lo sabe ni le importa. A mí tampoco. La tarde tiene su equilibrio en nuestra risa»). Lo que en otros autores podría ser forzado o despiste es en la salmantina, una vez más, puro placer lector. Si las sorpresas que aún cobijan todos esos papeles y libretas que la autora dejó por los rincones son de este calibre, sigue quitándoles el polvo, Ana María, por favor.

domingo, mayo 27, 2007

Entrega de los I Premios Tormenta: reportaje fotográfico

Ayer sábado celebramos en la librería La Central del Reina Sofía, de Madrid, la entrega de los I Premios Tormenta.
Allí estuvieron los ganadores, Eloy Tizón y Yolanda Morató, en las modalidades de mejor libro y mejor traducción del año 2006. Y también muchos de los miembros de Banda Aparte, el colectivo de credores que hace posible La Tormenta en un Vaso.
Esta es la crónica fotográfica de lo que allí ocurrió.
Las fotos son de Deni Olmedo.






DE ARRIBA A ABAJO: Los ganadores posan con la estatuilla de Mateo Sanz en la mano. Eloy Tizón recoge el premio citando a Bradbury. Dos imágenes de la mesa redonda, en la que participaron (de izquierda a derecha): Javier Fernández, Eloy Tizón, Care Santos, Yolanda Morató, y (de pie) Domenico Chiappe. Dos imágenes del ambiente de La Central.

viernes, mayo 25, 2007

Mercado de espejismos, Felipe Benítez Reyes

Premio Nadal 2007. Destino, Barceona, 2007. 397 pp. 19,50 €

Amadeo Cobas

El aval de haber conseguido un premio literario, por más que éste sea de los prestigiosos de verdad, no siempre augura que la novela galardonada tenga calidad. Por desgracia. Si encima empezamos a mezclar novela e historia, la mezcolanza suena a usada.
Sin embargo, cuando se da un giro a lo establecido, la cosa cambia.
En esta narración hiperactiva, Benítez Reyes abre un sinfín de puertas y explicaciones, anticipa la importancia de lo venidero haciendo cómplice al lector, casi pidiendo su venia para continuar, con una cercana primera persona y algún que otro truco literario para enriquecer el texto. Esto es, un escogido lenguaje que lo mismo aúna guiños coloquiales con figuras literarias muy bien ensambladas (vamos, que se nota que el escritor es poeta). La estructura parece lineal, pero se ramifica en idas y venidas que desembocan en notas históricas, paisajísticas y con una combinación muy del gusto del autor: lo real y lo imaginario. Porque llega un punto en que no sabe uno si la réplica del anillo del rey Salomón, la llave en forma de ojo y ese reloj de arena peculiar existieron, si fueron enterrados al lado de las reliquias de los Reyes Magos, o siquiera si existieron estos magos citados de pasada en la Biblia. Ésa es la maestría de Felipe Benítez Reyes: la magia para engañar, para hacer ver espejismos en el desierto de la novela histórica.
Porque si algo preside este libro es un claro tono burlón. Con mala leche y el uso de unos personajes muy bien definidos, el escritor denuesta aquellas obras plagadas de fórmulas mágicas, de esoterismo, de piedras filosofales para casar un final feliz, así como a los escritores pseudo-gurús que persiguen un buen puñado de prosélitos que, leyendo aquello salido de su inventiva, adicionado con unas pizcas de historia y un mucho de credulidad, se convierte en palabra de escritor. Amén.
Más que una novela histórica, este libro es una antinovela histórica. Es una parodia de las otras, que van a la moda y son tan previsibles, tan lucrativas para las editoriales como repetitivas y vacías. Es una trama policíaca enrevesada, una imitación del molde que otros usan amparados en la infalibilidad de sus investigaciones históricas. Ya, ya.
La gracia especial de esta novela radica en la frivolización de los dogmas establecidos. Aquí el protagonista, Jacob, no es héroe, sino antihéroe, lo cual no es novedad, pero sí el tratamiento que recibe. Porque le faltan las cualidades propias de un ladrón de reconocimiento internacional, como fue su padre, no ha heredado ninguna. Además, es el despistado al que los hechos sobrepasan, y que se empeña en conocer una verdad que todos los demás han intuido, excepto él. No sabe uno si reírse de él o sentirle lástima. Y en una novela por otra parte plagada de actores secundarios, destacan dos: tía Corina, que enmienda y corrige con sensatez y cultura libresca a Jacob; y Sam Benítez, el bon vivant que da diligencia y frescura a la acción, de quien parte el encargo de un robo y quien está en medio del lío a pesar de pasarse el libro entero de viaje en viaje. Aquí el antihéroe no descubre nada, sino que tienen que desmigajarle la solución paso a paso. La inocencia le hace creerse importante, centro de varios intentos de asesinato, y no le permite descubrirse como un simple objeto, un peón inmerso en un tablero demasiado complejo, siendo el destinatario de las mentiras de los demás. Él mismo define su personaje: «la verdad es que se pasa uno media vida asintiendo a cosas con las que no puede estar de acuerdo ni por mera cortesía». Sí, pero al final asiente.
Dentro del tono irónico que inunda la narración, hay pasajes especialmente divertidos, como la concatenación de peripecias que suceden a partir de la “toma” de la casa de Jacob y Corina por parte del primo Walter. El okupa viene a despedirse, porque la muerte ronda su umbral, y quiere hacerlo a lo grande, como grande es la indignación de Jacob mientras ve desfilar chicas de pago hasta la habitación de su “moribundo” primo. Pues bien, también aquí hay espejismos, y nada resultará como se expone.
El definitiva, el encargo del robo de las reliquias de los Reyes Magos, depositadas en la catedral de Colonia (el motor de esta historia... si Benítez Reyes no vuelve a engañarnos), saca de sus partidas de billar con los amigos al protagonista, a la tía Corina de sus gintonics y al lector de sus casillas, como intente saber si existieron los veromesiánicos de Catania, la Tabla de Esmeralda y unas cuantas nociones más que, embadurnadas de polvo histórico y a salvo del carbono 14, pululan por las páginas. Es más que probable que el encaje de piezas que pretende el autor al final de la obra no sea perfecto aposta. Chirría porque nos ha hecho trampa de nuevo: hay sorpresas que ni el más sagaz de los lectores hubiera podido olisquear, y eso es guardarse un as en la manga.
¿A imitación de lo que resulta en las novelas históricas que parodia?

jueves, mayo 24, 2007

Viaje alrededor de mi habitación, Xavier de Maistre.

Trad. Puerto Anadón. Funambulista, Madrid, 2007. 168 pp. 16,80 €
Apéndices: «Semblanza de Xavier de Maistre» por Sainte-Beuve. Trad. J.M. Lacruz Bassols; «Postfacio»: J.M. Lacruz Bassols.

Óscar Esquivias

La vida de los hermanos Maistre ejemplifica lo que ocurrió con tantas familias aristócratas que se vieron arrolladas por la revolución francesa. Xavier nació en 1763 en Chambéry, la vieja capital del ducado de Saboya (que en aquel tiempo estaba integrado en el reino de Cerdeña y era gobernado desde Turín). Fue en el propio Chambéry donde los súbditos saboyanos constituyeron una Asamblea Nacional y decidieron integrar su territorio en Francia. En 1794, para asegurar el rigor en la aplicación de las leyes republicanas, el Comité de Salud Pública envió allí a Antoine Louis Albitte, que a partir de entonces recibirá el sobrenombre de «el Robespierre Saboyano».
El destino de Xavier de Maistre fue el exilio. Su hermano mayor, Joseph, se convirtió en el gran teórico contrarrevolucionario y en sus libros y artículos denostaba las ideas de la Ilustración y exaltaba tenazmente la monarquía de derecho divino. Xavier también la defendió, pero con las armas: como buen aristócrata, se dedicó a la carrera militar y puso su espada al servicio de los reyes, primero de sus soberanos naturales, los Saboya, y finalmente de los Románov, pues acabó instalándose en Rusia. Allí pasó la mayor parte de su vida, estableció relaciones en la corte de San Petersburgo (donde su hermano fue embajador del rey de Cerdeña), luchó bravamente en el Cáucaso y se casó con una de las damas de la corte imperial, la señorita Zagriatsky.
Xavier tenía varias aficiones: la pintura (la venta de sus paisajes le proporcionó dinero en los momentos difíciles) y la literatura, que le ha dado su mayor gloria: escribió con una ligereza y una transparencia muy dieciochescas, y lo hizo (por supuesto) en francés, el idioma refinado de la corte y los salones rusos.
De Maistre escribía para distraerse. Era un escritor aficionado en el sentido más pleno (y noble) de la palabra. Novelaba levemente sus pensamientos y experiencias y redactaba con la sencillez coloquial de un caballero de conversación amena. En esto estriba su mayor mérito, pero también su debilidad. Nunca hizo (ni lo pretendió) gran literatura. Nadie sentirá una conmoción intelectual ni emocional con el Viaje alrededor de mi habitación. Aquí no se aprecia la desdicha del exiliado, ni el vigor del guerrero, nada hay que deslumbre, nos inquiete o maraville. Todo tiene el aire de un juego amable, como si fuera una danza rococó y no naciera en los mismos momentos (1794) del Terror jacobino en Francia, cuando el delegado Albitte controlaba con mano de hierro la añorada Saboya de los Maistre.
Salvo alguna alusión a los tiempos felices anteriores a la revolución y a los amigos y familiares muertos, casi nada empaña el aire apacible e íntimo de su obra. En el Viaje alrededor de mi habitación cuenta exactamente lo que anuncia el título: una excursión por su cuarto. Si Julio Verne necesitará ochenta días para que sus personajes den la vuelta al mundo, De Maistre empleará cuarenta y dos en recorrer su alcoba, exactamente el tiempo que duró su arresto domiciliario de seis semanas por haberse batido en duelo en Turín. De Maistre nos describe sus hábitos, los objetos que le rodean, filosofa, recuerda a su amada —aquí se exalta y parece entonar una arrobada «aria del retrato», como un Tamino—, echa de menos la vida social que le está vedada y, en fin, se entrega a un divertimento donde brilla su ingenio doméstico y la pulcritud de su estilo.
Cuando visitó París por primera vez, siendo ya un anciano, se sorprendió de la reputación que tenía como hombre de letras. Hoy perdura su Viaje como un pequeño clásico de la literatura en francés. Pequeño, pero con encanto.

miércoles, mayo 23, 2007

Ningún dios a la vista, Altaf Tyrewala

Trad. María Corniero. Siruela, Madrid, 2007. 181 pp. 16,90 €

Doménico Chiappe

Un retrato de la India contado en minúsculas piezas que se concatenan con buena técnica. La siguiente voz, de alguna forma, ha conocido (o tropezado por azar) con la anterior. En este aspecto me recuerda la novela La Noria, de Luis Romero, quien pinta un fresco de Barcelona saltando de un personaje a otro, cuando se cruzan en las calles de la ciudad. ¿Conocerá Tyrewala la obra de Romero? Difícil. En todo caso, Romero no fragmenta el libro en capítulos para distinguir voces y emplea al narrador omnisciente durante todo el libro.
La señora Khwaja era poeta y ya no. Tiene un marido y dos hijos. La hija está embarazada y acude a una clínica a abortar. El dueño de la clínica es hijo de un hombre que busca mercancía en la mezanina de una zapatería, cuyo dueño quiere emigrar a Estados Unidos con una visa de turista... La historia de cada uno de estos personajes salta a la del siguiente, con predominio de la primera persona. Un retrato de la India actual, moderna y tecnológica, pero también sumida en el odio religioso y en la pobreza y supervivencia, en las viejas tradiciones: «Como soy el hermano mayor, tengo que esperar hasta que las dos estén colocadas».
Las historias comienzan y terminan, ninguna queda abierta al final del libro. No hay cabos sueltos, tarea nada fácil en la estructura que ha elegido Altaf Tyrewala para su novela Ningún dios a la vista. A veces el final de una historia se encuentra en el siguiente relato, o más allá.
Es un retrato que aborda temas complejos y nada complacientes: Al principio, «el Indostán para los hindúes» y la persecución continua a la que son sometidos los musulmanes que se han quedado del otro lado de la frontera paquistaní. El odio religioso que revive en lo cotidiano, entre móviles e internet. Al final, el choque entre la riqueza obscena y la pobreza acérrima, entre Bombai y Mumbai, más allá de los rebautizos de las ciudades.
Los cambios de registro son sutiles y usuales. Tyrewala logra que cada personaje tenga su voz. Logra que la utilización de un narrador omnisciente en algunos capítulos no se sienta como una intrusión. Incluso, se acepta sin inconvenientes las dos voces en segunda persona que tiene el libro en su recta final. Polifonía en su mejor forma.
Son retratos tristes y realistas de personajes sin arco de transformación ni triunfos. El mayor logro consiste en que la chica del principio, Minaz, logra abortar sin que lo sepan sus padres. Una metáfora de un autor capaz de hacer denuncias sin que medre el placer de leer su literatura: «Matar por dinero demuestra una aspiración positiva a una vida mejor. Pero matar por odio o por miedo endurece el corazón».
Es un libro circular. Cuando se termina, es difícil evitar la tentación de recomenzarlo o, bien, como yo hice, leerlo de atrás hacia adelante.

martes, mayo 22, 2007

La muerte de Venus, Care Santos

Finalista del Premio Primavera de Novela. Espasa, Madrid, 2007. 413 pp. 19,90 €

Marta Sanz

Tengo una gata. Cada vez que se pone a mirar hacia el fondo del pasillo, muy atenta, con el lomo arqueado, agazapada, como dispuesta a esconderse o a echar a correr, presiento que mi gata está viendo cosas que yo no soy capaz de percibir. Sin embargo, no le hago mucho caso y sigo con mis asuntos. Ahora, después de haber leído La muerte de Venus, creo que debería prestarle más atención a mi gata. Y a las corrientes de aire.
Care Santos se atreve con lo que casi nadie se había atrevido hasta ahora en el campo de nuestra literatura; con una novela de fantasmas que no se le cae al lector de la manos y que se entreteje con los mimbres del imaginario que da consistencia al género en otras tradiciones literarias, muy especialmente en la anglosajona: una casa encantada; bajadas bruscas de temperatura; malos olores, fetidez; inscripciones misteriosas que salen a la luz por debajo del papel de florecitas; manchas sobre un suelo de mosaico; formas sin consistencia, que no se ven, pero que se ciñen a los cuerpos mientras duermen; la huella de historias remotas; palimpsestos en las paredes, inscripciones repetidas como un conjuro en lenguas vernáculas; voces, llegadas de alguna parte, que roban bocas que en el sueño pronuncian sentencias que no les corresponden; lunas de cristal en las que se reflejan masas de luz imposibles de ver de otra manera; espíritus que hablan a través de sus médiums. Y junto a ello, el escepticismo, la prevención, la voluntad de ayudar, la empatía, la necesidad de saber, el misterio de lo cotidiano, la imprevista valentía, la posibilidad de que las cosas intangibles no sean precisamente mágicas y de que sólo nuestra ignorancia nos aparte de valorarlas casi como fenómenos físicos. Quién sabe si algún día...
La reconstrucción detectivesca de una historia familiar sobre la que se cierne otra historia, lejanísima, de pasiones, celos, violación, muerte y venganzas es el hilo conductor de una novela en la que se combinan con maestría diferentes soportes y géneros narrativos: el realista y el sentimental, a través de la relación de pareja de Mónica y de Javier —un embarazo, una ex mujer, un compañero marcado por la amenaza de la separación de los hijos, la aparición de alguien que podría ser una tercera persona y que acarrea sus propias frustraciones eróticas—; el fantasmagórico, que tiene como escenario una casa y toda una ciudad, Mataró, la antigua Iluro romana —el espectro o los espectros habitan las cajas acorazadas de las cajas de ahorros, las tintorerías, los dormitorios principales, las salas de los museos que vuelven a estremecernos desde las páginas del libro...—; el epistolar, con los retazos de una correspondencia que da las primeras pistas sobre unos vínculos familiares traumáticos y una casa penetrada por desgracias que, por su acumulación, no pueden ser casuales; el de la crónica de sucesos; el culturalista, con la inclusión de fragmentos de catálogos y descripciones de piezas arqueológicas; el histórico, ambientado en la Hispania romana, que se centra en el relato de la truculenta violación y muerte de Iulia Pomponia y que a la vez constituye un vívido fresco de época... superposiciones de géneros, abordados con rigor, que como los fantasmas traspasan las paredes, se empapan unos de otros sin disonancias ni forzamientos y consiguen rodear al lector con un efecto adictivo de ficción total. Sin trampas. Porque en la narración de Care Santos no hay saltos mortales ni imprevistos: todo sucede porque previamente el narrador lo ha ido disponiendo así, lo ha preparado y no hay sorpresas efectistas —asistimos dos veces a la muerte anunciada de Iulia Pomponia y a los calcos de su muerte en las muertes de sus invocadores—, sino cumplimiento de los peores presagios y acumulación de elementos siniestros, entre los que destaca una misteriosa danaide cuyo secreto no vamos ahora a desvelar.
El tiempo presente y el tiempo pasado se funden a través de dos tríos amorosos muy distintos y de la persistencia de Iulia Pomponia, el personaje con más carácter y, en mi opinión, mejor definido de la narración de Care Santos: una adolescente, casi una mujer, indignante o admirablemente bella, con deseos de perpetuarse en la carne de su carne, eco genético y afectivo de una madre muerta antes de tiempo, amada entrañablemente y amada también con rabia, sensual y etérea, reflejada no en los cristales de las casas encantadas sino en las cabezas de Venus que su padre esculpe, Iulia Pomponia tiene una muñeca que es un simulacro —siempre siniestro— y el recuerdo de la madre, duplicaciones de Iulia Pomponia que hablan quizás de su destino: el destino de Iulia era ser una imagen, una estatua de ojos sin pupilas, una hoja de papel que se corta en pedazos cada vez más pequeños, una aparición... Iulia Pomponia, víctima y verdugo, lo vivo y lo pintado, debilidad y fuerza titánica.
Destacan en La muerte de Venus tanto la reconstrucción de las formas de vida romana —el magnífico banquete ofrecido al emperador Octavio—, como el respeto y la fidelidad con que Care Santos pulsa las teclas del género espectral. La autora trabaja con un convencimiento sin el que resultaría imposible crear relatos fantasmagóricos para un lector al que, a solas, después de haber leído con gusto, se le ponen los pelillos de punta: es el convencimiento de James, de Wharton, de Sheridan Le Fanu... Sin embargo, tal vez, el aspecto más sobresaliente de esta novela se manifiesta en una prosa cargada de olores, sabores y sugerencias táctiles: el gusto de los manjares romanos, la suntuosidad y la opulencia de las carnes rellenas de pájaros vivos frente a la fresca sencillez de unos higos verdes, la delectación con que se describen los vinos y los alimentos —no sólo del pasado, también del presente—, el detallismo doméstico de un trapo de cocina, un poco sucio, prendido de un gancho... y, sobre todo, esa escena en la que Román, el tercero en discordia, acaricia de arriba abajo la curva del vientre de Mónica, embarazada, quien, entornando los ojos, casi maúlla como una gata. Lo único que no le perdono a Care Santos es que Mónica, conservadoramente, permanezca junto al escéptico Javier —y en esta novela el escepticismo es una forma de cobardía— y no disfrute por siempre de la sensualidad de Román, un cómplice de profanaciones, sustituciones y enterramientos, que por lo que parece tiene además muy buena mano... ¿O es que acaso este final debería recordarnos a la partida de tute con que acaba Viridiana? Si es así, sería perfecto.

lunes, mayo 21, 2007

Trilogía de la huida, Dulce Chacón

Alfaguara, Madrid, 2007. 392 pp. 20 €

Inés Matute

Dulce Chacón, escritora fallecida hace cuatro años en Madrid debido a un cáncer de páncreas irreversible, terminó la novela Háblame, musa, de aquel varón en 1998. Esta novela, junto con Algún amor que no mate (1996) y Blanca vuela mañana (1997), conforman la Trilogía de la huida, un homenaje a los sentimientos femeninos que la editorial Alfaguara ha decidido reunir para homenajear a la autora extremeña. Las tres novelas están escritas con una voz «intencionadamante femenina», desde la cual se aborda el mundo de la incomunicación en la pareja, con sus dolores, sus escozores, sus malentendidos y sus anécdotas agridulces. No soy una mujer especialmente sensible, pero ciertos pasajes de esta bella trilogía, sobre todo aquellos en los que el personaje principal —¡con tanto de autobiográfico!— se va despidiendo de sus seres queridos mientras contempla el rápido avance de una enfermedad mortal, me han arrastrado a las lágrimas.
La prosa de Dulce Chacón rehuye el artificio, el adjetivo gratuito, la siempre cargante parrafada barroca y, desde la sencillez, construye su alegato contra el cinismo y la desidia. Conocedora de lo que es el fracaso del matrimonio en primera persona, nada de lo que ella escribe cobra aspecto de teoría, abordando sus temas con libertad y frescura, del mismo modo en que abordó siempre el poema: como un exabrupto del sentimiento. La melancolía y la rabia ante el fracaso del amor, casi siempre previsible, empapan todas sus historias, historias que se nutren de su propia biografía, de sus dolores de cabecera y una tristeza infinita que se hace cómplice de las palabras de Oscar Wilde: «Porque todos los hombres matan lo que aman pero no todos mueren por ello».
Dotada para la observación de lo cotidiano hasta sus últimas consecuencias, su madurez y su ternura no se dejan contaminar por el cinismo al que parecen abocados algunos narradores que, tras su tercera novela, se convierten en meros espectadores. Como nos dice Juan Cruz Ruiz en el magnífico prólogo de esta obra: «Dulce decidió escribir como quien abre una cortina».
Trilogía de la huida, un bello libro con un mensaje muy claro: donde la pareja fracasa, sólo cabe la reconstrucción del amor. Desde la alegría y la ilusión renovada. Que así sea.

viernes, mayo 18, 2007

El cura, Thomas M. Disch

Trad. David Cruz. Berenice, Córdoba, 2007. 368 pp. 19 €

Julián Díez

Tal vez sea el momento de poner fin a esta anomalía que rodea al juicio sobre Thomas M. Disch. Sí, a casi nadie se le escapa que es un gran escritor. Pero ¿en cuántas ocasiones se le coloca en el listado áureo de los grandes de la literatura fantástica? El cura viene a demostrar que Campo de concentración, 334, Los genocidas o En alas de la canción —menudo listado, caray— no fueron casualidades. Que el hecho de que la obra de Disch no tenga una continuidad fácilmente reconocible como la de otros autores más valorados no supone desdoro alguno a su trabajo; es más, quizá debería ser un jalón adicional para el reconocimiento.
Dicho esto, El cura, como será fácilmente deducible del arranque entusiasta, me pareció una obra tremendamente interesante. Y muy difícil de definir, como la mayor parte de las novelas relevantes con elementos fantásticos que se publican últimamente. De hecho, esos elementos fantásticos de la obra ni siquiera queda claro finalmente que lo sean. Aunque se subtitule «novela gótica», El cura no es fácil de encajar como terror a la manera habitual. El calificativo gótico, sin embargo, resulta adecuado en una interpretación más literal, si nos dirigimos a la sustancia de su origen: sí que hay momentos desasosegantes, hay personajes siniestros que se acechan entre las bambalinas del relato hasta hacer notar su oscura presencia. También hay un cierre feliz, puesto que los finales abiertos y encogetripas son más bien un recurso contemporáneo, y en Maturin, Shelley o Lewis finalmente los malvados son castigados y los protagonistas dejan atrás, sin posibilidad de secuela, los peligros que les acechaban.
Ese final, en el que Disch se regodea en la fortuna de los heterodoxos personajes bondadosos que nos ha presentado, es sólo la última de las sutiles provocaciones de las que está trufado el libro. La más obvia es, sin duda, la demolición que realiza de los convencionalismos y falacias de la iglesia católica. Homosexualidad comúnmente aceptada —Disch es del gremio y tiene formación católica, así que supongo que algo sabrá de lo que cuenta— y pederastia oculta no resultan, en ciertos momentos, tan inquietantes como la presentación que realiza de las formas de funcionamiento interno de la iglesia, que en su frío trato político de los problemas resulta tan verosímil como inquietante.
Pero hay bastante más. Lejos de la obviedad con la que hoy la literatura «rompedora» busca las cosquillas de los lectores repitiendo continuamente las mismas temáticas —aviso para los señores Houllebecq, Easton Ellis y Pallahniuk, que sin duda no me estarán leyendo: los folleteos raros y las crecientes dosis de estupefacientes que ingieren sus personajes hace ya varios de sus libros que no me producen frío ni calor—, Disch nos habla de temas verdaderamente escandalosos: la pervivencia del fanatismo, su capacidad para enmascararse tras los ropajes de la religión institucionalizada, la posibilidad de actualizar la tortura como medio de implantar las ideas que ciertas mentes corruptas pueden considerar que deben ser impuestas universalmente. Hablamos en esta novela de chicas que desean abortar y a las que se secuestra con el fin de que tengan los hijos no deseados, como igual podríamos estar hablando de Guantánamo: ya me dirán qué hay hoy más aterrador que la idea de una institución legalmente constituida que es capaz de saltarse las normas del derecho, con el fin de hacer valer lo que considere unilateralmente como el bien común.
Todo eso, y bastante más, está escondido en las por lo demás muy amenas y bien conducidas páginas de El cura. Pese a su título individualizado —supongo que para ligarla con los anteriores horrores urbanos del autor, quizá no tan redondos, El ejecutivo (Alcor) y Doctor en medicina (Ediciones B)—, se trata de una novela más o menos coral que sólo sigue a ratos las andanzas del padre Bryce, cura con afición a los jovencitos, que es chantajeado por un miembro de una extraña secta, los receptivistas, que ha descubierto su secreto. Bryce deberá someterse a sus dictados, incluyendo tatuarse en el cuerpo una enorme imagen demoníaca. Algo que, sin embargo, tendrá consecuencias inesperadas: a causa del dolor de la operación, la mente de Bryce viaja en el tiempo y se intercambia con la de un obispo francés perseguidor de herejías en el siglo XIII. Resultará que el obispo no se siente tan extraño rodeado de los fanáticos del presente, mientras Bryce conoce en carne propia las torturas a las que se sometía en el pasado. Terminarán por convertirse en héroes de la historia algunos secundarios que van emergiendo, como unas muchachas abortistas y otro cura homosexual pero tolerante y con sentido del humor.
Mención aparte merece todo el planteamiento de los receptivistas. Digamos, en resumen, que serían algo así como una especie de cienciología creada por Philip K. Dick si, en lugar de morir en 1982, hubiera continuado desarrollando el tipo de cosas que escribió en su Exégesis. Y el retrato es, francamente, desolador. Que en medio de su diatriba encuentre Disch un hueco para fustigar convencionalismos del género, incluso de su sector más «progre» como es el caso de los seguidores de Dick, demuestra cuánto le duele al autor la ciencia ficción, y por tanto, cuánto ama esas posibilidades creativas que ha desperdiciado y que, sin embargo, él sí supo explotar sin el reconocimiento suficiente.

jueves, mayo 17, 2007

Solo con invitación: Cordeluna, Elia Barceló

Premio Edebé de Literatura Juvenil. Edebé, Barcelona, 2007. 346 pp. 8,75 €

Sofía Rhei

Puede parecer poco apropiado comenzar una reseña señalando la capacidad del libro en cuestión para causar emociones. Sin embargo, dado que puede entenderse que el tema principal de Cordeluna es, precisamente, la pervivencia de una serie de fuertes emociones a través del tiempo, y que la historia de su protagonista es la de alguien que recorre un largo camino para conseguir domar las suyas, espero tener cierta justificación. Si tuviera que señalar una sola característica del libro, sería esa.
La voluntad de aceptar determinadas contraintes de la llamada literatura juvenil, como que los protagonistas sean estudiantes de bachillerato, con las consiguientes alusiones a sus preocupaciones, y cierta deferencia hacia los lectores más jóvenes en cuanto a la complejidad estructural (aunque una trama abarque un periodo de tiempo muy superior que la otra, las dos historias intercaladas avanzan en todo momento en sentido natural del tiempo, sin que encontremos digresiones o vueltas atrás en ningún momento) y de vocabulario, no pesa excesivamente en la novela, que tiene todo cuanto se le puede pedir a un libro: trama vívida y verosímil, cuidada caracterización de los personajes (protagonista memorable, excelentes secundarios), ambientación sugerente y documentada, etcétera. No terminaríamos de enumerar sus aciertos.
El talento de la autora para ir creando atmósferas inquietantes a partir de indicios que al principio son casi imperceptibles («Sergio se dio la vuelta y se forzó a caminar serenamente por el pasillo sabiendo que la mirada de odio de Bárbara lo seguía, pero cuando ya en el recodo giró la cabeza, ella se había metido en su cuarto»), pero que van adquiriendo gradualmente la textura de un sueño denso o de una pesadilla, queda otra vez patente. Para ello, Barceló se sirve con habilidad de una indeterminación intencionada acerca de las fuerzas sobrenaturales y sus manifestaciones, incorporando de este modo a la novela uno de los grandes hallazgos de la literatura de ficción científica.
Del mismo modo que sucede en El vuelo del hipogrifo, la autora no muestra la impaciencia habitual en ciertos escritores por incorporar los elementos de la trama fantástica a la realista, sino que desarrolla intensamente tanto la narración que sucede en el pasado como la que tiene lugar en el presente antes de que entren en contacto la una con la otra. Acaso porque no abusa de los recursos más espectaculares del género, estos cobran un peso y una intensidad casi cinematográfica. Por otra parte, los personajes de la trama medieval se van incorporando gradualmente a sus “actores” en el presente, mediante una táctica de detalles sutiles que requieren una lectura atenta. De hecho, la imbricación entre ambos mundos a menudo tiene lugar en un espacio puramente literario; no mediante lo que se cuenta, sino a través del cómo se cuenta, por ejemplo, en la manera de llevar a cabo algunas transiciones temporales, como las de las páginas 25, 157, 178 y 320. El trabajo con la adjetivación, y los apuntes desde la subjetividad de cada personaje, también apuntan a menudo en esta dirección.
Estos factores, junto con otros (relacionados con los objetos, los emblemas...), forman parte de un juego que se le propone al lector: el ir anticipando o adivinando lo que sucederá en una de las tramas a partir de los avances en la otra. En este sentido, el ritmo de la novela va creciendo en agilidad constantemente, de manera que llega un punto en el que resulta difícil interrumpir la lectura debido a la curiosidad respecto al destino de los personajes, las tramas inconclusas (que resultan ser más complejas de lo que parecía en un primer momento), y los misterios aún sin desvelar.
Por otra parte, encontramos en Cordeluna algunos de los temas recurrentes de su autora: la predestinación, las puertas entre una y otra realidad (y el arte como vehículo de comunicación entre ellas), los seres gemelos, el entrelazamiento entre una ficción (en este caso teatral) y una verdad que parece ficticia, etcétera. Es cierto que se echan de menos las habituales pinceladas de amargura y desengaño con las que la autora convierte en redondas las construcciones de sus personajes adultos contemporáneos, se echan de menos las incontables referencias al arte y a la cultura con las que Barceló nos propone jugar cuando escribe para nosotros, pero a cambio, Cordeluna posee una capacidad tal de provocar la empatía y la identificación del lector que la convierte en un catalizador de sensaciones, en un artefacto literario capaz de absorbernos como si se tratara de un objeto mágico.



Elia Barceló: «La literatura interviene en la realidad y la cambia y la conforma»

Dado que has frecuentado tantos, ¿el género en el que escribes condiciona tus estrategias narrativas? Como lectora, ¿crees en la construcción de géneros literarios?
—A mí los géneros literarios me parecen apasionantes por varias razones, a pesar de que no siempre me divierte el que en librerías, revistas y diarios se etiqueten las novelas. Como lectora, el género tiene la ventaja de que cuando buscas algo de ciertas características que te apetece en ese momento, lo encuentras con mucha rapidez y, en general, no defrauda tus expectativas.
Como escritora, el trabajar en un género concreto me proporciona dos de las cosas que más aprecio en la vida: desafío y libertad. Sé que puede parecer contradictorio, pero intentaré explicarme. Al elegir un género concreto para narrar una historia, una sabe cuál es la tradición, lo que ya se ha hecho y lo que nunca se ha intentado; lo que ha funcionado bien hasta la fecha y lo que no. Conoce las fronteras, las leyes y, aunque sea sólo aproximadamente, también las trampas y las limitaciones de ese género. Eso te plantea un desafío: ¿puedo hacerlo tan bien como lo han hecho los escritores a los que admiro?, ¿puedo, incluso, intentar ir un poco más allá?, ¿seré capaz de transgredir las leyes del género, pero de modo que el lector aún lo reconozca como perteneciente a él? Y ahí entra la libertad: una vez reconocido y asumido el campo en el que vas a moverte, empiezas a hacer lo que mejor te parece dentro de él. Es lo que hacen los poetas cuando escriben un soneto y lo que hacen los cocineros cuando reinventan una paella. En una novela negra tiene que haber un asesinato, en una paella tiene que haber arroz. El resto es libertad y riesgo.

En tus ficciones situadas en el pasado hay una revisión del papel tradicional de la mujer. Entre los escritores que hacen lo mismo, ¿cuales te interesan más?
—Me interesan en principio todos los escritores (uso el masculino genérico, pero por supuesto me refiero también a escritoras) que tienen una historia interesante que contar y la cuentan bien. Igual que soy versátil al escribir, soy omnívora al leer, pero en relación a papeles femeninos me gustan mucho autoras como Ursula K. LeGuin, Joanna Russ y James Tiptree Jr. que me alimentaron desde la adolescencia, igual que luego Carmen Martín Gaite y Gonzalo Torrente Ballester. También me encantan las novelas históricas de Bernard Cornwell, sobre todo la trilogía de El señor de la guerra.

Cuando trabajas con varios niveles temporales, como en Cordeluna, ¿cuales son tus principales preocupaciones estilísticas para diferenciarlos?
—Intento que la prosa se adapte un poco a la época sobre la que estoy escribiendo, sin llegar a ser lengua de entonces, trato de evitar meteduras de pata y anacronismos como usar medidas actuales, por ejemplo (kilómetros, segundos, etcétera) y hago lo posible por no caer en explicaciones innecesarias que entorpezcan la lectura —como describir cada arma que empuñan o cada prenda que se ponen—. En las partes contemporáneas me preocupo de que la lengua sea normal pero sin demasiadas expresiones pasajeras, de las que están de moda durante unos años y luego caen en el olvido, pero en principio no me planteo demasiados problemas: intento meterme en el mundo que estoy describiendo —para lo cual suelo leer unos cuantos libros escritos en la época sobre la que trabajo— y no pensar que estoy escribiendo novela histórica. Simplemente cuento una historia que pasa en otro tiempo, igual que sucede en otro lugar.
Por supuesto, antes de empezar a trabajar sobre un periodo histórico, me documento todo lo posible —no sólo historia política y grandes sucesos de la época, sino también muchísimo sobre vida cotidiana (cómo vestían, qué comían, qué horarios llevaban...) y mentalidad—; luego me voy haciendo una idea de cómo era la vida entonces, elijo sólo algunas de las cosas que sé —detesto agobiar al lector con mis conocimientos recién adquiridos—, digamos las más típicas o las que mejor describen la época o las más impactantes, y trabajo con ellas, dejándolas caer discretamente, sin darles un protagonismo que en su tiempo nunca tuvieron. Es como si ahora, en una novela contemporánea, un personaje oye sonar su móvil, ve que es la llamada que ha estado esperando y de la que depende su futuro y el narrador interrumpe la acción para contarnos qué es un móvil, quién lo inventó y cuándo empezó a usarse.

La posibilidad de lo imposible es uno de los temas que has tocado numerosas veces. ¿Crees que esto puede estar relacionado con una manera optimista de estar en el mundo? ¿La literatura puede intervenir en la realidad?
—Sí, tienes razón, es algo a lo que le doy vueltas constantemente sin poder evitarlo. Supongo que sí tiene que ver con una visión del mundo fundamentalmente optimista y también inconformista: me fastidia que me digan que hay cosas imposibles. Hace años, un personaje de una novela mía que nunca llegué a acabar decía: «Si puedes imaginar algo, existe. Y si existe y lo deseas, lo encontrarás en el tiempo». Eso es algo que yo también creo, aunque sepa que en esta vida no conseguiré encontrar muchas de las cosas que he imaginado y por tanto existen. Pero, como soy optimista, pienso que esta vida es sólo el principio (o la mitad o lo que sea) de algo mucho más grande.
Y claro que la literatura interviene en la realidad y la cambia y la conforma. La semana pasada estuve en Roma y me llevaron a ver un puente que hasta hace poco era un lugar desolado para enseñarme que, desde la publicación de una novela juvenil el año pasado en la que unos jóvenes enamorados sellan su amor cerrando un candado en una farola y tirando las dos llaves al río, las farolas de aquel puente se han llenado de candados, auténticos racimos de candados de todos los tipos y tamaños que han causado un escándalo en las sesiones del ayuntamiento porque el peso rompe las farolas y el río se está llenando de llaves de amor. ¡Si eso no es una muestra del poder de la literatura sobre la realidad!

miércoles, mayo 16, 2007

Cinco pistas falsas, Dorothy L. Sayers

Trad. Flora Casas. Lumen, Barcelona, 2007. 528 pp. 19,90 €

Leah Bonnín

Aunque después de la publicación de las traducciones de dos de sus novelas policíacas, El misterio del Bellona Club (2004) y Veneno mortal (2006) nos estamos habituando a la presencia literaria de Dorothy L. Sayers (1893-1956), no está de más recordar, ahora que se acaba de estrenar un nuevo título de la biblioteca que le dedica la editorial Lumen, Cinco pistas falsas (2007), que, como dice en el prólogo P.D. James, esta escritora consiguió que la novela policíaca «pasara de ser un rompecabezas ingenioso a una rama de la narrativa intelectualmente respetable», sin olvidar, por supuesto, que se trata de un género destinado básicamente al ocio, es decir, a conseguir que el lector pase un buen rato.
Teóloga, ensayista, dramaturga y traductora —su Divina Comedia todavía es considerada como la mejor traducción al inglés de la obra de Dante—, Dorothy L. Sayers fue una escritora cabal y una mujer que tuvo una juventud turbulenta y una vejez teológicamente apasionada. Influida por los clásicos, dicen los críticos que por Wilkie Collins y, por supuesto, Shakespeare, a quien rinde no pocos tributos, la abuela de las más prestigiosas “damas negras” (desde Patricia Highsmith a P.D. James) es una novelista que se preocupa por los detalles y no deja nada al azar. En sus novelas hay descripciones muy minuciosas de las circunstancias, de los paisajes, de la indumentaria que visten sus personajes, de los horarios de los trenes, de los útiles de pintura, del tipo de pinceles, de todo aquello, en fin, que acabará por constituirse en el detalle, a veces inadvertido, que ayudará a descubrir la autoría del crimen.
Como en otras ocasiones, el encargado de resolver el misterio de Cinco pistas falsas es el protagonista y detective de las ficciones de Dorothy L. Sayers, lord Peter Winsey, segundo hijo del duque de Denver, inteligente políglota, gastrónomo, virtuoso pianista, amante de los libros, soltero, dandi y seductor profesional. Al final de sus vacaciones en Escocia, en la comarca de Galloway, habitada por no pocos pintores y pescadores («Si vives en Galloway, o pintas o pescas. Claro que ese podría inducir a error, ya que la mayoría de los pintores son pescadores en su tiempo libre»), la policía local le pide ayuda para esclarecer el caso del asesinato de Campbell, un pintor problemático, patán, borracho y pendenciero, que despierta las antipatías de la mayoría de sus colegas y que se ha metido en líos por cortejar a la esposa de otro pintor. Aparentemente, Campbell resbaló y se dio el golpe en la cabeza que le ocasionó la muerte mientras pintaba un cuadro junto al río. Aparentemente, porque, después de examinar la zona donde fue hallado el cadáver y a pesar de que todo parece coincidir con las suposiciones, lord Peter Winsey se da cuenta que, entre todos los útiles de pintura de Campbell, falta un tubo de color blanco ceniza.
Seis pintores se convierten en sospechosos del asesinato. Unos viven en Kirkcudbright: Michael Waters, que se había peleado con Campbell la noche anterior, en la taberna del pueblo; Hugh Farren, porque siente celos de las atenciones que su mujer le dispensaba al asesinado y Mathew Gowan, por el rencor debido a haber sido insultado en público por él. Otros viven en Gatehouse-of-Fleet: Jock Graham, por antiguas rencillas y Henry Strachan y Ferguson, por haberse peleado con Campbell por distintas razones. A partir de la lista, lord Peter Wimsey se entrevista con todos los sospechosos y se da cuenta de que, a pesar de que ninguno de ellos posee una coartada, pueden ser descartados.
La novela se desarrolla con el recuento de esas entrevistas, así como por las investigaciones que llevan a cabo los policías locales —el inspector Macpherson y el sargento Dalziel— encargados del caso: horarios de trenes, comprobación de billetes que atestiguan los movimientos de los sospechosos, hallazgo de una bicicleta utilizada, testimonios... De todo aquello que ha acabado por convertirse en retórica de género. En definitiva, el relato de una serie de detalles, a veces francamente tedioso, aunque necesario, que terminará cuando, por sugerencia de Winsey, se representará in situ el modo como tuvo lugar ese “asesinato” que, por cierto, se aleja bastante de las suposiciones iniciales. Como no podía ser de otro modo tratándose de un relato de suspense.

martes, mayo 15, 2007

La música como discurso sonoro. Hacia una nueva comprensión de la música, Nikolas Harnoncourt

Trad. J. L. Milán. Acantilado, Barcelona, 2006. 339 pp. 19 €

Alberto Luque Cortina

Nikolaus Harnoncourt no es sólo uno de los grandes, y más famosos, directores de orquesta de la actualidad, es también un creador de opinión. Esta faceta ha sido decisiva para el devenir de la interpretación de la música barroca y también, no lo olvidemos, para la importante industria discográfica. Harnoncourt, nacido en 1929, pertenece al grupo de músicos (Gustav Leonhardt, Frans Brüggen, entre otros) que a mediados del siglo XX inició la revolución de la música “antigua” mediante la interpretación de este repertorio con criterios historicistas. Esto implicaba, grosso modo, el uso de instrumentos de la época con las técnicas interpretativas de entonces, y el estudio holista de cada una de las obras con la intención de aproximarse, en la medida de lo posible, a lo que «Vivaldi o Bach habrían escuchado».
Hasta entonces y con salvadas excepciones (Arnold Dolmetsch, Albert Schweitzer) la música “barroca” —generalizando, la música de los siglos XVII y XVIII—, se tocaba siguiendo los criterios interpretativos de épocas posteriores, generalmente románticos. Esto suponía, entre numerosas variables, el empleo de grandes orquestas frente a las reducidas formaciones barrocas, o el uso de instrumentos románticos que dotaban a la obra de una sonoridad muy distinta a la original. Para quienes no estén familiarizados con la música denominada, incomprensiblemente, “seria” o “clásica”, eso es tanto como escuchar el Downtown Traffic de Jimi Hendrix interpretado por la Sinfónica de Boston. El ejemplo es inexacto, ya que, además, deberíamos imaginar que no existieran grabaciones del guitarrista, y sólo una escueta partitura de la que tuviera que deducirse la intencionalidad musical de Hendrix. Salvando las distancias, algo parecido sucede con la música “barroca”.
Este cambio de mentalidad, hoy aceptado por la mayoría de los músicos y de los aficionados, produjo en su tiempo un fuerte rechazo entre la ortodoxia musical, con Herbert von Karajan a la cabeza. De alguna manera estos jóvenes músicos les estaban diciendo a sus maestros: «¡Eh, estáis tocando mal!». Y no sólo estaba en juego una concepción de la música, sino también unos nada desdeñables ingresos económicos. La industria discográfica, con el sello Das Alte Werk como buque insignia, lo comprendió rápidamente, y apostó, al principio con ambigüedad, por estos jóvenes valores, hoy consagrados. El resto de la historia es bien conocida: desde entonces el repertorio barroco no sólo se ha revisitado, sino también ampliado exponencialmente, y de alguna manera ha cubierto comercialmente el hueco dejado por la música contemporánea o de vanguardia, que no ha logrado atraer a los aficionados a la música, mal llamada, “clásica”.
Los artículos de Harnoncourt recogidos en esta edición pertenecen al periodo comprendido entre 1954 y 1980, periodo clave en la “revolución historicista”. Los textos forman un todo armónico con el que Harnoncourt intenta transmitir su concepción de la vida y de la música, y su aplicación concreta al repertorio barroco. Para Harnoncourt, frente a la crisis actual en la que el hombre se debate —«Son muchos los indicios que nos indican que nos dirigimos a un hundimiento cultural general»— la música puede servir como herramienta de introspección y conocimiento humanos. Precisamente la interpretación romántica de la música barroca es producto del consumo rápido a través de una supuesta belleza edulcorada y vacía: «Despreciamos la intensidad de la vida a cambio de la comodidad». Esa “belleza”, auspiciada por la idea de que la música es un lenguaje intemporalmente comprensible, condujo a la interpretación errónea de la música barroca y por tanto a una distorsión de su mensaje estético.
El libro se articula en cuatro partes: los principios estéticos; las diversas dificultades que entraña la interpretación barroca —notación, articulación, sistemas tonales, elección de los instrumentos, etcétera—; el estudio de algunos instrumentos significativos, como la viola da gamba; y por último el análisis de algunas obras y compositores determinantes en la evolución de este periodo.
Más allá de algunos pasajes dificultosos para un lector medio, el afán didáctico de Harnoncourt y su prosa clara y elegante dan como resultado una lectura amena y muy interesante no sólo para los profesionales, sino también para cualquier aficionado a la música antigua y barroca, que hallará en este libro las claves para comprender, y por tanto disfrutar más y mejor, de este género musical.

lunes, mayo 14, 2007

Mira si yo te querré, Luis Leante

Premio Alfaguara de Novela 2007. Alfaguara, Madrid, 2007. 308 pp. 19,50 €

Luis García

Luis Leante no es un autor novel, aunque sí que es (era) un perfecto desconocido (literario) hasta que hace escasas semanas se alzara con el Premio Alfaguara de Novela 2007 con la novela Mira si yo te querré. El propio autor, murciano de nacimiento y alicantino de adopción, ha reconocido con una mezcla de inocente satisfacción, el estupor y desconcierto (a partes iguales) que le produjo la llamada telefónica de nada menos que Mario Vargas Llosa, su maestro, anunciándole que se había hecho con dicho galardón. Hasta aquí, creo que es cuanto se debe decir de la persona. Porque a quien le toca hablar a partir de ahora es al escritor.
La novela, Mira si yo te querré, cuyo titulo recoge una estrofa en un guiño hiperbólico de la canción Las Corsarias, no desmerece en absoluto. La historia bien trazada mezcla con maestría elíptica los convulsos años setenta, la marcha verde, la vendetta del Sahara, con la actualidad. Y en mitad de todo eso, una historia de amor imposible por más que el autor (y los personajes) se empeñen en lo contrario.
Cierto es que tengo la fortuna de haber sido uno de los primeros lectores de la novela hace ya varios años, y no es menos cierto que ahora como entonces, me emocionó como pocas, quizás por lo fácil que resulta identificarse con el personaje central que todo lo envuelve: el desierto y sus habitantes. O quizás por ese intento del narrador por reescribir una historia de cuyo trágico desenlace todos somos en mayor o menor medida cómplices omniscientes. Por eso la historia de amor de Santiago —una suerte de pícaro moderno que por diversas vicisitudes se ve obligado a terminar en el desierto del Sahara— con Montserrat Cambra, doctora y miembro de la selecta burguesía catalana, se solapa con la cruda realidad que se nos cuenta: los albores del nacimiento del Frente Polisario, la injusticia cometida contra un pueblo que había depositado en nosotros todas sus esperanzas.
Por eso la novela tiene mucho de catarsis colectiva y así es como a Luis Leante le gusta que sea interpretada, aún a riesgo de atentar contra el sagrado principio de la verosimilitud. (¿Son las historias de amor en literatura verosímiles?). Entremedias, como decía, una historia de amor apasionante e imposible que tiene mucho de viaje iniciático permanente: la de Montse cuando descubre con estupor que Santiago no había muerto hacia veinticinco años, la de Santiago cuando se mimetiza con su entorno... bien construida y desarrollada.
Mira si yo te querré está llamada a triunfar por tocar de frente y sin tapujos ni concesiones un periodo de nuestra reciente historia demasiado oscuro para obviarlo, pero también porque puede ser leída como una historia de aventuras con grandes dosis cinematográficas. Calidad, desde luego, no le falta.

viernes, mayo 11, 2007

La marquesa de Gange, Marqués de Sade

Trad. Pere Gimferrer. Barcelona, El Aleph, 2006. 240 pp. 16 €

Alicia Soria

Voltaire, aquel magnífico libertino al que hoy rememoramos casi inmaculado, lo dijo sin disimulo: «No es suficiente conquistar, se debe aprender a seducir».
Si nos remontamos a su origen etimológico, el término “seducir” procede de seducere, esto es, «apartar de la vía» o «extraviar la verdad». Curiosamente, el aprendizaje de la seducción fue una de las asignaturas obligatorias en los círculos distinguidos de Francia y buena parte de Europa durante finales del siglo XVIII y principios del XIX. Llamativa paradoja ésta, la de un siglo proclamado “de las Luces” y de la Razón, que dedica buena parte de sus energías sociales a la tan poco lúcida ni razonable tarea de seducir al bello sexo (tanto al opuesto como al propio, en función de la apetencia y ocasión). Los salones galantes fueron el mejor de los escenarios para tal labor, y sin duda acogieron escenas deliciosas dignas de retrato a parte: pensemos, por ejemplo, en el ya mencionado Voltaire festejando a la aguda Émile de Breteuil, marquesa de Châtelet, una de las primeras matemáticas y físicas de la historia cuya intensa actividad intelectual no impidió mantener un romance con el autor de Candido, entre otros.
Esta dicotomía entre ensalzamiento de la razón y búsqueda de la sensualidad, ayudada por una estructura de las relaciones sociales extremadamente rígida, propicia el desarrollo de una abrumadora sofisticación de los vínculos afectivos. Todo ello generó una amplio abanico de estrategias del buen y el mal gusto en materia amorosa, abarcando desde la seducción a la obscenidad. Algunas de las más relevantes novelas europeas de aquel siglo fueron fiel reflejo de las distintas actitudes adoptadas en el obsesionante asunto del cortejo, en sus más diversas manifestaciones. Desde el contenido dramatismo de J. W. Goethe en Las afinidades electivas, pasando por la astucia pícara de Choderlos de Laclos en Las amistades peligrosas, hasta alcanzar la rabiosa perversidad del marqués de Sade en Justine o en La marquesa de Gange, las muestras de habilidad literaria en torno a las estrategias eróticas y sentimentales son incontables. No debemos olvidar que en la época abundaron ejemplos de libertinaje que han alcanzado la categoría de mitos. Por mencionar tan sólo dos de los más apreciados por el público, recordemos a Giacomo Casanova o a Ange Goudar, magníficos ejemplos de una dolce vita en la que sensualidad e ingenio se ponían al servicio de una insaciable avidez de aventuras. Ambos personajes fueron coetáneos del desaforado Donatien Alphonse François de Sade, conocido como marqués de Sade, autor de una vida y obra absolutamente insólitas.
«Imperioso, colérico, irascible, extremo en todo, con una imaginación disoluta como nunca se ha visto, ateo al punto del fanatismo, ahí me tenéis en una cáscara de nuez... Mátenme de nuevo o tómenme como soy, porque no cambiaré». Así se definió Sade, uno de aquellos raros hombres que han logrado insertar su propio nombre en la realidad: ¿quién no ha utilizado alguna vez el adjetivo “sádico”? Arrastrado por sus impulsos y aferrado a sus convicciones, el marqués llevó una existencia salpicada de escándalos sexuales en una época en la que escandalizar no era tan sencillo. Combinando buenas dosis de descontrol, poca fortuna y bastante ingenuidad, Sade acabó por pasar cerca de treinta años en la cárcel, donde desarrolló la mayor parte de su obra literaria. Ésta ha sido objeto de interpretaciones de todos los colores y escuelas, tomada como insignia de muy diversas facciones intelectuales, a las que por el momento va sobreviviendo con frescura inmarcesible.
No deja de sorprender este gusto por la interpretación sadiana, en vista de lo poco diestro que fue el marqués en materia de máscaras (torpeza que manifestó, dicho sea de paso, tanto en su obra como en su propia existencia). Quizá La marquesa de Gange sea una excepción de esa regla, en tanto se trata de un notable ejercicio de impostura, en la que el autor entona voz de falsete para cantar una canción santurrona de la que hace mofa. En esta novela nos canta los infortunios de la casta marquesa de Gange, la dama más virtuosa que uno pueda imaginar, y sin embargo la más desdichada. Su virtud la hace tan hermosa, que se convierte en arrebatador objeto del deseo de su cuñado, el perverso abate Théodore, y éste no cejará en su empeño de verla caer en sus brazos, no ya únicamente por la belleza de la marquesa, sino por el placer de verla caer. El viaje a los infiernos al que somete a Euphrasie, marquesa de Gange, es tan tortuoso como insorteable. La historia que narra aquí Sade se parece en buena medida a la ya mencionada obra de Laclos, Las amistades peligrosas, aunque sin el refinamiento de ésta, y bastante más rocambolesca. Con todo, en grandes rasgos el retrato de Théodore se parece mucho al de Valmont, y en síntesis es el reflejo de aquel ideal de libertino al que nos referíamos anteriormente. En palabras del mismo Sade: «¿Acaso el que no desea a las mujeres sino para burlarlas, no las ama sino para poseerlas, no las posee sino para traicionarlas, y las desprecia cuando han dejado de gustarle, que no conoce respeto a ninguna cosa sagrada cuando se trata de seducirlas, y que no las seduce sino para deshornarlas?».
Ante un propósito tan firme, Euphrasie está perdida de antemano. Y no porque su castidad flaquee, ni titubee su virtud. La marquesa de Gange está perdida porque la sombra de la duda ya pesa sobre su cabeza, y su buen nombre se puso en entredicho. En un momento de desesperación, la infortunada protagonista exclama: «¡Adónde puede llevar la más leve imprudencia a una mujer!». Exclamación que el propio autor anota a pie de página: «Si alguno de nuestros lectores se preguntaran dónde reside la finalidad moral de esta obra, les responderíamos con esta sabia reflexión de la marquesa». A nuestra mente acude, pálida y doliente, la figura de la presidenta de Tourvel. ¿Cabe resistirse a la seducción? Tal parece ser la pregunta de Laclos y Sade. Y tomando nuevamente palabras de La marquesa de Ganges, podemos repetir la sentencia del seductor: «Sé para ella como la serpiente para Eva; también Eva estaba rezando cuando cayó en la tentación». Euphrasie reza sin cesar, pero ello no la salva de visitar el infierno.
No encontraremos, pues, en esta novela al mismo Donatien Alphonse François de Sade que nos divierte, sorprende o escandaliza en sus obras más conocidas. El que ahora nos habla es un Sade que juega a ver el mundo desde los ojos de la víctima, pero sin despojarse de la moral del ejecutor. Un Sade que intenta jugar con el lector, si bien con escaso espíritu retozón. Pero en realidad, ¿qué es la seducción, sino la diversión de la razón cuando juega con la emoción? Merece la pena dejarse llevar por el placer del divertimento y aceptar el lance del divino marqués. Caer en la tentación y ver qué pasa. El lector que no se deje engañar por la capciosa advertencia del prefacio del autor («obramos movidos por el afán de agradar al lector virtuoso, que nos agradecerá no haber osado decirlo todo, cuando todo lo que fue en realidad serviría únicamente para quebrantar la esperanza, tan consoladora para la virtud, de que quienes la persiguen deben inexorablemente sufrir su vez persecución»), recibirá su premio. Abandonar la virtud tiene recompensas. O, tal como dijo Mme. D’Épinay, lúcida contemporánea de aquellos autores libertinos: «¡Bella virtud, la que nos prendemos con alfileres!».

jueves, mayo 10, 2007

Aurelia y otros cuentos fantásticos, Gérard de Nerval

Trad. Valeria Ciompi. Alianza Editorial (Biblioteca de Fantasía y Terror), Madrid, 2007. 185 pp. 6,25 €

Marta Sanz

El sueño es una segunda vida. No he podido franquear sin estremecerme las puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte; un aturdimiento nebuloso se apodera de nuestro pensamiento, y no podemos determinar el instante preciso en que el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia.
Así comienza “Aurelia”, un viaje alucinado por el territorio del sueño, la pesadilla y la locura, que abre esta recopilación de narraciones fantásticas de Gérard de Nerval (1808-1855). Los otros cuentos del volumen son “El monstruo verde”, breve, divertido y demoníaco; “La mano encantada”, fantástico y burgués; y “Pandora”, donde se insiste en el tema del sueño en un mundo de suntuosa seducción cosmopolita. He de confesar que Nerval fue uno de esos autores que me llevaron a interesarme por la lectura y por la escritura en el momento metamórfico de la adolescencia. Releer “Aurelia” ha sido para mí un redescubrimiento que, a diferencia de otros redescubrimientos frustrantes, no me ha decepcionado: he disfrutado de una obra en la que antes lo que más me interesaba eran su música y sus metáforas, y en la que hoy vinculo con admiración el imaginario y la musicalidad con las grandes obsesiones de Nerval. La coherencia entre el fondo y la forma en “Aurelia” es tan sólida que ni uno solo de sus alardes lingüísticos resulta estéril, no hay “molduras” sin función arquitectónica, no hay volutas de humo; el lector vaga por el relato con ese ritmo, a ratos moroso, a ratos acelerado, de los sueños: las transiciones de una escena a otra se producen atendiendo a una lógica que a menudo vulnera el rigor de las coordenadas espacio-temporales. Ahora aquí, de pronto allá, tal vez soñando, tal vez delirando, con una inquietud de repente agradabilísima y de repente malsana. Una aventura y un gozo que tal vez evoquen la experiencia de la sexualidad y, cómo no, la de la muerte...
La hiperestesia onírica desdibuja el límite entre la vigilia, el sueño y la demencia; entre la “normalidad” de un subconsciente activo y la locura; entre lo real, lo fantástico y lo psicopatológico. La hiperestesia transforma cada sueño o cada alucinación —no se sabe— en un habitáculo horrendo a causa de la saturación de impresiones que hiere al hipersensible, o en un espacio de bienestar dionisiaco en el que los átomos de un cuerpo y de una identidad se licuan y evaporan de placer. Nerval define el sueño como una puerta mística que une la vida con lo que nos espera en la muerte: plantea una necesidad explícita de relatar y de interpretar el sueño — de aprisionarlo y de hacerlo perdurable— como modo de conocimiento y camino hacia la felicidad y la salud. Nerval es un romántico que entronca con la gran familia de los autores visionarios alemanes, con Hoffmann —a quien tradujo—, con Novalis, con Hölderlin, con Jean Paul, y, al mismo tiempo, inaugura una sensibilidad moderna hacia el hecho artístico en la que le acompañan Nodier, Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé o Proust, como señala Albert Béguin en su maravilloso y ya clásico estudio El alma romántica y el sueño. Sin “Aurelia” resultaría difícil pensar en el movimiento surrealista.
El narrador en primera persona de “Aurelia” habla desde un estado de “curación” que el lector puede poner en duda: su hiperestesia onírica le ha servido para redimirse de sus pecados —el toque religioso emparenta a Nerval con Novalis—, entre otros, del pecado de su mal comportamiento con Aurelia. El lector ignora en qué consiste ese mal comportamiento, incluso lo ignora casi todo sobre la mujer, porque el protagonista no es otro que ese yo alucinado y alucinante que anticipa la tesis psicoanalítica y surrealista de que el sueño es un ámbito liberador de las represiones de la vigilia —de las pulsiones eróticas freudianas y en ese punto es donde la figura de Aurelia adquiere posiblemente su sentido—, un lugar donde esa ignorancia básica que consiste en no saber cómo se conecta el mundo del espíritu y el de la materia se resuelve a través de la intuición y de la revelación.
Nerval en el dibujo de los sueños o de los delirios recurre a una simbología familiar para los amantes del género fantástico: la amada muerta, Eurídice, el fetichismo, la insinuación necrófila, el tema del doble, del otro, el avatar y el espejo, la imagen de Aurelia que le habla desde el fondo del azogue oscuro, el microcosmos como reflejo del macrocosmos, la dualidad del cuerpo y del alma, del amor y de la muerte como formas de desintegración de un yo confuso, resbaladizo, instalado en el aletargamiento o en la enajenación, enfermo moral y psíquicamente. Incluso la concepción de la ciencia como un acto de vanidad frente al creador, tiene la reminiscencia romántica del Frankenstein de Mary Shelley. El sincretismo místico —la cara de una Venus es la misma que la cara de una Virgen— deriva casi en heterodoxia blasfema: los románticos son ángeles caídos y nocturnales. También el narrador, Nerval, el yo, subraya la necesidad de encontrar el “signo borrado”: una necesidad que, desde la mística y la poesía romántica, entronca directamente con gran parte del quehacer poético occidental en los siglos XX y XXI.
La preocupación, casi egotista, por el yo individual diluye, como ya se ha insinuado, la pasión romántica en “Aurelia”. Sólo el yo ocupa el primer plano, un yo múltiple, escindido, visionario, esquizofrénico, que nos hace entender el papel de la locura en la vida de Nerval y su destino inequívoco como precursor de la ética (y de la estética) del psicoanálisis.
Gérard de Nerval se suicidó ahorcándose en una farola de París.