viernes, agosto 31, 2007

Cuando mi gato era pequeño, Gilles Bachelet

Trad. María Dolores Caballer Gil. Molino, Barcelona, 2007. 32 páginas. 13 €

Care Santos

Papás y mamás que explicáis cuentos a vuestros hijos, haced la prueba: abrid este magnífico álbum por cualquiera de sus páginas frente a los ojos de un niño de entre 4 y 10 años y dejadle que mire. Basta con eso para disfrutar —y mucho— de la segunda aventura del elefante-gato que nos sirve este autor e ilustrador francés, nacido en Saint-Quentin en 1952. Como toda la buena literatura infantil, este libro sorprenderá y seducirá a lectores de todas las edades.
Ya en el anterior volumen, el premiado Mi gatito es el más bestia (Molino, 2005), sentaba Bachelet las bases de su modo de contar: mucho humor, no poca ternura y amor por los detalles. La historia era allí muy simple: el autor, en primera persona, nos cuenta las rarezas de su gato, un bicho tan extraño que incumple todas las características de la especie felina. El texto enumera las virtudes de los mininos, que su mascota contradice sin cesar, con lo cual el amo llega a la conclusión de que su gato "es el más bestia". Todo eso aliñado con guiños al lector adulto, y homenajes manifiestos a otros elefantes célebres —el Babar de Jean de Brunhoff, por ejemplo—. Una verdadera delicia.
En este segundo libro, los guiños continúan, pero son menos evidentes. El humor es, en cambio, más agudo (parece ser marca de la casa de un autor que ha publicado en Francia, también para niños, las aventuras de un héroe llamado Champignon Bonaparte). Asistimos ahora a una mirada retrospectiva a los primeros años de vida del extraño gato: desde que fue adoptado —el autor se dibuja a sí mismo— hasta su primer y estrafalario enamoramiento cuando alcanza la edad del pavo. La voz del narrador nos describe cómo su mascota llegó con entusiasmo a su nuevo hogar, se hizo enseguida a los espacios, y se encariñó con un peluche que él había regalado para evitar que se entristeciera en su ausencia. Lo que observamos en los dibujos, en cambio, es algo bien distinto: la torpeza del animal al dar sus atemorizados primeros pasos por la casa, sus accidentes en el baño y su odio manifiesto hacia el peluche en cuestión que, para más guasa, es un elefante. El odio de la mascota hacia el muñeco ocupa la parte central del álbum. Por supuesto, el dueño no lo interpreta del modo correcto, aquel que sí ven con toda claridad los lectores: el elefante odia al peluche, trata de librarse de él, lo pisotea, lo destroza... sin ningún éxito. Esta contradicción entre el texto y el dibujo es uno de los grandes encantos de este volumen, que fascinará a ls lectores más pequeños.
Para los mayores: lo que no se dice, lo que el amo del gato-elefante no cuenta de sí mismo, pero vemos en las ilustraciones, cobra también una dimensión especial en esta nueva entrega. Por los detalles de los dibujos conocemos mucho acerca del genio despistado que convive con el protagonista de la historia: que lava su ropa con jabón de albaricoque, que le gusta el chocolate o que tal vez se esté mudando de casa. También sabemos que es un ser descuidado y extravagante que cuelga los calcetines en el perchero de la entrada y tiene un cuadro con el símbolo del yin y el yang formado por dos elefantes en la habitación de la colada.
Por último, lo evidente: las ilustraciones. Ya lo habíamos visto en el primer título, pero lo corroboramos en éste. Las ilustraciones de Bachelet bien merecen un álbum de gran tamaño, donde puedan apreciarse no sólo los detalles —hay muchísimos— sino también la expresión del elefante protagonista. Los niños lo pasarán en grande con las páginas que contienen más acción, especialmente en aquellas que se expresan a modo de viñetas, y que son también las más humorísticas. En las otras, sin embargo, podrá entretenerse haciendo descubrimientos: la portada de un diario desplegado, la autoría de la partitura abierta sobre un piano, la pared que conserva las marcas de los carteles que estuvieron en ella...
Ahora ya sabemos que el gato con problemas de personalidad a causa del despiste de su amo ha tenido una infancia solitaria e iracunda y una entrada en la adolescencia marcada por un amor irracional hacia una zanahoria de juguete. Ahora, como ocurre con todos los héroes, deseamos saber más de él: ¿le corresponde la zanahoria? ¿se cura él de su melancolía? ¿cómo supera las dificultades de la difícil primera juventud? En pocas palabras: queremos más gato-elefante, Bachelet.

jueves, agosto 30, 2007

Marea humana, Benjamín Prado

VIII Premio Internacional de Poesía Generación del 27. Visor, Madrid, 2007. 90 pp. 8 €

Elena Medel

«Dime tú si al final tendré que arrepentirme», concluye la voz protagonista de uno de los poemas de Marea humana, el libro más reciente de Benjamín Prado (Madrid, 1961). En esta galería de arquetipos morales caben los remordimientos y las acusaciones, pero también la reflexión y la alegría, pues en Marea humana desfilan los malos y los buenos. Cada poema dibuja el modelo de una actitud, de un posicionamiento, fluctuando entre la primera y segunda persona del singular, rematándose en la mayoría de ocasiones con unos últimos versos que transforman la persona, y con ello el receptor —y el sentido— del texto. Se distribuyen en tres bloques, “Marea humana”, “El enamorado” y “Marea humana” de nuevo, aunque yo los considero uno solo, pues el segundo es un poema muy extenso —ocho partes de varias páginas cada una— que obedece a la misma estructura que el resto de composiciones del libro. Y cada poema se titula, a su vez, como esa figura a la que aluden: “La rencorosa”, “El soñador”, “El sabio”, “El derrotado”, “El humilde”...
Marea humana tiene mucho de —en el mejor de los sentidos— tratado de ética y moral. Es una obra severa, aunque tranquila: el autor obedece a Garcilaso y se para a contemplar el estado del mundo que nos rodea, esa sociedad cuya aceleración nos condena a la uniformidad, moldeando a la marea humana más que al conjunto de todos nosotros. Marea humana planta cara a lo colectivo, nos reivindica a cada uno por nuestro valor intrínseco. De esta forma, el lector aborda este poemario como una consecuencia lógica de su antecesor, Iceberg (XXIII Premio Ciudad de Melilla; Visor, 2002). Mientras Iceberg poetizaba un listado de nombres propios trágicamente desaparecidos, sirviéndose de experiencias individuales para alcanzar un objetivo global, en Marea humana sucede al revés: se proyectan las experiencias colectivas hasta resultar un único personaje, individual e independiente. Recurriendo al simbolismo de sus nombres, Iceberg sugería lo que en Marea humana se desborda.
En este sentido, Marea humana me parece una obra muy diferente a las —me limito a su obra poética, pues Prado es también narrador y ensayista— anteriores del autor. Igual que en ellas, por Marea humana se pasean —mediante cita de su obra o alusión directa a su persona— Edmond Jabés, John Keats, Pablo Neruda, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Mahmud Darwish, Hugo Mujica, Rafael Alberti —el máximo referente, junto con el ya mencionado Neruda y Juan Gelman, de este Marea humana—, W.H. Auden, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, pero a diferencia de ellas, sus vidas y palabras no derivan en poemas, sino que se exprimen para ser utilizadas por otros, y ahora sí producen literatura. En Marea humana los poetas no viven en los poemas de Benjamín Prado, sino que viven en los personajes —«(...) Pablo,/ el panadero;/ Hassan el sastre,/ o Evo el albañil»— de los poemas de Benjamín Prado. Estos versos —de arte cada vez menor, algo inusual en Prado— sirven, más que nunca, para algo: son un arma cargada de futuro.
Calificaríamos Marea humana de libro político por su alto nivel compromiso —sirvan como ejemplo los poemas “El ecologista” y “El inmigrante”, o la cara y la cruz, “La víctima” y “El terrorista”—, pero también un libro poliédrico: sobre el amor, el respeto, la valentía... Quienes no conozcan al Prado poeta debutarán con un libro raro en su trayectoria, y quienes no se estrenen con Marea humana —cuya portada es una de las más hermosas de Visor, junto con la del Poema sucio de Ferreira Gullar— disfrutarán de una voz que afina un tono que no conocíamos. La cita con que iniciaba esta reseña pertenece, significativamente, al poema —disculpen la redundancia— “El poeta”. Sobra decir que Benjamín Prado no puede —ni debe— arrepentirse de esta Marea humana, de este viraje ético y estético, sino enorgullecerse: renovarse o morir.

miércoles, agosto 29, 2007

El vecino de abajo, Mercedes Abad

Alfaguara, Madrid, 2007. 266 pp. 17,50 €

Pedro M. Domene

Lo cotidiano y lo anodino, lo común que incluye aspectos puramente anecdóticos de nuestra existencia, son algunos de los temas y tramas que, en estos últimos años, se están convirtiendo en moneda de cambio para que nuestra narrativa levante acta de una sociedad en la que priva lo convencional. Sólo cuando nuestra vida perfectamente controlada es perturbada, iniciamos un repentino giro que nos lleva a las situaciones más inusuales, como le ocurre a la protagonista de la última novela de Mercedes Abad (Barcelona, 1961), El vecino de abajo: una solitaria traductora que ve cómo su vida tranquila es alterada por la obras de reforma que una mañana de lunes inicia su vecino de abajo sin previo aviso.
La nueva situación, que incluye golpes y martillazos, ruidos propios de los trabajos de albañilería, genera tal desorden en la vida de esta traductora que en una primera instancia decide huir de su habitual lugar de trabajo para posteriormente iniciar toda una guerra contra el vecino identificado, Miquel Aubert, quien además de rico se las da de listillo cuando la vecina intenta protestar y éste le aclara que tiene todos los permisos en regla. Abad —que ha trabajado como traductora, incluso como actriz e intérprete—, logra con este particular testimonio presentarnos formas de vida actuales que, con un toque personalísimo, convierte en buena literatura sin preocuparse por concretar, hubiera sido fácil, sobre aspectos sociológicos o morales. Porque lo sobresaliente es que, tras varios intentos fallidos, esta mujer inicia una auténtica guerra contra el vecino, dispuesta en todo momento en no dar cuartel al enemigo. Pero Mercedes Abad, que es una experta narradora, dueña de esa disposición interna que se otorga al mejor de los relatos, capaz de ligar todas las partes de un asunto o un enredo, y cuya obra está teñida de un humorismo poco habitual en la novela española contemporánea, y de un sarcasmo y de una ironía que le sirven para mostrar las abundantes contradicciones de nuestra sociedad, sale airosa de un inicial relato anodino que —en otros casos— hubiera dado para un simple relato, además en el más puro estilo del realismo sucio norteamericano.
A través de una galería de personajes bien trazados, magnifica (sirva el ejemplo del alter ego de la traductora, Betty Correa, que intenta quitarle protagonismo), nombres que sin ser importantes logran mostrar esa conflictividad humana que nos convierte singulares para así constatar la farsa diaria en que vivimos. Y al margen de un seudo retrato sociológico lo que sí logra contarnos la narradora catalana es la historia dolorosa de una soledad, la de una mujer que convierte su febril venganza en una meta que dé sentido a su vida, oculta para más señas en una existencia acomplejada, tan vacía como falta de esperanza.
Numerosos episodios se suceden en una novela ágil que conforma un particular universo narrativo, como los rótulos de protesta de la protagonista, su inexplicable detención y posterior encarcelación o el engaño de la Rastignac Guide. Lo mejor su amenidad, escrita en un lenguaje directo, sin excesivo artificio que logra cautivarnos sin problemas y vendernos una historia tan desquiciada como real.

martes, agosto 28, 2007

El valor de la disidencia, Jordi Gracia (ed.)

Planeta, Barcelona, 2007. 590 pp. 29 €

Juan Marqués

En una de las deprimidas cartas que Gonzalo Torrente Ballester escribió a Dionisio Ridruejo en 1943, le dice algo tremendo: «Hace tiempo que me convencí de que no tenemos ya más salvación ante las generaciones futuras que nuestra obra personal; pero esta misma se desenvuelve entre tantas dificultades y dolores, que necesariamente llevará el sello de nuestra crisis» (p. 120). Un mes después insiste, esforzándose en ser algo más esperanzado: «Si al juzgar mi vida, me siento un poco arrepentido y casi amargado, para las cosas literarias conservo mi mejor humor, y hasta mi optimismo. Creo que, en nuestra generación, unos cuantos teníamos algo en el corazón o en la inteligencia, y que, pase lo que pase, hemos de dar nuestro fruto» (p. 125).
Pero muchos no lo dieron o no pudieron o no quisieron darlo... La primera cita ha resultado más profética que la segunda. Seis décadas después, la crisis de aquel grupo ha sido mucho mayor y mucho más ruidosa que los frutos. Algunos lo merecían, literaria y éticamente. Otros no tanto o no en absoluto. Este libro trae ejemplos de todos ellos y de muchos más, en sus confidencias o reflexiones al escribir a Dionisio Ridruejo: desde un desolador Ramón Gómez de la Serna adulando al poderoso jovencito que todavía era Ridruejo a comienzos de los años 40, hasta una coqueta Pilar Primo de Rivera, pasando por Ramón Serrano Suñer y todos sus camaradas y correligionarios en el fascismo español del antes, el durante y el después de la guerra que provocaron. Y están —cómo no— los intelectuales oficiosos de la Falange, pero también Gerardo Diego, José Luis Cano, Luis Rosales, Leopoldo Panero... o un anciano y algo quejumbroso Ortega y Gasset, y después José María Valverde, Joaquín Ruiz-Giménez, Marià Manent, José Luis López Aranguren, Juan Benet, Enrique Múgica, Francisco Umbral o Juan Marsé... escribiendo unos con mayor o menor interés, y casi todos con verdadero afecto y admiración. El heterogéneo retrato intelectual del medio siglo que aquí, con estas cartas, se teje, es deslumbrante por lo revelador, por lo explícito, casi por lo íntimo.
Jordi Gracia lleva ya años explorando y penetrando en la importancia de ese hombre y ese escritor al que tantos —y por tantas y tan distintas razones— tuvieron tan en cuenta. Sus trabajos sobre Ridruejo han visitado ya las mejores revistas españolas (Claves de Razón Práctica, Turia, Letras Libres...) y, sobre todo, han dejado unos clarificadores Materiales para una biografía (Fundación Santander Central Hispano, 2005) y algunas de las mejores páginas de La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España (Anagrama, 2004) o Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, 1940-1962 (Anagrama, 2006). Pero este nuevo libro es aún más apasionante. Y no tanto por lo que se dice y se descubre de Ridruejo (ya que se reproducen fundamentalmente cartas escritas a él, junto a unas pocas salidas de su pluma) sino porque es el que de forma más desnuda y eficaz aborda qué sucedió entre los intelectuales españoles entre 1939 y 1975. Son ellos los que hablan, los que piden, los que opinan, los que se humillan, los que delatan, los que protestan... Y pocas veces se habrá visto tan claro quién fue cada uno de ellos, o, por lo menos, dónde estuvo y cómo leyó su propia actuación.
Mientras esperamos la ya tan necesaria reedición de las Casi unas memorias de Ridruejo (que se van a publicar en Península reordenadas y comentadas por Jordi Amat), este “epistolario inédito de Dionisio Ridruejo” (como se lee en la cubierta del libro —pero no en la portada—, con ese frecuente absurdo de dar por “inédito” lo que en ese mismo volumen está dejando de serlo) es todo un festín de información en el que también se cuela, aquí y allá, la buena literatura. Muchos de los corresponsales de Ridruejo (y él mismo) escribían muy bien, y casi todos le cuentan cosas que décadas después nos han de seguir interesando, porque, culturalmente, hemos heredado muchas de las cosas que ellos intentaron, iniciaron... o impidieron.

lunes, agosto 27, 2007

El incendio cerise, Antonio Agredano

Plurabelle, Córdoba, 2006. 61 pp. 9 €

Guillermo Ruiz Villagordo

En la poesía joven actual es difícil encontrar verdaderos poemas de amor. Abundan, eso sí, versiones y pastiches, juegos con el concepto del deseo, amplios y gratuitos imaginarios pornográficos, algún “querer” o “amar” disperso aquí y allá, cursilería a palas llenas. Tal vez porque, de tan manido, el tema no llama la atención a no ser que se subvierta (la típica estrategia de epatar al burgués, que somos nosotros y el poeta) y es sabido que ése es el principal objetivo de muchos poetas jóvenes: sorprender, y deslumbrar si se puede. Pero, siendo menos extremistas, a lo mejor lo que ocurre es que el tema ya no interesa poéticamente, sino como realidad corpórea, y la vida se defiende bien ella sola sin que tengamos que adornarla en versos sin mesura.
Este primer libro de Antonio Agredano es único por varias razones, la primera de las cuales es ser un magnífico ejemplo de cómo tratar el tema amoroso sin sensiblería o fingida profundidad, sin renunciar por ello a la intensidad. La segunda es que no se trata de una colección de poemas, sino de uno solo dividido artificiosamente en partes cuyo orden parece aleatorio, de manera que podemos leer cualquier página al azar y no necesitar un contexto claro para situarnos: el camino es todos los caminos. La cohesión interna la dan varios aspectos, todos elementos del sentimiento amoroso: las personas que hablan y de las que se habla, un “tú”, un “yo” y un “nosotros” en los que el lector se ve siempre implicado; el paso de pasado a presente, este último contaminado por aquél en el terreno del recuerdo (la hermosa «estoy utilizando la ternura de esos días como un arma»); la mezcla de dudas y afirmaciones, que posibilitan rescatar imágenes anteriores en un desquiciante ir y venir. En cuanto a éstas, se presentan a modo de visiones, impresiones tras un colocón, máximas aparentemente herméticas pero transparentes una vez asimiladas.
No es baladí hacer notar que Agredano, además de poeta, es bajista del exquisito grupo cordobés Deneuve. Los que le conocemos sabemos que valora más lo musical que lo literario, pero en el fondo es consciente de que ambas le son imprescindibles. Aquí la musicalidad estriba tanto en la cadencia del verso libre como en la disposición tipográfica del texto, que parece pretender moldear el espacio en blanco. El aprecio por las dos disciplinas lo comprobamos en sus dos influencias más evidentes: Jim Morrison, con su desprecio de lo visual («habitamos la dictadura del ojo») a favor de otros medios de aprehensión de la realidad, y Louis Aragon, al que rinde homenaje mediante una cita de Habitaciones que se convierte en un fragmento más del libro.
No queda mucho más que decir que no se pueda descubrir en la propia lectura de este gran poema, titulado El incendio cerise en honor a la salvaje y agridulce pasión. Si acaso dejar constancia de su emocionante comienzo:

si tanto nos amamos

por qué los límites cálidos
los golpes en la frontera las alarmas y a lo lejos
los besos

tan lejos que aún confundo tus labios con heridas

y su lúcido final:

se devoran a escondidas

así debe ser y no de otro modo


El resto, como diría Fernando Merlo, «está roto a la perfección».

viernes, agosto 24, 2007

Calvina, Carlo Frabetti

Premio Barco de Vapor 2007. SM, Madrid, 2007. 128 pp. 6,95 €

Carmen Fernández Etreros

Un juego, un enigma, una ilusión... ¿A qué se enfrenta el lector cuando comienza a leer las primeras páginas de Calvina? Carlo Fabretti nos propone una lectura divertida y en ocasiones enigmática y peculiar. Su objetivo es hacer pensar y estimular la imaginación del lector juvenil y adulto. Como buen matemático, Carlo Fabretti, que ya ganó el Premio Jaén de Literatura Infantil y Juvenil, nos plantea un difícil problema y el lector no puede parar de leer el libro buscando la solución o quizás el fallo.
Contradicciones y preguntas invaden al lector en este relato sin límites: ¿Quién es Calvina? ¿Es un niño o una niña? ¿Dónde está su padre? ¿Está muerta su madre? Nada en Calvina es lo que parece ser. Los muertos están vivos, los locos cuerdos, los ladrones tienen buenas intenciones, las bibliotecas manicomios, el enano gigante... En la página 38 nos advierten: «Querido, las cosas no son siempre esto o lo otro; a menudo son esto y lo otro».
El mayor acierto de Calvina es la maestría del escritor para consolidar un ágil diálogo que atrapa al lector en sus garras sin dejarle escapar hasta el final. Carlo Frabetti usa con destreza trucos como el disfraz de los personajes, el engaño o la confusión. Se nota que conoce minuciosamente los desafíos de la literatura experimental y la trayectoria de autores como Italo Calvino o Georges Perec. También denota la huella en Calvina del indispensable Lewis Carroll y su Alicia en el país de las maravillas.
Carlo Frabetti aprovecha también las páginas de Calvina para hacer una meditada reflexión sobre los beneficios de la lectura. En la página 49 nos advierte la librera Emelina: «Pero si el libro es bueno, es decir, si estimula nuestra imaginación, si nos hace pensar y plantearnos nuevas preguntas, luego volvemos a la realidad con un poco más de fuerza y un poco más de sabiduría».
Como en un problema de matemáticas complejo, el resultado al enigma sin embargo se torna al final sencillo y fácil. Calvina deja entonces de ser un libro abierto sino que el propio autor valla su contenido y nos ofrece una única posible solución. En suma un libro juvenil diferente por lo original y un verdadero placer para el lector que tenga la suerte de sumergirse en sus páginas, ya que tendrá que plantearse nuevas preguntas y seguro que volverá a su realidad con más fuerza y sabiduría.

jueves, agosto 23, 2007

Artículos literarios en la prensa (1975-2005), Francisco Gutiérrez Carbajo / José Luis Marín Nogales (eds.)

Cátedra, Madrid, 2007. 293 pp. 8,50 €

Doménico Chiappe

El título se refiere a literatos o, mejor dicho, gente que publica ficción, y que escribe en el periódico. No se trata de periodismo literario, aunque la introducción de los editores intente relacionarlos con Truman Capote, Norman Mailer, Tom Wolfe, exponentes de un mal llamado Nuevo Periodismo, que ya existía antes que las tretas comerciales de Wolfe. El periodismo literario requiere investigación. Lo que se encuentra en Artículos literarios en la prensa (1975-2005) son opiniones. Tienen muy buen estilo y poco trabajo de campo.
Son, eso sí, excelentes artículos de escritores españoles (sólo un extranjero, Vargas Llosa). Escritores todos que pertenecen al canon del mercado editorial actual: Vila-Matas, Monzó, Azúa, Ayala, Armas Marcelo, Caballero Bonald, Cela, Cercas, Delibes, los Goytisolo, Gimferrer, García Montero, Gala, Grandes, Landero, Lindo, Longares, Marías, Muñoz Molina, Marsé, Martín Gaite, Molina Foix, Millás, Mendoza, Montero, Pombo, Puértolas, Regás, Torres, Trapiello, Rivas, Umbral... Hasta 63 nombres conscientemente equilibrados en la balanza política. De Cebrián a Prada.
Quizás el orden elegido perjudique una idea general de la evolución, e incluso de la dicotomía, española. Se prefirió el orden alfabético en lugar del cronológico, que hubiera sido igual de poco polémico, pero que hubiera favorecido un retrato zoom que, al final, hubiera compuesto una gran panorámica. El trabajo de agruparlos por temas (difícil, sí, debido a la vastedad y soledad de los temas) me hubiera recompensado como lector.
Se habla o se roza cualquier tema: la guerra de Tormenta del desierto y la reciente invasión a Irak; las primeras elecciones González-Aznar, los Juegos Olímpicos, la crítica literaria, la muerte de la novela y sobrados elogios al libro, Chérnobil, 23 de febrero de 1981, la religión católica (sólo la católica) y Cataluña.
Mucho me gustaron las franquezas de J.J. Armas Marcelo que llega a narrar el reproche que Juan Benet hizo a Adolfo Suárez, ya desposeído de poder, durante una cena: «¿Por qué esta farsa de las autonomías si este país no iba por ahí en ningún momento? Suárez explicó hasta altas horas de la madrugada a un Benet absorto y curioso, atento como todos los demás comensales, las altas razones políticas de toda su trayectoria...»; la disquisición de Félix de Azúa: «Así que soportaron (la oligarquía catalana) a Franco porque sólo Franco les garantizaba la cómoda explotación del ríos gris, hosco, miserable de la inmigración (de otras regiones de España, como Andalucía)» y la crónica sin ataduras de Antonio Gala y su 23 de febrero de 1981.
O la nostalgia de Luis Alberto de Cuenca en “Melancolía”, un texto repleto de poesía que comienza con «Ya no te sirve tu ciudad. La han convertido en un inmenso basurero donde los ciudadanos escarban buscando su ración de podredumbre, donde la fuerza bruta impera y todos desconfían de todos». Resaltaron también los textos “Un día cualquiera y otros días” de Medardo Fraile, “Día de difuntos” de Luis García Montero, “Casualidades” de Manuel Longares y “El almohadón de seda” de Gustavo Martín Garzo.

miércoles, agosto 22, 2007

Antenas, Adam Zagajewski

Trad. Xavier Farré. El Acantilado, Barcelona, 2007. 149 pp. 14 €

José Morella

En el desopilante libro (que todo periodista cultural debería tener permanentemente en su mesilla de noche para curarse de cualquier tipo de esnobismo) The Complete Polysyllabic Spree, Nick Hornby recoge las palabras de una periodista sobre la escritura de reseñas culturales, palabras que según Hornby son las más sabias que haya leído al respecto. Cuenta que a Sarah Vowell, que así se llama la señora, le pidieron una vez una reseña sobre un disco de Tom Waits, y ella, al escucharlo, pensó que «le gustaban mucho las baladas». De modo que escribió exactamente esa frase: «Me gustan mucho las baladas». Después no tenía nada más que decir. Pero necesitaba ochocientas palabras más para que le pagaran por la reseña. Eso es lo que a veces pasa. Te gusta algo, te engancha, te pasa una especie de calambre afectivo, de saludo de trascendencia directo al estómago. Eso es, básicamente, la poesía, si nos perdonan la economía de la definición. Y luego uno se queda sin habla.
Al intentar hablar de Adam Zagajewski, a mí también me pasa lo mismo que a Sarah Vowell con Tom Waits; cuando leo sus libros, solo diría una cosa: alucino con su capacidad de encontrar imágenes brillantes. Y ahora tengo que terminar la reseña, y siento que lo menos importante será cómo la escriba. El propio Adam Zagajewski habla de esta experiencia con el lector —pero con una fórmula infinitamente mejor que yo pueda inventar— en su libro de ensayos En defensa del fervor: la poesía es una antorcha encendida que el autor le pasa al lector, que se encargará de conducirla a otro lugar durante su vida, y de pasársela a otras personas. Esa antorcha a veces es un verso (Zagajewski tiene muchos de estos versos-antorcha), pero también puede ser una tonada de saxo, o una canción tonta de la que alguien hace una versión llena rabia o de desolación, o una escena en una película (no puedo reprimir un ejemplo que tengo reciente: Sergio Castellito y Vittorio Gassman, como nieto y abuelo, comiendo juntos, en silencio, en la cocina de la casa, en Familia, de Ettore Scola, escena que me hizo llorar como un grifo, y no me refiero al animal mitológico). Pero esta reseña tenía que ser sobre Zagajewski: resulta que se ha publicado un nuevo libro suyo en España, Antenas. Es delicioso, como todos los suyos, como Tierra de Fuego y Deseo, que contienen esas antorchas de las que hablábamos en cantidad fabulosa.
Me gusta infinitamente más el Zagajewski poeta que el ensayista; es decir, me gusta mucho más su poesía que su visión de la poesía, o mejor dicho de lo que tiene que ser buena o excelente poesía. Esta visión está atravesada de un esencialismo que, a pesar de sus constantes equilibrios por evitarlo, peca de cierto desprecio por otras aproximaciones al fenómeno poético. Le parece que la poesía actual está castrada de metafísica, de trascendencia, de falta de fe en la inspiración, en el rapto poético. No decimos que no haya algo de cierto en esto, pero Zagajewski engloba en su crítica un enorme cajón de cosas: todo aquello relacionado con las aproximaciones estructuralistas y postestructuralistas al arte, como si todo lo que ha sido relacionado con esas etiquetas fuera lo mismo: gente que recorta las posibilidades de la poesía, o de la poesía de altos vuelos, de la cual Zagajewski cree tener la clave. Cuando una poesía más económica con el lenguaje y menos llevada por la tentación de lo sublime resulta ser excelente, Zagajewski parece hablar de ella como simple excepción: eso es lo que hace, por ejemplo, con Eugenio Montale. Con todo esto no queremos decir que no valga la pena leer los ensayos de Zagajewski. Desde luego que vale la pena, por muchos motivos que no caben aquí. El simple hecho de ser una fantástica introducción a la cultura polaca contemporánea para los no iniciados es ya más que suficiente. Pero, a nuestro juicio, cuando quiere dar con la clave del fenómeno poético, no la encuentra.
Y lo curioso es que la tiene; tiene la clave: está en sus poemas. Pero no puede explicarla en sus ensayos. Por eso sus ensayos son eruditos y divertidos, pero no son grandes ensayos, como los de Octavio Paz o Borges. Al intentar defender lo sublime y elevado parece alguien que desea agarrar el contenido de un vaso de agua con la mano. El agua se escapa, solo queda de ella un charquito en la palma ahuecada. La mayor parte queda inexplicada, en el suelo, y la que ha quedado en la mano no es más que una clausura de su esencia: da más cuenta del continente (la forma de la mano, el equilibrio que se ve obligada a buscar para mantener el agua, su fisicidad opaca) que del contenido, que no es más que un resto. De alguna manera, este argumento mío puede desmontarme a mí mismo claramente, puesto que tal vez el fracaso (suponiendo que sea un fracaso, cosa que es un simple juicio nuestro) del ensayo de Zagajewski no sea sino un potente artefacto creado para hacer resonar más aún el éxito de sus versos. Versos geniales, antorchas. Ejemplos: Si supiéramos leer poemas con la misma atención con que estudiamos el menú en un restaurante de lujo... O este otro: El cine era tan pequeño que la película de Bergman apenas cabía. Un kayac inmóvil en el mar es, desde la lejanía, para Zagajewski, la aguja de una brújula. Los jubilados que van de excursión son vistos como seres que aprenden a andar/ por la tierra. Los turistas deambulan como los Padres de la Iglesia, por desgracia/ aquejados de una profunda acedía. Su profunda estética cristiana, todavía llena de esperanza, se adapta al paisaje de nuestro mundo, un mundo en que todo está plagado de las antenas del título. Antenas en cada tejado, en cada edificio. Antenas que son vehículos del flujo de comunicación del mundo contemporáneo, pero que no duermen, que vigilan, que murmuran y dicen: Mesías, ven finalmente.

martes, agosto 21, 2007

En el espacio leemos el tiempo, Karl Schlögel

Trad. José Luis Arántegui. Siruela, Madrid, 2007. 558 pp. 45 €

Sofía Rhei

«Desde entonces, la geografía ha venido a ocupar una precaria posición intermedia». Esta frase, pronunciada en una conferencia de Carl Ritter, geógrafo, en 1833, es la que da origen a la argumentación de Schlögel sobre cómo la naturaleza mixta de la geografía (entre las ciencias naturales y la política) fue causa de una subordinación de su estudio a favor de otras disciplinas más sencillas de ubicar y tipificar, como la historia: «el patrón fundamental de la historiografía es la crónica, la secuencia temporal de acontecimientos. Ese predominio de lo temporal en la narración histórica como en el pensamiento filosófico ha adquirido poco menos que un derecho consuetudinario que se acepta tácitamente sin preguntar más». Concretamente en el caso alemán, explica, todo el campo semántico del término “espacio” estuvo durante décadas estigmatizado por su empleo en la retórica nacionalsocialista. El peso de la manera de decir las cosas es señalado frecuentemente como fundamental en la conciencia investigadora.
El autor, por tanto, aboga por una recuperación del punto de vista espacial complementándose al vector temporal a la hora de enfocar las situaciones sociopolíticas de la actualidad y del pasado, entendiendo que quizá en esa doble lectura, entendida como spatial turn, residan más respuestas que en una sola. Para ello, parte de dos clarísimos ejemplos de espacialidad determinante, que son la caída del muro de Berlín y los atentados del once de Septiembre, y a continuación expone diversos temas relacionados entre sí, como la relatividad o subjetividad de todos los mapas («Algunos mapas hacen visible lo invisible [...] Otros advierten de fronteras que no debemos transgredir. Algunos escogen un plano largo, una escala grande, y hacen así invisible aquello que uno sólo puede ver si se mantiene en plano corto, a pequeña escala. Quien se decide por dar realce y señalar lo uno también se decide por no dárselo ni señalar lo otro. Las imágenes de los mapas descansan sobre decisiones, prejuicios, elección.»), las modificaciones del mundo por la guerra; los guetos, cercos, fronteras y zonas de exclusión; el trazado rectilíneo del mapa de los Estados Unidos dibujado por Jefferson, tan semejantes a las paper partitions del áfrica colonial; la importancia histórica de puertos y costas; las zonas calientes y frías, los no lugares, la modificación esencial de los conceptos espaciales desde la generalización del uso de las redes electrónicas.
El libro está formado por pequeños capítulos que, salvo excepciones, tienen menos de diez páginas. El autor se preocupa por encontrar un foco de interés para cada uno de ellos, y por ambas razones, la lectura se hace ligera, a pesar del calado de los temas que trata. La estructuración de estos capítulos sigue un orden no cronológico, que agrupa los artículos en cuatro bloques: el primero de ellos sirve como marco teórico y expresa la intención de la obra en su conjunto, el segundo es una especie de teoría de la recepción y anecdotario de los mapas, el tercero habla de las improntas visuales del espacio físico, y el último bloque, a modo de conclusión, se emprende una defensa de la idea de Europa, atando algunos cabos que se habían planteado en capítulos anteriores, y se dedica una última entrada a «lo que hubiera podido suceder», a la ciudad ideal, a la ciudad futura.
Se trata, entonces, de una apuesta por un estudio complejo del espacio, teniendo en cuenta las nuevas prioridades morales de la cultura global. Es muy interesante la importancia que el autor concede a los mapas mentales, a los espacios literarios o virtuales, a la potencialidad. Muestra de ello es esta cita, que podría resultar paradójica en un libro dedicado el estudio de los lugares: «Los interiores son mundos en miniatura, universos, espacios vitales, estuches del hombre privado, de la mujer privada. Son incluso sucedáneos del mundo. Se puede emprender en ellos viajes alrededor del mundo y al pasado sin moverse del sitio, lugar ideal para “búsqueda del tiempo perdido”».

lunes, agosto 20, 2007

El código de Arquímedes. La verdadera historia del manuscrito que podría haber cambiado el rumbo de la ciencia, Reviel Netz / William Noel

Temas de Hoy, Madrid, 2007. 374 pp. 19,50 €

Deni Olmedo

A pesar de que el título de este libro puede recordar en exceso a ciertos fenómenos superventas recientes, y seguramente haya sido elegido pensando en la posibilidad de venderlo como pseudoficción, para hacerlo más comercial, la aparición de un artículo el pasado mes de mayo en El País me animó a darle una oportunidad. Se había subastado en Christie’s el palimpsesto de Arquímedes: una copia escrita en griego antiguo de textos de este sabio de la antigüedad, borrado en la época medieval para reescribir sobre él (práctica habitual, ésta, debido a la escasez de pergaminos: una vez blanqueados, cada folio del pergamino original se gira noventa grados y se corta por la mitad, obteniendo así dos folios, de la mitad de tamaño, algo que estuvo muy relacionado con la aparición de la letra minúscula: al reducir la superficie útil se precisaba un método por el cual la escritura ocupase menos). Esta venta no pasó desapercibida a los responsables del Museo Walters, de Baltimore, que tras contactar con el anónimo comprador, encargaron al curador de libros William Noel que reuniese los medios necesarios para, no sólo restaurar el libro, sino sacar a la luz su primitivo contenido.
El análisis científico al que se sometió al palimpsesto es la excusa para realizar una semblanza de la figura histórica de Arquímedes. Se nos presenta como un erudito que despreciaba, no ya sólo a sus conciudadanos, sino a los sabios que poblaban las costas mediterráneas sobre el III adC. Euclides era el único al que consideró su igual: sabio que vivió en Alejandría alrededor del 325 – 265 adC, autor de la obra Los Elementos, que es una recopilación del saber científico impartido en el centro académico de Alejandría, del que era el líder. Fue autor de teoremas geométricos que aun hoy son materia de estudio (la suma de los ángulos interiores de un triángulo suman 180 grados, por ejemplo), además de ser un buen instrumento de razonamiento deductivo, y extremadamente útil en campos como la física, la astronomía (inspirado en él, en el siglo II Ptolomeo formuló su teoría, según la cual la Tierra es el centro del universo y los planetas, la Luna y el Sol giran en torno a él, describiendo círculos perfectos), la Química y en diversas Ingenierías. Pero sobre todo, en las Matemáticas: la Geometría de Euclides permaneció sin variaciones hasta el siglo XIX.
Arquímedes creó todo un método científico en el estudio de la geometría. A partir de ahí, desarrolló el cálculo del área del círculo, como una suma del área de infinitos triángulos contenidos en su interior, siendo por ello el creador del cálculo infinitesimal. Como resultado de todas sus investigaciones dio un valor al número π (pudiéndose definir este número como la proporción constante entre el perímetro de una circunferencia con la amplitud de su diámetro, como el área de un círculo de radio unidad del plano euclídeo —plano normal de dimensión finita—, o como el menor número real x positivo tal que sen(x)=0), con un error entre 0.024% y 0.040% sobre el valor real, usando un método muy simple: circunscribía e inscribía polígonos regulares de n-lados en circunferencias y calculaba el perímetro de dichos polígonos, comenzando con hexágonos circunscritos e inscritos y doblando el número de lados hasta llegar a polígonos de 96 lados. Fue inspiración para toda una generación de brillantes científicos, desde Regiomontano, Copérnico, Galileo hasta, especialmente, Leonardo Da Vinci, quien utilizó los tratados de Arquímedes, como base para los suyos propios, aunque en determinados aspectos, no consiguió superarle. Además, fue un brillantísimo estratega que impidió que su ciudad, Siracusa, fuese tomada por el ejército romano, aplicando sus conocimientos a la defensa de la ciudad: la Geometría, por ejemplo, inspiró la catapulta. O un sistema de espejos y lentes provocaron incendios en la armada enemiga reflejando la luz del sol.
El trabajo se estructura en dos partes: en la primera, William Noel nos explica (siempre usando para narrar la primera persona, llegando por momentos a tomar el aspecto de un diario de viajes) cómo el tratado llegó a sus manos por encargo, la búsqueda del equipo humano y técnico adecuado para mostrar el verdadero contenido del libro, y la búsqueda que realizó por todo el mediterráneo de las huellas de Arquímedes: desde la Biblioteca Vaticana a Turquía, buscando pistas de la antigua Constantinopla, y de allí al monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí. En la segunda, separada de la primera por una serie de fotografías del equipo investigador y del propio libro, nos describe pormenorizadamente el tratamiento al que se sometió al palimpsesto para la recuperación de los escritos originales, la restauración y su transcripción: para ello se desencuadernó y se fue tratando folio a folio. Reviel, el coautor, digitalizó el contenido, llegando a usar un disco duro externo de… ¡300 GigaBites! Para la recuperación se usaron técnicas de imagen multiespectral, para lo que se iluminaron los textos con haces de distintas longitudes de onda, superponiendo los resultados en un ordenador. Pero lo que realmente hizo que la investigación avanzase espectacularmente fue el uso de los rayos X sobre el libro: Se empleó el anillo acelerador de electrones-positrones de la universidad de Stanford, para bombardear los folios con radiación de Sincrotón. Una gran paradoja: una técnica que se creó para destruir átomos, servía ahora para descifrar las entrañas de la obra, aprovechando para ello las propiedades magnéticas de la tinta empleada en la primitiva redacción del texto, calibrando el haz a las longitudes de onda más adecuadas. El resultado fue espectacular: donde antes se leían oraciones marianas, de repente aparecieron, como por arte de magia La cuadratura de la parábola, Sobre conoides y esfenoides, Sobre los cuerpos flotantes, el Stomachion (dolor de tripa), un primitivo juego de 14 piezas que se pueden combinar de distintas maneras para obtener un cuadrado (por lo que se le considera el padre de la combinatoria matemática) y que es tan complicado que se comprende por qué se le llamó así, y una de las obras más importantes de las matemáticas de todos los tiempos: El Método, que es una metodología de demostración, que no de descubrimiento, y en el que describe cómo consiguió sus resultados, valiéndose de ingeniosos argumentos físicos y matemáticos, en especial su propia Ley de la palanca.
Willian Noel y Reviel Netz nos contagian el entusiasmo por la recuperación de una obra que se consideraba perdida desde hace siglos y logra que toda la descripción técnica y de conceptos científicos sea amena. Consigue captar la atención del lector con un cierto nivel matemático y al profano, que podrá encontrar en el libro, sobre todo en su primera parte, un libro cuasi-histórico, por momentos divulgativo, por momentos narrado como una novela, manteniendo su interés por conocer quién fue Arquímedes, y por qué el palimpsesto es tan importante para la ciencia y la cultura. Y sobre todo, hace que nos formulemos una pregunta: si fue capaz, en el siglo III adC, de llevar el conocimiento científico a un nivel que los sabios del siglo XVI no lograron superar, ¿qué habría sucedido si sus trabajos no hubieran desaparecido, si las generaciones posteriores hubieran podido beneficiarse de sus conocimientos y, a partir de ellos, desarrollarlos aún más? Quién sabe donde estarían hoy la Física y las Matemáticas.
¡Eureka!

viernes, agosto 17, 2007

Buenos días señor Hoy, Ana Rossetti

Ilustraciones de Jorge Artajo. Kókinos, Madrid, 2007. 30 pp. 13 €

Elena Medel

Con cuatro o cinco años —mi madre no precisa, yo no recuerdo— enfermé de varicela. El incidente me libró durante una semana de las clases de la guardería, convirtiéndome en la reina de la casa: no madrugaba, bebía a todas horas leche con cacao, tras el arroz hervido mi abuela deslizaba en la palma de mi mano una onza de chocolate, o un par de galletas, que aliviasen mi pena. En aquellos días de fiebre me regalaron los primeros tomos de El mundo maravilloso de Heidi, una colección de libros con ilustraciones. No se diferenciaban en exceso de los que yo ya conocía, pero sí guardaban dentro una novedad: muchas letras. Yo, que era lectora precoz, devoré —con alguna dificultad, con todo el entusiasmo, ayudada por mi abuela— esos primeros volúmenes, a los que siguieron otros muchos —el resto, y también otros cuentos— durante los días de enfermedad. Estas aventuras de Heidi son los primeros títulos que recuerdo haber leído con cierta consciencia —si es que a esa edad se puede ser consciente—, y suelo culparles de mi pasión lectora. De ellos salté a las colecciones Barco de Vapor y Gran Angular, a los poemas de Gloria Fuertes, a los clásicos para jóvenes de Anaya, y no paré de leer.
En un tiempo en que los índices de lectura se estancan en cifras tan bajas como preocupantes, considero fundamental la selección de una primera biblioteca que anime a los niños a la lectura. Libros de calidad, sí, hermosos, pero que a la vez entretengan, entren por la vista, enganchen y capten —sobre todo: es el objetivo— a nuevos lectores. Buenos días señor Hoy, de Ana Rossetti, es un ejemplo y una muy buena elección: una historia para lectores debutantes, poco antes de esa edad de mi varicela, que se presenta como mitad poema y mitad relato. No nos conduce el soniquete de la rima en Buenos días señor Hoy, la disposición gráfica no tiene por qué ser la de verso, y se nos transmite una historia de principio a fin, pero la carga poética resulta —como veremos— innegable. El hilo argumental es sencillo: la pequeña Mireya despierta y pregunta al nuevo día —el «señor Hoy»— qué le deparará. ¿Sol, nubes, tormenta? ¿Podrá salir a jugar a la calle, deberá permanecer quieta y en casa? Mireya, Lola y Gonzalo unen fuerzas para que el día sea «divertido», «feliz», «extraordinario», «emocionantísimo»... Lo consiguen, y se marchan de excursión.
Buenos días señor Hoy narra, así, un día en la vida de Mireya, desde que amanece hasta que llega la noche. Lo mejor, y aquí Rossetti —poeta pionera e inolvidable, narradora sin moldes, creadora que es pura transgresión— muestra su oficio, es cómo se cuentan losa: cuando llueve, «el señor Hoy se pone a llorar»; Mireya, al encender la luz, «enciende un sol en su habitación»; las estrellas se describen como la «carga brillante» de los «pescadores nocturnos»... Metáforas muy simples, de identificación fácil y al alcance de los más pequeños —que, al descubrir por qué se dice así, sentirán como leer y comprender lo que se lee no es tan complejo—, pero al mismo tiempo de enorme belleza, igual que las ilustraciones de Jorge Artajo. Domina el color blanco, sí, y estallan los tonos más alegres —verde, rojo, amarillo— página tras página. La lectura es, en Buenos días señor Hoy, toda una fiesta.
No tengo hijos ni sobrinos, mis primos ya crecieron, y pocos de mis amigos más cercanos y queridos se animan a alegrarme con sus propios retoños. Mi contacto con los niños se limita, pues, a aquellos que ocupan el mismo vagón de metro. Sin embargo, algo mágico me ocurrió cuando disfrutaba de Buenos días señor Hoy: volví a sentirme como aquella niña que, con un pijama rosa, descubría la emoción de la lectura. Más que recomendable para los más pequeños, desde luego, pero también para aquellos mayores que deseen viajar en la máquina del tiempo, y regresar a su infancia durante un rato.

jueves, agosto 16, 2007

La maga primavera y otros cuentos, Emilia Pardo Bazán

Ed. Marta González Megía. Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 284 pp. 22,50 €

Care Santos

No sé apenas nada de mis bisabuelos, que nacieron en la segunda mitad del XIX, digamos que entre 1850 y 1880. Cuando pienso en ellos, me parecen a la vez seres próximos y remotísimos. Si un día, frotando una lámpara, se me aparece un genio dadivoso, le pediré compartir una larga sobremesa con ellos, sus padres y sus abuelos. Claro que tendrá que ser en una mesa grande, porque esa parentela y yo misma sumamos 57 personas.
Emilia Pardo Bazán fue contemporánea de mis bisabuelos (nació en 1851) y, en algunas cosas, muy similar a ellos, me figuro: vivió la sorpresa de asistir al primer tanteo cinematográfico de los Lumiére, alabó las virtudes del teléfono, se maravilló con las bondades de la electricidad, padeció las secuelas de las guerras carlistas, fue testigo del atentado en el día de su boda de Alfonso XIII y no pudo votar en toda su vida (porque el derecho al voto de las mujeres no se aprobó en España, y aun tímidamente, hasta 1923, dos años después de la muerte de la autora gallega). Seguro que la condesa habría suscrito una frase que la tradición de mi familia atribuye a un tío-abuelo de mi madre: «Jamás, ninguna generación, volveréis a ver cambiar el mundo del modo en que lo hemos visto nosotros».
Sin embargo, también en algunas cosas fue Pardo Bazán completamente distinta a mis venerables parientas: mujer de mundo, ilustrada, muy alejada de la cortedad cultural femenina que tanto y con tanto ahínco combatió (un dato ilustrador y terrible: en su época, más del 80 por ciento de la población femenina era anafabeta). Su curiosidad sin límites la llevó a interesarse por todo tipo de temáticas —como queda patente en sus artículos—, desde la sanidad a las tradiciones, los prgresos científicos y tecnológicos o los viajes. Militó en un feminismo incipiente que, sobre todo en lo literario, le debe mucho; y se atrevió con todo y con todos, sin pelos en la lengua, escribiendo siempre desde una subjetividad y una valentía que es uno de sus mayores encantos.
Me hubiera gustado tener en la familia a doña Emilia. Pero, a diferencia de mis olvidadas bisabuelas, de ella sé muchas cosas. No sólo porque la verdadera Pardo Bazán aflora constantemente en cuanto escribe sino porque su personaje vive en las palabras de muchos de sus contemporáneos, en las crónicas de la prensa de la época y en sus propias acciones.
Por ejemplo, gracias a lo que los cronistas escribieron de ella, un personaje público conocido y seguido por gran parte de los lectores, puedo conocer con qué sencillo atuendo se presentaba a conferenciar al Ateneo de Madrid:

«un riquísimo traje alto, de raso blanco, con encajes de Inglaterra, y (...) valiosas alhajas, entre las que llamaba la atención una lindísima rivière de brillantes y gruesas perlas» (Diario Las Provincias, 1900).

Sabemos cómo opinaba Pardo Bazán acerca de casi todo. Prefería la horchata de chufa al whiskey —«ahora en Madrid (...) no se encuentra fácilmente ningún refresco español», se queja—; abogaba por la falda corta en las ocasiones pertinentes, arremetía contra el provincianismo de los españoles que no sabían viajar; criticaba la sumisión de la mujer, ligada a la falta de cultura, y animaba a sus contemporáneoas a procurarse un trabajo que les permitiera ser independientes. Su valor a la hora de esgrimir sus ideas le costó en más de una ocasión un elevado precio: muchos de los intelectuales del momento la criticaron, algunos con saña. Por su posición, o por su afán de relevancia, o por su (legítimo) interés de entrar en la Real Academia —que ella llevó al extremo de la polémica pública— o incluso por su capacidad de trabajo. Leopoldo Alas —a quien ella anteriormente tuvo por amigo— escribía así:

«Doña Emilia escribe demasiadas novelas; su imaginación no es fecunda ni variada; ella no puede hacer lo que un Pérez Galdós o un Zola, y mucho menos doble de lo que ellos hacen. Dos novelas en cinco meses, ¡ahí es nada! Resulta que a veces escribe por escribir».

Lo cual viene a demostrar que por mucho que cambien los tiempos, los gustos y las tecnologías, el mundo literario —sus envidias y sus modos de demostrarlas— es inmutable.
Ella se defendió siempre con contundencia. La acusaron de «salpicar sus escritos de palabras de baja estofa» e incluso emplearon este argumento para invitarla públicamente a abandonar la literatura. Ella alegó la necesidad de hacer que sus personajes se expresaran en la lengua del pueblo del que formaban parte. La tildaron de demasiado prolífica y dijo que solía trabajar a diario, escribiendo «quince cuartillas diarias», porque pretendía vivir de escribir. La criticaron por su afán de entrar en la Academia y replicó que si lo que hacían allí los académicos cada jueves era contar chistes verdes, ella conocía muchos también, y podía contarlos. Menéndez Pidal la tildó de sabihonda y fea y añadió: «con lo cual tiene mucho adelantado para ser krausista». Años después, ella escribirá: «A ningún escritor vivo le han sido dirigidos los ataques que a mí», mientras continuaba trabajando sin descanso. Y fundando revistas, dictando conferencias, viajando sin descanso y frecuentando balnearios —que adoraba— para curarse de la intensidad de su vida y también de lo mucho que le gustaba comer.
De todo lo que acabo de referir y de mucho más habla Marta González Megía en la magnífica introducción a esta recopilación de cuentos, que viene a completar su edición de Bucólica y otras novelas, en esta misma colección. La editora ha buceado en los documentos inéditos de Pardo Bazán conservados en la Real Academia Gallega y nos sirve un buen número de los mismos, incluyendo un cuento nunca ublicado hasta ahora, precisamente el que se ha elegido para titular esta selección personal, La maga primavera. Se trata de un texto corto, de los últimos —tal vez el último— que salieron de la pluma de la gallega, muy descriptivo, con tan escasa acción como relevancia en el conjunto de su obra, salvo como mera curiosidad. A pesar de todo, la recuperación bien merece haber sido incluida en este volumen, en el que el lector podrá disfrutar también de algunos de sus mejores cuentos.
Doña Emilia cultivó el relato corto durante toda su vida. Con más intensidad todavía en los últimos 25 años, cuando ya era una autora consagrada y diarios y revistas le reclamaban a menudo textos breves de ficción. Escribió en total 600 relatos que, si bien han conocido numerosas publicaciones parciales, sólo una vez se han publicado en su totalidad y en una edición de difícil acceso para el gran público (Cuentos completos, Fundación Pedro Barrié de la Maza, 1990). Desde luego, el volumen del material disponible hace aconsejable la selección de un buen garbillador, que es exactamente lo que nos ofrece esta edición.
Pardo Bazán admiraba a Maupassant y a Zola. Ambas querencias se adivinan en sus temáticas y, sobre todo, en sus desarrollos, aunque amalgamadas con sus propias preocupaciones y los ambientes que mejor conocía. Es frecuente el recurso de la historia dentro de la historia, el del narrador que refiere algo que le ocurrió con anterioridad para deslumbrar a un auditorio. Aunque el gusto de la autora por transmitir historias que conocía de boca de sus paisanos —invotaba a comer a los párrocos de los pueblos para escuchar sus anécdotas— la convierte en una notable recopiladora de historias, además de gran deudora de la realidad que la circundaba. Sus temas abordan todo aquello en lo que Pardo Bazán tuvo implicación: el mundo rural gallego, el urbanita de la gran ciudad —normalmente, Madrid—, los problemas de la mujer —la incultura, la sumisión, la violencia...—, la fascinación por culturas extrañas, lo sobrenatural —de nuevo la sombra de Maupassant, tal vez— y hasta lo metafísico. Particularmente, prefiero a esta última Pardo Bazán: la que reflexiona sobre la vida además de retratarla con maestría. La de “La resucitada”, “Las dos vengadoras”, “La calavera” —este último en deuda con Edgar Allan Poe— la que no vacila en ser descarnada y brutal de “No lo invento” (el título es toda una declaración de intenciones) o la que se atreve con un tema clásico —la posesión demoníaca— al que da sutiles matices de humor, en “Posesión”. La mayoría de sus relatos fueron publicados en la prensa —de ahí su brevedad— y están plagados de guiños: ya sea a la España del momento, a los nuevos inventos que inquietaban a la mayoría o a una realidad que ella deseaba combatir. El huracán Pardo Bazán se adivina bajo todos ellos: incluso los más simples, los más ingenuos, tienen una fuerza y una capacidad de seducción raros de encontrar en un texto literario.
Tengo un amigo que afirma que vivimos 150 años. Los 70 u 80 que deambulamos por la tierra y los otros tantos en que nos retiene la memoria de algún vivo. Emilia Pardo Bazán murió hace 86 años y vivió 70. Tal vez, a la vista de lo poco y mal que se la recuerda, tendré que comenzar a pensar que la sentencia de mi amigo es también aplicable a escritores como ella, que dejaron la estela de una obra tan considerable. Por fortuna, el trabajo de estudiosos como Marta González Megía y el esfuerzo de editores como Pote Huerta, de Lengua de Trapo, contribuyen a remediar el escaso conocimiento que tenemos todos de una de las autoras más interesantes del siglo pasado, que sigue conservando el poder de atrapar a cualquier lector, cuando no por la contemporaneidad de sus temas, por el embrujo indiscutible de su estilo. Claro que a la propia doña Emilia no le asombraría demasiado el escaso reconocimiento de su obra y de su propia figura. Ella misma fue una escéptica, una desengañada. Hacia la mitad de su carrera, cuando ya era una autora de cuarenta años, exitosa, conocida, con el pasado resuelto y una brillante carrera por delante, sentenció: «En España casi no se puede contar con el público».

miércoles, agosto 15, 2007

Si te comes un limón sin hacer muecas, Sergi Pàmies

Trad. del autor. Anagrama, Barcelona, 2007. 132 pp. 11,50 €

Vicente Luis Mora

Si no tuviera una periódica y dotada habilidad para la ternura, pensaríamos de Sergi Pàmies que es un cínico. Sus relatos están escritos desde un escepticismo a prueba de bombas; su ironía está a un paso de la crueldad, su acidez es rayana con la amargura y su humor se sumerge sin disimulo en lo vitriólico, pero aun así hay siempre un resquicio de humanidad y de esperanza en los cuentos de Pàmies que nos hace pensar (a lo mejor sin motivo) que quizá no piense el autor que nada vale la pena y que vivimos en una sociedad donde todo da lo mismo. Porque a la hora de la verdad no todo vale igual, para Pàmies no es lo mismo escribir bien que mal, no es lo mismo dejar morir que dejar matar, ni las vidas —aún— son intercambiables. Pàmies es impío, sí, pero no inmoral. La ética deja todavía rastros en sus personajes, que se resignan ocasionalmente al todo vale pero con la clara consciencia de que están cayendo en algo que no desean. Sus caractereses serán grises, pero se niegan a llevar a cabo actos que cercenen su posibilidad de cambio (véase al efecto la última y significativa frase del libro).
En esta nueva entrega de cuentos, Si te comes un limón sin hacer muecas, publicada como casi todas las suyas por Anagrama, y enriquecida por un prólogo cómplice y esclarecedor de Enrique Vila-Matas, Pàmies ha desnudado hasta el extremo la prosa: sus historias ya no admiten vaguedades, las digresiones cuentan, las aparentes florituras vienen al caso, todo arroja luz. Se ha perdido el descaro de piezas antiguas, como Sentimental, de errores tan memorables como los aciertos[1], pero es innegable que el conjunto ha ganado en eficacia narrativa. Quizá es demasiado eficaz, quizá ahora los cuentos son tan expeditos que parecen demasiado elaborados, cerebrales, y le cuesta mucho a Pàmies destilar humanidad. Este sistema de depuración narrativa máxima dificulta al lector intimar con los relatos, y provoca que junto a textos excelentes, como “Brindis” o “Sangre de nuestra sangre”, haya otras piezas más flojas, como la titulada “Como dos gotas de agua”: el mecanismo es tan milimétrico que si no funciona, ni el estilo (despojado al límite) ni los añadidos retóricos u oníricos (deliberadamente laminados) pueden acudir en su auxilio. Un ejemplo de cuento malogrado, en este caso traicionado por su frase final, es “Pozo”, que hasta su antepenúltima línea es o podría haber sido un asombroso cuento alegórico, digno de antologías pobladas de escritores ciegos; pero diríase que al autor le ha preocupado que el cuento pareciera demasiado profundo, matándolo al quitarle hierro. Los cuentos de Pàmies son monumentos a la construcción cuentística, pero en su virtud está su peligro: por la extrema delgadez que visten, están a un corto paso de la belleza y a otro de la anorexia.
Pero es innegable y reconfortante comprobar que seguimos en territorio Pàmies; es evidente, conforme avanzamos en la lectura de Si te comes un limón sin hacer muecas, que la atmósfera habitual de sus narraciones sigue estando presente, sobre todo —en algún lugar lo hemos apuntado ya—, por la sabia elección de los caracteres protagonistas, magistralmente construidos con dos apuntes a vuelapluma, evitando las patologías fáciles y los tics intercambiables. Observemos la disección espiritual de un escritor: «te deleitas en la adulación con la satisfacción de quien siente en los hombros las manos de una masajista» (p. 50). Lo curioso de los personajes de Pàmies es que podrían ser nuestros vecinos, o que podríamos ser nosotros, como apunta Vila-Matas en su prólogo. Pàmies no gasta su imaginación en buscar escenarios increíbles o personajes exasperados, no necesita de patologías psíquicas para causar extrañeza ni de complicados saltos espacio-temporales para generar exotismo (véase declaración explícita al comienzo de “Ficción”, relato que hace las veces de poética del conjunto, y no sé si de su obra completa). Los huecos de las escaleras comunitarias, los coches, los cuartos de baño, son espacios perfectamente adecuados para hacer literatura fantástica. La de Pàmies es una literatura sin nombres propios, sin negritas, en la que cabemos todos. Quizá esa sea, siga siendo, su ética irrenunciable.

[1] Por cierto, el personaje de Sentimental o el comportamiento del personaje de Sentimental (un belga que inopinadamente abandona a su familia) aparece en la página 75; lo que antiguamente era el argumento de una novela corta ahora se ve, por otro personaje, como una excentricidad. No sé si estamos ante una broma íntima para críticos y lectores cómplices, o si es un significativo cambio de vista sobre las necesidades de verosimilitud de la narración breve. A la vista de algún cuento anterior de Si te comes un limón..., como “Juego”, donde uno de los personajes muere y, tras un diálogo con San Pedro que recuerda al de Woody Allen con la Muerte en Para acabar de una vez por todas con la cultura, resucita, me inclino por la primera opción.

martes, agosto 14, 2007

La marea del tiempo, Raúl Carlos Maícas

Candaya, Barcelona, 2007. 159 pp. 14 €

Pedro M. Domene

Raúl Carlos Maícas (Teruel, 1962) entrega, y habrá que puntualizar que no es habitual en la literatura española, un segundo volumen de sus diarios, tras Días sin huella (1998), calificado casi una década atrás por Alejandro López Andrada como «un libro que huye de los tópicos edulcorados y de esa corriente cursi y engolada que, últimamente, practican tantos encumbrados de este país literario empobrecido por aquellos que sientan cátedra sin saber». La marea del tiempo (2007) contiene los diarios o prosas solitarias de alguien que, de alguna manera, levanta acta cotidiana desde las entrañas mismas del convulso mundo literario actual. Un cuaderno que, como aclara el escritor catalán Marià Manent, bien puede traducirse en «notas dispersas (...) pequeñas zonas salvadas de la marea del tiempo y de la inexorable erosión de la memoria». En realidad, este tipo de ejercicios literarios se traducen como si de una terapia cotidiana se tratara, una especie de autoayuda en el difícil mundo del periodismo rutinario, así calificaba el propio Maícas su proceso de escritura y añadía, además, que este tipo de textos se convierten en auténticos libros interactivos, porque acogen una escritura fragmentaria, adecuada a los tiempos que vivimos, de posterior fácil lectura, posibilitando que puedan ser abiertos por donde uno libremente quiera. Se trata, en definitiva, de un libro que bien podíamos calificar como de memoria, evocación, pero de una profunda agudeza crítica o de una desinteresada e íntima voluntad de sorprender a los lectores.
Estos textos se concretan en ese espacio que proporciona la vida misma repleta de desvaríos, espejismos, ensoñaciones, leyendas que convierten lo vivido y recordado en objetos perdidos y cachivaches que, por su naturaleza, transforman nuestra existencia en una vida sedentaria, doméstica y burguesa, para así, como señala el autor, poder edificar un pequeño mundo, un mapamundi imaginario que nos permita seguir reinventando historias y vidas. La vocación misma de este libro estaría entre esa especie de retiro que anotábamos hasta aquí y esa otra más universalista que le proporcionan al autor sus múltiples lecturas y vivencias. Para poder establecer un paralelismo entre ambas opciones, Raúl Carlos Maícas, se inventa un viaje individual por unas carreteras imaginarias que le permiten huir de esa náusea cotidiana que el tiempo le ofrece a diario y se aleja de una vida de cierta mediocridad responsable.
En este diario se percibe esa pluralidad que el autor ha ido experimentado y ensayando, sus múltiples lecturas, vivencias, sentimientos, razonamientos, temores y alegrías, inquisiciones y disquisiciones que le permiten seguir huyendo de ese ostracismo cotidiano y provinciano para asomarse a esa diversidad que ofrece el mundo extranjero, anotando autores y obras que rescata de algún catálogo olvidado (recuérdese a Nizan), puntualiza sobre la ética de Camus, admira la condición apátrida de Bruce Chatwin; pero frente a esa universalidad, evoca a nuestros Bergamín y Gómez de la Serna y, en igual proporción, reivindica la obra de Miguel Sánchez Ostiz, tan barojiana como visionaria.
Una última consideración: en algunas de estas páginas repletas de buenos y mejores deseos, aquellos que Séneca calificaba como una cadena cuyos eslabones son las esperanzas, Maícas se califica de cosmopolita varado en el privilegiado mirador de la provincia donde él vive, un insumiso que abomina patriotismos, corsés ideológicos, vasallajes y todo aquello que se practique con una política de horizontes mezquinos, para añadir que muestra esa valentía de confesión, en unos tiempos rancios y finiseculares, sometido a desprecios y a ninguneos o a improperios y exabruptos. De ahí, su condición de náufrago e iconoclasta cascarrabias. Personalmente, añadir que nada más difícil que sobrevivir en este difícil mundo de gremios consentidos.

lunes, agosto 13, 2007

Tortugas acuáticas, Roxana Popelka

Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2006. 94 pp. 10 €

Inés Matute

Licenciada en Ciencias Políticas y Sociología y Doctora en Filosofía, Roxana Popelka es, ante todo, una humanista. Y eso se nota en todo lo que hace, tanto en el campo de la poesía y la narrativa, como en sus exposiciones fotográficas y performances, por no mencionar los cortometrajes que tan brillantemente ha dirigido. El libro Tortugas acuáticas llegó a mí por amistad, por la complicidad que mantengo con Tito Expósito, editor del Baile del Sol, y no creo exagerar al decir que me ha de faltar tiempo para agradecerle que pusiese a Roxana, con o sin tortugas, en mi camino.
Mediante esta interesante antología de relatos, Roxana Popelka nos propone una emersión de la cotidianeidad en la narrativa con una voz y una actitud muy particulares. El libro, muy descriptivo, agrupa una serie de relatos breves intensos y mordaces, los cuales destilan una agridulce dosis de crítica a los modos y costumbres burgueses, actuando como espejo de pequeños dramas interpersonales fruto de la contradictoria sociedad en que vivimos. Su mirada, analítica aunque recubierta de ternura, contempla las distintas escenas desde la apatía y el desencanto, lo cual no disminuye, sin embargo, el valor de cada relato. Es más, yo diría que lo potencia.
Su prosa, rica en matices y tonos, unas veces es áspera y cortante, y otras, delicada y reflexiva. Las relaciones de pareja, los problemas de comunicación, los fracasos sentimentales, el trabajo, los hijos, el paso del tiempo, la convivencia, la supuesta sociedad del bienestar —con sus servidumbres y sus carencias— y los sueños rotos son los temas sobre los que Roxana posa su sabia pluma; y lo hace buscando la empatía del lector, el asentimiento, ayudándose para ello de marcas comerciales y referencias populares. Pero eso no es todo. La desigualdad, la injusticia y la represión también están presentes entre sus páginas, esbozadas o desarrolladas menos extensamente, pero visibles a ojos del lector atento, que deberá enfrentarse al «pequeño instante de decepción» desde su ética personal y la plantilla de sus emociones. Seleccionando detalles concretos, y lejos de maximalismos e interpretaciones simbólicas, lo que se nos muestran son Polaroids de una realidad donde no hay lugar para el lujo o la sorpresa, y que convierten a la autora en una muy digna representante de lo que se ha dado en llamar el “Nuevo Realismo”.
Empuñando el escalpelo, espléndida me parece la historia de la mujer que, insatisfecha de sus relaciones con los hombres, se sumerge en el sexo de otra mujer en busca de respuestas. O la de la niña que se niega a crecer y convertirse en mujer por temor a decepcionar a su peculiar padre. O el magnífico diálogo-trampa del relato que da nombre al libro, por no mencionar la pregunta clave de “Mosquito”: «¿Por qué no hay que decirlo todo?» En definitiva: una voz femenina imprescindible dentro del panorama actual de la nueva narrativa española.

viernes, agosto 10, 2007

Sasha y Oli a jugar / de paseo / de viaje / al parque, Katherine Lodge

Trad. Esther Rubio Muñoz. Kókinos, Madrid, 2007. 10 pp (c.u). 6 €(c.u)
Doménico Chiappe

Sasha es una osa panda, de grandes ojos tristes, cuerpo menudo de niña, que viste como niña. Oli es una jirafa menos humanizada (no viste) de naranja piel y lunares ocre, aventurera como Sasha y dispuesta a conocer. Porque conocer es la gran aventura que estos dos personajes presentan al niño. La autora de la serie Sasha y Oli, de quien hoy se presentan cuatro libros, Katherine Lodge, utiliza la imagen naif y colorida con la contundencia de la exploración visual que tiene el niño, que sólo tiene el niño en edades tempranas, y que se refuerza con la hermosa edición de Kókinos.
En De viaje, Sasha y Oli han empacado en hermosas maletas azules, suben al avión y miran por la ventanilla las aves que surcan el cielo junto a ellos, y un helicóptero, aparato tripulado por un perro blanco de largo hocico que utiliza gorro (¿homenaje a Snoopy?). El helicóptero mueve las aspas. El niño pone el sonido. Llegan a la playa, juegan con la arena. Sasha es más activa. Oli más fresco, observador. Fotografían una ciudad de tráfico intenso y altos edificios (¿han viajado a Miami?). Suben a una montaña para descubrir un lago y finalmente, como todos, yacen al final del día en la piscina del hotel, con un refresco (supongo que no un daikiri) al borde.
El mundo de juego se cuela en la realidad. Lodge puede dibujar la realidad (sus personajes pintan con acuarelas corazones que se chorrean) o lo que imaginan (conducen un coche para dirigirse al campo). En De paseo, van al parque de diversiones, patinan sobre hielo conducen un tren y vuelan en un globo aerostático. Y en Al parque, preparan y llenan una piscina, juegan en un parque infantil, hacen un picnic y llueve, aparece el arco iris cuando Oli lleva en su lomo a una Sasha cansada. Queda patente un claro mensaje de compañerismo y colaboración.
En A jugar, Sasha y Oli echan mano de todos sus juguetes, típicos en el baúl de los niños. Oli se ve más despierto y activo que en el libro anterior. Sasha se comporta como una niña encantadora vestida de hada madrina, cuando Oli imita a Louis Armstrong o viste de pirata (sin parche y sin garfio), dibujan, preparan una tarta (como en el anterior, el niño recrea el sonido: cumpleaños feliz, te deseamos a ti), vestidos de cocineros, hacen planos y construyen naves intergalácticas donde Oli no cabe y, de noche, leen un libro a la luz de una lámpara y con la luna asomando por la ventana.
La estrategia de Lodge es clara y eficaz: un día agitado, temático, en la vida de dos personas afines, compenetradas como dos hermanos, donde Oli es el mayor y Sasha la menor con visos de dirigente ante un complaciente cómplice.

jueves, agosto 09, 2007

En carne propia / Un día del año, Christa Wolf

Sofía Rhei

Trad. Carmen Gauger. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007. 176 pp. 16,90 €

«Un largo viaje. Emerger, sumergirse. Hundirse. Que entonces siempre sean más fuertes los quejidos. Otra gran oleada de la misma marea, va a llevarme con ella. Hundirme. Ser hundida. Oscuro. Silencio.» Éste es uno de los párrafos de las primeras páginas de un libro cuyo tejido comienza deshilado por la indeterminación, por el extrañamiento, por una búsqueda de la descripción precisa de ciertas sensaciones a partir de un lenguaje enrarecido como los líquidos en disolución. Del mismo modo que el principio de Las olas, de Virginia Woolf, la voz narradora de En carne propia se abre camino a través de frases cuya única hilación es la de una subjetividad perpleja de sí misma y de sus propias sensaciones, de un mundo en el que lo interior no se diferencia de lo que viene de fuera. «Algo se queja, sin palabras». El intento de decir el dolor, de traducir a tejido verbal toda la gama sinestésica de colores, sombras, golpes y estallidos de una conciencia que se ha convertido en cuerpo, que ha sido llevada al presente de las sensaciones inmediatas y que debe reconstruirse desde ahí. «Llegan las otras figuras que se ponen a trabajar en su persona, que controlan drenajes, cambian frascos de infusión, lavan, me acomodan en la cama, esa cosa que es mi cuerpo para ellas.» Del mismo modo que en la citada novela de Virginia Woolf, la perplejidad ante el mundo termina convirtiéndose en una reflexión sobre el lenguaje y la literatura: «El shock de que todo lo que digo o escribo está falseado por lo que no digo ni escribo». «Cómo íbamos a saber la extensión de nuestro mundo interior si no nos lo abriera una llave especial, por ejemplo, la fiebre alta»: la pureza de las percepciones plásticas, sonoras y cinestésicas lleva a la conciencia del cuerpo, pero el cuerpo sólo tiene sentido en tanto que portador de la memoria. Y la memoria se manifiesta en forma de retazos de los otros, de sensaciones rescatadas: «Que haya tantos espacios interiores». Entre la trama sensorial que retrata el presente, y los deslizamientos de la memoria, aparecen reflexiones de profundas implicaciones filosóficas. El cuerpo como un juego de cajas chinas que esconde diferentes y misteriosos tipos de interior y de vacío. La memoria despliega su propia perplejidad, compuesta por recuerdos de inocencia perdida, de poemas de Goethe, de ilusiones sociales y políticas que parecen tan lejanas como la juventud perdida. «Curioso, cómo funciona el cerebro». El espacio del hospital es un territorio de lo inhóspito, de lo misterioso, de lo blanco. «Muy tarde, en plena noche —pero las horas del día y de la noche se difuminan—, bajará por fin la marea, vagamente emergerá la habitación, apenas iluminada por el cuadrilátero de luz nocturna que hay en el zócalo, junto a la puerta: ella estará, empapada de sudor y desfallecida, en su cama-barco...» «Comprendo el misterio de la tercera persona, que está ahí sin ser palpable, y que, cuando las circunstancias le son favorables, puede tener más realidad que la primera: Yo. Sobre la dificultad de decir yo», explica la autora en otro de sus libros, Noticias sobre Christa T. El mismo fenómeno que Wolf advierte al leer los diarios de su amiga desaparecida, escritos en tercera persona, es utilizado en esta obra de ficción. A medida que la memoria va reconstruyendo sus esquemas del mundo, la voz narradora avanza progresivamente desde la tercera persona al “yo”. Del mismo modo, el lector va reconstruyendo una historia de relaciones humanas a través de fragmentos: hay nombres que aparecen y aparecen dejando su huella en lo narrado, situaciones que configuran el retrato de una mujer y de un complejo tejido social que parece estar constantemente sometido a procesos de cambio, el bosquejo de las consecuencias de esos cambios sociales en sus habitantes más comprometidos políticamente. «Cómo murió Urban. Se ahorcó. En un bosquecillo. Lo encontraron al cabo de semanas. Renate. Dios mío, Renate. Tiene que vivir con esa imagen». Desafortunadamente, no soy capaz de comparar la traducción con su original en alemán, pero el trabajo de Carmen Gauger consigue transmitir la extraña mezcla de registros y tonalidades a través de la cual se muestra el ritmo desgarrado de la memoria que va saliendo a flote por estratos, y tiene la habilidad de sugerir sensaciones ayudándose del tipo de frase a utilizar. No debe de ser una tarea fácil enfrentarse a la traducción de un libro tan estriado, compuesto de grumos de significado que tropiezan unos contra otros como una hemorragia.



Trad. Carmen Gauger. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007. 615 pp. 35 €

Hay diferentes maneras de leer. Inevitablemente, el género de escritura que un artista escoge para transmitir una idea es inseparable de las expectativas que el escritor cree que el lector va a tener respecto a un determinado formato. En este caso, la idea del libro es retratar el presente (incontable) y toma forma de diario personal, sólo que el ritmo de los días recogidos es anual. Lógicamente, el resultado de una lectura indefinida del presente es una sensación contradictoria: la conservación por escrito de un momento arrastra inevitablemente la sensación de caducidad, ese pensamiento, en palabras de Elena Medel, de que todas las personas conocidas estarán muertas algún día.
El problema de la captura del tiempo se resuelve aquí tendiéndole una trampa a la cruda realidad, y utilizándola como materia prima apenas filtrada, pero, eso sí, ciertos fragmentos son destacados sutilmente sobre el resto, como dotados de vibración por la manera de ser descritos, por la sensibilidad excepcional de la escritora.
Las obras de ficción de Christa Wolf suelen estar poco apegadas a un hilo argumental, y tienen una forma más bien pulviscular, atómica: mediante retazos de significado, las situaciones van cobrando forma dentro de un caldo de tensión emocional. Por el contrario, en Un día del año, la autora lo cuenta todo, y casi por orden. Su talento literario hace que resulten interesantes detalles que podrían no haberlo sido. Otra característica de este libro es que nunca se sabe cuándo va a surgir un fragmento de gran interés, puesto que todos los temas (políticos, afectivos, literarios, gastronómicos) aparecen mezclados orgánicamente.
La lectura de este diario-anuario, con sus a veces minuciosas descripciones, es como sumergirse en otra vida. Pronto se adquiere el ritmo de esta familia en concreto, se aprenden sus prioridades, se comprenden las relaciones que existen entre unos y otros.
Como quizá ocurre en todas las vidas, lo nuevo, lo excepcional o lo irreparable se insertan en el tejido de la cotidianeidad, confundiéndose con ella. Es inevitable sentir vértigo al ver cómo pasan cuarenta años tan rápidamente ante los ojos del lector. Por todo esto, quizá la mejor manera de leer este libro sea simular de algún modo el curso de los años mediante dosis espaciadas en el tiempo.
La edición incluye notas tanto de la autora como de la traductora. Esto facilita enormemente la contextualización de las escenas, situaciones y personajes.
A lo largo de esta cuarentena 1960-2000 nos hacemos eco del fastidio que le provoca a la autora recibir el premio nacional en 1964, el éxito y la repercusión de Casandra, que da la impresión de parecer desproporcionado a Christa Wolf en relación con su otras obras,
de sus comentarios de la actualidad política desde el lado este de Berlín, de los numerosos libros que lee y la opinión que le merecen («He leído antes una líneas de los diarios de Virginia Woolf y tuve una sensación extraña al comprobar ciertas afinidades en el terreno emocional»), de la importancia que la autora concede a sus intensos sueños, a veces de carácter premonitorio, como en 1987: «Helmut se les acaba de morir. Toda mi inquietud y miedo nocturno se habían confirmado».
En 1970 la familia viaja a Bulgaria, como parte de un grupo organizado. «Gerd se ha traído de nuevo Los mitos de la antigüedad clásica, que siempre lee en tierras meridionales donde, en su opinión, encajan a la perfección». Tinka descubre cómo son en realidad «las célebres hojas de la higuera». Gerd «declara que habría que tener una dacha en el mediterráneo». La imagen de la Grecia clásica se superpone a la realidad búlgara, hasta que «una mañana luminosa», ante las fantasías de Gerd sobre vivir en una isla griega, Christa se de cuenta de que «no es el sur, es la falta de ganas de volver a casa. (¿Cuándo vino realmente el cambio, la desgana de volver?).»
Entre todos los personajes que aparecen, llama la atención la historia de Tinka, la hija que cumple años al día siguiente de la escritura del “diario”, y que vemos crecer a lo largo del libro: se nos cuenta cómo fue su nacimiento, numerosas escenas de su infancia, cómo ya mide un metro setenta y dos con catorce años, cómo le asusta cumplir diecisiete, sus difíciles partos, cómo se hace crítica de teatro y también pertenece a un grupo dramático.
No pasa un día sin algún comentario respecto a la situación política y social, pero hay jornadas dedicadas casi exclusivamente a analizarla, como la entrada del 89, tras la caída del muro, la jornada electoral de 1998 «la extrema derecha quedó por debajo del 2%, esta fue una de las mayores alegrías de la noche electoral». En la actitud de la familia parece advertirse cierto escepticismo (el pesimismo de la lucidez descrito por Gramsci) en los comentarios, pero sus actos muestran el optimismo de la voluntad: «Sacamos (nuestra casa) de un estado ruinoso hace cinco años y la fuimos poniendo en un estado aceptable para nosotros; habitable era, desde luego, y más que eso: una casa de trabajo y de vacaciones, también para hijos, nietos y amigos, había tomado ya una pátina y era fuente de relatos, hasta de mitos».
En la entrada de 1993 leemos: «Alguien plantea la bonita pregunta de si los expedientes de la Stasi eran la mala conciencia de la nación; yo digo que no, que sólo en Alemania se puede concebir la idea de que unos expedientes puedan sustituir a la conciencia. Después de haber leído mi expediente, dije, yo lo sabía: estos expedientes no contienen 'la verdad' [...] Contienen lo que la gente de la Stasi debía, podía o tenía que ver o haber visto […] ni siquiera el lenguaje que empleaban, dije, era apropiado para registrar la 'verdad' [...] No, 'la verdad' sobre esa época y sobre nuestra vida probablemente habrá de traerla la literatura».