viernes, junio 30, 2006

Diario de un hincha, Montero Glez

ElCobre Ediciones, Barcelona, 2006. 101 pp. 15 €

Salvador Gutiérrez Solís

Con permiso, una reflexión. Soy consciente de que en esta vida existen determinados elementos —circunstancias, hechos, situaciones, fenómenos… escojan el sustantivo de mayor agrado— que son difíciles de entender —para quienes les son ajenos—, porque tal vez sean muy complicados —o imposibles— de explicar. La Santísima Trinidad, las novelas de César Vidal, el éxito de Pasión de Gavilanes, Jesulín de Ubrique o el fútbol, son algunos magníficos ejemplos. Es cierto, no dejan de ser once tíos en pantalón corto detrás de un balón —a veces ni van detrás del balón: lo miran cómodamente desde la distancia—; estamos de acuerdo en que la mayoría de las ocasiones los partidos son muy aburridos, sin apenas jugadas de interés en ninguna de las áreas: en un buen partido de fútbol hay diez ocasiones de gol como mucho, mientras que en un buen partido de baloncesto hay sesenta canastas, algunas de ellas espectaculares, dicen los detractores; que sí, que estamos de acuerdo. Es cierto que en los últimos años los equipos de fútbol se han convertido en empresas impulsadas/regidas por la mercadotecnia, y que cotizan en Bolsa; todo el mundo lo sabe. Todos los argumentos creados por los depredadores del fútbol me los conozco, y durante años los he discutido, pero, en la actualidad, cansado de tanta charleta, los ignoro. Los ignoro porque es muy difícil discutir al respecto con alguien que no esté intoxicado/abducido/contagiado/envenenado por la droga del fútbol.
Es muy difícil explicarle a alguien que no lo sienta que el fútbol es una pasión, que es un sentimiento, que en determinas ocasiones roza la épica y la mística, que es un gas que te infla de felicidad o un pesar que te enluta el corazón —Zizou, no me esperaba eso de ti. Es muy difícil explicar que el fútbol te transforma o te descubre, te seduce y envuelve, te traslada, te impulsa. ¿Alguien grita o salta, loco de alegría, tras un discurso de Zapatero, tras leer un poema de Ángel González o una novela de Vargas Llosa? Y, concluyendo esta defensa descerebrada y fanática, temeroso de harturas y desmayos ajenos, cómo explicarle a alguien que no forma parte de esta secta —sin lista de miembros, ni cuota mensual— que si ya es apasionante acudir al estadio o sentarse frente a la pantalla del televisor para ver al equipo de tus amores, es mucho más divertido/apasionante hablar de fútbol. Sencillamente. Rememorar los goles y regates, repetir las frases de tu cronista favorito, jugar a ser entrenador o seleccionador —que andamos de Mundial—, ver los ojos del seguidor del equipo rival dos días después de haberle marcado tres chicharritos de nada, de fútbol mejor no hablamos y ponme un cortadito. En esta esfera, universo tal vez, se maneja el último libro de ese escritor atípico y genial, desbordante y veloz, que es Montero Glez. Y toda la reflexión anterior, que no es gratuita, nos puede servir para adentrarnos en su reciente libro: Diario de un hincha.
Escribe Montero Glez que la inspiración poética de un futbolista se localiza en las pantorrillas, del mismo modo que su narrativa la podríamos situar sobre una de esas barras de bar que se limpia con una maltratada Vileda amarilla, o en el carajillo de primera mañana, o en la cola de la pescadería, o en una gasolinera de carretera comarcal o en el vecino del cuarto derecha que te saluda cada mañana, o, sobre todo, en las tripas. Porque Montero tiene la gran habilidad de literaturizar los hechos más cotidianos de nuestras vidas, todos esos hechos que son realmente nuestras vidas. Y en su vida, en particular, como en la de otros muchos, el fútbol ocupa una parte fundamental: de encuentro, recuerdos, ilusiones, enfrentamientos, reflexiones, etc.
En Diario de un hincha no hay por parte de Montero Glez una predisposición artificiosa a la hora de abordar el tema del fútbol, no hay un hablemos de fútbol ahora que los escritores podemos y hasta parece que está bien visto, que es moderno. Es realmente el diario de un hincha, o, mejor, su álbum fotográfico, por el que desfilan las tarascadas de Benito, la elegancia de Zamora, los cortes de manga en Yugoslavia, el gol fantasma de Cardeñosa, las volteretas de Hugo Sánchez o las paletas de Ronaldinho. Como la disposición de un equipo de futbolín, colocados todos los jugadores para realizar una función específica, como once Beckahm en su banda, los textos recogidos en Diario de un hincha componen un vigoroso y vibrante mosaico del universo futbolístico, aunque cada uno de ellos realiza su particular jugada. El resultado, contundente: victoria por goleada.

jueves, junio 29, 2006

Cuentos chilenos (una antología), VVAA

Edición y epílogo de Danilo Manera. Siruela, Madrid, 2006, 278 pp. 18 €

Elia Barceló

Debo confesar, ante todo, mi entusiasmo por la narrativa breve y mi amor incondicional por las antologías que, en unos cientos de páginas, presentan al lector un panorama amplio y variado de un género, una generación, o un país poco conocido.
En un ambiente editorial donde todo el mundo dice que las antologías no interesan porque no se venden, y las librerías están llenas de novelas de seiscientas páginas que, al parecer, son «lo que pide el lector», la iniciativa de Siruela es tanto más valiente, necesaria y de agradecer.
El compilador de Cuentos chilenos, Danilo Manera, nos ofrece una excelente selección de relatos contemporáneos que van de lo bueno a lo magnífico: ocho escritores, de las generaciones de los 60 (nacidos entre 1935 y 1949) y los 80 (nacidos entre 1950 y 1964) con tres cuentos cada uno, y un epílogo en el que Manera nos desvela las claves de su selección, proporcionándonos, además, unas pistas básicas para acercarnos a la literatura chilena actual del interior del país, la que no llega a España. Precisamente por esa razón, todos los cuentistas seleccionados, aunque gozan de gran prestigio en Chile, resultan desconocidos al lector europeo y por eso es más de agradecer su inclusión, porque sirve para abrir caminos y dar a conocer a ocho autores que merecen ampliamente entrar a formar parte de nuestra lista personal de autores chilenos.
En cuanto a los temas tratados, como en cajón de sastre, hay un poco de todo. Se siente en muchos de los relatos —explícita o implícitamente— el peso del golpe que acabó con el proyecto socialista y con la vida de Salvador Allende en 1973; el peso del exilio; el peso de tantos años de miedo y soledad. Sin embargo, no todos son cuentos políticos y siempre la vivencia individual está en el centro de la peripecia, narrada unas veces de forma realista y otras de forma fantástica o cuasi-fantástica.
Siempre es difícil elegir y recomendar porque la alta calidad de las historias hace que el lector se decante por unas o por otras simplemente por cuestiones de afinidad personal, pero creo que nadie que lea el relato que abre la antología —Puntocruz, de Ana María del Río— dejará el libro hasta el final.
Curiosamente, de los veinticuatro cuentos, los que más huella me han dejado son obra de mujeres: el ya mencionado Puntocruz, que en apenas quince páginas y con una técnica que roza lo fantástico —como también es el caso de Génesis, de la misma autora— nos muestra el proceso de bestialización y humillación de un pueblo, más un gozoso final; Gineceo, de Sonia González, que nos narra el deseo de libertad individual de una mujer, ya abuela, con una conmovedora naturalidad; Ruta de la sandía, de Virginia Vidal, en la que una mujer atraviesa el desierto para llevarle una sandía a un convicto, y que es de los relatos más intensos de la antología; Patria oscura, también de Virginia Vidal, hermosísima historia de esperanza y amor, después de la tortura; Usted en la penumbra, de Pía Barros, corto, potente, doloroso, tremendamente real.
También en cuanto a técnicas narrativas encontrará el lector variedad y placer, ya que los hay para todos los gustos, desde lo lírico a lo coloquial, desde lo lineal a lo fragmentado.
Resulta imposible, en una reseña de esta extensión, dar cuenta de veinticuatro relatos, pero lo que sí puedo hacer es recomendar esta antología con entusiasmo, no sólo para acceder a esa narrativa chilena casi desconocida entre nosotros, sino simplemente para disfrutar de una veintena de excelentes relatos en castellano. Léanla, no se arrepentirán.

miércoles, junio 28, 2006

Biografía del hambre, Amélie Nothomb

Trad. Sergi Pàmies. Anagrama, Barcelona, 2006. 206 pp. 14,50 €

Pedro M. Domene

«El hambre soy yo», afirma la narradora en una de las primeras páginas de este singular libro. Un texto escrito con toda la sinceridad del mundo porque comunica con el inconsciente más humano y revela esa finísima vena de humor con que su autora dota a esta autobiografía, puesto que de lo que se trata, en apenas doscientas páginas, es de contar la historia de la niña Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967) desde sus tiernos e inocentes tres años hasta una adolescencia que transcurre por los espacios de una China comunista, un Nueva York tan cosmopolita como capitalista para llegar a un Bangladesh tercermundista o una Birmania hermosa, lugares capaces de devolverle a la joven ese lugar que ocupa la naturaleza humana. En realidad, Biografía del hambre, la última entrega de la narradora belga más carismática de los últimos diez años, propone un continuo desplazamiento sin referencia alguna a ese apetito absoluto del que hace gala en el título mismo. Y un libro con semejantes características carecería de interés alguno si no fuera porque la autora-protagonista expone en sus páginas el continuo deseo o la voracidad a que se vio sometida durante sus años infantiles y de adolescencia, un apetito convertido en glotonería porque nos descubre muchos de los registros de la narradora Nothomb: una insaciable sed de existencia, un apetito de lecturas, una profunda atracción lésbica, una dependencia del alcohol, incluso esa necesidad de salud tras la experiencia birmana de dos años de anorexia. Una suma de cambios que le hicieron vivir choques ante extrañas lenguas y culturas, pero que le proporcionaron ese carácter fuerte capaz de discernir entre actitudes políticas o vivenciales. Y así construye la narradora recuerdos y experiencias de su infancia cuya originalidad radica en el mensaje mismo, su vuelta a la niñez y al país donde nació para ajustar cuentas con su pasado, para demostrarle al lector esa necesidad de escritura que la joven había experimentado desde sus primeras novelas, Higiene del asesino (1996) o Las Catilinarias (1997), ambas muy recomendables por la facilidad de un estilo directo, caracterizadas por una prosa transparente y ágil. Una escritura, en suma, dotada de una asombrosa capacidad para crear personajes sin apenas descripción, como ocurre en este libro, la historia de la inocente niña capaz de demostrar que tras sus experiencias su vida no está sujeta a ley alguna y que la purga ha terminado con esta declaración con que finiquita su infancia, ensayada paralelamente en Metafísica de los tubos (2000) o Sabotaje amoroso (2003).
Al final de la novela, o de la autobiografía, la narradora se enfrenta de nuevo a la visión de un Japón añorado porque su existencia se justificaba en la niñera Nishio-san, con quien se reencuentra a su vuelta, y ésta, con el mismo cariño de antes, con un ejemplar guiño final, le cuenta haber sobrevivido milagrosamente al terremoto de Kobo, ocurrido el 17 de enero de 1995, y pese a haberlo perdido todo, se muestra feliz por continuar con vida.

martes, junio 27, 2006

La creación del mundo, Miguel Torga

Trad. Eloísa Álvarez. Alfaguara, Madrid, 2006. 585 pp. 24,50 €

José Gutiérrez Román

Como si hubiera hecho suya la petición que el poeta Antonio Botto dejó en uno de sus poemas («No me llamen por el nombre/ que me dieron al nacer»), Miguel Torga —seudónimo de Adolfo Correia da Rocha (1907-1995)— quiso esconder bajo ese nombre su identidad civil, pero no su biografía, su memoria y sus sentimientos. Esta tendencia a recrear literariamente la propia existencia, reflejada también en su obra poética y en sus diarios, alcanza su mayor cota en La creación del mundo, que se ha vuelto a editar por tercera vez cuando se cumplen veinte años de su primera publicación en nuestro país. Definida por el editor como una «novela autobiográfica», en ella confluyen varios géneros, desde la literatura propiamente memorialista, hasta la de viajes o la crónica histórica. Esta variedad temática y técnica aporta originalidad al libro, obteniendo como resultado una apasionante novela.
Dividida en seis partes (los seis días de la creación), vamos transitando, a través de los recuerdos del protagonista, por los diferentes periodos de su vida: el primer día recrea la infancia campesina en una aldea de Trás-os-Montes; el segundo, la adolescencia del emigrante en Brasil; el tercero se destina a los años de universitario en Coimbra, a la aparición de sus primeras publicaciones literarias y al inicio de su andadura como médico; al viaje que realizó por Europa en la recta final de los años treinta está dedicado el cuarto día; en el quinto, se narra su encarcelamiento y la persecución política que padeció durante la dictadura de Salazar; y el sexto día finaliza su creación con la llegada de la vejez.
Como la historia de cualquier ser humano, la que se nos cuenta en La creación de mundo está compuesta a su vez por múltiples historias: la de un hombre que lucha encarnizadamente por alcanzar su propia libertad, lo que le llevará a rebelarse contra la servidumbre a la que parecía condenado por sus orígenes y, más tarde, contra el huero mundo universitario y el totalitarismo; la historia de un joven desvalido y tenaz que vive atrapado entre la íntima vocación literaria y la desaprobación de su familia; la del médico que ha de hacer frente a una práctica profesional viciada por dicotomías y por el aislamiento a que se ven relegados quienes no son afines al régimen; la de los encuentros y desencuentros con sus compañeros escritores de Coimbra y la de las dificultades en las relaciones amorosas a causa de su dualidad de hombre artista («Ni ella era capaz de aceptarme entero, ni yo de entregarme dividido»); pero también la historia de un pasajero a bordo del convulso siglo XX o la de un «portugués hispánico» (como él se define) que llegará a sentir como propios los horrores de la Guerra Civil española.
Más allá del grado de mistificación que pueda contener cualquier relato autobiográfico, la narración de Torga nos ofrece un valioso testimonio sobre ese tortuoso camino en el que se va forjando la voluntad de una persona y sobre el precio que conlleva adquirir la propia identidad; la suya quedará marcada por la tenacidad, la valentía y el sacrificio de un hombre con una fe inquebrantable en su condición de escritor y de hombre, por la cual renunciará a una vida cómoda y segura. Es, al fin, la historia de una soledad leal consigo misma. Todo ello contado con una prosa sobria y una extraordinaria lucidez, de la que se vale para arrojar luz sobre las miserias humanas (las propias y las ajenas) en un esfuerzo titánico por revelar ese lado misterioso de sí mismo y de «su» mundo.
En la introducción del libro explica que «todos llegamos a nuestro último día con la visión de un mundo creado a nuestra medida, original y único. El mío es éste.» Yo sigo prefiriendo recurrir a la literatura antes que a los medios de comunicación para conocer el mundo. Y el de Torga, en particular, merece ser visitado.

lunes, junio 26, 2006

Solo con invitación: Marta Sanz

Susana y los viejos
Finalista del Premio Nadal 2006. Destino, Barcelona, 2006. 304 pp. 19,50 €

Inés Matute

Valiente es, a mi juicio, la palabra que mejor define esta novela de Marta Sanz, finalista del Premio Nadal 2006. Valiente en lo referente a su contenido; arriesgado el tratamiento y el juego utilizado para adentrarse en el peculiarísimo mundo de sus personajes, atípicos pero bien definidos. Esta novela de interiores, abierta no obstante al mundo exterior, parte de la anécdota de una asistenta que vive al cuidado de un anciano que está prácticamente impedido, siendo Susana la geriatra que diariamente le visita dispensándole unos cuidados que entran de lleno en lo erótico. La cuidadora es consciente de la peculiar relación geriatra/enfermo pero, en lugar de reaccionar de forma violenta, prefiere dosificar la información y observar la reacción de los distintos miembros de la familia. Partiendo de un microcosmos en permanente riesgo de radicalización y quiebra, la autora realiza un profundo estudio de la psicología de los personajes, de sus emociones y motivaciones, manteniendo el misterio en todo lo referente a Susana. Así, Marta Sanz da la vuelta al conocido pasaje bíblico de Susana y los viejos consiguiendo que Susana pase de observada a observadora, una metáfora de los tiempos en que vivimos. La novela habla de la enfermedad, de la decrepitud y la vejez, pero lo hace desde un punto de vista optimista y positivo, eludiendo dramatizar para evitar el rechazo que estos temas suelen producirnos. La autora de las novelas El frío, Lenguas muertas, Los mejores tiempos y Animales domésticos, refleja la contradicción moral que se da en el mundo actual, donde los ancianos, recordatorio andante de la muerte, son un incordio cuando no un enemigo al que conviene desterrar lo más lejos posible. La obra, por otra parte, perfila un tipo de amor que no es sufrimiento ni renuncia, pero tampoco fiesta, ofreciéndonos unas páginas luminosas en las que una visión de la realidad nada complaciente se plasma sin tapujos. «Si los límites están cambiando, también deben de cambiar los tabúes», me confiesa Marta antes de añadir: «Hay muchas novelas que no sirven para nada y ninguna sirve para adoctrinar, pero sí deberían servir para intervenir en la realidad, para denunciar lo que no nos gusta. La cuestión del tabú, el amor y la muerte a través de la idea del cuerpo son temas que no quedaron cerrados en mis trabajos anteriores, y como últimamente he vivido situaciones luctuosas me he acercado un poco más al tema de la vejez». Amores y desamores, pasiones y odios familiares marcan un juego de espejos en el que se pone de manifiesto la frágil frontera de las convenciones abordando confrontaciones generacionales, sexuales y de clase. Introduzcamos, a modo de ejemplo, un divertido fragmento de la página 79 del libro:

Pola ha pegado un salto de la cama. Se lava los dientes. Usa el bidé. Mientras, en la cama, Max recupera la imagen de la axila tensa de Pola, del sobaco estirado de Clara. Pola tiene senos y Clara tetas, Pola tiene vientre, Clara tripa, Pola tiene rostro, Clara, cara, Pola tiene cabello, Clara, pelo, Pola tiene pubis, Clara, potra, Pola tiene vagina, labios menores y mayores, una enorme complejidad de tejidos replegados, Clara tiene chocho, Pola tiene durezas, Clara, callos, Pola, cutículas, Clara, padrastros, Pola, marcas de expresión, Clara, arrugas, Pola, una boca fina, Clara, una boca de culo. Por eso, Max yace con Pola. Por eso, le dan miedo las asistentas y las torres de los siete jorobados.

Llamativo me resulta el rompedor tratamiento que Marta da al servicio doméstico a través del personaje de Clara; llamativa me resulta su manera de abordar el tema del amor madre-hijo, la minuciosa descripción de la incomodidad que puede causar la solitaria, los encuentros sexuales de sus protagonistas, los escollos que en su relación deben sortear personas de distintas generaciones y gustos. Magnífico me resulta el punto de vista del anciano, quien desde su condición de «casi cadáver» nos exige el debido respeto. Estamos ante una de esas novelas que se disfrutan tanto que uno está deseando acabarlas, pero no por hartazgo, sino para volver a la primera página y releerlas con los pies en alto y una sonrisa en los labios. Que lo desagradable y lo inevitable no nos frenen a la hora de vivir intensamente, ese es su mensaje.



Marta Sanz: «Lo único que hice fue observar a mis abuelos»


—Susana y los viejos fue finalista del premio Nadal 2006, ¿Cómo está siendo la "resaca” de Susana?
-Una resaca activa. Lejos de dejarme paralizada y con náusea, me ha dado ánimos para empezar a beber otra vez. Más allá de metáforas etílicas, quedar finalista del Nadal es un estímulo importante para seguir trabajando; al mismo tiempo, creo que hay que tomar distancia y no dejarse arrastrar por la inercia del premio.
-¿Has recibido algún tipo de feed back por parte de los lectores? ¿Qué te comentaba la gente en la pasada Feria del libro?
-Los lectores que se me acercaron en la feria me dejaron estremecida: casi todos eran personas que trabajaban con viejos y que se habían quedado impresionados por cómo había captado esa etapa de la vida, sin ser excesivamente mayor o sin trabajar a diario con viejos. Yo les contestaba que lo único que hice fue observar a mis abuelos.
-El listón está muy alto, ¿ya has pensado sobre qué tema versará tu próxima novela?
-Mi próxima novela ya está escrita. Estaba escrita antes de Susana. Habla de lo mal que toleramos la felicidad ajena y del miedo que todavía nos paraliza a muchos en este mejor de los mundos posibles. Habla de los límites de la democracia y de la relación entre la intimidad y la acción política.
-¿En qué consiste, para ti, el oficio de escritor?
-En ver, oír y no callar.

viernes, junio 23, 2006

Entre los vándalos, Bill Buford

Anagrama, Barcelona, 1992. 371 pp. 14 €

Hilario J. Rodríguez

En el libro A salto de mata, Paul Auster incluyó un capítulo titulado Béisbol en acción, donde explicaba cómo utilizar una baraja de cartas que seguían las mismas reglas que el béisbol. El escritor norteamericano quería hacerse rico con aquel juego, pero al final fracasó porque casi nadie fue capaz de entender de qué iba la cosa. Tampoco yo supe hacerme una idea al respecto, pese a leer las instrucciones un par de veces. Luego me enteré en Estados Unidos de que en realidad el béisbol es un deporte que sólo entienden unos cuantos elegidos. Sin embargo, hay quienes van a ver partidos sin tener la más remota idea de lo que sucede en el campo de juego, interesados única y exclusivamente en lo que sucede en las gradas, entre la gente. Yo, sin ir más lejos, fui a ver un partido en Nueva York, en el estadio de los Metzs, y estuve cerca de cuatro horas bebiendo cerveza, charlando animadamente con los amigos y observando con desgana a los jugadores. He de reconocer que salí de allí con la misma idea con la que había entrado, aunque con la sensación de que el ambiente que genera un deporte así es, a primera vista, mucho más estimulante que el que muestra la televisión cuando salen los seguidores de algún equipo de fútbol.
Cualquier deporte nos sirve para explorar nuestra identidad en relación con los demás. Al escritor Bill Buford, por ejemplo, el fútbol le sirvió para aprender algunas de las diferencias que hay entre Estados Unidos y Gran Bretaña, donde la violencia tiene su origen en conceptos a menudo contrapuestos. Entre los británicos observó cómo cualquier competición deportiva se convertía en una excusa para transformarse en miembros de tribus salvajes. Poco a poco, fue descubriendo que la mayoría de los hooligans son gente trabajadora con una capacidad adquisitiva razonable, que todos los fines de semana bebe cerveza hasta caer de culo y que, si puede, va a los estadios donde juega su equipo, para vociferar y en ocasiones para provocar a los seguidores del equipo rival, acabando a palos unos y otros por simple diversión. Bill Buford se sintió interesado en los ambientes donde se movían al comprobar la tensión que provocaba su presencia en una estación de trenes en Gales, después de un partido. De ahí saldría Entre los vándalos, un libro casi nietzscheano en el que se investiga la libertad cuando ésta da forma al terror.
Un partido entre Honduras y El Salvador, durante la fase de clasificación para el Mundial de Fútbol de México de 1970, primero provocó el suicidio de una joven y más tarde un conflicto bélico en el que hubo más de diez mil bajas y sobre el cual gira La guerra del fútbol, de Ryszard Kapuściński. Seguramente ningún otro deporte ha generado tantas víctimas mortales, en los graderíos, en bares y restaurantes o ante un televisor; en cualquier sitio menos en los campos de juego. Hay quienes creen que la violencia en el fútbol es un fenómeno asociable ante todo a los hooligans y que se desarrolló en los años ochenta, mientras Margaret Thatcher ocupó el cargo de Primer Ministro en Gran Bretaña; pero lo cierto es que en Latinoamérica no sólo mueren hinchas en la actualidad, a veces en cantidades escalofriantes, sino que además allí se han producido las mayores catástrofes de las historia, como cuando en Perú en 1964 hubo 320 muertos y más de mil heridos coincidiendo con un partido entre su selección nacional y la argentina. Por más que uno busque paralelismos con las masacres llevadas a cabo en la antigua Yugoslavia, con los asesinatos de turcos en Alemania o con las declaraciones racistas de algunos líderes de partidos nacionalistas, la violencia que acompaña al fútbol tampoco es un fenómeno exclusivo de Europa.
De 1982 a 1990, Bill Buford se movió entre hinchas del Manchester United. Necesitaba encontrar motivos que explicasen el comportamiento vandálico de los hooligans. ¿Se trata de seres insatisfechos? ¿De simples adultos con complejo de Peter Pan, reacios a crecer y asumir sus responsabilidades? ¿Por qué a veces se muelen a palos entre sí, como cuando sus equipos juegan en la misma liga, y otras unen sus fuerzas, como cuando hay un partido de la selección inglesa? ¿Existe alguna relación entre el fútbol y la xenofobia? Para intentar responder a estas y muchas más preguntas, Entre los vándalos describe las vidas de varios hooligans, que no aclaran demasiado con sus discursos sobre las raíces culturales o la sensación de pertenencia a un país en concreto, pero que sirven de retratos robot de la gente que grita en los estadios de fútbol y que a veces apuñala o golpea a un seguidor de un equipo contrario al suyo.
Fedor Dostoievski reconocía en una carta redactada a los dieciocho años que «el hombre es un enigma, y yo me ocupo de ese enigma porque deseo ser hombre». Sobre ese enigma gira toda su obra, al menos desde que rememoró su experiencia en un penal de Siberia en Recuerdos de la casa de los muertos; algo semejante le ocurrió a Bill Buford durante el tiempo que dedicó a documentarse para escribir Entre los vándalos, sin encontrar nunca una justificación, una respuesta a los interrogantes que le movieron en todo momento. El deporte es un misterio para quienes no lo practican, para quienes han de conformarse con observarlo desde afuera. Eso, no obstante, lo hace atractivo, misterioso. Doblemente literario. El boxeo, sin ir más lejos, ha inspirado piezas literarias de una extrema delicadeza, además de una calidad indiscutible. Joyce Carol Oates, en su imprescindible Sobre el boxeo, decía que «el deporte despierta ansiedad teórica y al mismo tiempo fascinación en los escritores, que lo comparan con un oponente cuyos límites quieren conocer, para así conocer también los suyos propios». Quizás el fútbol, y el deporte en general, sea algo parecido: un oponente cuyos límites ciertos escritores, como Bill Buford, han intentado conocer, para comprobar si con el lenguaje se le puede ganar un combate.

jueves, junio 22, 2006

Mi querida Eva, Gustavo Martín Garzo

Lumen, Barcelona, 2006. 256 pp. 17€

María Pilar Queralt del Hierro

La contraportada avisa «si Dios está en los detalles, la buena literatura está ahí donde un autor consigue que lo cotidiano se convierta en materia literaria».Pues bien, ese es el caso de Gustavo Martín Garzo. El escritor vallisoletano es maestro indiscutible de la palabra pero también de convertir los detalles más vulgares o los gestos más habituales en un bisturí con el que diseccionar a sus protagonistas y reconvertirlos en clave literaria. Mi querida Eva pone especialmente de manifiesto esta cualidad : una copa de vino, una playa desierta, un chal que resbala desde un hombro femenino o la vulgaridad de un restaurante a orillas del mar tienen el poder de desvelar todo aquello que esconden o de lo qué huyen sus protagonistas. Es más, pueden llegar a evocar toda una época como en el caso de la madre y el hijo pelando guisantes, una escena inconcebible en la era de los congelados, que transporta al lector hasta aquel verano de los años sesenta que compartieron Eva, Daniel y Alberto. Pero, que nadie se engañe. Mi querida Eva no es una novela nostálgica ni abocada a la moda del revival, sino que habla de la intemporalidad de los sentimientos, del alcance del pasado y de las dificultades de hablar el mismo idioma en el amor.
A Daniel, un urólogo solitario, aséptico y triste, el reencuentro con Eva, médico como él y con la que compartió un verano adolescente, le dispara los resortes que le dan las claves de su madurez. Porque evocando aquel verano recobrará episodios olvidados de su infancia y dará respuesta a muchos interrogantes de su vida adulta. Entenderá por fin las circunstancias de su día a día y le dolerán como nunca las falsas urgencias cotidianas que le hicieron arrinconar algunos episodios del pasado. Por eso, la figura del fallecido Alberto se alzará entre Eva y él como el símbolo de lo que fueron y ya no son, de aquella parte de ellos mismos que ya nunca podrán recobrar e incluso del porqué de su incapacidad para amar.
La trama es aparentemente muy sencilla. Pero las múltiples lecturas, los equívocos que llevan a cambiar el curso de los acontecimientos y la dimensión psicológica de los personajes —excelente hallazgo la figura del fracasado boxeador y su enamorado lenguaje— le dan una enorme trascendencia. Si a ello unimos la prosa sobria y perfecta de Martín Garzo, no puede resultar más que una novela absolutamente redonda.

miércoles, junio 21, 2006

Sueño profundo, Banana Yoshimoto

Tusquets, Barcelona, 2006. 172 pp. 15 €

Ángeles López

Terako, protagonista del relato que da nombre al volumen, sucumbe al sueño para evadirse de su soledad. Shibami, en La noche y los viajeros de la noche, da voz al sufrimiento de las dos mujeres que amaron a su difunto hermano. Fumi-chan, en Una experiencia, hace las paces con el espectro de la mujer que competía con ella por el amor de un antiguo amante. Tres relatos, tres mujeres y tres patologías del sueño —sonambulismo, insomnio y pesadilla— interconectados por una invisible pasamanería al servicio de un libro en el que lo bello y lo triste —que diría Kawabata— taladran hasta los huesos.
Podría decirse que Banana Yoshimoto es una militante de la belleza doliente en tanto que se ocupa de tejer relatos arenosos construidos con una precisión de relojería y adornados de una sensual melancolía en la que uno desearía instalarse a vivir. Esta prestidigitadora de historias que se esconde tras un sobrenombre frutal, fue camarera antes que escritora y su primera novela, Kitchen, nació tras la barra del bar en el que trabajaba. Una docena de libros más tarde, y ya licenciada en Arte, se ha convertido en una celebridad que ha desatado una auténtica «bananamanía» en medio mundo gracias a una prosa limpia que muerde a fuerza de calidad y rareza. Junto con sus compañeros de quinta, los MurakamisRyu o Hiruki—, ha abanderado una generación de novelistas que desafía el trascendentalismo literario nipón con una propuesta narrativa alejada de militancias éticas, políticas, vitales o raciales.
Si hay algún instrumento creado por la mano del hombre que pueda dar frío y calor a un tiempo, esa es la prosa de esta mujer fiel al espíritu zen que impera en el mundo flotante. Acaso se deba a su endémica añoranza, o al logro de su prosa naïf... Quizá porque haya sabido delimitar la frontera entre mundo sensible y el intangible o pudiera deberse a que su narrativa es la unión de palabras que uno nunca supo que pudieran juntarse. Sea como fuere, el caso es que ha logrado ese halo de inexplicable verdad literaria que sólo tienen un puñado de autores por siglo.
Embriaga por inocente, seduce por malévola y pasará a la historia como creadora de un estilo personalísimo, porque sus novelas se defienden solas allá por donde se traduzcan y a pesar del costumbrismo que destilan. Inquietante —por resumir— sería la palabra que la define. Tengo para mí que, las suyas, son historias góticas a la inversa, si es que el terror gótico pudiera tener reverso. La prosa de Yoshimoto parece que se le cayera de los bolsillos aunque, de tanta sencillez como consigue, tenga la propiedad de acunar, envolver y proteger al lector sin dejar de fascinarle ni un solo instante. En definitiva, es este un libro hipnótico, pero, sobre todo, rabiosa y bellamente a-emocional... Acaso nacido de la voluntad de retratar aquello que sucede al otro lado del espejo.

martes, junio 20, 2006

Donde surgen las sombras, David Lozano Garbala

Premio Gran Angular. SM, Madrid, 2006. 288 pp. 7,25 €

Carmen Fernández Etreros

El primer acierto de esta novela de David Lozano Garbala es su capacidad para atrapar al lector juvenil desde sus primeras páginas. Una cualidad sin duda difícil porque este lector es exigente, no se conforma con novelas que no se adapten a sus preferencias y rápidamente abandona su lectura. El autor imprime un ritmo trepidante en el desarrollo de una trama que te captura sin remedio en una historia en la que la realidad de la vida de los protagonistas y la ficción de los videojuegos se mezclan sin cesar.
Lozano Garbala logra atraer la atención con una hábil y estudiada historia de misterio y terror que dosifica con inteligencia y con la que crea una asfixiante y siniestra atmósfera. La novela se encuadra dentro del género de suspense, uno de los preferidos de los jóvenes y se convierte en un rompecabezas difícil de resolver.
Tres amigos Gabriel, Lucía y Mateo se involucran sin querer en una oscura aventura en su búsqueda de su amigo Alex Urbina, desparecido sin dejar ninguna pista salvo una carta de despedida, después de entrar por error en un extraño videojuego. Durante la investigación del caso el inspector Garcés descubrirá que otros jóvenes enganchados al videojuego también han desaparecido en los últimos años y que además se han producido misteriosos asesinatos. Los tres amigos se internarán de manera ciega en las alcantarillas, la parte más desconocida y peligrosa de Zaragoza, para encontrar a su amigo y allí vivirán experiencias violentas y desagradables que superan cualquiera de sus videojuegos. Gabriel, Lucía y Mateo se jugarán la vida en la búsqueda, pero su amistad se reforzará. Además la novela cuenta al final con esa «vuelta de tuerca» tan habitual en el género, que retiene el suspense hasta últimas consecuencias.
David Lozano Garbala es un profesor de secundaria que se acerca por primera vez a la narrativa juvenil aunque ya ha publicado dos novelas para adultos. El autor conoce la personalidad y el lenguaje de los jóvenes y lo refleja en un diálogo verosímil. Destaca el enfoque audiovisual de la narración y la influencia de la novela negra y las películas de suspense y terror.
Donde surgen las sombras se convierte en un canto a la amistad sin límites de los adolescentes, a la entrega ciega al primer amor y a la necesidad de desconfiar de los beneficios de las nuevas tecnologías. Quizás después de leerla algún lector se dé cuenta de lo diferente que es vivir en carne propia los juegos crueles y siniestros de algunos videojuegos y obliga a cuestionarse su utilidad para los adolescentes. Además se previenen de los posibles peligros de conectar con personas desconocidas en chats y foros.

lunes, junio 19, 2006

Por qué nos gustan las mujeres, Mircea Cartarescu

Funambulista, Madrid, 2006. 320 pp. 15,95 €

Carlos Castán

La niña de las trenzas a la que espiábamos en el colegio, una mujer que coincide con nosotros por casualidad en un vagón de metro y durante un par de estaciones hace volar nuestra imaginación, dolorosamente, hacia los rincones oscuros de una alcoba imposible, otra hallada entre los pliegues de un sueño, o en una calle borrosa del pasado. Hay muchas maneras de contar una vida, y una de ellas, probablemente de las más sugerentes, es ir recorriendo los nombres y los instantes de las mujeres que a lo largo del tiempo fueron objeto de nuestra fascinación, las que pasaron de largo y las que se quedaron. Luminosas y siniestras, putas y princesas, siempre estuvieron ahí y no pueden dejar de ser hitos insoslayables para cualquier mirada retrospectiva que persiga reconstruir de algún modo el relato de una vida. Este es el propósito de Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956), que en Por qué nos gustan las mujeres va reconstruyendo el mapa sentimental de un ser humano tímido, a veces apocado, propenso al arrobamiento, cuya mirada se divide a partes iguales entre los estantes de las bibliotecas universitarias, con los libros primeros de Kafka, Borges o Salinger, y las piernas de las muchachas, el vuelo de sus faldas en los parques y callejas de una Rumanía oscura y varada a las orillas del telón de acero, con sus oficinas hostiles, su Securitate en las esquinas, las sirenas de sus fábricas y su nieve sucia. La base del libro es autobiográfica (diga lo que diga el autor), aunque toda memoria tiene inevitablemente bastante de ficción, la imaginación acude a completar la escena allá donde los detalles, los rostros y los escenarios han quedado desvaídos o a oscuras. Esto es así en cualquier recreación del pasado y en esta colección de textos no trata precisamente de ocultarse, sino que se potencia y se anuncia: los recuerdos adquieren un envoltorio onírico y los sueños se asoman a la realidad cotidiana tiñéndola por entero. A través de las mujeres de su vida, y en un diálogo con el recuerdo de ellas, el personaje se busca y se reconoce. Y vuelve al campus universitario de Berkeley, o a un piso de estudiantes en París, o a cualquier parque de Viena o de Turín como si la memoria fuese persiguiendo un perfume. Mircea Cartarescu, que ya había publicado en nuestro país El sueño (Seix Barral, 1993), reúne en este libro, magníficamente editado por Funambulista con ilustraciones de Tifos Álvares, una serie de textos dispersos, la mayor parte de ellos escritos en su día para la revista Elle, que van desde el brevísimo ensayo filosófico acerca de la felicidad, al relato literario pasando por el poema en prosa, del fiel apunte en el cuaderno de notas al lirismo más desmelenado, pero todos ellos escritos de forma convincente y poderosa. Es imposible saber qué hubiera sucedido con esta obra si el autor se hubiese ocupado más de corregir esta falta de unidad de los diferentes textos antes de entregarlos para su publicación en forma de libro, puede que el encanto se hubiera roto al perderse ese aire casual de la dejadez, o quizá estaríamos ante una obra maestra.

viernes, junio 16, 2006

Miguel juega el fútbol, Rotraut Susanne Berner / Muy famoso, Philip Waechter

Trad. Moka Seco. Anaya, Madrid, 2006. 40 pags. 10 € / Trad. Eduardo Martínez. Lóguez, Salamanca, 2006. 64 págs. 11 €

Villar Arellano

El césped de los campos de fútbol puede ser un excelente terreno para el cultivo de álbumes ilustrados. Buena prueba de ello son estos dos últimos fichajes procedentes de la Alemania del Mundial 2006; dos ejemplos que comparten cierta afinidad, en cuanto a su formato y estética y una misma vocación humorística, pero que difieren sustancialmente en el argumento y el tono: aventura costumbrista y humor distendido para los más pequeños frente a complicidad e ironía dirigida a lectores más avezados.
Así, en Miguel juega al fútbol, una simpática familia de conejos improvisa un partido en el campo, transformando la reunión dominical en casa de la abuela en una alocada lección de balompié. La progresiva incorporación en la escena de los parientes (padres, tíos, primos...) permite un gráfico desfile de genuinos y pintorescos personajes, una galería de tipos humanos (a pesar de su aspecto conejuno) que comparten el protagonismo de las ilustraciones con los animales de la granja, estos sí, verdadera fauna.
El texto parodia con acierto el estilo espontáneo y entrecortado de un comentarista deportivo: Narra sin pausa y describe con minuciosidad cada movimiento de los jugadores. La presencia de diálogos —las quejas de los futbolistas y los comentarios de mamá árbitro— incrementa progresivamente la tensión y subraya el tono épico que requiere la ocasión. Todo ello configura un relato especialmente apto para ser leído en voz alta y reforzar con la entonación las posibilidades expresivas y cómicas del texto.
Además de divertir y entretener, el desarrollo de la acción permite mostrar al lector el reglamento del popular deporte. Un glosario, con sencillas definiciones, pone el broche final a esta faceta documental.
El conejo Miguel es un jovial personaje que posee su propia serie de aventuras. Sus andanzas, publicadas en la editorial Anaya, son anécdotas sencillas que transcurren en contextos cercanos para los primeros lectores: la hora de acostarse o de levantarse, las vacaciones en el campo... Rotraut Susanne Berner, la autora, tiene un merecido prestigio internacional, fruto de una productiva y brillante carrera. Sus ilustraciones, de línea clara y gran riqueza cromática, presentan un estilo caricaturesco, caracterizado por la presencia de animales humanizados en escenas alegres llenas de divertidos detalles.
Los dibujos de Philip Waechter, autor del otro álbum que nos ocupa, también son humorísticos y, como los de R. S. Berner, limpiamente contorneados. Igualmente alemán, este autor alcanzó gran éxito con Yo, un pequeño pero poderoso relato capaz de inyectar enormes dosis de autoestima.
Muy famoso también ayuda a quererse, pero desde la comprensión de las propias limitaciones. Y es que este libro invita a sonreír con los deseos de grandeza de un pequeño soñador mientras las imágenes desvelan con humor la verdadera escala de sus logros cotidianos.
«Yo seré futbolista». Con esta determinación comienza la historia, y continúa: «Yo seré un futbolista muy famoso. La gente me reconocerá por la calle...» Página a página, el muchacho protagonista va formulando sus deseos al tiempo que destaca sus principales méritos deportivos «Yo tengo un extraordinario dominio del balón (...) mi gran visión táctica del juego...», cualidades que lo hacen merecedor de un glorioso futuro lleno de éxitos.
Sin embargo, el significado de dichos enunciados, fantástico y ambicioso si leemos únicamente el texto, se ve matizado por las ilustraciones, que aportan un nuevo punto de vista, más ajustado a la realidad. Los dibujos muestran a un pequeño futbolista querido y admirado... en su casa, que triunfa entre los suyos, que domina a la perfección... a su hermano pequeño. Una persona, en fin, que disfruta y exprime al máximo sus pequeñas experiencias vitales.
En esta discordancia entre imágenes y texto reside el principal encanto del libro: lejos de la sátira o el sarcasmo, la ironía del álbum aporta un tono de ternura, de afecto cómplice. El humor es aquí un sutil guiño, fruto de la inteligente desproporción entre palabras y motivos. La voz ingenua y pretenciosa del narrador, junto al testimonio veraz de las escenas ilustradas, sitúan al lector adulto ante un espejo de su niñez. La identificación se refuerza al constatar que los más intensos e inquebrantables sueños de la infancia son en el fondo etéreos y volubles, como la propia fama, a la que puede llegarse por muy variados caminos.
Dos ejemplos de que fútbol y lectura pueden presentarse de la mano y cargados de humor para lectores de cualquier edad.

jueves, junio 15, 2006

El diario de Nina, Nina Lugovskaia

Trad. Manel Martí y Helena Aguilà. El Aleph Editores. Barcelona, 2006, 431 págs. 21 €

Leah Bonnín

Tenía vocación literaria, pero a pesar de contar con algunos hallazgos, lo que prevalece en los diarios de Nina Lugovskaia, es la visión amarga y desengañada de una adolescente en la Unión Soviética de los años treinta. Escritos entre los trece y los dieciocho años, entre octubre de 1932 y el 2 de enero de 1937, fecha de la última anotación, cuando fue detenida junto con su madre y sus dos hermanas y condenada a cinco años de trabajos forzados en el Gulag, y confiscados por el NKVD (la policía secreta precursora del KGB), los cuadernos de esta precoz adolescente revelan un inusitado y lúcido análisis de aquellos tiempos de apoteosis del régimen estalinista. Tal vez porque había sido educada en el seno de una familia de los llamados intelectuales de primera generación. Tal vez porque había sufrido en carne cercana (en el momento de escribirlos, su padre cumplía condena como activista del Partido Socialista Revolucionario) la persecución a la que fueron sometidos quienes se mostraban contrarios a los bolchevique. El caso es que, a diferencia de muchos intelectuales que después serían perseguidos por el propio Stalin, la joven Nina nunca se vio seducida ni por el dictador ni por el régimen comunista.
En los diarios de Nina la experiencia cotidiana de la adolescencia se revela en todas sus facetas, desde la preocupación por el aspecto físico y las transformaciones que experimenta su cuerpo hasta las reflexiones sobre el hambre, ese doloroso vacío físico con el que acabará por acostumbrarse a convivir. Pero si en ellos hay algo que llama especialmente la atención, algo que mantiene su vigencia y que se erige como valor a salvaguardar más allá del desmoronamiento moral de Nina (sometida a torturas físicas y presiones psicológicas, acabó por firmar una acta condenatoria inculpándose de crímenes inverosímiles), es su férrea voluntad por preservar los valores del yo frente a la psicología comunitaria auspiciada por el régimen. Basta detenerse en los subrayados efectuados por los agentes del NKVD, para darse cuenta de hasta qué punto los comentarios de una adolescente eran considerados como una «amenaza» y un peligro para el tipo de sociedad que querían construir los bolcheviques.
Sin duda, el padre —socialista que acabaría por convertirse en un nacionalista conservador, condenado al exilio tanto por el gobierno zarista como por las autoridades soviéticas— algo tuvo que ver con las actitudes de la joven Nina, tanto con las que la llevaron a defender al individuo frente al sistema, como con las relacionadas con no pocos prejuicios racistas antijudíos. Pero también hay que tener en cuenta unos gustos literarios clásicos (desde Lermontov a Tolstoi, pasando por Gogol) que no sucumbieron a las experimentaciones vanguardistas del momento.
En tanto que fruto adolescente, no podía ser de otro modo, la escritura de Nina Lugovskaia es egocéntrica y autorreferencial, a veces resulta repetitiva (a pesar del trabajo de edición) y tediosa, pero en ella también podrán satisfacer su curiosidad quienes quieran profundizar en el conocimiento de la microhistoria durante el régimen soviético y de la vida de quienes lo padecieron. Porque a pesar de la inseguridad y los miedos que le ocasiona su ambición literaria o, paradójicamente, gracias a ellos, Nina Lugovskaia también escribió para ser leída, aunque no podía ni imaginar que sus cuadernos requisados iban a guardarse en los archivos del NKVD y, mucho menos, que años más tarde, serían «descubiertos» por Irina Osipova, quien los transcribió, editó y dio a conocer.

miércoles, junio 14, 2006

Acerca de Roderer, Guillermo Martínez

Destino, Barcelona, 2006. 144 págs. 16 €

Guillermo Busutil

El ajedrez es uno de los juegos más antiguos de la historia y cuya dramaturgia escénica atrajo la mirada literaria de quienes vieron en esta contienda del intelecto, sobre el tablero, una perfecta metáfora del mundo y del alma humana. De hecho, el ajedrez se introdujo pronto en la literatura, a través de los cantares de gesta y romances, al igual que fue un motivo central en novelas alegóricas como El Roman de la Rose, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais y en El Quijote, donde Sancho habla del ajedrez como gran teatro del mundo. Desde entonces ha sido el tablero de numerosos y espléndidos libros, como El Gambito Von Goom de Contoski, La Defensa de Nabokov y de otras narraciones firmadas por Max Aub, Stefan Zweig o Pontiggia, que indagan en su valor como elemento fantástico, su paralelismo con la guerra o a modo de reflexión sobre la condición humana.
Argumentos que se enriquecen con la aparición de Acerca de Roderer. La interesante e inusual novela, editada en Destino, donde el argentino Guillermo Martínez relata el antagonismo y la evolución de dos jóvenes que representan la inteligencia asimilativa que se aviene con la vida y aquella otra que raya la genialidad y se vincula a la locura y al suicidio. El eje narrativo que Martínez estructura y despliega mediante el desarrollo de la historia del narrador que persigue la reafirmación de su identidad y de su mundo interior y la del joven Roderer que intenta desarrollar un sistema filosófico que le permita determinar un nuevo entendimiento humano. Una búsqueda que conlleva pareja la peligrosidad del misticismo intelectual, el uso de drogas como el opio y un distanciamiento del mundo emocional que, en la novela, simbolizan la hermana del narrador y la madre de Roderer. De ese modo, Guillermo Martínez relata y reflexiona acerca de las dos maneras de interpretar los retos del pensamiento y de encontrar su destino en la vida. Posiciones, movimientos y objetivos, sobre el tablero de la novela, representadas por los dos protagonistas cuya amistosa rivalidad simboliza las diferentes maneras de indagar, a través de la lógica, la teología, las matemáticas, la filosofía, el arte y el Fausto de Goethe, en el conocimiento y sus peligrosos límites. Al mismo tiempo que el autor aborda los claroscuros psicológicos de la locura y la búsqueda absoluta del conocimiento, como liberación. Todo ello escenificada literariamente mediante el duelo entre dos alfiles, los dos protagonistas, que se abre en la inicial partida de ajedrez que representa la metáfora de la inteligencia de cada personaje, las claves de su compleja relación intelectual y emocional y el papel que desempeña una mujer que une a ambos, mediante un amor fraternal en un caso y platónicamente sacrificado en otro.
El resultado es una sugerente novela, sostenida por la riqueza psicológica de sus personajes y por un lenguaje ágil que busca el pensamiento activo y distante del lector, igual que si estuviese observando esa partida de ajedrez metafórica y que funciona también a modo de atmósfera invisible de la trama. Pero sobre todo es la confirmación de que Guillermo Martínez es un escritor inteligente, atrevido y maverick dentro de un mercado narrativo al que le sigue faltando el viaje de la imaginación y solventes apuestas del lenguaje.

martes, junio 13, 2006

Doble mirada: Antón Chéjov, Natalia Ginzburg

1.
Trad. Celia Filipetto. Acantilado, Barcelona, 2006. 83 págs. 9 €

Hilario J. Rodríguez

Un libro como Antón Chéjov, de Natalia Ginzburg, puede servirnos, además de para disfrutar de un lectura reposada y atenta, sin estridencias ni desarreglos, para observar de qué manera ven los escritores la historia del medio en el que trabajan y de qué manera consideran a sus predecesores o a sus contemporáneos; cómo cambia la manera de abordar, construir y entender las ficciones, los ensayos, la poesía... Cada periodo de la historia de la literatura tiende lazos con otros momentos y con otro tipo de literatos. ¿Por qué? ¿Cuáles son las afinidades que se establecen entre escritores de diferentes épocas o de diferentes culturas? ¿Para qué nos sirve a los escritores actuales (y en general a cualquier lector) mantener un contacto con la historia de la literatura?
En su concisa biografía sobre el genial escritor ruso, Natalia Ginzburg nos ofrece una visión histórica, teórica, emocional y, ante todo, estética, que proyecta una imagen del retratado y de la retratista. Algo así podría servirnos para explorar la concepción que tenemos de los ensayos, pues muy a menudo Natalia Ginzburg entra en el terreno de la subjetividad aunque pretenda mantenerse en el de la objetividad. Janet Malcolm, por su parte, mezclaba de forma abierta todas las metodologías posibles en su impresionante Leyendo a Chéjov (Alba, 2004), que es al mismo tiempo un estudio crítico, un libro de viajes, un diario o una biografía; es también un cuestionamiento de los géneros, una pregunta lanzada a quienes, desde las academias, presuponen unas invariantes concretas para cada modelo literario. Leyendo a Chéjov no es tanto un libro como un experimento para encontrar un nuevo tipo de literatura, algo similar a la obra de Enrique Vila-Matas; los Relatos reales de Javier Cercas; Campos de Flandes, de José Luis de Juan; Vida de fantasmas, de Gonzalo de Lucas; Lugares que no cambian, de Eduardo Jordá; Sueño, fantasmagoría, de José Luis García Martín; Historia universal de Paniceiros, de Xuan Bello; Animales melancólicos, de Luis Sáenz Delgado; o el genial Dejad que baile el forastero, de Jaime Priede.
Como Natalia Ginzburg es una novelista sutil, no siempre resulta fácil saber hacia dónde nos quiere llevar, ni en Antón Chéjov ni en muchas de sus propias novelas. Quizás eso explique que en muchas reseñas de su biografía del escritor ruso se comente, con un matiz de desconcierto y desilusión, que el fraseo es rítmico pero demasiado leve, sin el brillo de los adjetivos ni la tensión sintáctica de los grandes estilistas. Me consta que hay quienes entran en el libro y salen de él sin gran aprovechamiento, perplejos como si hubiesen leído un cuento de Agota Kristof que no les dice nada. Sin embargo, Natalia Ginzburg, además de fijar la figura de Chéjov entre Fedor Dostoievski y Máximo Gorki, le coloca en varias ocasiones al lado de Lev Tolstói, para contrastar a ambos y proponer con ellos dos modelos literarios, uno decimonónico y otro moderno. Cuando Tolstói reconoce en Chéjov talento y buen corazón pero no «un punto de vista bien definido sobre la vida», lo que de verdad está reconociendo son las limitaciones de la vieja guardia para entender el peso y el significado del ámbito doméstico en la existencia humana. Tolstói tiene una visión histórica del hombre que todavía no contempla el valor de la intimidad. Por eso nunca vio ni en los cuentos ni en las obras de teatro de Chéjov «una solución a los más graves problemas de la existencia». ¿Qué solución habría de tener quien nació en un hogar inestable y arrastró desde su juventud una salud quebradiza, que en sus diez últimos años empeoró hasta conducirle a la muerte? Natalia Ginzburg nos recuerda que, en su infancia, Chéjov habitó un hogar sucio, frío y lleno de ratones, donde convertirse en un buen alumno en la escuela era un objetivo inalcanzable. Su padre gritaba con el puño cerrado y era avaricioso; su madre quedó exhausta tras un buen número de embarazos seguidos; sus hermanos Alexandr y Nikolai llegaban borrachos a casa desde una edad muy temprana… Sólo le quedaba su hermana María, que por él renunció a todo, incluso al matrimonio. María. A ella y a los demás miembros de su familia, Chéjov los arrastró a lo largo de su vida y de su obra, como quien arrastra una maleta con sus únicas pertenencias.
El escritor ruso no tenía cartas para ganar ninguna partida. Escribía pequeños cuentos, primero humorísticos, luego más dramáticos; siempre pequeños, diminutos. Una vez aseguró que «mientras en la literatura exista un Tolstói, ser escritor resultará sencillo y hermoso; sin él, seríamos un rebaño sin pastor». Algo así podríamos decir nosotros de Chéjov; sin él, seguramente las tinieblas a nuestro alrededor serían más espesas, más ominosas. No.
Natalia Ginzburg nos demuestra en este librito que la construcción de los sueños no es tan simple como podría parecer. A veces se parecen demasiado a la realidad y pasamos de largo, sin darnos cuenta. O huimos y les negamos el saludo a quienes intentan construir esos sueños, que no siempre son seres accesibles o fáciles, sanos. Para conseguir lo imposible, a veces uno tiene que estar dispuesto a forzar los límites de lo posible, atravesar la desgracia o la enfermedad. Eso nos cuenta Natalia Ginzburg en Antón Chéjov, que es algo más que un simple ejercicio emocional donde se pone de manifiesto la devoción de un escritor por otro, es también un buen punto de partida para explorar de qué manera fue influida la escritora italiana por la técnica y el lenguaje de Chéjov o para observar cómo a menudo los escritores viajamos en el tiempo y en el espacio en busca de una señal que podamos arrastrar hasta el presente y que conecte a los vivos con los muertos.

2.
Marta Sanz.

La vida de Antón Chéjov no parece a simple vista muy interesante. Tan sólo fue un escritor que luchó por su supervivencia y la de los suyos. No fue un héroe romántico que participara en las batallas de una Historia convulsa; ni siquiera, un hombre excéntrico o autodestructivo. Chéjov, muchacho de familia humilde, consiguió estudiar medicina y pudo ganar dinero con sus obras. Se casó una vez y murió joven. El interés de Natalia Ginzburg por los avatares biográficos del autor nace de la intensidad de su literatura, de cómo la materia de una vida sencilla en un mundo siempre complicado se proyecta en La gaviota, El pabellón número 6 o La dama del perrito. Natalia Ginzburg, sin grandes frases, aborda un modo particular de mirar que está en su vida y en sus textos: Natalia nos cuenta de Antón y nos está contando de ella. Los nombres propios se entrelazan, como lo privado y público, como la vida y la literatura, y la autora deja entrever las delicadas redes que vinculan la vivencia con esa perspectiva singular que termina por convertir a un escritor en un clásico. Ginzburg se cuela por el ojo de cerradura de la intimidad de Chéjov y nos hace llegar, con una mirada poco sentimental y escueta, las pinceladas para entender la personalidad y las condiciones de creación de un escritor que se mueve en uno de los panoramas literarios más interesantes del siglo XIX: el de la Rusia misérrima de un Dostoyevski y un Turguenef ya muertos; de un Tolstoi que es como una masa gelatinosa, cargante e imprescindible; de un Gorki que da sus primeros pasos desde sus convicciones marxistas... Natalia Ginzburg consigue lo más difícil en una biografía: hacer creíbles los sentimientos de un personaje que fue hombre, meterse por debajo de su piel y asumir la responsabilidad de ofrecernos lo más oculto del otro con verosimilitud y sin devaneos psicoanalíticos. La sensibilidad, el pudor y ese efecto como de ir andando de puntillas por la vida privada del otro, además de la naturalidad con la que se concatenan los acontecimientos, confieren al libro agilidad y nos muestran una biografía, que aproxima el personaje a un lector-escritor que se identifica con él por muchas pequeñas cosas: la amistad de alguien con quien se está en desacuerdo (el editor Suvorin); la admiración y sus matices (Tolstoi); la necesidad de ser reconocido y el desmoronamiento ante las malas criticas que no se supera con el placebo de las buenas (el teatro); el miedo al compromiso, la conciencia cruel de la debilidad de los amantes (¡Maravillosa Lika!, la mujer que servirá de modelo para La gaviota); esa prudencia púdica de los autores que, tras haber observado obscenamente el corazón de los demás, se cuidan de que sus amigos puedan reconocerse en el dibujo de un personaje... Y en el caso de Chéjov, el extraño vínculo que mantiene con su hermana Maria, la mujer que permanece soltera por los gestos casi invisibles del hermano, la que se lamenta cuando Chéjov se casa. Ante circunstancias morbosas, Natalia Ginzburg escribe con letra pequeña, pasa por encima y, en su levedad, deja un rumorcillo en el estómago del lector, enganchándolo a la tela de la araña, seduciéndolo con una sutileza que provoca que cada lector se sienta responsable de sus malos pensamientos, de su imaginación enfermiza, de su afán por saber. La necesidad de supervivencia fuerza en gran medida la escritura de Chéjov y le aboca a la selección de un género, el cuento, que también se forja a base de limitaciones de espacio —el concedido por un periódico—, y de restricciones ideológicas —las de la censura. El concepto de limitación invita a reflexionar en torno a una idea de lo creativo que se coloca en las antípodas de los románticos espacios abiertos. Como si escribir fuese una manera de ponerle puertas al campo: las puertas de los géneros, del mercado, de la supuesta libertad de expresión. El cuento como mezcla de concentración y sutileza y la visión triste de la literatura, tan demonizada por los editores actuales que quizá consideran a los escritores pesimistas unos aguafiestas del statu quo —«usted escribe cosas demasiado tristes», argumentan para excluir ciertos nombres de sus catálogos—, están en Chéjov y están en Ginzburg... La tristeza en la literatura no es una invitación a la inmovilidad, al escepticismo o a la desesperanza, sino una constatación que permanentemente es excedida por la radicalidad de la muerte: en uno de los cuentos más bellos de Carver, Tres rosas amarillas —una expresión del deseo del escritor estadounidense de ser influido por el ruso: las influencias reconocidas suelen ser más deseos, que realidades—, Chejov, solo con Olga, en la habitación de un hotel, se siente morir; llaman a un médico que ante la imposibilidad de salvar a su paciente, encarga una botella de champán, de la que Antón bebe una copa; un poco después, expira. A veces la vida imita al arte o quizás es que la mirada convierte la existencia en algo artístico. Como en la biografía de Chéjov firmada, sin alharacas, por Natalia Ginzburg.

lunes, junio 12, 2006

Nouvelles. Antología del nuevo cuento francés, Eduardo Berti (ed.)

Ed. Eduardo Berti. Trad. y ed. Eduardo Berti y Mariel Ballester. Páginas de Espuma, Madrid, 2006. 156 págs. 15 €

Alberto Luque

Lo sabemos todo, o casi todo, sobre la novela francesa contemporánea, pero nada, o casi nada, sobre el cuento francés actual. Precisamente la edición de este libro, a cargo del escritor argentino Eduardo Berti, pretende llenar este vacío al ofrecer un amplio panorama sobre lo que se cuece en el país vecino. Con ese afán Eduardo Berti realiza una selección que abarca diferentes estilos y autores bajo el denominador común de la contemporaneidad de los textos. El resultado es satisfactorio no sólo por la diversidad de los mismos, sino por la calidad de algunos de los cuentos incluidos. Es esta circunstancia, más allá de la pura intencionalidad ilustrativa, lo que justifica su lectura: no es fácil encontrarse con cuentos de primera fila, sean franceses o de cualquier otra nacionalidad, y su descubrimiento es toda una experiencia para cualquier lector.
Primeramente, yo invitaría a cualquier espíritu inquieto con alma de voyeur a introducirse en las habitaciones y pasillos de la casa en la que se desarrolla Liturgia, de Marie-Hélène Lafon (1964), para descubrir, tras los velos de vapor que inundan el baño, una realidad opresiva, casi espantosa. Liturgia es, sin duda, una narración excepcional, fuera de lo común. El Reloj, de Hervé Jaouen (1946), de un clasicismo impecable, con un inteligente final circular, es otro de los textos altamente recomendables de esta antología. Lo es también Ariane, de J.M.G. Le Clézio (1940), una cruda historia ambientada en los arrabales casi oníricos de una gran ciudad: su esquema dinámico, el ritmo de escritura, y la atmósfera, por momentos de cómic manga, revelan una mano poderosa. En Manuscrito encontrado en Sarcelles, Didier Daeninckx (1949) ironiza con gran inteligencia y sentido del humor sobre el mundillo/ejo literario. El Tutú, de Paul Fournel (1947), narra los deseos de escapar de la cotidianeidad que nos aplasta a través de una narración en apariencia bastante vulgar que, sin embargo, estalla magistralmente en su recta final. ¿Por qué?, de Alain Spiess (1940), o La profanación de los cementerios, de Vincent Ravalec (1962), son también buenos ejemplos de un seductor paisaje narrativo.
Por supuesto, como sucede en casi todas las antologías, la calidad de los relatos es desigual, como diversa es la variedad de estilos y edad de los autores. Precisamente en esta diversidad se vislumbra el esfuerzo de Eduardo Berti por ofrecer un panorama amplio de la actividad cuentística de nuestros vecinos. Incrementa el interés de la edición un interesante prólogo de Berti sobre la situación del cuento en Francia –un enfermo grave con síntomas de recuperación– y la percepción de los propios escritores al abordar el género, así como una semblanza de cada uno de los autores que participan en esta antología. Una propuesta honrada y sugerente, en definitiva, que merece mejor destino que el terminar bajo el peso insoportable de los mil y un best seller sobre cátaros, cálices sagrados y confabulaciones masónicas que inundan nuestras librerías.

viernes, junio 09, 2006

Dios es redondo, Juan Villoro

Anagrama. Barcelona, 2006. 284 págs. 15 €

Doménico Chiappe

La fotografía de Henri Cartier-Bresson en la portada del libro habla. Todos los sacerdotes miran el balón en juego. Resulta más apropiada que la archiconocida de Massat, en la que los seminaristas de Madrid patean la esférica, porque la mayoría de los gentiles miramos el fútbol desde las gradas o detrás de la pantalla y nos emociona más la periferia que lo que sucede en el terreno de juego. Los partidos del fanático no duran 90 minutos.
Dios es redondo es una crónica que rompe la frontera del texto periodístico para recorrer los senderos del ensayo. Villoro ha acostumbrado a sus lectores a sus interrupciones epifánicas, en la que se basa su voz narrativa. Esas sentencias rotundas e ingeniosas constituyen perfectos epitafios. De Javier Clemente, seleccionador de España en Francia 98, dice: «Desde la invención del café descafeinado no se veía un supresor de intensidad tan eficaz»; de Carlos Valderrama, el jugador colombiano de oxigenada melena: «el aburrimiento es la sofisticada diversión del dandy: el Pibe bosteza mientras patea portentos»; y de Ronaldo: «Es el único jugador que sólo compite contra sí mismo».
Ficcionador, una de las voces más sólidas del panorama actual, y cronista de varias aventuras alrededor del globo, Villoro se pasea por las ligas nacionales y por los mundiales. Al hablar de Nelson Rodrigues, el escritor-locutor que bautizó a Edson Arantes como Rey Pelé, dice una frase que bien describe el tono del libro: dice verdades que nunca se rebajan a ser objetivas.
Dios es redondo comienza como comienzan las buenas crónicas, con la exposición del cronista en toda su desnudez. «Es difícil aficionarse a un deporte sin querer practicarlo alguna vez. Jugué numerosos partidos y milité en las fuerzas inferiores de los Pumas. A los 16 años, ante la decisiva categoría Juvenil AA, supe que no podría llegar a primera división y sólo anotaría en el Maracaná cuando estuviera dormido». Y a partir de la dolorosa verdad, Villoro se dedicó a disfrutar del fútbol desde otro ángulo, como sólo lo disfrutan aquellos que nunca ganan o los que ganan siempre.
En el libro escruta comportamientos y sentimientos de casi todos los grandes del fútbol del último medio siglo. Cruyff, Di Stéfano, Beckenbauer, Baggio, Figo, Maradona, Pelé, Matthaüs, Rivaldo, Ronaldo, Ronaldinho, Zidane, que entablan un duelo con actores de las gradas, como Mick Jagger, la Cicciolina, Vázquez Montalbán, Italo Calvino o Samuel Beckett. Villoro despliega toda su capacidad para tejer coordenadas disímiles y convincentes.
Suprime tiempos y lugares para comparar dos selecciones o dos jugadores: «la selección colombiana de 1990 y 1994 jugó como si tuviera permiso para perder. En este sentido se apartaba de la gran selección peruana de México 70»; desmitifica: «en el fútbol moderno un equipo dirime intereses millonarios dos veces a la semana. Esto ha llevado a una tensa relación entre los remedios químicos y el peligro de que sean descubiertos», y asume un perspectiva del académico callejero: «El futbolista debe combinar el narcisismo del que desea mostrarse a toda costa, la vocación de encierro de una monja de clausura y la capacidad de tolerar hedores de un presidiario».
Se hace un recuento por el caso Figo, por la tragicomedia de Maradona y por los intríngulis de los dos últimos mundiales, en los que Villoro fue corresponsal de La Jornada. Lo mejor del libro, sin embargo, es el «tercer tiempo, ese rato de cervezas donde lo único mejor que ver un gol es recordarlo», porque promueve los recuerdos propios aunque no estén reseñados en las páginas que se leen. El gozo del fútbol y de la tribu.

jueves, junio 08, 2006

Solo con invitación: Salvador Gutiérrez Solís

El sentimiento cautivo
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2005. 292 páginas, 15€

Elena Medel

¿Qué entendemos por literatura popular? ¿La deliberadamente orientada al gran público? ¿La que los propios lectores convierten en obra de masas? ¿Resultan incompatibles la calidad y la cercanía? Salvador Gutiérrez Solís provoca, desde sus primeros títulos, estas preguntas: un escritor de vocación mayoritaria, que desarrolla historias muy atractivas con un estilo sencillo y visualmente potentísimo, muy cinematográfico, atrapando desde las primeras líneas. Obras como La novela de un novelista malaleche o Spin off no desentonarían en el catálogo de una editorial todopoderosa, o sí: endiabladamente bien escritas, su carpintería revela a un autor de solvencia bastante superior a la media. Esta situación podría —debería— cambiar con El sentimiento cautivo.
Lejano por tono y tema a sus obras anteriores, El sentimiento cautivo es, desde su planteamiento, un texto de oficio. La estructura —fascinante— es, a la vez, un juego cervantino y de matriushkas: tras escribir un artículo sobre los creadores censurados en la Córdoba de la dictadura, un periodista recibe, de manos de una anciana, el relato de un año en la vida de la madre de un célebre pintor coetáneo a él. Es decir, el periodista halla un manuscrito —las memorias de Adela Guzmán— que presenta como novela, bifurcando la acción en dos planos: el de la narración de Adela —a su vez, narración de los hechos vividos con Mercurio, y de un alegórico viaje posterior en su busca—, que transcurre en los años 50, y el de la lectura de Julio, en la actualidad, que transforma su labor creadora conforme la lectura avanza y los secretos se descubren. La historia es sencilla: Adela Guzmán, propietaria de una droguería, huérfana, emprende una relación —mitad amistad, mitad amor platónico— con el pintor Mercurio, bohemio y polémico en la posguerra provinciana.
Sobresalen, fagocitando a Julio, Adela y Mercurio, atípicos por características y contexto en la trayectoria del novelista. En ellos reside, creo, el mayor hallazgo de El sentimiento cautivo: sufre el lector con ellos, se alegra con ellos, se identifica porque son creíbles. Aunque el tono de Adela coquetea con el tópico —«También le sorprende a Julio el estilo literario de su madre. Un estilo cursi, ñoño y recargado para su gusto, pero que denota cierto manejo del lenguaje y de las formas», escribe en los primeros capítulos Gutiérrez Solís, en un gesto quizás autoparódico—, especialmente en el viaje en tren, no cae nunca en él, evolucionando la actitud de la mujer conforme la narración avanza. Sin embargo, y por encima de Adela, la verdadera estrella es aquí Mercurio: un personaje apasionante y apasionado, dibujado a base de excelentes diálogos, de los que valen —sí, es una sugerencia— para varias novelas.
El sentimiento cautivo habla, en resumen, de la libertad: para pensar, actuar y sentir. Pero también reflexiona en torno a la creación libre, la de Mercurio, la de Germán Bonares, la del propio Julio Guzmán tras conocer sus orígenes. Desconozco si sus próximas novelas continuarán el rumbo que El sentimiento cautivo ha iniciado, o se acercarán más a relatos como La memoria del fotógrafo, incluido en la antología Golpes (DVD, 2004). Lo que sí es cierto es que El sentimiento cautivo marca un punto de inflexión en la trayectoria de Gutiérrez Solís, amplificando público y probando en un terreno diferente, mucho más emocionante, que consigue el que —a mi juicio— debe ser objetivo prioritario: conectar con el lector. ¿Literatura popular, entonces? Si el fruto es una novela como El sentimiento cautivo, bienvenida sea, pues.


Salvador Gutiérrez Solís: «Lo que más me apasiona de la literatura es la posibilidad de seguir aprendiendo»

—La Guerra Civil y la posguerra más inmediata son temas habituales en la narrativa española reciente; sin embargo, tu novela aborda una época más desconocida para los lectores. ¿Crees que revisar desde la escritura estos años es necesario? ¿Por qué crees que el exilio, y más el exilio interior, ha atraído tan poco a los escritores?
—La mal llamada Guerra Civil y sus terribles aledaños han sido el argumento de infinidad de novelas; de hecho, en la actualidad vivimos una auténtica eclosión del tema, en lo que ya casi podríamos definir como un nuevo género –que los estudiosos bautizarán próximamente. Algunos títulos son piezas claves sin las que nos sería muy difícil de entender la narrativa española del siglo XX, y del XXI, a tenor de las últimas publicaciones.
No situaría El sentimiento cautivo dentro de este grupo de novelas. El franquismo sólo dibuja un triste decorado que se repite en todas las dictaduras, y del que me valgo para contar otras historias. En El sentimiento cautivo apenas me detengo en la represión política o en los sucesos o efectos de la guerra, que suelen ser características fundamentales de las novelas a las que me refería anteriormente. Abordo la represión artística, pero, sobre todo, El sentimiento cautivo es una novela sobre la represión emocional o sentimental que padecieron millones de personas. Una represión masiva, la gran pandemia del franquismo. Lesbianas, homosexuales, ateos, amas de casa, matrimonios fracasados, hijos ilegítimos, relaciones humanas, vidas, en definitiva, condenadas a desarrollarse en las alcantarillas de la sociedad porque no coincidían con la moral que el régimen impuso.
El franquismo creó millones de islas emocionales, personas que lo desconocían todo, que ignoraban otras formas de vida, de relacionarse, otras formas de amar. Adela Guzmán es una de estas islas, y, a su modo, con más arrojo que lógica, quiso escapar de su isla, una vez descubierta la desconcertante luz de Mercurio, su única brújula en la tormenta. Se pega un buen chapuzón mi adorada Adela, pero creo que sólo el viaje, intentarlo, le mereció la pena…
—El humor (en forma de sátira, parodia o ironía) era una constante en tus anteriores novelas. Sin embargo, en El sentimiento cautivo ocupa un plano más que secundario... ¿La historia no lo pedía?
—Como lector me aburren profundamente esos escritores que repiten la misma novela, una y otra vez, a lo largo de su vida literaria. Como escritor lo que más me apasiona y atrae de la literatura es la posibilidad de seguir aprendiendo —formal/técnica/humanamente—, siempre en el camino, avanzando, sin ver ese rótulo donde debe aparecer la palabra «meta». En El sentimiento cautivo me he probado una vez más, de diferentes maneras: colándome bajo la piel de una mujer; adoptando una nueva voz; alejándome de todas mis anteriores novelas; construyendo una historia «más normal» sin renunciar a ser yo mismo; visitando registros y lugares que me eran desconocidos.
Indiscutiblemente, el tema, la historia, no dejaban mucho espacio para el humor y la ironía. No podemos olvidar que fueron cuarenta largos años de millones de lágrimas y apenas unas cuantas sonrisas, y casi siempre cautivas.
—¿Conoceremos los lectores otro año de Mercurio más? ¿O es un personaje cuyo ciclo ya se ha cumplido?
El sentimiento cautivo es el principio y final de Mercurio, Adela, Julio y todos los personajes que habitan la novela. No se me ha pasado por la cabeza mantenerlos o continuarlos en una nueva historia. Ya me tuvieron que aguantar mucho, los pobrecillos, con la que ya tuvieron que aguantar ellos, además, como para que les siga dando la tabarra…
—Tras el punto de inflexión que El sentimiento cautivo supone, ¿en qué proyecto trabajas actualmente?
—Me devano los sexos en una novela muy extensa que mis editores tratarán de liposuccionar, en la que se entrecruzan tres historias completamente diferentes, que podrían funcionar perfectamente individualmente, pero que globalmente adquieren otra dimensión, igualmente unitaria. Una novela muy contemporánea, muy urbana.
Igualmente, estoy bombeando sangre, malaleche y humor en el alocado corazón de Germán Buenaventura. O lo que es lo mismo: reviso el regreso del Novelista Malaleche, que para este otoño —presumiblemente— estará de nuevo en las librerías. Aún no quiero adelantar el título, pero sí puedo avanzar que es mucho más divertido, más tenaz, más incisivo y más metaliterario que La novela de un novelista malaleche.
Como antes decía: más camino, más aprender o intentarlo, buscar en el baúl de las palabras, querer contar las cosas de otro modo, o a mi modo, no sé.

miércoles, junio 07, 2006

Relatos, John Cheever

Emecé. Barcelona, 2006. 520 págs. (vol. 1) / 498 págs. (vol. 2). 22,50 € c.u.

Miguel Baquero

John Cheever nunca tuvo demasiada suerte. Alcohólico durante muchos, demasiado años, su vida estuvo marcada por su condición bisexual, que nunca acabó de asimilar, y por su literatura, que no acababa de ver valorada a la altura de otros contemporáneos suyos como Hemingway o Capote. Solo al final de su vida alcanzó cierto triunfo, cuando sus relatos fueron premiados con el Pulitzer y cuando se le consideró el principal favorito para ser galardonado con el Premio Nobel. Y fue entonces, cuando estaba empezando a disfrutar del reconocimiento, cuando falleció, a los 70 años, después de haber escrito cinco novelas y más de ciento cincuenta cuentos, la mayoría de ellos para la revista The New Yorker.
Aparece ahora en las librerías, publicada por Emecé, una recopilación de los relatos de Cheever en castellano. Ya con anterioridad se han editado en nuestro país otras antologías del autor pero esta es, sin duda, la más completa. Quizás las más completa posible, porque hay ciertos relatos que Cheever, o sus herederos, siempre se han negado a que fueran reeditados. Se trata de cuentos que, él mismo Cheever confesó, fueron escritos en su día como mero recurso alimenticio, para conseguir llegar a final de mes, cuando no totalmente llevado por el alcohol, completamente borracho, más de lo habitual. Son quince o veinte cuentos, entre los cuales algunos de sus seguidores creen que hay verdaderas joyas, cuentos que han pasado ya al terreno de la mitología, de la búsqueda de tesoros, de la leyenda.
Al margen de estos cuentos, los dos volúmenes de relatos que presenta Emecé constituyen una oportunidad única para descubrir o volver a disfrutar con este autor que sin duda en la faceta de cuentista fue donde alcanzó sus mayores logros. Sería injusto destacar algunos relatos por encima de otros, pues estamos hablando de un nivel excepcional en todos los casos, pero cuentos como El nadador, El ladrón de Shady Hill, Adiós, hermano mío o El marido rural son una muestra del altísimo valor literario de Cheever.
Un valor, además, que no se agota en sí mismo, pues el peculiar modo de escribir cuentos de Cheever, la articulación de todo un mundo a partir de una anécdota, el tomar un hecho cotidiano, sin importancia aparente, y construir a partir de él todo un entorno, una atmósfera, una realidad, es algo que influyó sobremanera en los escritores estadounidenses (sobre todo los cuentistas) que vinieron detrás de él, en especial en Carver y los autores del llamado realismo sucio. Puede decirse que sin Cheever la literatura norteamericana no habría sido lo que es hoy, no habría evolucionado en esa dirección. Por ello, además de por el mero placer en sí de leer estos cuentos, estamos una obra de altísima importancia.

martes, junio 06, 2006

Un amor clandestino, Gilles Rozier

Traducción de Jordi Martín Lloret. Salamandra, Barcelona, 2006. 157 págs. 11,90 €

Fernando García Calderón

Un amor clandestino resistiría mal el análisis precipitado que mi primo el Nueves —apoda­do así por ser más chulo que un ocho— realizaría aplicando lo que él denomina «la infalible regla literaria de los dedos de una mano: argumento —a éste reserva el pulgar, más carnoso—, estructura, héroes, fondo y tono». Mi primo, aficionado a las paradojas, apoya su tesis levantan­do la siniestra, que luce seis hermosos dátiles. Cosas de la biología.
Para empezar, Un amor clandestino cuenta una historia sencilla, de las que se resu­men en tres o cuatro renglones. Habla de la Francia ocupada y de cómo alguien sin ideales mayores se esfuerza en salvar de los nazis a un judío polaco. Si sencilla es la historia, qué podría decirse de su estructura: el sujeto, ya anciano, toma el té con nosotros y nos relata aquellos años de la II Guerra Mundial, sus mejores años, sin apenas salirse de la línea recta. Alguna disqui­sición sobre los tiempos modernos, la pureza decepcionante de un CD sin las quejas del vinilo y poco más. Con estos mimbres, podemos imaginar qué clase de héroe resulta. Tenemos un protagonista que vendería a su madre por un libro de Thomas Mann, preferentemente La muerte en Venecia, y que no destaca por su sensibilidad ante los problemas ajenos.
A estas alturas mi primo ya habría tirado el libro. Yo, más tozudo que él, recomiendo seguir con la regla de los cinco dedos. La búsqueda del fondo en una obra ayuda a abrir más de una puerta. En ésta, sin duda, ocurre. Un amor clandestinoUn amor sin resistencia, traduciendo con fidelidad— no pretende hablar de la familia, ni del buen hacer de alguien capaz de jugarse la vida por llevar a su sótano a un perseguido y mantener una relación carnal, muy carnal, con él. Ni siquiera aspira a darnos un curso acelerado de aprendizaje de yiddish para conocedores de la lengua alemana, aunque en algún momento pudiera parecerlo. Habla, sencillamente, de la más íntima culpa, de la culpa con minúsculas, la que emana del pecado de omisión que nadie percibe o quiere percibir. Nuestro héroe, en plena vejez, tiene un último recuerdo hacia una señora que apenas trataba, que formaba parte del paisaje de su pequeña ciudad, que alguna vez lo abrazó con afecto. Era judía. Todos, también él, volvieron la cara cuando el invasor puso en marcha su particular sentido de la «limpieza».
Gilles Rozier desciende de judíos, según he podido indagar en nuestro socorrido Internet. Sus abuelos murieron en Auschwitz. La solapa del libro nos cuenta que es director, en París, de la Casa de la Cultura Yiddish. Sus novelas, breves, hablan de semitas de hoy, de judíos que sobrevivieron al sinsentido o del mismísimo MoisésLa promesse d’Oslo (2005), Par-delà les monts obscurs (1999) y Moïse fiction (2001) son ejemplos de lo que subrayo—. En Un amor clandestino —publicada en su país en septiembre de 2003—, Rozier hurga en la conciencia de una Francia no tan lejana. Y lo hace con el tono preciso, con un aguijón tan fino que apenas duele, con la cadencia desangelada de un protagonista educado pero distante, único en sus gustos, económico de gestos y de sentimientos, merecedor de ser conservado en el arcón de la memoria literaria. Para muestra, un par de botones: «... Yo no entendía por qué; suponía que porque eran judíos, o ajudiados, pero aún no comprendía muy bien el significado de esas palabras. Por lo general me horrorizaba no comprender las cosas, pero aquéllos eran tiempos de confusión y eslóganes rápidos»; «… si todos los jóvenes de mi generación se hubieran cargado a escondidas al alemán que se acostaba con su hermana […] en menos que canta un gallo nos habríamos librado del ejército del Reich.»
Un amor clandestino es un libro liviano, ameno, de apariencia digerible, que, leído con atención, se clava en la garganta antes de alcanzar el estómago y ser defecado, quedándose ahí por tiempo y tiempo. ¿Se puede pedir más?

lunes, junio 05, 2006

Contra natura, Álvaro Pombo

Anagrama. Barcelona, 2005. 568 pp. 22 €

Andrés Neuman

Puede que no sea la mejor de todas sus novelas, y puede que sus 550 páginas resulten por momentos excesivas, pero cualquier novela mediana de Álvaro Pombo basta para superar con holgura el nivel de la mayoría de libros que cada año se publican en España.
Contra natura es una suerte de tratado contemporáneo sobre la homosexualidad masculina en nuestro país, una indagación en sus raíces, pedagogía y evolución desde el franquismo de los seminarios a la posmodernidad de Chueca. La novela dibuja un cuadrado de moral sexual, o de sexo moral, en el que cada lado es un personaje que vive su condición desde una perspectiva diferente según su temperamento, generación e ideología. Desplegando morosas espirales, Contra natura emprende un análisis (a ratos brutal, a ratos delicado) de las emociones y apetitos de esos cuatro personajes, cuyos cuerpos y almas se cruzan a lo largo del argumento en un constante, lúbrico enroque. Todo ello es cierto, y su trascendencia sociológica (incluyendo sus polémicas y muchas veces discutibles moralejas) está fuera de duda.
Ahora bien, más allá de ese valor sociológico, o digamos que por entre las piernas del asunto, se cuela otra cuestión no menos extraordinaria y que marca la diferencia entre cualquier ensayo interesante sobre la cultura gay y la novela de un narrador maestro: el lenguaje. El lenguaje es la verdadera libido de Contra natura, el quinto amante del libro y, sobre todo, el primero de Pombo. De poco servirían las consideraciones filosóficas o las profundas (y agotadoras) disquisiciones de la novela, sin la carne viscosa, impulsiva y extrañamente poética de su estilo. Por su propia naturaleza extrema, contra natura de toda convención clásica, el estilo del autor obliga al lector a tomar inmediato partido estético: Pombo disgusta o fascina, repele o atrapa. No cabe la tibieza en su lectura, ni tampoco en el personaje desaforado, cómico e irritante que su autor ha construido para el público, o para defenderse de él.
La omnisciencia de Pombo, su voz exagerada, es un festival óptico y una carnicería psicológica. Y, si no fuera porque a uno le da grima la palabra ‘prosodia’, se aventuraría en doctorales observaciones acerca del laberinto rítmico y la pasión orquestal de su sintaxis. Es, en definitiva, el nuevo concierto de la orquesta contranatural de ese señor tan raro, tan pedante y tan potente que escribe con lírica inteligencia, con vísceras pensantes. A Pombo y platillo.