miércoles, febrero 28, 2007

Utilidades de las casas, Isabel Cobo

Caballo de Troya, Madrid, 2007. 139 pp. 12 €

Marta Sanz

Escribir un texto sobre un fragmento de la infancia —quizás sobre el fragmento fundamental de la infancia: una familia vive de día en la casa de abajo y va a dormir, por las noches, a la casa de arriba— conlleva un ejercicio de memoria, en el que se sacrifica la definición de los perfiles de ese ayer que, en otro momento, fue un hoy casi nítido. La mirada del adulto escribiente y alfabetizado, inseguro, se filtra entre las células ópticas de la mirada infantil. En Utilidades de las casas, la narradora —quizás la propia Isabel Cobo, que es una mujer de cuarenta y nueve años que se distancia de y se aproxima a sí misma rescatando a la niña que fue— es esa párvula con ojitos de vieja o acaso una mujer madura que aún conserva las ingenuidades de una niña: entre los ojos abiertos como platos del descubrimiento, entre el recuerdo sensorial que marca los espacios de la infancia, surge de repente una sentencia adulta, lúcida, que neutraliza la cadencia naïf de las palabras, coloca al lector los pies en el suelo y le hace comprender que quien le habla es una sola persona, de una pieza, la síntesis que resulta de amalgamar nuestros fragmentos.
A la narradora, tal vez a la escritora, de este libro le gusta escribir despacio, posiblemente para disfrutar del placer de oírse despacio, hablando para sí misma, contándose su propia biografía, tratando de culminar el difícil proceso de reconocerse en la actividad de contemplarse desde fuera por un agujerito que está en el interior de su cuerpo genético e histórico, nunca ensimismado, porque lo pequeño forma parte de lo grande y lo grande de lo pequeño. Posiblemente, por esa razón se puede sospechar que no ser mirado es lo mismo que no ser y, a partir de ese axioma, la narradora, la escritora, Isabel Cobo, pequeña y grande, se convierte en un ojo de sí misma, y se rebela contra la circunstancia de que los ojos que uno ama son una ausencia o se han ido muriendo; emprende el rescate de su propio ser y, a la vez, plantea una enseñanza metaliteraria: escribir para mirarse es una manera de existir, no necesariamente ombliguista; escribir es un acto que como mínimo lleva implícita la trascendencia de exponerse al juicio de los otros. Sin el otro, no hay literatura.
A la narradora, tal vez a la escritora, de este libro le gusta mirar sin ser vista y, sin embargo, aquí se nos ofrece a través de una voz que la visibiliza como escritora y como ser humano, ante los lectores. Hay algo de desnudez, de inusual honestidad en las páginas de Utilidades de las casas. Ningún impudor, sin embargo, en un texto que se toma a sí mismo en serio y que es valiente porque no deja resquicios para hacer trampas: la narradora, tal vez la escritora, no puede retirarse, descomprometerse, arrojar la piedra y esconder la mano, distanciarse de la página escrita, para insinuar al lector que todo era una broma, que había una ironía que la salva de sus propias palabras, que no estaba hablando totalmente en serio, que entre ella y sus frases median los mecanismos desinfectantes de la ficción y de la retórica. Isabel Cobo no se aprovecha del derecho a recular, amparándose en las brumas que, estereotipadamente, resumen el esfuerzo de la memoria: su mirada, de vieja y de niña, no es nebulosa ni ambigua, está tan perfilada que corta y, no por ser nítida, pierde su misterio.
Este libro no es una novela, ni falta que le hace. Es un libro que ni usa ni abusa de la serie de mecanismos necrosados con la que se suele gratificar al lector. Es tan solo un libro delicioso, contenido, que habla de la necesidad de mirar y de ser mirado, de la necesidad de recordar y de ser recordado, a través del uso activo de la expresión “me acuerdo de...” Luego, en detalle, quedan otras cosas muy importantes: una niña que se cría con sus abuelos, los padres ausentes, un poder adquisitivo razonable, un pueblo posiblemente del sureste español, el sentido de integración en una comunidad, la sombra de una guerra en la que hubo vencidos, perdedores, seres llenos de estigmas, el abuelo que padece un lapsus puntual de memoria, definitivo, el síntoma de una enfermedad, que lo afecta no sólo a él, sino a todos los que dejarán de ser contemplados, recordados, catalogados, queridos por él. La pérdida de la memoria de los seres que queremos nos priva de la conciencia de identidad a cada uno de nosotros. Ya no podemos decir “mírame” y que alguien se alegre de verdad por lo bien que saltamos a la comba. La amnesia, la desaparición de los seres que queremos, nos mata, y justifica la escritura de este libro en particular y de muchos otros libros, de casi todos los libros, en su búsqueda de una mirada que los juzgue y que los mime.
La abuela le cuenta a la narradora el cuento de Rayanatví, una niña que, desafiando a los dioses de la montaña, consigue evitar que a sus vecinos, amigos y hermanos se los lleven, volando por los aires, los huracanes. El truco consiste en coser los unos a los otros con un hilo casi invisible: el que Isabel Cobo también utiliza, para recordarnos con puntadas certeras, delicadas, sutiles y muy consistentes, que nada somos sin el otro. Una enseñanza sobre la vida y, como siempre, también, sobre la literatura, en el tapiz de un texto igual de limpio por delante que por detrás: en su envés no hay trampas ni nudos ni desprolijidades y el bordado puede admirarse con la misma complacencia por sus dos caras.

martes, febrero 27, 2007

Mártires y anticristos. Análisis bibliográfico sobre la Revolución francesa en España, Yvonne Fuentes

Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt, 2006. 204 pp. 36 €

Óscar Esquivias

El comienzo de esta historia podría haber sido el de una novela o película de intriga: en Estados Unidos, en el selecto y liberal Oberlin College (plano general de los elegantes históricos edificios de ladrillo, verdes praderas rebosantes de estudiantes despreocupados) aparece un manuscrito: se trata de una obra teatral desconocida sobre la muerte de Luis XVI (se oye un trueno, pasos apresurados en el piso de arriba). De su misterioso autor sólo se sabe lo que él mismo declara en su manuscrito: que se llama Vicente Alaño y Serviá y es doctor en teología y en los derechos canónico y civil (misterio, misterio). Con estos datos y la fecha de compra (entró en el Oberlin College en el curso 1931-1932, según la anotación manuscrita del bibliotecario de entonces, al que imaginamos muerto en misteriosas circunstancias), la profesora Yvonne Fuentes comienza a investigar sobre el tal Alaño y... Y aquí debería continuar una historia con criminales, el santo grial, el Opus Dei, los templarios y cosas así, que son las que encuentran los historiadores en las novelas. En realidad, allí comenzó una paciente y (suponemos) aburrida investigación que prosiguió en los archivos y las bibliotecas de Europa y América: esta obra teatral de Alaño será la que lleve a la profesora Fuentes a intentar establecer un catálogo exhaustivo de textos escritos o publicados en la España de finales del XVIII y principios del XIX que versen sobre la Revolución Francesa. El libro que reseñamos hoy (Mártires y anticristos. Análisis bibliográfico sobre la Revolución francesa en España) es el fruto de ese largo trabajo.
En la larga lista de documentos de los que se da aquí noticia (pero que no se transcriben) hay textos de toda clase: comedias, poemas, pastorales diocesanas, reales cédulas, sermones, oraciones, estudios militares, etcétera, siempre con la indicación del archivo o biblioteca donde se conservan y sus signaturas. Estamos, pues, ante una obra dirigida a un público especializado, interesado en profundizar en las fuentes originales: el libro, en este aspecto, es de un valor inapreciable pues ofrece infinitas pistas e información precisa al investigador.
Pero la obra es más que un amplísimo catálogo de referencias: también aporta un estudio sobre cómo se conformó y evolucionó la opinión pública española ante la Revolución Francesa. Este ensayo abre el libro y tiene las virtudes y los defectos de los textos académicos: todos los datos aparecen escrupulosamente documentados, hay gran profusión de notas a pie de página, gráficos de porcentajes sobre un volumen de datos ínfimo, citas y más citas encadenadas. Fuentes llega a la conclusión de que los acontecimientos revolucionarios en Francia no fueron percibidos al principio como algo amenazante para España: al contrario, el país vecino seguía siendo un referente para los españoles, que no dejaron de ver en Francia un país moderno, refinado y progresista. Serán los acontecimientos bélicos posteriores (la Guerra de Independencia) y el reinado absolutista de Fernando VII los que determinarán la identificación de lo francés con lo antiespañol y lo anticristiano y, retrospectivamente, contaminarán con esta imagen a todo el proceso revolucionario y sus partidarios en nuestro país, llegando hasta a desacreditar a los reformistas ilustrados.
Como hemos dicho más arriba, no se trata de un libro de divulgación histórica: los lectores potenciales de esta obra son pocos y muy especializados, pero merece la pena que se conozca la existencia de esta publicación.

lunes, febrero 26, 2007

Qué me cuentas. Antología de cuentos y guía de lectura para jóvenes, padres y profesores, Amalia Vilches (ed.)

Páginas de Espuma, Madrid, 2006. 368 pp. 16 €

Carmen Fernández Etreros

Qué me cuentas es, ante todo, un libro didáctico dirigido a los profesores y los alumnos para fomentar la lectura en las aulas. Pero también puede resultar muy útil para aquellos que quieran sumergirse en las entrañas del proceso de la escritura. La autora elige como arma didáctica el género literario del relato corto ya que, como nos explica en la “Nota previa”, «a causa de su brevedad, es muy cómodo para trabajar en las aulas, más atractivo para el escolar que puede leerlo en poco tiempo y ser receptor de una pieza completa que se ajusta al ritmo de la vida moderna. Cada relato, un universo cerrado en sus manos, un chispazo rotundo, ya sea un cuento esférico, a la manera tradicional, o un espacio abierto a lo Carver».
Para esta antología la autora escoge relatos de dieciocho escritores actuales de un total de trece países de habla hispana como Andrés Neuman, Diego Muñoz Valenzuela, Félix J. Palma, Milia Gayoso, Helvecia Pérez, Ana María Shua, Mercedes Abad, Carlos Castán, Hipólito G. Navarro, Eloy Tizón, Ángel Zapata y Fernando Iwasaki, entre otros. Podemos decir que en la acertada elección de los cuentos radica la clave de la agilidad del libro y la capacidad para enganchar al futuro lector. Una selección sugerente y sensible de relatos que destacan por su calidad.
La autora también ha buscado cuentos de los que se puedan extraer enseñanzas, y que conectan con las preocupaciones de los jóvenes lectores. Además dan pie al debate en las aulas de temas que preocupan a los jóvenes como el amor platónico, la vida en la escuela, las desigualdades sociales o la pena muerte. Incluye varios microcuentos como los de Ana María Shua, tan elaborados como sugerentes, originales exponentes de este género.
Editado por Páginas de Espuma, el objetivo primordial de la autora es ofrecer material a los profesores, los padres y los alumnos para lograr engancharles al carro de la lectura. Se encuadra en la órbita de la oleada de nuevos textos y guías para crear lectores jóvenes y combatir el ataque de la era audiovisual. Su autora, Amalia Vilches, es profesora de Literatura en la UNED y ha sido Mención Honorífica a la investigación educativa del MEC en 2001 por su trabajo Tiburones literarios, un camino para la enseñanza. Su actividad docente se ha orientado ha fomentar la lectura en centros escolares y por ello nos ofrece en este libro las pautas necesarias para montar un taller para trabajar la lectura en las aulas. Ella misma nos explica que su meta ha sido «fomentar la lectura en los estudiantes que no se acercan a ella con la frecuencia deseada, entre otras causas por la competencia de los medios audiovisuales y de la cibernética; servir de apoyo al profesor para la enseñanza de la literatura; despertar el espíritu creador en los alumnos con actividades amenas y variopintas».
El libro sigue la estructura convencional y estructurada de un libro de texto y comienza con una descripción de los orígenes del cuento, una exposición de las características fundamentales de este género literario y un breve recorrido por su situación en los países de los escritores elegidos. A continuación nos ofrece una reseña biobibliográfica de cada escritor y una interesante entrevista sobre su relación con la literatura. Después se incluye el relato o los relatos elegidos de cada escritor acompañados de unas actividades didácticas, que abarcan tanto aspectos lingüísticos y literarios como propuestas de escritura, reflexiones y debates sobre temas de interés para los jóvenes lectores.
Qué me cuentas en una buena propuesta de taller literario para las aulas pero también para todos aquellos que quieran profundizar en la naturaleza y la dinámica del relato corto, y que deseen conocer la trayectoria de estos escritores del panorama literario actual.

viernes, febrero 23, 2007

El cadáver arrepentido, José María Guelbenzu

Alfaguara, Madrid, 2007. 400 pp. 19,50€

Luis García

Dos vertientes narrativas viene trabajando José María Guelbenzu con asiduidad desde hace varios años o varias novelas: De un lado, obras como Un peso en el mundo, un autentico tratado literario por cuanto significó un punto y aparte en una manera de ver y entender la literatura por el autor. De otro, obras aparentemente menores pero de igual densidad sicológica que la anterior como No acosen al asesino, La muerte viene de lejos o la mas reciente El cadáver arrepentido, que encuadradan en el genero negro, (para muchos erróneamente) vienen a demostrar la ineficacia de los mismos a la hora de enjuiciar una novela.
José María Guelbenzu sabe cómo tratar y perfilar a los personajes, sabe cómo dotarles de la carga emocional necesaria para mantener la tensión y, lo más importante, sabe cómo, manteniendo la intriga, llegar a un desenlace no por esperado menos impactante. En esta ocasión, la juez Mariana de Marco, vieja conocida de los lectores, debe resolver, cómo no, un insólito caso en el que se ve involucrada una vieja amiga de facultad. Suspense y humor a partes iguales dotan a El cadáver arrepentido de ese carácter propio de las novelas llamadas a ser resultonas. Y como en toda novela negra que se precie, tenemos cadáver en sus primeras páginas.
¿Qué es una novela negra sin cadáver?, se preguntarán. Pues nada, efectivamente. Nada..., o casi nada. Porque el cadáver y cuanto acontece en sus primeras paginas se diluye con el relato posterior en el que el autor nos sumerge en un secreto tan bien guardado que resulta hasta inverosímil en algunos momentos. Un secreto que nos llevará progresivamente desde el momento actual a principios de siglo, a los tiempos de la I Guerra Mundial, de la Guerra Civil española, de la posguerra.... y todo ello envuelto en un cúmulo de azarosas y maledicientes relaciones, infidelidades y venganzas.
El tiempo lo cura todo, aparentemente, y con el paso del mismo la juez Mariana de Marco se dirige a la boda de la amiga de su infancia, Amelia, boda que habrá de celebrar con el nieto del antiguo administrador de la finca de los Fombona, finca toledana en la que habrá de aparecer el cadáver antes mencionado. Una boda consentida aunque a todas luces polémica e incluso diríamos que sospechosa, por cuanto no hace sino revivir la ocurrida muchos años atrás entre los abuelos de los propios contrayentes. Y una boda rodeada de misterios: el cadáver aparecido en la finca en actitud suplicante, arrepentido, la propia madre de la novia repentinamente fallecida....
Una de las virtudes de El cadáver arrepentido, es que por fin su autor se ha atrevido a presentarnos el pasado de la protagonista de sus tres últimas novelas, la Juez Mariana de Marco, extrayendo de ello que se trata de un personaje tan atormentado como podríamos suponer, e incluso, si me permiten la licencia, hasta cierto punto acomplejado. Pero eso será motivo de otra historia o reseña en su momento, posiblemente con la cuarta entrega de las andanzas de la juez. Lo cierto es que El cadáver arrepentido es una novela atractiva, interesante, que se lee con gusto y aunque en ocasiones tiende a perderse dadas las ramificaciones familiares de los personajes y las peculiares relaciones que se establecen entre ellos, no por ello deja de mantener el suspense. Sin duda, el personaje Mariana de Marco, aun habrá de darnos muchas alegrías (literarias) en el futuro.

jueves, febrero 22, 2007

En el remolino, José Antonio Labordeta

Presentación de José-Carlos Mainer. Anagrama, Barcelona, 2007. 136 pp. 14 €

Juan Marqués

Lo malo de este asunto es que habrá quien se sorprenda. Hay que alegrarse, desde luego, de que la publicación de esta extraordinaria novela en una editorial como Anagrama vaya a descubrir a muchos el talento literario de su autor, pero es triste que a estas alturas todavía haya tanta gente que no sepa de quién hablamos exactamente cuando hablamos de José Antonio Labordeta. Aparte de un hombre entrañable y queridísimo por todos aquellos que merecen quererle (entre los que se cuentan, incluso, muchos —¡no todos…!— de sus adversarios políticos, dentro y fuera de Aragón) y de un diputado de actitud intachable (mientras esté él en el Congreso podremos estar seguros de que hay, al menos, un hombre honrado allí dentro, y ya es triste tener que conformarse con tan poco…), es un creador de una brillantez particularísima, en varios campos. El que le ha hecho más popular es la canción, pero seguramente es en la literatura donde más profundidad (y altura) ha conseguido, y probablemente serán sus libros lo que le haga perdurar como merece.
Ya la editorial Lumen consiguió hace veinticinco años juntar en la muy recomendable antología de Poemas y canciones a Labordeta y José-Carlos Mainer, que son hoy dos de los zaragozanos vivos más dignos de admiración. Anagrama (cuyo catálogo es definitivamente fundamental para comprender lo que ha pasado literariamente en las últimas décadas) vuelve a reunirlos para dar a luz En el remolino, una novela de apenas cien páginas, que es, sin embargo, una enorme novela. Trata, en efecto, de la guerra civil, pero no es otra novela sobre la guerra civil (ni, desde luego, Otra maldita novela sobre la guerra civil como esa que anuncia Isaac Rosa), sino que vendría a relatar algo así como un episodio de violencia “intrahistórica” en un pueblo indeterminado (pero del ámbito aragonés, como delatan ciertas expresiones: “Las perricas”, “¡Rediós!”…), que coincide (y desde luego que no por casualidad, ni dentro del relato ni en las intenciones de su autor) con el comienzo de la guerra. Un episodio de violencia entre vecinos de una aldea, que viene a resolver trágicamente rencores y agravios del pasado, funciona como metáfora y denuncia de lo que sucedió en aquel julio de 1936. La chulería y agresividad gratuita de Severino, ayudado por la apatía y el miedo del juez y el sacerdote, inician el desenlace de conflictos muy antiguos, de los que nos vamos enterando poco a poco, gracias a los inspiradísimos monólogos interiores de los personajes, que delatan personalidades torturadas por circunstancias y destinos no elegidos, y nos hacen comprender su humanidad cansada, sufridora, derrotada.
Es una gran idea haber reproducido en la cubierta el Duelo a garrotazos de Goya —otro ilustre zaragozano— porque hay mucho de eso En el remolino: violencia extrema entre gentes que —si bien se mira— es evidente que no quieren pelear y lo hacen con indolencia, que no tienen ninguna razón para verse en ese trance, pero que parecen estar respondiendo a un maldito destino que les obliga a ello sin que puedan evitarlo o sobreponerse a él. La visión de la condición humana no es muy halagüeña en estas obras, pero hay personajes que en su inocencia o en su tranquilidad parecen redimir un tanto la caída en el salvajismo de sus vecinos. Angelito, por ejemplo, aterrado por el espectáculo de la muerte de su hermano Severino (y pocas veces la elección de dos nombres habrá sido tan obviamente significativa) y por la inmediata venganza que se prepara; o el carretero, alguien que, por ir continuamente de un pueblo a otro, escuchando y observando a todos, ya intuía que iban a pasar cosas malas “con esa tristeza sensata que nace en los caminos”, y que acaba ejerciendo como una especie de Caronte que lleva los cadáveres a su destino final mientras se entretiene con sus resignadas y cautelosas meditaciones...
Mainer habla con razón de “relato faulkneriano”, pero también hay algo del mejor Rulfo, o se nota que Labordeta ha sacado buen provecho a Joyce, y no sólo a los juegos psicológicos del Ulises sino a su mejor cuento, ya que, como la nieve del irlandés, “cayó la lluvia a ríos, a lagos, a espuertas y anegó el vientre de los vivos y las bocas difusas de los muertos”. En el remolino es una novela estupendamente escrita en todo momento (¡cómo se desarticula la sintaxis conforme se apaga la vida, en las meditaciones de quien está apunto de ser fusilado, y cómo le vemos caer, le oímos caer, le leemos caer, narrándonos él su propia muerte!; ¡cómo —“pobre vieja mula amiga”— están usados los adjetivos!...) y, aunque apenas ha comenzado el año, su aparición deberá reconocerse, cuando toque hacer recuento, como lo que sin duda será y ya es: uno de los hitos editoriales de 2007.

miércoles, febrero 21, 2007

Los últimos días de Thomas de Quincey, Rafael Ballesteros

DVD Ediciones, Barcelona, 2006. 223 pp. 12,40 €

Guillermo Busutil

Decía Cifran que lo que realmente importa no es la vida, sino la representación de esa vida. Y eso es lo que ha hecho el poeta y narrador malagueño Rafael Ballesteros en esta novela de guiño documental, con la que intenta acercarle al lector el semblante y las sombras que persisten detrás del reflejo literario y humano de Thomas de Quincey. El autor de célebres novelas como Confesiones de un comedor de opio y Del asesinato considerado como una de las bellas artes, y cuya obra literaria representó una forma de rebeldía y su vida una rectificación de la realidad, a través del juego de espectros y alucinaciones, unido a su afición y dependencia del opio, que vislumbraron su rechazo emocional de la realidad y su militancia en el movimiento romántico. Un universo, este último, que responde principalmente a tres vectores fantasmagóricos, que marcaron la obra y la existencia del famosos escritor, como fueron las formas femeninas de su juventud, los barroquismos orientales y la mitología clásica.
Fijadas estas nociones fundamentales, junto con el hábito al opio que se inició en 1804 a raíz de un pertinaz dolor de muelas, se hace más fácil entrar en las cinco miradas/voces que Ballesteros utiliza para revelar el desgarro y la trastienda del alma de Thomas de Quincey. Cuatro voces, perfectamente hilvanadas, diferentes y dotadas de cómplice credibilidad y de cierto valor confesional, con las que el narrador malagueño va desgranando hábilmente y con la pulcritud de un lenguaje definido por el tempos propio de Henry James, los contornos, vericuetos y contraluces de la figura emocional y literaria (igual que si estuviese construyendo las piezas a encajar en un puzzle) de un hombre que tuvo una infancia feliz, aunque marcada por la muerte de sus hermanas, una adolescencia tormentosa y una madurez nunca consolidada.
Tres pilares de una vida que Ballesteros recorre transformándose sucesivamente, adecuando el tono de la mirada y de la voz, en la madre, la amante, el padre y la esposa de Quincey con la intención de revelarnos la sensible personalidad del escritor, las aristas más misteriosas de su carácter, los condicionantes que forjaron su carácter y su mundo y también algún que otro secreto familiar. Así, la madre adentra al lector, al modo de los cuadros de Vermeer, en la intimidad doméstica, en la formación intelectual de sus hijos, en la fragilidad de la salud de sus vástagos con sus dolorosas consecuencias, en su afición a la música clásica, en la relación con su esposo, marcada por los convencionalismos, silencios y gestos sentimentales de la época, y en su devoción por el hijo retraído y solitario. El padre será el encargado de desvelarnos la visión masculina de la necesidad y obligación de tomar decisiones firmes y de tener una voluntad infatigable, su doble moral dividida entre el amor respetuoso y a veces hasta tierno y cómplice con su esposa y la secreta preferencia por el fetichismo sexual, además de su animadversión hacia el carácter soñador y enfermizo del hijo a quién educa en la superación de los miedos mediante relatos espectrales que dejarían huella en la posterior vida literaria y personal del escritor. Ann, la prostituta de dieciséis años con la que el escritor inglés compartió contraluces en Londres, representa la voz que nos descubre los resortes y resquicios interiores de la sentimentalidad, de la sexualidad y de los sueños del joven y frágil De Quincey y cuyo contrapunto es la fuerza, el sacrificio y la generosidad de la mujer —esposa que siempre apoyó al escritor, desempeñando el vínculo con la realidad y el valor e inteligencia para administrar las penurias y los reveses de una existencia tan difícil y a merced de los vaivenes, como también lo fue la carrera de De Quincey, y su dependencia del opio y de los fantasmas interiores.
El resultado final es una novela interesante, narrada con el minucioso estilo del mejor Henry James y una perfecta dosificación in crescendo de las aristas de un escritor, cuyas piezas terminan encajando en el último capítulo en el que la propia voz de De Quincey nos aproxima a su adicción, a su mundo afectivo y familiar y a su compleja relación con la muerte. Con todo ello, Rafael Ballesteros, contribuye a desmitificar la “leyenda” de un escritor de quién nos ayuda a interpretar y comprender su faceta más humana.

martes, febrero 20, 2007

Un extraño envío, Julia Otxoa

Menoscuarto, Palencia, 2006. 168 pp. 13 €

José Manuel de la Huerga

En Entrevista a Jules Feltrinelli, uno de los cuentos que se recogen en la antología que nos ocupa, el entrevistado responde: «Acostumbro a respirar en la perplejidad de cosas que no entiendo». Si no fuera demasiado categórico, diría que en esta verdad tan dubitativa descansa la columna central de todo el edificio que Julia Otxoa ha venido levantando durante años. Cuando la leí no pude por menos que subrayarla, acotarla y, si se me permite, adoptarla. Lo mismo que a un niño venido de lejos. Aunque espero que el desenlace de la adopción internacional no sea el mismo que en Leyendas, también en esta colección. (Les dejo con el enigma, no dejen de leerlo, especialmente los que anden en procesos de adopción.)
Cuando leí la bendita frase señalada supe que me encontraba en mi elemento, que la literatura de Julia Otxoa bebía del río de los grandes: Cervantes, Kafka, Chéjov, Melville, Italo Calvino, Córtazar, Pessoa..., autores que Otxoa pone como cabecera de su recopilación en Todo empezó en un armario. Y especialmente Kafka: acostumbrarse a despertar y tener a dos tipos a los pies de tu cama y decirte que estas procesado sin saber cuál es la causa que se te imputa, ni por qué, ni dónde, ni cuándo, y, repito, acostumbrarse a respirar con esa adherencia mortal, aceptar y consentir... La actitud es voluntariamente pasiva, pero probablemente no haya mejores maneras de habitar este mundo en muchas ocasiones incomprensible.
Los mejores cuentos de esta antología se articulan en esa aceptación, a veces hasta placentera, de lo inverosímil, de lo absurdo. Así Longevidad, Cerdos y flores, Un extraño envío o El estanco, por mencionar sólo unos pocos de los que señalo con un puntito en su índice. Lo que viene a significar que, aunque olvide el argumento, sé que volveré a leer y volveré a señalar con otro puntito y así en un viaje circular, o una firma obsesiva, por utilizar un par de imágenes robadas a la autora. El dueño de un estanco abre todos los días las puertas de su establecimiento sabiendo que miente a todos sus clientes habituales: no tiene sellos ni locales ni nacionales ni internacionales. Pero ellos se dejan convencer, mañana, a lo más pasado están aquí... Y así llevan una década. Hasta que alguien decide responder al vecino y montar un proceso de respuestas autárquico, en el barrio, cambio de identidades, locura colectiva, y vivir vidas ajenas. Un delicia de relato, emocionante.
El absurdo llega a invadir el territorio de lo fantástico en cuentos de dragones con un agradable regusto naïf, como La primavera del dragón, donde un bombero, en vez de apagar fuego, le entran unas ganas terrible de echar fuego por la boca. O ese gato siamés que defienden su integridad comiéndose lentamente a sus dueños. O el impagable Cerdos y flores, donde el cruce de los cartas nos pone al corriente de las vicisitudes de una “cerda metafísica” que necesita comer flores y de cómo su dueño, el porquero, defiende sus actos ante el jardinero malencarado.
Absurdo que también es infeliz incomunicación en algunos relatos abruptos, con final sangriento y cruel, como si de una ceremonia de sacrificio se tratara. El juez asesino de Santa Reparata, el pobrecito ratón Horacio, o lo comedores de palomas dan cuenta de ello.
Por supuesto quien transita por los territorios oníricos de lo absurdo no puede por menos que tomar el lenguaje, la incomunicación, el significado de las palabras como fuente inagotable de tales desvaríos. Son fantasmas como los de Schopenhauer que nos obligan a meternos en el laberinto de los diccionarios y no nos permiten salir con vida de ellos. Me refiero a Sobre las visiones de fantasmas que cierra la recopilación.
La belleza incuestionable de algunos de los relatos más breves está motivada por el cruce de caminos. En la intersección de los senderos que se bifurcan de la poesía y la narrativa nacen híbridos de naturaleza extraña como Un infinito paisaje de huellas entrecruzadas, en palabras de la autora. Así en Weil donde la autora nos da cuenta de los carpinteros de esta localidad que llenan los árboles de pájaros de madera y que cantan cuando son quemados.
Julia Otxoa mima sus cuentos como verdaderos hallazgos extraídos de ese territorio mestizo de la poesía y de la narrativa. Sería algo así como ese estado de duermevela, entre la vigilia y el sueño, donde las leyes de lo verosímil saltan por los aires y el personaje con nombre apenas de inicial (homenaje al Joseph K. kafkiano) acepta respirar en ese leve cruce lo que dura la eternidad de un buen relato breve.
Pero vayamos, si es que es posible, al principio. La edición de Un extraño envío (relatos breves) que, como es habitual en su colección Reloj de arena, Menoscuarto mima en todos los detalles, recoge una sugerente antología de cuentos de la autora que han ido apareciendo en entregas anteriores. Deseamos que esta edición coloque a Julia Otxoa en el lugar que le corresponde, dentro de los mejores cuentistas nacionales y que Menoscuarto, especializada en el relato breve, continúe arriesgando en esta y otras aventuras editoriales.

lunes, febrero 19, 2007

La princesa de la luz 1. La esclava de la Puerta, Jean-Michel Thibaux

Trad. Andrea Solsona. Roca Editorial, Barcelona, 2006. 332 pp. 21 €

María Pilar Queralt del Hierro

Tras el éxito de El misterio del priorato de Sión —un serio y elaborado punto de referencia para tanto código-da-vinci como ha inundado nuestras librerías—, el francés Jean-Michel Thibaux ha publicado en España La esclava de la Puerta, primera parte de la serie La princesa de la luz, donde demuestra una vez más sus excelentes condiciones para la novela histórica (recordemos su fantástica Les âmes brûlantes, ambientada en la primera cruzada, y aún no traducida al español).
La esclava de la Puerta reúne todos los elementos que conceden con dignidad a una novela el apellido de “histórica”: un buen asunto, una excelente documentación, una buena prosa y, lo más difícil, la capacidad de transmitir al lector una atmósfera determinada que le permita viajar en el tiempo, disfrutar y, al mismo tiempo, aprender algo más sobre nuestro pasado colectivo.
Posiblemente en ello influya la propia personalidad del autor. Jean-Michel Thibaux aúna una sólida cultura y una vida aventurera que comienza cuando abandona su cargo de artificiero de la Marina francesa y se dedica a viajar por medio mundo, acumulando experiencias y referencias culturales que nutren su vocación de escritor. Por otra parte, es comunicador de medios escritos y audiovisuales y ha ejercido como profesor de Antiguas Civilizaciones en la Escuela Superior de Arte y Comunicación de París. Tiene, pues, una gran capacidad didáctica y comunicadora que imprime carácter a sus novelas y que se evidencia en el hecho de que Thibaux no falsea los hechos históricos a conveniencia de la narración, sino que los convierte en el telón de fondo que ambienta y hace creíble las historias que, con su prosa directa y ágil, parece contar al oído del lector.
En este caso, el asunto es la peripecia personal de una acomodada joven veneciana, Cecilia Vernier-Baffo, que vivió entre 1525 y 1587, que fue raptada siendo adolescente para ser destinada al serrallo del sultán Selim II y que, tras convertirse en su favorita, acabó los días como Nur-banu, es decir, “Princesa de la luz”. Una personalidad prácticamente desconocida y fascinante que, además, es la excusa perfecta para pasear por la rica Venecia del siglo XVI, cruzar con sigilo la Puerta otomana, pulular por el interior de Topkapi y navegar por un Mediterráneo pleno de corsarios y aventura.
Si a ello se añade una rigurosa documentación y un magnífico estilo literario, La esclava de la Puerta, además de ser una buena novela, se convierte en una excelente ocasión para conocer un poco más las raíces históricas que han hecho de Oriente y Occidente dos mundos paralelos y antagónicos que, sin embargo, están condenados a entenderse.

viernes, febrero 16, 2007

Fiesta en la oscuridad, Diego Jesús Jiménez

Lectura de Pedro Luis Casanova. Bartleby, Madrid, 2006. 71 pp. 11 €

Marta Sanz

La reedición de Fiesta en la oscuridad (1976) se lleva a cabo en el ámbito de la colección Lecturas 21 de la editorial Bartleby: este proyecto tiene como objetivo rescatar fragmentos, ya descatalogados, de la obra de autores como Ángel González, Antonio Gamoneda o Félix Grande y, al mismo tiempo, actualizarla a través de la lectura de jóvenes poetas como Elena Medel, Carlos Pardo o Manuel Vilas. Se trata de conjurar el olvido y de poner en evidencia los prejuicios sin los que es imposible que se desencadene ningún proceso de lectura. Un libro nunca es el mismo libro. Lecturas 21 desacraliza —quizás el verbo sea exagerado porque ¿hasta qué punto se puede olvidar la palabra ritual?—, humaniza, aproxima los textos sagrados al lector inexperto, al lector joven y también a ese lector resabiado, que tiene más conchas que un mejillón, sometiéndolos a una lectura “profana” —para gran escándalo de algunos sacerdotes y/o iniciados que creen que sólo unos pocos tienen derecho a interpretar la Biblia de Gamoneda, González o Grande...—, a la vez que crea un espacio para que las voces nuevas accedan a esa profesión de votos culturales que pueda llegar a legitimarlos en el peliagudo campo de la poesía española actual. La iniciativa de los editores es arriesgada, inteligente —al mismo tiempo, “de cajón”— y esperamos que, con su vocación de matar dos pájaros de un tiro, consiga el éxito, siempre minoritario, del que disfrutan los libros de poesía.
En este contexto, Pedro Luis Casanova (1978), en sintonía con otros estudiosos como Molina Damiani o Manuel Rico, lee impecablemente el tercer poemario de Diego Jesús Jiménez (1942) desde una perspectiva política de repulsa a la represión franquista y de crítica frente a los derroteros por los que navega la transición española. El riesgo que asume Diego Jesús Jiménez es doble, porque mantiene abierta la herida moral, el posicionamiento ético, de la palabra poética y lo hace, además, desde una opción estilística que exige un esfuerzo de interpretación simbólica por parte de un lector que, a la altura del año 76, vivía en el momento de canonización de la ideología encubierta de ciertos poetas metidos en el saco de los novísimos, y a comienzos del siglo XXI se complace en la comodidad de la línea clara y de la legibilidad. Se trata de un riesgo ético y estético que Pedro Luis Casanova analiza sobre la coordenada de la historia de España a finales del siglo XX. Pero, más allá de la exégesis de Casanova, es necesario subrayar la singularidad de un poeta como Diego Jesús Jiménez que, pese a haber sido galardonado en dos ocasiones con el Premio Nacional de Poesía —por Coro de ánimas (1968) y por Itinerario para náufragos (1997)— y a causa de su posición excéntrica respecto a las líneas de fuerza de la poesía española de fin de siglo, todavía no ha sido lo suficientemente reivindicado...
A través o en el reflejo del ojo de un ciervo muerto, el poeta nos deja entrever la fiesta en la oscuridad: la muerte, el sexo, lo soñado, la experiencia de la naturaleza y la experiencia visionaria, esa realidad que escapa de los límites de su entrada enciclopédica y siempre es más laberíntica de lo previsible. Los fantasmas, los ecos, la vivencia del arte (“Sueña el recinto/ venenoso del verde...” en “La lágrima de San Pedro de El Greco”), lo que se desea, todo aquello a lo que se le tiene miedo configuran un concepto hiperrealista de la realidad en el que la exhaustividad y el primer plano total desfiguran los contornos legibles para el ojo humano. La realidad es objeto de una crítica que se opera a través de la emoción, de las visiones y de la conciencia. Es ésta una poesía versicular y surrealista, que se sobreexpone en su enunciación desgarrada, en su tono mayor que no permite las medias tintas ni los paños calientes y que sin embargo está llena de sutileza, profundidad y capacidad de penetración: pelamos una fruta, quitamos la corteza a un árbol, excavamos un hoyo en la tierra, practicamos una autopsia. El carácter visionario de la poesía de Diego Jesús Jiménez es una forma de neorromanticismo cívico que acalla el susurro, la voz bajita, de ciertos modos pseudomodestos de ciertos poetas de la experiencia —no todos: tampoco hay que despeñarse por esa forma, navajera y tan habitual en el campo de la poesía, de la simplificación que descalifica todas las voces que conforman una determinada tendencia o grupo—; lo que ocurre es que, a veces, la línea clara es insuficiente para expresar la conmoción y el aprendizaje del ser humano frente a la naturaleza, incluso frente a la naturaleza más familiar, como en “Amanecida en Cuenca”: los paisajes de Jiménez no son caballos que abrevan a la luz de la luna, así lo sugiere Casanova al alejar estos versos de la etiqueta camp, que sirvió para calificar algunas muestras de la obra de poetas tan sobresalientes como Antonio Martínez Sarrión.
Fiesta en la oscuridad nos presenta a un poeta que es un pintor y que es un “disfrutador” hiperactivo de la experiencia estética, como único recurso para conjurar el olvido y revolver la vida y a la vida: “En la pintura de El Bosco”, un pintor cosmogónico está en la mirada, en la realidad consciente y subconsciente de un poeta cosmogónico; la creación de mundos, el imaginario de Jiménez —la luz, la sombra, la iluminación, la caza, los pájaros con significados polimórficos y deslizantes—, es un procedimiento para entender el mundo interior de cada ser humano. Pero no lo olvidemos, la poesía de Jiménez es íntima y elegíaca (“¿Por qué siempre lo que se vive es el recuerdo?”), como la de Eloy Sánchez Rosillo, como la de Marzal o la de Vicente Gallego, pero también es inevitablemente dialéctica: igual que no sólo la luz es suficiente para iluminar los sentidos, tampoco se pueden desvelar los interiores sin atender al ruido de fuera, al exterior, a los manicomios y a los hospitales de esta Fiesta en la oscuridad, en definitiva, a la intemperie triste de la Historia.

jueves, febrero 15, 2007

La mujer zurda, Peter Handke

Trad. Eustaquio Barjau. Alianza Editorial, Madrid, 2006. 120 pp. 6 €

Fernando García Calderón

El “descubrimiento” de un libro, de un autor, produce una alegría singular, justificando la ilusión de la lectura. Pero ¿qué hay del retorno a uno que lo fue todo para nosotros?
Hubo un tiempo en que el escritor y polemista Peter Handke era sólo un escritor. Al menos para muchos de los que se bebían sus obras. Me remonto hasta los años 70 y 80 del pasado siglo, cuando la Tierra giraba a otra velocidad y no existían los blogs. Casi nada. En aquella lejana Europa, Peter Handke publi­có El miedo del portero al penalty (1970; Alfaguara, 1979), Carta breve para un largo adiós (1972; Alianza Tres, 1976), Desgracia indeseada (1972; Barral Editores, 1975), El momento de la sensa­ción verdadera (1975; Alfaguara, 1981) y La mujer zurda (1976; Alianza Tres, 1979). Dio que hablar en una España que se desperezaba tras la pesadilla. Llegaron las películas en las que colaboró con Wim Wenders y se convirtió en eso que llaman autor de culto. O sea, un autor alabado por un puñado (aunque a veces el puño crezca hasta la desmesura) de seguidores y fanáticos.
El que ahora escribe fue uno de esos seguidores. Me enamoré del comienzo y del final de El miedo del portero al penalty y ya no me importaron las 137 páginas que quedaban en medio. Peter Handke entraba en mi particular parnaso, arrojaba las cítaras y los laureles por la ventana, y se acomodaba en el lecho de Melpómene, Talía y Erato sin afrodisiaco alguno del que valerse. Con La mujer zurda concluyó aquel periodo de exaltación de los dioses de la nueva lengua germana (otro Peter, Weiss, y Heinrich Böll completaban la extraña trinidad que mi buena fe había ideado). Aquel libro se me incrustó en un espacio indefinido que tenía por límites el bulbo raquídeo y el diafragma, punzando las sienes y el corazón, creciendo como el mejor cáncer, como el peor soufflé. La edición que ha visto la luz recientemente en esta bonita colección de bolsillo es la misma traducción de entonces.
Confieso ahora que elegí esta lectura con un doble afán: hablaros de la novela y transmitiros las impresiones literarias que, con los antecedentes indicados, causaba en mí el viaje a un tiempo que embalsamé con cariño. Un experimento, vamos, en vivo y en directo. Empiezo, pues, sin mar­car un punto y aparte, con determinación: La mujer zurda es una obra mal escrita. Desali­ñada, con un armazón endeble y unos personajes secundarios dibujados con un carboncillo grueso como un trozo de paloduz, sin un buen inicio y sin un remate que exalte los sentidos. ¿Por qué? Porque es fruto de una “sofisticada” manera de entender el relato. Handke trabaja y trabaja más allá de la búsqueda de la naturalidad, de la búsqueda del mérito de llamarse escritor. Ninguna de sus frases figurará en una antología por su calidad formal, ninguna destaca por su belleza. Sería más bien un guionista; un guionista al que no le interesara la literatura ni el cine. Sólo le interesa meternos en la cabeza un sentimiento. Y, en su herculana labor, pretende hacerlo sin hablar de ideas, sin hablar de las clásicas intimidades que tocan la conciencia o el lagrimal. El verbo mirar, la rutina raramente profanada, unos paisajes y unos objetos bastan. Las refe­ren­cias temporales tampoco importan. El uso del pretérito imperfecto permite saltar de escena en escena, sin que sepamos cuanto tiempo transcurre entre éstas. ¿Para qué? Para aislarnos del mundo exterior, para meternos en la piel de la protagonista o del cámara que la sigue con la frialdad del que acude al suceso y no echa una mano para salvar una vida porque lo relevante es que los espectadores sepan qué ocurre y cómo se muere. Leed las páginas 59, 60 y 61 de este libro. ¿Habéis sentido alguna vez agorafobia? La sentiréis, os lo aseguro.
Esa escritura recibió todo género de calificativos: neocínica, desalienada, observacional. Más de un crítico diría hoy que es artificiosa, que carece de ritmo, que se ven la tramoya y el tramoyista, que está pasada de moda. Seguramente tendrá razón. Pero, con todo, merece la pena leer La mujer zurda. Merece la pena conocer a esta Marianne que no es diestra (tampoco siniestra, que conste). Merece la pena acercarse a esta persona. Ahí reside el valor de la obra, y el de tantos otras obras de este autor. No dibuja personajes, no construye héroes. Presenta personas, de carne y hueso, y pocos lo igualarán en esas lides. Algo tan sobresaliente que se constituye en la esencia misma de la literatura. Historias y personas, no hay más.
………………

Dato obligado: Handke llevó a la pantalla su novela en 1978. Edith Clever y Bruno Ganz fueron sus protagonistas.
Zurrón de enlaces (en alemán):
http://www.tour-literatur.de/Links/links_autoren/handke_links.htm

Apostilla final: Sé que dejo sin respuesta la primera de las preguntas que formulé, la más íntima. ¿Qué sentimiento prevalece, tras tantos años, ante un libro que marcó nuestra biografía? ¿Cabe el desencanto? ¿Gana siempre el recuerdo? Mejor contestación que la mía será la de Hilario J. Rodríguez, que construyó Babel para expresarlo.

miércoles, febrero 14, 2007

Viajes por el Scriptorium, Paul Auster

Trad. Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2007. 185 pp. 16 €

Pablo García Casado

Soy un austeriano apasionado. Me enamoré de su escritura, como muchos, con aquella Trilogía de Nueva York. Inmensa, extraña, plural. Eran tres discursos interrumpidos, historias fragmentadas que no terminaban de encajar, correlatos interiores que trufaban el texto hasta convertirlo en un ente inorgánico semejante a la propia vida. Es una novela del hombre contemporáneo.
Su maestría se ha desplegado en títulos inolvidables, como Leviatán o La Música del Azar, pero también ha encontrado entregas poco o nada afortunadas, libros que simplemente defraudan. Estuve a punto de tirar Tombuctú por la ventana, o qué decir de El Libro de las Ilusiones, un tostón que parecía haber estado escrito por un negro a sueldo de Auster. Empecé a pensar en una factoría agotada sin nada que ofrecer.
Me equivocaba, como casi siempre. Porque ya Brooklyn Follies era un más que aceptable recorrido por los sumideros de la naturaleza humana. Pero estos Viajes por el Scriptorium recogen al mejor Auster de la década. Un libro complejo, que se inicia con un velado homenaje a Kafka, donde un personaje al borde del olvido intenta, sin éxito, reconstruir un pasado que ya no le pertenece. Una novela muy carnal, donde casi palpamos las heridas del protagonista, en un espacio completamente cerrado. Pero es además —no quiero revelarlo— una reflexión sobre el propio hecho de escribir, sobre el poder de los correlatos para definir nuestra propia vida.
Vuelve Paul Auster a esa narración incompleta e inquietante, donde culpa y deseo, mentira y violencia, se incorporan conscientemente a este diseño del hombre contemporáneo a modo de autobiografía. Una novela para reconciliarse con Auster, pero también para descubrirlo. Ojalá continúe por esta línea y se instale definitivamente como el gran clásico contemporáneo.

martes, febrero 13, 2007

De re coquinaria. Antología de recetas de la Roma Imperial, Marco Gavio Apicio

Edición de Attilio A. Del Re. Traducción de Juana Barría. Ilustraciones de Serena Palazzi. Alba, Barcelona, 2006. 295 pp. 39 €

Care Santos

Cuando se evoca un banquete romano, los lectores de Petronio no podemos dejar de pensar en aquellas pantomimas excesivas del banquete de Trimalción, en El Satiricón. No es inapropiado el ejemplo, puesto que en aquella recreación burlesca de una velada gastronómica patricia, pueden apreciarse ya muchos de los refinamientos que encontramos en este tratado "de las cosas de la cocina", que pasa por ser el primer manual gastronómico de la historia. No es del todo exacto: hubo uno anterior griego, de quienes los romanos tomaron las técnicas y gran parte de los ingredientes, y que luego se encargaron de engordar —lo mismo que sus caprichosos estómagos— a fuerza que engordaba también el Imperio.
Las biografías de los gastrónomos romanos son tan jugosas como las aportaciones que hicieron a las mesas de sus conciudadanos, o a las nuestras. Tenemos, por ejemplo, a Lucio Licinio Lúculo (117-57 adC), a quien por lo visto se debe la aclimatación del cerezo al clima europeo. O Vitelio, famoso por su glotonería, de quien se cuenta que llegaba a consumir 1.200 ostras en un solo banquete. Una flota entera abastecía su mesa y según contó Plinio el Viejo, gastaba una verdadera fortuna —1.000 millones de sestercios al año— sólo en la materia prima de sus banquetes. Se suicidó, por cierto, cuando temió que su tren de vida se viera afectado por la disminución de sus rentas.
Marcus Gavius Apicius (25 adC-?), el autor de este recetario, no fue menos particular. Vivió durante los reinados de Augusto y Tiberio. Era conocido por sus costumbres sofisticadas y su gusto por lo exótico, además de por ser el inventor del paté de foie y por incorporar a sus recetas algunos elemetos exóticos. Entendámonos: "exóticos" a la manera romana: aquellos a quienes se dirigían estas recetas no conocían los cítricos —salvo el pomelo—, utilizaban el arroz sólo como espesante para salsas y aún tardarían unos catorce siglos en atreverse a comer una alcachofa. Por supuesto, en su dieta faltaba todo lo que llegó de África (café, plátanos, berengenas...) y de América (tomate, patata, pimiento, pavo, alubias, judías verdes, cacao...). En cambio, eran aficionados a las especias que llegaban de Asia, las hierbas, las frutas y verduras, y a algunos manjares entonces muy sofisticados: las lenguas de loro, la vulva de cerda estéril o el garum, una salsa a base de pescado fermentado que se producía en algunas ciudades españolas —Tarraco y Cartago, sobre todo— como en ninguna otra parte.
Entre las dificultades de la lectura de este manual, tenemos todos aquellos ingredientes que se conocían en la Roma imperial y que no han llegado hasta nosotros. El silfio, una droga que Nerón consumía con gusto y que se utilizaba sobre todo en la cocina, hoy extinguida. O la oveja salvaje italiana, que corrió la misma suerte. También hay dudas a la hora de interpretar las fuentes: no se conocen con exactitud a qué se refieren los nombres de ciertos ingredientes. Desconocemos las diferencias entre los distintos tipos de pan que cita el autor, o entre un embutido y otro. Igualmente, no sabemos cuál era la receta exacta del tan apreciado garum. Como no ha sido posible averigiar a qué personajes corresponden exactamente los nombres que en ocasiones da el autor como inventores o enriquecedores de las recetas.
El original sufrió una suerte azarosa. Fue adulterado, desmembrado y enriquecido en diversas épocas. Las últimas aportaciones podrían ser del siglo VIII, aunque tampoco se sabe con seguridad. Queda suficientemente subrayado, pues, que no se trata de un manual de cocina al uso, ni de un libro fácil. Ni por su lectura ni por las recetas que contiene, aunque no hay que descartar el experimento de probar alguna de las más asequibles, como la de los caracoles a la cazuela o las múltiples maneras de preparar los cardos.
La edición que ha elegido Alba está más dirigida al comprador de regalos navideños que al lector de clásicos. No se puede negar que es hermoso ese gran formato, como lo son las ilustraciones de Serena Palazzi a partir de frescos y mosaicos de la época imperial. Pero se echa en falta algo más. Un buen prólogo, por ejemplo, más centrado en el lector español, que complemente el más ajeno de la edición italiana; asimismo, algunas notas al final de los capítulos habrían ayudado a rellenar lagunas. Tal y como está, el libro se convierte en un extraño término medio: resulta excesivo para quienes buscan un libro de cocina —incluso para los más intrépidos— e insuficiente para quienes desean arqueología de los fogones.
Con todo, es la única edición de la obra de Apicio que puede encontrar el lector interesado. Y sólo eso ya la convierte en digna de atención.

lunes, febrero 12, 2007

El ministerio del dolor, Dubravka Ugresic

Trad. Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pistelek. Anagrama, Barcelona, 2006. 300 pp. 18 €

Miguel Sanfeliu

Una de las mayores tragedias ocurridas el pasado siglo fue la guerra de los Balcanes. Yugoslavia quedó segmentada y en ella sucedieron algunos de los episodios más trágicos del pasado siglo XX. Muchos de sus habitantes tuvieron que marchar a buscar fortuna a otros países, entre ellos, Dubravka Ugresic (y los personajes de este libro). De esta escritora croata ya se habían publicado en España dos obras: la novela El Museo de la Rendición Incondicional (Alfaguara, 2003) y el interesante libro de artículos Gracias por no leer (La Fábrica, 2004).
La desintegración de Yugoslavia deja a gran cantidad de gente diseminada por diversos países que, pese a sus supuestas diferencias, proceden de un lugar común que les ha marcado. La búsqueda de esos recuerdos nostálgicos se convierte en la clave para que las personas sientan que tienen más aspectos en común que diferencias entre ellos. La patria que ya no existe, la «ex-Yugo», se muestra como algo que va más allá de un espacio físico.
“Estábamos en todas partes. Y ninguna historia era lo bastante personal ni lo bastante conmovedora, porque la muerte ya no conmovía a nadie. Había habido demasiadas muertes”.
Tanja Lucic consigue un trabajo como profesora interina de lengua y literatura serbio-croata en la ciudad de Amsterdam. Sus alumnos son exiliados, desarraigados en un país extranjero, cuyo origen se encuentra en los nuevos países que han surgido tras la desintegración de la antigua Yugoslavia y que les cuesta reconocer como propios, porque cambian demasiado deprisa y desaparecen sus puntos de referencia. Los trabajos que consiguen en Amsterdam son precarios y mal remunerados. El trabajo mejor pagado (en negro, por supuesto) es el que conocen como el del “Ministerio” y que consiste, contra lo que podría parecer, en trabajar en un taller de ropa para sex-shops, haciendo referencia el nombre a la denominación de un club porno sadomasoquista de La Haya: “El Ministerio del Dolor”. La razón fundamental que tienen para estudiar serbo-croata es porque es lo más fácil y sirve para alargar la estancia en el país si no tienes visado, además de ser un camino rápido para obtener un titulo holandés o una beca. Ante esta perspectiva, Tanja decide no complicar más las cosas a sus alumnos y, tras asegurarles que todos conseguirán buena nota, inicia unas clases que se van transformando en una especie de sesiones de terapia de grupo donde se comparten nostalgias, vivencias y opiniones que van recuperando un pasado que les une. Se trata de “un proyecto, un juego en la clase, un «trabajo» de catalogación de la cotidianidad de la antigua Yugoslavia”.
Lejos de sentirse como ganadores de una patria, se sienten como si les hubieran arrebatado su pasado. “De pronto, todos nos habíamos quedado sin testigos, sin padres, sin familia, sin amigos, sin conocidos, sin allegados con los que repetir el material de nuestras vidas”. Deben superar los escollos de todo aquello que supuestamente les diferencia para volver a recuperar un espacio común, a través de las películas, programas de televisión, canciones, chistes nacionales, episodios de la infancia... Es un camino tortuoso ante el que la protagonista alberga serias dudas: “al prohibir recordar el pasado común, los ideólogos de los nuevos estados habían provocado el efecto contrario: la prohibición incrementaba la atracción. Me preguntaba si al estimular el recuerdo destruiría el aura dorada”.
Lo que trasluce detrás de la prosa limpia y directa de Ugresic es una reflexión sobre la identidad, sobre las raíces, sobre aquello que conforma la memoria colectiva del ser humano. Personas que han huido de la guerra y que se dejan llevar por la vida, diseminados por diferentes países, y que se refieren unos a otros como “los nuestros”. En ese “los nuestros” entran todos: bosnios, croatas, serbios, albaneses... Sufren las consecuencias de una guerra que buscando reafirmar la propia identidad les ha abocado a vagar como almas en pena, reconociéndose como compatriotas y como enemigos, con un pasado en común y un futuro incierto, muchos de ellos esforzándose por encontrar una identidad nueva en otro lugar, arrastrando su bagaje personal en bolsas de plástico de rayas azules, rojas y blancas, acostumbrándose a vivir con un permanente desasosiego y a contener una infinita nostalgia.
Hacia el final podemos leer: “El regreso al país del que hemos venido es nuestra muerte, quedarnos en los países a los que hemos llegado es nuestra derrota”.
Pese a que la autora huye del dramatismo y marca una eficaz distancia con lo que nos cuenta, lo cierto es que se va apoderando del lector un sentimiento de tristeza, de impotencia ante el sufrimiento de esa gente que ha perdido su pasado y que intenta salir adelante, como si chapotearan en una gran masa de arenas movedizas. Dubravka Ugresic compone una obra compleja desde la que, con un tono aparentemente aséptico y salpicado de pequeñas dosis de un humor amargo, expone su rabia, su indignación y su dolor.

viernes, febrero 09, 2007

Solo con invitación: La ciudad del Gran Rey, Óscar Esquivias

Ediciones del Viento, La Coruña, 2006. 404 pp. 20 €

Pedro M. Domene

La locura imaginada por Óscar Esquivias (Burgos, 1972) o, quizá resulte más acertado decir, el ambicioso proyecto convertido en trilogía «dantesca» que el escritor iniciaba en Inquietud en el Paraíso (2005), continúa ahora con La ciudad del Gran Rey, la aventura en el Purgatorio que se iniciaba en las últimas páginas de la entrega anterior. En realidad, para la primera novela Esquivias inventaba un auténtico trastorno que se torna en colectivo cuando la realidad histórica inicia el conflicto bélico de 1936 en la ciudad de Burgos, indiscutible bastión y baluarte de la rebelión militar, posterior centro de operaciones del ejército franquista. Así, un enigmático don Cosme Herrera cree poder acceder al Purgatorio a través del sepulcro del primer traductor al castellano de la obra del florentino, el arcediano Fernández de Villegas, para poder redimir, de alguna manera, la locura iniciada por el equívoco gobierno de la República.
La pretensión de Óscar Esquivias, indiscutiblemente ambiciosa e inteligente, no es otra que novelar parte de nuestra historia reciente, un tanto maltratada y vituperada en crónicas y documentos del momento, por la literatura y la realidad del 36, y las décadas posteriores. Aunque el escritor ensaya un más allá y a golpe de página va narrando y cincelando el ambiente de una sociedad tan conservadora e histriónica como la burgalesa, es decir, su rancia actitud ante los acontecimientos que se pregonaban muy a principios del siglo XX. El sarcasmo, la ironía, la mofa del escritor burgalés sobresalían en las mejores páginas de Inquietud en el Paraíso, y por ellas desfilaban párrocos, obispos, pequeño burgueses o militares, junto a liberales y progresistas que anteponían la legalidad del régimen constitucional a un conservadurismo caduco. El planteamiento narrativo ensayado mostraba ya en su primera entrega una visión expresionista que dotaba al relato de una riqueza de registros que se concretaban en un ritmo pausado de perfecta consecución y una sutil e irónica visión de las situaciones descritas. Todo ello narrado, además, con ese rigor histórico que en la segunda entrega La ciudad del Gran Rey se ha sacrificado para convertir el relato en auténtica ficción, en literatura; porque, entre otras muchas cosas, ahora sí, ofrece la peripecia divertida de una visión de conjunto que nos brinda la verdad de la primera y la ficción de la segunda de la mejor manera posible, fabulando o imaginando como siempre se espera de la buena literatura.
La ciudad del Gran Rey es el sueño de la expedición iniciada en la catedral de Burgos y a ese desconocido lugar a donde llegan los excéntricos personajes capitaneados por el sacerdote y el comandante Paisán. Pero, en realidad, cuando uno avanza en su lectura no llegamos a saber muy bien si realmente el Purgatorio se parece a Burgos, o quizá la propia ciudad castellana se parece a ese lugar celestial. Aventura tras aventura, los intrépidos visitantes deberán aprender a vivir en una esfera donde constantemente se pierden en el laberíntico espacio de unas calles y plazas que cambian de aspecto o de nombre, y sólo consiguen sobrevivir en un blocao donde, atrincherados, resisten hasta que don Cosme vuelva de su infortunada enfermedad y, una vez consciente, logren encontrar la traducción de Villegas, y sean capaces de identificar la puerta de vuelta a su querida ciudad. Resisten, durante buena parte del relato, porque reciben la orden de no bajar al Infierno y optan por encontrar la manera de valerse heroicamente en medio de la anarquía más absoluta, viven situaciones que se parecen a lo que ya conocen en su Paraíso particular, aunque a medida que pasen los días se verán envueltos en medio de una serie de lances entre los que tendrán que adivinar, conjurar o valerse de ungüentos y pócimas para buscar la salida. Entretanto, nuevos personajes se asoman a un relato que sobresale por su ingenio, por un calculado humor y un ácido sarcasmo que le sirve a su autor para repasar algunos episodios de nuestra historia o para poner en tela de juicio ciertos valores, como por ejemplo, la utilidad y validez del dinero, porque allí lo único valioso que pude tener un habitante son sus dientes y sus muelas.
Óscar Esquivias consigue hilvanar una historia repleta de acontecimientos, algunos absurdos y tan extraordinarios como imposibles, reflejo de una sociedad castigada entonces y secuela hoy de la mezquindad que caracteriza al ser humano. Sólo los limpios y puros conseguirán sobrevivir en un mundo posible como Esquivias ha querido imaginar. El resto quizá sucumba en ese Infierno que aún nos tiene que contar el escritor burgalés, pero esa será una nueva aventura que cerrará una trilogía sobre nuestra historia con excelentes dosis de humor y la mejor de las imaginaciones.



Óscar Esquivias: «Me interesa hacer literatura, explorar el alma y los sentimientos de una serie de personajes y contar una historia apasionante»

¿Dónde te sientes más cómodo, en el Paraíso, en el Purgatorio o en el Infierno?
—La verdad es que me siento más cómodo en el planeta Tierra.

Cuando te planteaste escribir esta historia, ¿pensabas que debería ser toda una trilogía para explicar la reciente historia de España?
—Mi propósito no es explicar la historia de España, Dios me libre: a mí me interesa hacer literatura, esto es, explorar el alma y los sentimientos de una serie de personajes y, a través de ellos, contar una historia apasionante con las palabras más persuasivas. Me apoyo en la Divina Comedia de Dante y de ahí la estructura tripartita del relato, que me sirve para jugar con los géneros literarios.

¿En aquella época, la ciudad de Burgos, a cuál de los lugares visitados por tus personajes se parecía más? ¿Y a los de Dante?
—En La ciudad del Gran Rey quería describir un espacio que resultara al tiempo familiar y fantaseado, como si los personajes no hubieran abandonado del todo España y hubieran entrado en un sueño en el que lo cotidiano se presentara como algo misterioso o amenazante. El mundo que dejan atrás los hombres que se internan en el Purgatorio no es más lógico ni humano que el que se encuentran en el Más Allá, al contrario: en La Ciudad del Gran Rey la violencia no tiene justificación, sucede como si fuera una fuerza de la naturaleza, ajena a la voluntad de los hombres. En 1936 se declaró una guerra en nuestro país porque hubo personas que se empeñaron activamente en imponer sus ideas (o sus intereses) por la fuerza. Desde este punto de vista, la España (no sólo Burgos) real, histórica, es mucho más desasosegante que cualquier escenario fantástico (incluidos los dantescos).

La ironía y el sarcasmo pueblan las páginas de tus dos novelas hasta el momento, ¿es necesario que el lector sonría de vez en cuando ante tanta atrocidad?
—No sé, no tengo una teoría definida al respecto. El humor tiene muchas manifestaciones y, en mi caso, a menudo surge en el proceso de escritura, sin que yo lo hubiera previsto de antemano. Creo que nunca he pensado: “Voy a escribir un capítulo o un cuento divertido”, mis ideas de partida jamás son cómicas. De hecho, soy la persona menos chistosa del mundo.

Si te dijera que el proceso de escritura de estas tres novelas se parece bastante a un proyecto barojiano, ¿qué me contestarías?
—Me encanta Baroja y todo lo que se pueda adjetivar como «barojiano» me interesa, así que no voy discutir a quien me aplique tal adjetivo (aunque me pueda parecer exagerado o inexacto, pero ¿a quién le molesta que le piropeen?). Inquietud en el Paraíso, con sus conspiradores, curas disparatados, militares y demás, quizá sí tenga un aire barojiano, pero no creo que sea el caso de La ciudad del Gran Rey, demasiado fantasiosa para lo que acostumbraba a escribir don Pío (me parece a mí, vaya).

Un adelanto para el curioso lector de tu próxima novela: ¿qué ocurrirá en el Infierno?
—Cualquier cosa. Ahora mismo estoy escribiendo esa parte y lo estoy descubriendo...

jueves, febrero 08, 2007

Trilby, George du Maurier

Traducción y postfacio de Max Lacruz. Funambulista, Madrid, 2006. 460 pp. 25,50 €

Marta Sanz

Trilby
de Georges du Maurier es, según reza en su faja promocional, el primer best seller en la historia de la literatura. El apellido du Maurier nos remite a Daphne, la maravillosa escritora de Rebeca y nieta de Georges. Unos dibujos de los personajes y situaciones de la novela, firmados por el propio du Maurier, ilustran el volumen de la edición de Funambulista y ayudan a poner cara a Trilby, a Taffy, a Svengali... Enseguida, me atrapan el clima alegre de la prosa, la potencia de los personajes, su encantadora ingenuidad. Me siento hipnotizada —igual que cuando de niña llegaba el domingo y me daban dinero para que me comprara un tebeo, igual que Trilby— por las aventuras de tres pintores británicos, Little Billee, Laird y Taffy en el Barrio Latino de París. Los tres se enamoran de la bella, aunque no canónicamente bella, Trilby O'Farrell: ella se dedica al planchado fino, tiene una voz potente que le brota como un vómito a causa de su falta de oído musical, lía cigarrillos que fuma en el estudio de los pintores, frecuentado entre otros por Svengali, y es modelo de desnudos. Trilby tiene unos pies bellísimos y un bellísimo corazón que se le puede ver a través de los pies, porque sus pies son el espejo de su alma. Trilby elige al sensible, moralista y bien dotado —para la pintura—, Little Billee, ante la mirada de Taffy, el buen gigante que vive su amor en silencio, y de Laird, el gracioso y confortable Laird que, por su condición aparentemente inofensiva, recibe las caricias de Trilby. El lector sabe que Laird estará subiéndose por las paredes, en cuanto a Svengali... Trilby le saca la cabeza a Little Billee y este detalle, junto al tabaquismo de la heroína, la hermosura de sus pies o la hipocondría de Billee, nos hablan de un escritor —de un dibujante— que cumple el requisito básico para la creación artística: saber mirar y capturar lo que de diferente hay en las cosas “convencionales”. En Trilby se pone de manifiesto el contraste entre el arte y la vida, el ideal y el sentido práctico, el deber y la bohemia, la juventud y la madurez, el Dios misericordioso y el Dios represor, la fantasía y las rutinas, la magia y la ciencia...
La familia du Maurier tenía mano para lo siniestro y para lo visual: la cara de Joan Fontaine está en las páginas de Rebeca, igual que los recovecos de Manderlay, y quizás, por esas aptitudes para la exageración cómica y terrible de la existencia, y para la construcción de la sensorialidad a través del lenguaje, Georges fue un magnífico caricaturista. La versión cinematográfica de Trilby la firma en 1931 Archie L. Mayo, y el actor John Barrymore es un calco de los dibujos de Svengali que hizo du Maurier: la cara de Barrymore, con los ojos en blanco, mientras hipnotiza a Trilby, ha pasado a formar parte del imaginario universal del género fantástico. Pero esa cara, ya estaba dentro de la cabeza de du Maurier y el término “svengali” ha pasado a designar, en la lengua inglesa, a ese tipo de personas que quiere apropiarse de la voluntad del otro.
El cine subraya el lado siniestro y mágico —es memorable la imagen del espíritu de Svengaly que sobrevuela los tejados de París para entrar en la habitación de Trilby—, la morbosidad romántica de una historia que du Maurier ofreció a su amigo Henry James; con inteligencia, James la rechazó, probablemente porque se conocía a sí mismo: Trilby no podía ser una historia para Henry, quien hubiera hecho de ella o bien un relato fantasmagórico, o bien un retrato de la moral victoriana enfrentada a los espíritus libres que pueblan el mundo del arte: Trilby O'Farrel no llegaría a ser una de sus estupendas damas estadounidenses, activas y un pelín vividoras y/o experimentales, pseudodesprejuiciadas, en contraposición al estrecho mundo de su imposible familia política... Hizo bien Mr. James en dejar la historia en manos de du Maurier porque, si Trilby sienta un precedente respecto al significado del best seller, es por su facilidad para transmitir imágenes nítidas —nunca las brumas psicológicas jamesianas que convierten algunos personajes en demasiado grandes para un lector acostumbrado a las simplificaciones en el dibujo—, su capacidad funambulesca para mantener el equilibrio en el alambre de lo inverosímil y por su casi enloquecida combinación de muchos y distintos registros: el eclecticismo de esta novela es, en gran medida, lo que entretiene al lector. El elemento fantástico, avalado por la razón científica del mesmerismo y la hipnosis, que tantos frutos dio en la literatura y el cine —recuerdo Los hechos en el caso del Dr. Valdemar—, se conjuga con digresiones sobre el arte, la religión y sus morales derivadas; la descripción de enfermedades románticas —Trilby se apaga como se marchita una rosa— se combina con la borrachera, con el retrato costumbrista de la bohemia y con el chiste; el enamoramiento hasta la médula y las grandes promesas, es decir, los elementos folletinescos —Trilby renuncia al amor de Little Billee para no destrozarle la vida y eso la convierte en buena y generosa a ojos de la madre de Billee, de sus amigos, del narrador y del propio du Maurier; también a ojos de unos lectores que la redimen de la culpa, casi insoportable para Billee, de que su amada haya posado desnuda—, con la transcripción de canciones e incluso con el guiño metalingüístico —Taffy debería enamorarse de la hermana de Billee desde el mismo instante en que ella se presenta en París, pero el narrador advierte de que las cosas no siempre suceden, tampoco en las novelas, como sería previsible...—. Combinaciones de elementos que no están lejos de la sensibilidad actual de los lectores de best sellers... Los que no somos lectores asiduos de best sellers encontramos muchos y buenos argumentos para saber en qué reside nuestra fascinación por este delicadísimo, conservador y falsamente ingenuo pastiche, que encierra no una, sino varias grandes historias.
Mi padre descubre en su biblioteca otro libro, que ha resultado ser el mismo que yo estaba leyendo: Svengali, publicado por José Janés, en Barcelona, dentro de la colección El manantial que no cesa, en 1947. Mi padre recuerda que Svengali fue uno de esos libros que marcó su propia infancia: el mesmerismo, la hipnosis, las imágenes en las que Svengali, el sucio, innoble y, sin embargo, superdotado músico —se puede ser malo y bueno a la vez y esto narrativamente es importante, porque su antagonista, Little Billee, resulta neurótico, antipático, engreído y estrecho— atrapa y padece los dolores de esa ingenua Trilby a quien, bajo su influjo, acabará convirtiendo en la cantante de ópera más famosa de su época. Svengali es una novela que pasó a formar parte de la sentimentalidad indeleble del niño que fue mi padre; Trilby es una novela que los lectores adultos leemos con la misma emoción que los libros de la infancia.

miércoles, febrero 07, 2007

Nocilla dream, Agustín Fernández Mallo

Canet de Mar, Candaya, 2006. 215 pp. 16 €

José Manuel de la Huerga

Fluir. Fluir es la propuesta narrativa de Agustín Fernández Mallo. Buscar los puntos de conexión neuronal entre lenguajes (ciencia que es ficción, ficción que es poesía postpoética) y crear un magma, una nocilla densa, voluntariamente fragmentaria. Algo que fragüe en su continua fluencia, una cuadratura de un círculo.
No quiero caer en las redes de su discurso, y escribir un texto teórico continuación de las críticas a la narración que, como provocación, aparecen en uno de los capítulos finales de Nocilla dream. Pero he de confesar que una vez inmerso en su aventura narrativa, uno cae, con facilidad, con gusto, en la espiral delirante de esa fluencia de personajes, situaciones, paisajes desérticos... y avanza, corre, en pos de ese final que se sabe inexistente, por la US50. Aunque, paradójicamente, acabe en un pueblo de la montaña leonesa, a la manera de un Bienvenido, Mr. Marshall.
Fernández Mallo, con su conjunto de relatos inteligentemente hilvanados, ha conseguido la fotografía en movimiento, no el cine, sino la foto movida de un puñado de personajes que ruedan entre dos puntos del planeta, los 418 kilómetros que distan entre dos ciudades del desierto de Nevada, Carson City y Ely, o sea, la carretera US50. Es una línea acotada entre dos puntos que, sin embargo, el autor pulveriza desde el primero momento, porque una red de sentimientos, recuerdos, sensaciones y predicciones hace que el lector, en ese continuo desbordamiento, se mueva por la geografía del planeta, Dinamarca, China, México, alguna micronación, Albacete... y lo acepte como otra forma de narrar nuestro hormiguero y de explicarnos a nosotros mismos como una foto movida.
Algo más de cien pequeños textos convierte Nocilla dream en un conjunto de relatos que se resisten al etiquetado, por más que el autor juegue continuamente con las etiquetas, ya sean científicas o de corriente poética innovadora (la poesía postpoética, que en una anterior crítica en este mismo blog causó una “conmoción en la fuerza”), en la biografía de la solapa, en la propia fotografía, supuestamente en Carson City, o en los textos teóricos sobre ciencia, cine, filosofía o sociología que introduce en la riada de textos narrativos concatenados, y abandonados.
Las narraciones, breves, fragmentarias, son unas veces microrrelatos, otras poemas con aliento de haikú, pero que adquieren relieve en cuanto el lector detecta que esos personajes tienen un punto de unión con algún personaje anterior, por azar, por pasar por la misma carretera y sorprenderse con la imagen onírica del único álamo de los 418 kilómetros, el único que encontró agua y crea un pequeño terremoto en la planicie que es ese desierto. El árbol está cuajado de zapatos colgados, y este motivo recurrente da cuerpo a la corriente de personajes y situaciones.
US50: una prostituta que deja el club en compañía de un hombre que atesora una colección de fotos, un grupo de cuatro rubias surferas, una mujer que engaña al marido, un marido y el hijo que se van a la montaña, una pareja que se ama al pie del árbol, el hacedor de cuadros con chicle, el lector obsesivo de Borges, el amigo del lector que se lleva a la prostituta... Todos fluyen como los cables de la luz, como las catenarias de este océano que es el desierto de Nevada, los números binarios, O-1, no ser o ser, zapato impar-zapato par, zapato que no ve el niño de la furgoneta, que es el zapato de su madre...
La sensación de corriente, de río que nos lleva, de azar y de indefensión en este paisaje desértico por donde transita la naturaleza humana es, a mi juicio, el mejor logro de la propuesta. Su supuesta experimentación dentro de un proyecto poético o narrativo de mayor trascendencia, acaso no sea más que un etiquetado, juego o provocación del autor. Eso sí, ha entrado en el espacio narrativo sabiendo domar perfectamente ese caballo desbocado que sería contar por contar. Los textos, en su brevedad, están magníficamente medidos y la contención es una de sus virtudes. Consigue de esa manera esbozar en los personajes características propias de las road movie: soledad, incomunicación, cierta ternura y melancolía, ciertas psicopatologías...que invitan al lector a seguir avanzando y buscarse en algún reflejo de ese ramo de personajes solos que circulan como electrones en torno a un núcleo de calor que puede ser ese árbol de los zapatos al que siempre regresamos.

martes, febrero 06, 2007

Las lanzas rotas. Sixto el celtíbero, León Arsenal

Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza 2006. Edhasa, Barcelona, 2006. 320 pp. 18,50 €

Elia Barceló

Las lanzas rotas es una novela muy sencilla. Y no es un reproche. En estos tiempos de larguísimas pentalogías, sagas eternas y multitudes de perversísimos personajes que le hacen la vida imposible al noble protagonista, una novela sencilla es muy de agradecer.
La peripecia se puede resumir así: sobre el siglo I, el joven celtíbero Sixto/Miro (uno es su nombre romano, el otro su nombre celtíbero) regresa a su hogar, después de casi toda su vida viviendo entre romanos, y tiene que hacerse un hueco entre los suyos. La aparición de un oso comedor de hombres le ofrece la oportunidad de demostrar su valor y de ser aceptado realmente como guerrero de su pueblo.
A lo largo de las páginas de Las lanzas rotas, el lector participa en la peligrosa aventura externa del joven cazador y a la vez en la mucho más interesante aventura de su propio crecimiento interior. Es un Bildungsroman de hace dos mil años, cuando el proceso de maduración no pasaba tanto por el crecimiento intelectual sino mucho más por la demostración pública de valores viriles: el arrojo ante las fieras y los enemigos, la lealtad de la sangre, la obediencia al jefe del clan, la habilidad en el manejo de las armas... Y es también una educación sentimental a través de la cual el protagonista irá descubriendo su lugar, no sólo en el mundo de los hombres, sino también en su comportamiento frente al eterno femenino, encarnado en esta obra en una mujer libre y selvática que tiene algo de hechicera y algo de Eva.
León Arsenal, que tanta imaginación ha demostrado en novelas como Máscaras de matar, y tanto lirismo en relatos inolvidables como “Ojos de sombra” (mi favorito absoluto dentro de su producción), demuestra en esta novela que su sencillez es intencionada, que lo que quiere hacer es precisamente eso y no otra cosa: mostrarnos el conflicto de identidad que sufre un muchacho que ya no es del todo celtíbero pero tampoco ha llegado a ser del todo romano, un conflicto de absoluta actualidad en nuestro siglo XXI en que cada vez hay más gente que ya no es «ni de aquí ni de allá» como decía la canción de Alberto Cortez.
Roma fue, en nuestras latitudes, la primera gran potencia globalizadora que fue fagocitando toda cultura con la que se encontraba hasta el punto en que, hoy en día, sólo los historiadores saben que en algún momento existieron esos «celtíberos pelendones» que ahora nos muestra Arsenal. Y eso lo hace con una frescura deliciosa, sin darnos más detalles de los estrictamente necesarios, sin martirizar al lector con largas descripciones para rentabilizar toda la documentación que ha tenido que estudiar para hacer surgir ese mundo frente a nuestros ojos.
León Arsenal nos cuenta en la novela la dura vida de unas personas que, a pesar de estar separadas de nosotros por casi dos mil años, son como nosotros —en sus ambiciones, sueños, anhelos y problemas— y a la vez no lo son porque las circunstancias que les tocó vivir eran diferentes y la manera de enfrentarse a ellas era también distinta por necesidad.
En manos de algunos anglosajones, Las lanzas rotas sería sólo el comienzo de una pentalogía: el nacimiento del héroe, la presentación de sus camaradas —tengo que confesar que me habría gustado ver más veces a Terialuga, ese brujo-herrero, medio hermano del protagonista y grandísimo personaje— para luego embarcarlos durante mil páginas en aventuras cada vez más rocambolescas. León Arsenal se contenta con mostrarnos un vislumbre de un mundo perdido, la pequeña peripecia de un muchacho entre dos mundos por labrarse una identidad en una sociedad tradicional que se hunde bajo el dominio de la Roma victoriosa y sofisticada.
El héroe de esta novela no lucha contra dragones, ni se enfrenta con un puñado de valientes a un ejército de orcos, ni tiene de su parte las artes mágicas de un poderoso mago, aunque sí hay magia: la magia natural de un pueblo primitivo. Su deber —autoimpuesto y por eso más terrible— es cazar un oso enorme y sanguinario; su apuesta es su propia vida y la de sus camaradas. Es una novela histórica, no una fantasía épica al uso. Sencillez. Menos es más.
De todas formas, y casi contradiciéndome a mí misma, no me molestaría leer más aventuras de Sixto/Miro y Terialuga, enfrentados ambos a ese vacío existencial, ese hueco por llenar que tan bien conocemos los que llevamos la mitad de nuestra vida en otro país, en contacto con otra cultura. No. No me molestaría en absoluto verlos luchar juntos para alcanzar su lugar en el mundo.

lunes, febrero 05, 2007

Las cosas perdidas, Lydia Carreras de Sosa

Ilustraciones de Javier Zabala. Edelvives, Madrid, 2006. 115 pp. 7 €

Ángeles Escudero Bermúdez

Lydia Carreras de Sosa resultó ganadora del XVII premio Ala Delta de literatura infantil con una novela nada usual. Las cosas perdidas es un libro atípico, por ello no quisiera dejar de señalar que el fallo del jurado —compuesto por Manuel L. Alonso, Carmen Blázquez, Carmen Carramiñana, Marina Navarro y Mª José Gómez-Navarro—, fue muy valiente al premiar esta obra, por diversos motivos. No sólo porque la novela tiene localismos y algún giro propio de su país, Argentina, sino principalmente por su temática arriesgada. Las cosas perdidas trata un tema adulto, la cleptomanía, vista a través de los ojos de un niño.
Estanislao, al que todos llaman Tani, se enfrenta de muy mal humor a un cambio de casa. Así comienza la historia, con la mudanza. El niño vive esta decisión adulta como una imposición que no le gusta y como un foco de problemas. Está enfadado y lo demuestra haciendo patente su indiferencia. La autora plasma esta circunstancia a la perfección al hacer que Tani, por dignidad, no sucumba ni siquiera ante las tentadoras pastas de limón, permaneciendo impertérrito pintando en el suelo sin dar su brazo a torcer.
La familia de nuestro protagonista la componen su hermana pequeña Paz, su padre y su madre, y otros dos personajes, esenciales además para la trama: tío Daniel y tía Ana. Nada más arrancar el primer capítulo aparece el conflicto: Tani ve cómo Daniel coge intencionadamente algo, en apariencia sin importancia —una cucharita—. Su mentalidad infantil se resiste a aceptar la evidencia, que su tío está robando, y contemplar cualquier explicación como plausible, incluso llega a creer que es un broma y que en cualquier momento desvelará a todos su intención, cosa que no sucede. A partir de ese suceso y de otros parecidos que se van produciendo en su casa, Estanislao inicia junto con su amigo Paco, una labor detectivesca para aclarar, o más bien demostrar, el origen de las desapariciones. Tani, además, se debate entre la certeza y la incredulidad, y no sabe cómo hacer a sus padres partícipes del problema. La resolución del conflicto se produce de forma inesperada y liberando a Tani de la responsabilidad de ser quien descubra a su tío ante los ojos de todo el mundo.
La novela está narrada por el niño en primera persona. Esto confiere viveza a la acción pero, a la vez, permite que el protagonista de Las cosas perdidas reflexione sobre los acontecimientos y sobre sus propios sentimientos. Tal y como el propio Tani dice en la página veinte del libro:
«Pero yo tengo una voz en mi cabeza que me tiene a raya.»
Esto, además, le da a la narración un punto de vista subjetivo y la reviste de cierto aire intimista poco habitual en la literatura infantil.
El amor también aparece, aunque tarda (página 94), de la mano de Elizabeth, con la que Tani vive esa experiencia única del primer enamoramiento. En Las cosas perdidas, se cuida el tratamiento de valores como la amistad, la lealtad o la familia. Parece importante a estas edades, además de iniciarles en la literatura, que no nos sea indiferente el tratamiento que se le da a ciertos temas. Por eso si se trata de educar en valores, si es que se trata de eso también, no puedo dejar de señalar que olvida uno de vital importancia: la igualdad entre niños y niñas. A lo largo de la novela nos encontramos con situaciones como que mientras los dos niños juegan al balón, las niñas ayudan a la madre a poner la mesa (pág. 19). O en la página 105 en la que mientras la madre recoge y friega los platos, padre e hijo comparten charla y confidencias. A mí, como a muchas personas que trabajan en coeducación me parece importante huir de los roles sexistas de una vez. Aunque debo decir, en honor a la verdad, que yo estoy especialmente sensibilizada con estos temas, y que la novela termina con una cena improvisada que hacen padre e hijo y, aunque les sale horrible, lo que cuenta es la intención.