miércoles, julio 31, 2013

Intento de escapada, Miguel Ángel Hernández

Anagrama, Barcelona, 2013. 248 pp. 16,90 €

Mario S. Arsenal

Arte y vida. ¿Podríamos acotar el espacio para delimitar un concepto del otro? ¿Nos salvaría el poder de nuestra ingenuidad o sucumbiríamos finalmente ante la elección maniquea? Esta peliaguda cuestión con la que todavía hoy lidiamos y, sobre todo, una pregunta aún sin responder, es una de las líneas maestras sobre las que pivota Intento de escapada (Anagrama, 2013), ópera prima de Miguel Ángel Hernández y, dicho sea de paso, mención especial del Herralde de Novela, con la que se ha propuesto conquistar el panorama narrativo español, quizás el branding más fiable de cuantas marcas españas venimos exportando, a pesar de que cuando menciono el nombre de este país siento la necesidad de nombrarlo con minúscula como Blas de Otero, pero esa es otra historia. Volvamos a lo nuestro.
Intento de escapada es la historia de una travesía, una aventura estética en la que vida y ficción se difuminan, creándose dentro de ella una red vertiginosa de incertidumbres en las que el lector irremediablemente tomará partido más tarde o más temprano. Apoyándose en una sólida formación como historiador del arte, Miguel Ángel Hernández traza una interesante historia en torno a un joven estudiante de Bellas Artes que siente el irremediable estímulo de adentrarse en otra dimensión del arte: el paradigma de la acción. Marcos, el protagonista, va descubriendo así la diferencia sustancial que existe entre teoría y práctica, y ello le vale también al autor para someter a cuestión distintos valores estéticos, poner en tela de juicio la legitimidad de diversas prácticas artísticas e incluso la viabilidad –a veces imposible– de lo humano en el proceso de gestación de una obra de arte.
Con una estructura clara y frontal, el libro no deja de aportar notas de alta expresividad, guiños deliberados que hacen virar la narración hacia un tipo de metaliteratura verdaderamente sugerente y, lo más importante, está compuesto con una fluidez y un cariño propios de una obra primeriza en la que uno no quiere dejarse nada en el tintero. Virtudes hay muchas, la manera de utilizar el leit motiv de una obra de arte y tejer con ella toda una historia, toda una experiencia vital que toca prácticamente todos los dilemas que surgen siempre en torno del arte contemporáneo. Personajes bien definidos como Jacobo Montes, el gran artista social, del que francamente poco importa si se asemeja a algunos artistas vivos; o Elena, pieza bisagra y decisivo nudo gramatical en el periplo de nuestro joven protagonista; u Omar, el inmigrante en el que todos verán el rastro de una catástrofe actual o el signo evidente de nuestra hipocresía más falaz.
Pero adentrémonos un poco más. Sin necesidad de desentrañar la acción de la novela por respeto a los que tienen la suerte de no haberla leído todavía, es necesario detenerse ante algunos dilemas que en ella se barajan y sobre los que transita la acción.
El texto sugiere que sea la fractura de la moral respecto al arte lo que ha definido en términos estéticos nuestra edad contemporánea. Podemos estar más o menos de acuerdo, pero es un hecho fácilmente constatable. Otro interrogante, tanto más interesante, es el conflicto latente que existe entre espectador y obra de arte, barrera infranqueable a la que cualquier fruidor del arte ha de enfrentarse, y casi siempre con resultados frustrados. Terrible fenómeno que en realidad define más certeramente la naturaleza estética del arte actual. Y luego está la gran paradoja, el enigma eterno de la creación, la emulación de Dios en el proceso del arte, la mirada desde lo alto, la determinación de la crueldad y la desvinculación de toda filosofía positiva para llevar a cabo el acto supremo de otorgar la vida. Estos son, como decimos, algunos de los temas que la novela plantea, a nuestro juicio los más importantes. Sin embargo, luego queda la urdimbre de un relato formidablemente compuesto en el que destaca la vinculación humana en tanto experiencia del arte, la carne del morlaco expuesta a riesgo, la piel que se desgarra ante la brutalidad del fenómeno creativo o el desasosiego por la certidumbre del devenir de las ideas aplicadas a los seres humanos.
Marcos relata su historia, una historia a veces truculenta, a veces amable, pero siempre consciente, aplicando el prisma de la reflexión a todas sus iniciativas. Se enjuga a la perfección con un tímido –y agudo– humor encubierto y, sobre todo, una dosis alta de ironía. Pero si tuviera que resaltar un acierto de la novela de entre todos los que me parece que posee, diría que no es otro que la epifanía de la complejidad del hecho artístico. Vemos cómo los personajes son capaces de cuestionarse lo que en otro momento aceptan a pies juntillas; podemos comprobar la multiperspectiva de los procesos artísticos, como si la realidad no fuera una, sino múltiple, plural, inasible e insalvable, donde todo o prácticamente todo cabe sin excepción alguna. La radicalidad del arte frente a la moderación de las costumbres sociales. Y hay más. Y quizás sea, al fin y al cabo, la pregunta fundamental, que no es otra que la que formulábamos al principio. Arte y vida, arte o vida. El personaje de Marcos, que parece decantarse claramente por una de ellas sin posibilidad de integración, finalmente vuelve sobre sus pasos movido por estímulos más poderosos que el arte, por tanto, el interrogante que cabe plantearse es el siguiente: ¿existe la posibilidad de elegir? Thomas Mann reinterpretado.
En este punto recuerdo las palabras de Percival Everett, el cual defiende la idea de que los relatos jamás tienen necesariamente un final, que las historias nunca son cerradas. Fuera de la literatura, podemos añadir que tampoco en el arte ni en la vida, ni en los libros ni en la cotidianidad. Miguel Ángel Hernández ha conseguido, Walter Benjamin mediante, materializar esta idea. Una contradicción fascinante. Y el resultado, del que tampoco sabemos si se trata de un intento de escapada o de inmersión, es un libro dentro del cual los amantes del arte disfrutarán de un lugar privilegiado, también el resto, no me malinterpreten, pero se advierte a la legua que está escrito por un historiador del arte, un rasgo sincero que deberíamos agradecer entre tanta parafernalia museística entre la que habitualmente solemos desorientarnos. Es por ello y por todo lo demás que necesitamos felicitar efusivamente a su autor por haber alumbrado esta bella criatura. Muchos ya esperamos ansiosos su segunda novela para adentrarnos en otro tipo de huida.

martes, julio 30, 2013

Nueva York a diario, Hilario Barrero

Impronta, Gijón, 2013. 296 pp. 16 €

Ángeles Prieto Barba

Muchos lectores solemos acudir al ensayo cuando la impostura de novelas o cuentos no nos convence, nos agrede o nos harta. Rara vez nos acogemos a un género que considero híbrido, a medio camino entre la ficción y la no ficción como es el diario, porque para su elaboración han de sortearse todas las trampas de la imagen social y también de la memoria inmediata. Y es que ese presente real, el único que conocemos, también se nos escapa cuando intentamos a posteriori traducirlo en palabras. No obstante, no conozco disciplina literaria que establezca un puente más cercano y cálido entre escritor y lector, un diálogo atento, sencillo y paciente, puesto que la poesía, la buena poesía, va más allá: nos hiere, enternece o arrebata.
Y ya es hora de proclamar que tenemos muy buenos diaristas en nuestra tierra. Sobre todo, tras cerrar esta última entrega de Hilario Barrero, precisamente la mejor de todas las publicadas. Mérito del escritor-poeta que ha sabido transmitirnos con mayor concisión, lucidez e intensidad que nunca sus principales vivencias, emociones y reflexiones mediante una plática cómplice en la que nunca nos sentimos ajenos. Y quizá sea esta cualidad sobresaliente la que distinga a los diarios de Hilario de los elaborados por otros autores, aquellos en los que el peso e interés principal recae en descripciones más o menos prolijas de la vida académica o literaria, con especial acento en el tortuoso cursus honorum del escritor español. Que no es el caso de Barrero, autor de gran valía y objeto ya de los debidos reconocimientos, pero cuya existencia es más rica o menos limitada y se asemeja a un puente, tan útil, necesario y transitado como el famoso de Brooklyn, lugar donde reside. Porque en esa vida suya de ida y vuelta constante, entre la mítica Nueva York y nuestro país (Gijón, Oviedo, Avilés, Vigo, Tuy y Toledo, siempre presentes en sus periplos cíclicos), logra hacernos sentir a la Gran Manzana como un lugar mucho más familiar y cercano. A la vuelta de la esquina, puedo asegurarlo. En la superficie y en los subterráneos.
Hilario siempre se dirige a un lector honesto, sensible e inteligente, respeto que se agradece. Personas que han de levantarse cada día teniendo que acudir a sus correspondientes dramas familiares, económicos o personales, idénticos a los de tantos amigos anónimos o conocidos que él detalla, lectores que no podrán asomarse a este diario reflexivo e interrogante sólo para matar el tiempo, sino en busca de respuestas. Y para ellos, prescinde en esta entrega de detallarnos con demasiado esmero sus pequeños asideros o aficiones, como la ópera, los viajes o el arte, así como también aparcará el gran y doloroso tema de la muerte, para poner el acento en lo que sin duda es la razón, causa o leit motiv de su vida, aquello que le otorga toda su plenitud y sapiencia: el amor. Manido sustantivo que, tras cuarenta y un años de convivencia, ha de leerse pleno de sentido, sin lugares comunes y sin cursiladas. Corazón de Jesús que, en esta entrega, le dará algún que otro sobresalto porque el amor verdadero nunca está exento de miedos como los que aquí se reflejan: al paso inexorable del tiempo, a la enfermedad y a la despedida definitiva.
Cuesta imaginar qué hubiera sido de la vida de Hilario de no haberse cruzado casualmente con él la persona que le dio el alma, el corazón y la vida como en el bolero y se lo llevó tan lejos. De hecho, nos lo imaginamos aquí amable, talentoso, social y triunfador, recogiendo solitarias placas de homenajes poéticos por doquier, una tras otra, hasta la placa final. Pero sin duda no sería ese maestro de vida cálido, confidente y comprensivo que admiramos, que nos otorga seguridad y al que tanto queremos. Os invito a conocerlo. Porque también nos arrebata, nos enternece y nos hiere como la poesía, aunque esto sea un diario, y porque nos hace sentirnos mejores personas al hacerlo.


lunes, julio 29, 2013

Así es como la pierdes, Junot Díaz

Trad. Achy Obejas. Mondadori, Barcelona, 2013. 208 pp. 16,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

No me debería llevar ni cinco minutos escribir la reseña de la nueva entrega de Junot Díaz, Así es como la pierdes, o simplemente me bastaría con decir que se trata de un libro maravilloso. Empecemos por aquí, ya puestos. Sí, Así es como la pierdes es una delicia literaria, una de esas joyas que tan raramente se cuelan en tus lecturas, una bocanada de talento, humor, emoción, precisión e ingenio. No quiero escatimar en el elogio, tampoco en los adjetivos. Vibrante, irónico, divertido, transparente, pasional, luminoso, apabullante, innovador, espléndido, sí, espléndido.
Sin embargo, estoy radicalmente en contra de la calificación/clasificación que nos han ofrecido. No es un libro de cuentos, Así es como la pierdes es una novela, una novela mayúscula. El que cada capítulo nos ofrezca una historia con un aparente cierre no debe entenderse como una colección de relatos, no. De hecho, no es la primera novela que se construye de esta manera. Tengamos en cuenta el gran fresco final, el regusto que Así es como la pierdes te deja cuando concluyes su lectura. Debo de reconocer que en mi caso tuvo algo de traumático, de desolador, el alcanzar el punto y final, hubiera deseado otras mil páginas similares más.
Concentrémonos, resumen de los dos párrafos anteriores: Así es como la pierdes es una novela maravillosa. Sigamos. Para quien no se haya zambullido en la narrativa de Junot Díaz, una recomendación: ese uso descarnado y sin tapujos de la jerga, del domo en este caso (el español que hablan los dominicanos emigrantes en los Estados Unidos de América), lejos de suponer un lastre es un rico y valiosísimo ingrediente que le aporta a la narración una musicalidad, una autenticidad y una plasticidad de tal magnitud y efectividad que una vez asimilado por nuestro oído —y cerebro— te atrapa y seduce, te hace mover las caderas, es un ritmo íntimo que se cuela en tu cerebro fabricando su propia banda sonora.
Así es como la pierdes es la historia de Yunior —recurrente alter ego de Junot Díaz en toda su obra—, un emigrante dominicano, en sus primeros años de estancia en Nueva Jersey, pero también es una deslumbrante galería de personajes femeninos. Mujeres fuertes, mujeres directas y contundentes, como la madre, como Magda, como Alma, mujeres que consiguen enloquecer y amansar a los hombres con sólo una mirada. Mujeres resistentes y existenciales. Pero también es una novela sobre los descubrimientos personales, el amor y el sexo, la amistad y la melancolía, la soledad; y es también una novela sobre la infancia y la juventud, a partir del diario de un explorador que se lanza al vacío de lo desconocido. Esos niños que contemplan la nieve, lo nuevo, desde el otro lado de la ventana, esperanzados en que el radiador los mantenga, a modo de incubadora, en ese cálido origen del que partieron.
Así es como lo pierdes se extiende por medio de un frondoso tapiz de mil tonalidades y texturas diferentes. Puede ser mimoso, embriagador, seco, hiriente, incluso, cuando Junot Díaz así se lo propone, cuando la narración se lo requiere. Narrativa de tripas y emociones, sincera y desnuda, divertida, sensitiva, que cuenta y se cuenta. Porque una de las grandes características de la potente narrativa de Díaz es que “cuenta historias”, algo que parece tan simple, pero que es tan difícil de encontrar. 

viernes, julio 26, 2013

Sonetos, William Shakespeare

Trad.: Bernardo Santano Moreno. Acantilado, Barcelona, 2013. 321 pp. 22 €

Ariadna G. García

Pensaba Richard, el célebre personaje de La señora Dalloway, que «ninguna persona debía leer los sonetos de Shakespeare porque era como escuchar detrás de las puertas» (Virginia Woolf). El bardo inglés, siguiendo los consejos literarios de Hugo de San Víctor (siglo XII), escribió sus poemas al dictado del corazón. Como Lope de Vega —dos años mayor que él—, vertió su propia vida en sus escritos, se desnudó en sus versos, dejando en cada palabra el testimonio sincero de sus preocupaciones y alegrías. El uso de endecasílabos (pentámetros yámbicos) propiciaba dicha introspección psicológica, en la medida en que generaban un ritmo cadencioso y lento, adecuado para el delicado análisis de la intimidad. Y es que los 154 sonetos del escritor británico nos revelan no ya sólo los lugares comunes de todo autor a caballo entre el Renacimiento y el Barroco (los tópicos latinos del Tempus fugit, el Ubi sunt?, el Carpe diem, la imprecación a la diosa Fortuna –de bienes fugaces–; o los asuntos trovadorescos de la muerte por amor, el servicio amatorio y el desdén –en este caso, del amado–), sino también motivos originales que poco o nada tienen que ver con los asuntos que trataban sus contemporáneos. Así, leemos en los primeros sonetos su obsesión por permanecer en el tiempo a través de la obra («con tu arte dulce vives al pintarte» –soneto 16–) y de la descendencia. Este deseo irreprimible, angustioso, de prolongación biológica apenas tiene parangón en la historia de la literatura, aunque lo encontramos en otro gigante del drama y de la lírica: Federico García Lorca (Yerma, Así que pasen cinco años). En estos poemas encontramos algunos de los versos más amargos y potentes de Shakespeare: «sin un hijo su imagen es baldía» (7), «Será tu viuda el mundo y llorará/ la imagen que de ti se habrá perdido» (9), «Su sello en ti esculpió para que fuera/ impresor de otra copia y que no muera» (11).
Los Sonetos (1609) del bardo siguen la moda de las colecciones del siglo XVII (volvemos a Lope de Vega, que recogió sus sonetos en varios volúmenes: Rimas –1602–, Rimas sacras –1614– y Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos –1634–; recordemos también las composiciones de Francisco de Quevedo: Heráclito cristiano –1613– y Canta sola a Lisi), así como de los cancioneros petrarquistas del siglo XVI (Garcilaso de la Vega, Pietro Bembo…). La diferencia formal con respecto a los sonetos de los poetas mediterráneos estriba en el esquema métrico (tipo de estrofa y distribución de la rima), que en lugar de tener dos cuartetos y dos tercetos, posee tres serventesios y un pareado (y no tres cuartetos, como dice Bernando Santano –sin duda, es una errata– en su nota preliminar).
William Shakespeare demuestra en los Sonetos que es uno de los grandes poetas líricos de su época. Su producción amorosa alcanza altas cotas de plasticidad y analiza minuciosamente los distintos estados emotivos que atraviesa un amante.
La edición que ha preparado Santano Moreno para el Acantilado presenta dos versiones de cada poema, una en prosa, literal; y otra en formato soneto de cuño italiano. Esta segunda revela un gran virtuosismo poético por parte del traductor, que es digno de aplaudir.

jueves, julio 25, 2013

Los años del coma, Marisol Torres

Canalla Ediciones, Madrid, 2013. 260 pp. 15 €

Miguel Baquero

Delicadeza y crueldad, sensibilidad y barbarie se dan la mano en esta la primera novela de Marisol Torres (Navaltoril, 1959), seguramente como en la vida misma, donde cualquiera de nosotros es capaz de experimentar un profundo sentimiento de piedad cinco minutos antes o después de cruzar indiferente ante un paisaje patético. Nadie está hecho de una sola pieza, y eso lo saben mejor que nadie las protagonistas de Los años del coma, capaces de llorar hasta el infinito y sentirse estremecidas por una honda compasión apenas unas páginas antes de ejecutar, con la mayor frialdad, lo que ellas, asimismo fríamente, han considerado que es de justicia; o capaces de aniquilar imperturbablemente a una persona indefensa aun sabiendo que casi al momento van a verse asaltadas por un remordimiento de conciencia feroz. Se diría que leer esta novela es tener justo bajo tus pies esa “delgada línea roja” tantas veces mencionada que separa el amor del odio, la caricia del zarpazo, la caridad de la sevicia.
El argumento es sencillo: una mujer que ha perdido a su marido y a su hijo, atropellados por un conductor borracho, decide abrir un hogar de acogida (delicado, suave, con la elegancia y la exquisitez presentes en cada rincón) donde dar alojo a todos los seres desvalidos que han sufrido dramas como el suyo, cuyas vidas han sido devastadas por un inconsciente, por un bruto, o por un gañán (o gañana) insensible. Un día llega a este hogar de acogida una joven que “ha probado la sangre” (la imagen no es sólo una frase hecha), una quizás víctima, quizás verdugo, que ha sido capaz de acabar con la vida de quien se la hacía imposible, y salir indemne. Celia, como se llama esta joven, enseguida se convierte en el brazo ejecutor de esos seres indefensos y golpeados por la crueldad o la estupidez de los demás, seres pequeños que se resisten a aguardar pacientemente la llegada de una posible “justicia poética”.
Llegados a este punto, la autora sabe sortear con buen tacto cualquier posible resbalón en la alabanza o el denuesto de este tomarse cada quien la justicia por su mano. No hablamos de eso —la autora por lo menos evita cualquier alusión, siquiera circunstancial, al tema—; estamos hablando de cómo los seres humanos, ya se apuntó al principio, somos capaces de fluctuar casi insensiblemente de la crueldad a la lástima, del asesinato a la ternura, y forzar ese cambio casi automático de “chip” hasta que un día —la evolución el final está muy bien trazada— todo esto se nos va de las manos, perdemos de vista esa delgada línea y descarrilamos por completo.
Este es el tema, aquel el argumento; la progresión, como se ha dicho, está muy conseguida, así como el estilo, ágil y muy bien trabajado, aunque, como también es comprensible, e incluso lógico en una primera novela, hay ciertos momentos de flaqueza. Flaquezas que se ven compensadas por otros momentos de verdadero impacto y, sí, alta literatura. Así en el debe está ese episodio, bastante insulso y muy trivial, de las “lenguas afiladas”; en el haber la excelente imagen de la boca manchada de chocolate o la estremecedora escena del cuerpo arrastrado por la lava de un volcán. En la balanza estos magníficos logros y aquel capitulo fallido, el resultado es un libro muy recomendable sobre la esencia del mal y la crueldad, que quizás no está radicada en capas tan profundas como pensábamos.

miércoles, julio 24, 2013

La herida de abril, Vicenzo Consolo

Trad.: Miguel Ángel Cuevas. Traspiés, Granada, 2013, 124 pp. 16 €

Ángeles Prieto Barba

Vicenzo Consolo (1933-2012), uno de los mejores narradores italianos del siglo XX, discípulo y amigo de Leonardo Sciascia, siempre llevó mal que etiquetaran sin más sus libros como novelas. Y no porque la novela constituya hoy día un tambor de detergente con marca (negra, rosa, lila, histórica, de ciencia ficción...), tampoco porque fagocite en sí otros géneros (epistolar, ensayístico, teatral...), sino porque Consolo negó, o al menos cuestionó, su esencia misma que es la ficción, desde el principio. De hecho, lo que nos legó en su obra no fueron tramas impactantes, sino grandes descripciones, hondas reflexiones autobiográficas, impresiones y recuerdos en su afán por ser lo más honesto posible con el lector.
Fiel a este propósito es La herida de abril, que publicó en 1963 a los treinta años, ópera prima donde recrea sus propios paseos adolescentes por una Sicilia muy áspera y dura, esa Sicilia de postguerra azotada por los espectros del hambre, la culpa, la represión y la religión, donde se respira un clima muy parecido al que vivimos nosotros mismos. Ahora bien, Consolo toma distancia para poderla describir, no sólo temporal, sino también espacial, porque aborda estos recuerdos desde su labor de periodista infatigable en Milán, desde el próspero Norte, donde el ambiente cultural y económico es completamente diferente. Por eso, tal vez debamos a esta distancia la mayor virtud del libro, que a mi juicio es la recreación poética del paisaje, decididamente hermosa.
Por diversas razones, cuesta entrar en esta novela en modo alguno dirigida al gran público comercial, ese que está siempre al socaire de lanzamientos y promociones publicitarias. La principal, el lenguaje. Un lenguaje muy rico y simbólico, de significados múltiples, al que debemos añadir la dificultad de incluir también el lenguaje siciliano, lengua romance con más de 250.000 términos propios, acuñado a lo largo de una historia apasionante de invasiones continuas. Y como tengo claro que la razón fundamental de que permaneciera inédita esta novela ha sido la dificultad de su traducción, no puedo por menos que aplaudir el esforzado trabajo de Miguel Angel Cuevas para que podamos llegar a ella y entenderla.
No sólo eso, porque evocar y recorrer Sicilia a través de una novela de iniciación, es una experiencia hermosa y compleja que nos puede incitar a conocer aquellos otros títulos de Consolo en los que alcanza la plenitud y la madurez. En otras palabras, nos deja con ganas.

martes, julio 23, 2013

Nada. Retrato de un insomne, Blake Butler

Trad. Rubén Martín Giráldez. Alpha Decay, Barcelona, 2012. 380 pp. 28 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Algunas noches, tumbado en la cama intentando dormir, me he sumergido imperceptiblemente en una especie de laberinto en el que cientos, miles, millones de pensamientos parecían surgir de repente del fondo de mi mente para converger de golpe en una espiral que se sumía en un abismo angustiante justo en el supuesto límite del sueño. Es una sensación semejante, aunque más controlada y puntual, a las alucinaciones que produce la fiebre. Y es entonces que el sueño se desvanece y una inesperada vigilia lo reemplaza.
El libro de Blake Butler es esto mismo: un maremagnum de consideraciones filosóficas existencialistas sobre el yo y de pensamientos tendentes a lo apocalíptico sobre lo que lo rodea, guiados por una abrumadora presencia de información en estado bruto que se desvela en la descomposición en mil detalles inadvertidos tanto de películas como Solaris o Viernes 13, como de libros de autores como Wittgenstein, Samuel Beckett o Foster Wallace (a quien en un gesto elocuente está dedicado Nada), así como de blogs, redes sociales..., reflejada incluso en una extensa bibliografía final. Pero ocurre que es también un repetir la vida al rememorar episodios de la infancia y la adolescencia en busca de señales de un destino oculto, de una visión escondida de la realidad que revele sus infinitas caras, de irrelevancias que tras un proceso de análisis en pos del imposible átomo final se tornan en mitos personales, todo sin un orden concreto, despedazándose la memoria en fragmentos densos que se bastan a sí mismos, sin necesitar colaborar en una narración que, es obvio, el autor nunca se planteó.
Resulta una tarea inútil adscribir Nada a un género concreto. La manera menos difusa de referirse a él sería considerarlo una serie de notas autobiográficas que derivan en un ensayo sin objeto definido más allá de construir ese retrato de un perpetuo insomne, atrapado en su conciencia en un bucle obsesivo. Butler, que ha leído y aprovechado a Borges, ha firmado algo así como un moderno Funes el memorioso, ya que es la apabullante acumulación de datos que se nos presenta en la televisión, en los libros, en internet, junto con sus propios recuerdos de lo vivido, que se sitúan al mismo nivel que estas experiencias culturales (entiéndase cultura en un sentido amplio, no exclusivo), la que parece dominar al personaje-autor y ser tanto la causa como el resultado principal del insomnio. Una pescadilla que se muerde la cola que los que hayan pasado por la misma experiencia no dejarán de reconocer, de ahí que lo que transmite su lectura sea un empalagoso desasosiego, de una intensidad particularmente peligrosa por cuanto el lector no puede evitar caer en la ‘hiperconfesión’ de Butler como una mosca en la tela de una araña, fascinado por la deriva de un libro complejo y que exige una especial dedicación pero que ofrece a cambio un panorama agudo aunque caótico, irremediablemente caótico, de gran parte de lo que una persona puede experimentar hoy día.

lunes, julio 22, 2013

El rey oso, James Oliver Curwood

Trad. Manuel Hortoneda. Ediciones Barataria. Sevilla, 2013. 192 pp. 17 €

Victoria R. Gil

Quién sabe por qué motivo mi hermana decidió pedir como regalo de su quince cumpleaños las obras completas de James Oliver Curwood que la Editorial Juventud publicó entre 1965 y 1974, y que ambas releíamos cada verano como si estuviéramos dispuestas a ingresar en la Policía Montada del Canadá en cuanto alcanzásemos la edad exigida. Y es que si algo poseen las historias de este escritor norteamericano, bisnieto de una india mohawk y sobrino del capitán Frederick Marryat, uno de los primeros autores en novelar la vida marinera, es la capacidad de hacerte sentir el más rudo de los tramperos o el mejor de los cazadores. Aunque no distingas un Mauser de un Winchester.
El cine ha recurrido a él a menudo y al menos una veintena de películas se han inspirado en sus libros, desde la más famosa, El oso, de Jean-Jacques Annaud, a otras menos conocidas, que contaron con la presencia de actores como John Wayne (El largo camino, 1934) o Rock Hudson (Vuelta a la vida, 1953), entre otros. Pero la más apasionante de sus novelas debió ser su propia vida. Periodista, explorador, aventurero, cazador arrepentido… Durante su adolescencia se escapaba de todo colegio al que se empeñaran en mandarle y sólo después de la más prolongada de sus fugas regresó al hogar familiar, en Michigan, con el dinero suficiente para costearse la universidad. Ganado a tiros, literalmente, gracias a su habilidad como cazador. De este pasado nacería, como una penitencia autoimpuesta, una tenaz defensa de la naturaleza y varias obras protagonizadas por animales. En el prólogo que escribió precisamente para El rey oso, reconoce que estos libros «constituyen, en cierto modo, una reparación que me esfuerzo en llevar a cabo, y he procurado hacerlos no solamente interesantes en grado sumo, dotándolos de romántico interés, sino que sean también tan exactos, por lo que se refiere a sus hechos, como ha sido posible. Al igual que en la vida humana, hay en la vida selvática tragedias, comedias y sentimientos; hay en ella hechos que merecen ser descritos y que son tan verídicos que no es necesario recurrir a la fantasía.».
También hay en estas historias otro objetivo evidente: humanizar a los que creemos salvajes y bestializar a quienes demasiadas veces no tienen nada de humano. Gracias a su amplio conocimiento de la naturaleza y de los animales, con los que convivió en los Grandes Lagos, primero, y en el norte de Canadá y Alaska, después, logra Curwood ese propósito desde las primeras páginas de El rey oso, que se afianzará cuando Thor, un enorme ejemplar de oso pardo, y Muskwa, un osezno sin madre, compartan una arriesgada aventura de incierto desenlace.
La novela, basada en un hecho vivido por el propio Curwood, según explica en el prefacio, se centra en la relación que establecen ambos animales cuando son perseguidos por dos cazadores a través de la Columbia Británica, en plenas Rocosas canadienses. El viaje de supervivencia es a la vez de aprendizaje para el pequeño Muskwa, quien se instruirá no sólo sobre las mejores bayas con que alimentarse, la pesca de la trucha, el cortejo y la fuente de medicamentos naturales que son los pinos, sino también sobre cómo vivir en armonía con un entorno donde la muerte se acepta como moneda de cambio únicamente para sobrevivir y nunca por simple diversión. Una lección que aprenderá también el cazador que no les da tregua.
Escrita en 1915, El rey oso fue publicada un año después con el subtítulo de A romance of the wild, una acertada definición para esta novela sobre la naturaleza, cuya lectura quizás sea más necesaria hoy que un siglo atrás, y que describe, al fin y al cabo, un auténtico romance, el que unió a James Oliver Curwood con la vida salvaje que lo convirtió en escritor.

viernes, julio 19, 2013

Doble mirada: La invención del amor, José Ovejero

Premio Alfaguara de novela 2013. Alfaguara. Madrid, 2013. 242 pp. 18 €

1. Pedro M. Domene

La historia de Samuel, el protagonista de esta nueva y singular novela de José Ovejero (Madrid, 1958), no deja de resultar curiosa desde el principio porque su existencia forma parte de ese aburrimiento de dudoso origen que afecta a cuarentones que han llegado a esa edad maldita, sin cuestionarse cuánto ocurre en su acontecer diario, e incapaces de mantener una relación estable durante algún tiempo. Pero un día recibe una llamada muy extraña: alguien le comunica la muerte en un accidente de coche de Clara, su amante. Sin duda, un dolorosa noticia si no fuera porque él, nunca ha tenido relación con Clara alguna. Tras permanecer unos instantes pensativo, y consciente de no haber conocido nunca a ninguna Clara, decide acudir al tanatorio, donde pronto se verá envuelto en una truculenta historia de la que no podrá salir con tanta facilidad como ha entrado. Ajeno a cuanto allí sucede, conoce a la hermana de la difunta y urde para ella una ficticia relación con Clara, movido por un dramatismo que irá creciendo a medida que avanzamos en las páginas de La invención del amor (2013), una truculenta ficción a la que se irán sumando una variedad de personajes que configurarán una peculiar y compleja visión de la conflictividad psicológica humana.
Samuel se ve obligado a inventar sus momentos, tanto privados como cotidianos, con su amante, y añadir algunas de las vivencias que nunca se produjeron, toda una sucesión de mentiras que hacen cambiar su percepción de la vida y de quienes estuvieron cerca de ella, al tiempo que el narrador va describiendo los momentos íntimos del protagonista junto a una mujer que nunca conoció. Todo esto obedece a una simple cuestión: satisfacer la curiosidad de Carina, la hermana de la desaparecida Clara, que parecía conocer a Samuel a través de un desdibujado retrato. Ovejero traza un amplio retrato psicológico de la individualidad del triángulo amoroso, además de otros que se van sumando a la escena y proporcionan al lector un auténtico disfrute narrativo porque el madrileño completa sus observaciones existenciales con una variedad de asuntos y perspectivas que conforman la densidad de la novela, la identidad, las relaciones familiares y amistosas, el miedo y la mentira, incluso el hastío en el trabajo que muestran muchos de los planteamientos que inciden en nuestro cotidiano existir y se traducen en un patetismo con ciertos tintes de una irónica visión de las cosas, y de un marcado humorismo que deviene, según se mire, en cierta comicidad para afrontar las anécdotas y situaciones a que se ve sometido Samuel, su protagonista; en realidad, un ser de lo más perplejo, profundamente irresoluto en medio de una sociedad que ha cambiado sus hábitos de conducta, se aleja de una auténtica visión idealista y, sobre todo, de una voluntad creadora que exhibe una nueva estirpe la sociedad contemporánea: el antihéroe.
Ovejero profundiza con su escritura en el alma humana, ofrece una magnífica visión de una realidad, y deja una pequeña puerta abierta al optimismo, porque al final de la novela el autor pretende redimir a su personaje empeñándolo en la esperanza de una entrega, ahora frente a una no menos atribulada Carina.


2. Ignacio Sanz

La invención del amor, último premio Alfaguara de novela es el primer libro que he leído del autor que cuenta con una obra narrativa avalada por premios de alto voltaje crematístico. Sin embargo le tengo muy catado en sus esclarecidos y frecuentes artículos en la sección de opinión de El País.
Pero vayamos a la novela. Mentir es un placer porque altera la realidad y crea mundos nuevos, realidades desconcertantes. Al menos en la ficción. Vila Matas sostiene que cuando el escritor trata al reproducir la realidad, al sumar otra realidad, acaba por empobrecerla. De ahí que circulen varias historias ligadas a escritores que en la corta distancia trataban de distorsionar la realidad. Fernando Quiñones presumía de su condición de torero. Benet de sobornador de un asesino a sueldo al que le encargaba matar ingleses. No revelaré el nombre de un amigo escritor, en este caso vivo que, de cuando en cuando, alardea de atracar bancos. Una vez lanzada la primera piedra se echa a rodar por la cuesta abajo y la bola va engordando por lo que se obliga a mantener el tipo y seguir el relato en la ficción para que los engranajes sigan bien ajustados. Hacerlo bien es un arte y un reto. Lo cierto es que cuando te quieres dar cuenta te ves atrapado por una ficción arrolladora que altera la propia realidad.
Pues bien, eso es lo que le ocurre a Samuel, el narrador y protagonista de esta novela, un hombre escéptico y descomprometido, al tiempo que un impostor. Un día recibe una llamada para informarle que Clara, su supuesta amante, acaba de morir en un accidente de tráfico. Samuel hace un repaso mental y se percata de que no conoce a ninguna Clara, pero asume la noticia como si verdaderamente fuera el destinatario, es decir, como si fuera el amante de esa Clara que acaba de morir. Y así comienza esta historia desconcertante. Lo primero que hace Samuel es acudir a entierro. Y así, como a poco, va conociendo el pasado de Clara, también al Samuel que fue su verdadero amante y que ha dado lugar al equívoco; y a Carina, la hermana de Clara con la que comienza a tejer una relación al sentirse ambos unidos por el recuerdo que ha dejado Clara al morir.
Resulta curioso observar al narrador caminando sobre la capa de hielo quebradizo de un lago que, en cualquier momento puede romperse. Pero no. Samuel mantiene el tipo sobre la cuerda floja a pesar de meter las narices en lugares resbaladizos que lo podrían llevar al fondo de las agua heladas.
En el fondo la novela es un prodigio imaginativo, aunque en algún momento el lector pueda tener la sensación de que la escalera se sube encima de la cabra y que, por tanto, en medio de tanto alarde, pueda rozar la inverosimilitud.
Lo que nadie puede negarle a Ovejero es desparpajo narrativo, capacidad de envolver al lector, de empujarle placenteramente página tras página y de salir al final indemne de esas zonas de riesgo que atraviesa el narrador y protagonista de esta historia ingeniosa y desconcertante.

jueves, julio 18, 2013

Un regalo de Navidad, Robert Louis Stevenson

Trad. Juan Sebastián Cárdenas. Periférica. Cáceres, 2012. 160 pp. 16 €

Victoria R. Gil


Dos cuentos publicados en fiestas tan poco sospechosas de locura y perversión como las navidades son los que ha reunido la editorial Periférica bajo un título que resulta tan engañoso como las historias que Robert Louis Stevenson nos ofrece en Markheim y Olalla. Sin compartir, en apariencia, argumento —¿puede tener algo que ver el violento crimen de un anticuario con el trivial proceso de recuperación de un oficial herido?— ambas surgen de un mismo conflicto interior: la lucha contra la propia naturaleza.
Esa dualidad con la que convivimos los humanos ya no nos parece novedosa a los hijos de Freud, criados con todo tipo de seres atormentados en la literatura, el cine y la televisión. Y hasta en el cómic, donde toda una saga de mutantes, la de los X-Men, lleva cincuenta años cuestionándose su condición y enfrentándose a demonios interiores, siempre más salvajes y destructivos que cualquier villano con súper poderes. Pero en 1884, Markheim fue el germen de una de las más famosas obras de Stevenson, que ejemplifica desde entonces la pugna del ser humano entre el bien y el mal, y la doble cualidad, divina y diabólica, que lo alienta: El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde.
En ambos relatos, además, deja Stevenson en manos del lector la interpretación de la causa real que justifica las acciones de sus protagonistas, sugiriendo posibilidades fantásticas más allá de la realidad aparente. ¿Es el demonio o la propia conciencia la que se dirige a nosotros para despojarnos de toda excusa? ¿Es la endogamia la que pervierte la sangre o una oscura pulsión más siniestra y aterradora? El autor escocés camufla la verdadera naturaleza de sus historias con engañosas apariencias, en un trampantojo que surge desde su misma gestación: dos textos creadas para ser publicados en Navidad, que de tener un Papá Noel se llamaría Jack el Destripador. Y su comienzo no puede ser más inocuo. Un comprador tardío busca un regalo apresurado en una tienda de antigüedades. Un médico recomienda a su paciente dos meses de aire puro en una finca del sur. Pero no siempre las cosas son como creemos verlas.
Que Markheim es un buscavidas digno de poca confianza queda claro desde que el anticuario lo reconoce como un cliente habitual, más dado a vender las piezas que su tío se encargó de coleccionar que a realizar importantes compras. Y que su pasado no es de los que se glosan en públicos panegíricos será evidente en cuanto le ofrezca un espejo. «—Le he pedido un regalo de Navidad —eplicó Markheim— y usted me da esto… este maldito recordatorio de años, pecados y desvaríos. ¡Esta pequeña conciencia de mano!». A partir de aquí, la violencia se adueña del relato, primero la material, con el crimen brutal, insano, y después, la intangible, con un asesino que se debate con sus propios demonios. El modo en que Robert Louis Stevenson resuelve su historia permite al lector decidir si aún queda algo recuperable, incluso, en el más vil de los criminales.
En Olalla, el relato de cómo un oficial británico llega a un lugar indeterminado de España para recobrarse de las heridas sufridas en la guerra se despliega con la banalidad de esos días faltos de obligaciones que los confunde unos con otros. Aislado entre montañas, en una mansión que sólo comparte con tres miembros de una misma familia, se obsesiona con el retrato de una mujer tan hermosa como, quién sabe por qué, repulsiva. De ese linaje, que lo atrae con la misma intensidad morbosa que le repugna, se descubrirá de pronto enamorado a través de su última descendiente. La única sana y vital de una herencia decadente. O eso cree.
De nuevo aquí, Stevenson se permite mostrarnos las pistas para que elijamos seguirlas o ignorarlas. Podemos optar por la comodidad de achacar este relato casi onírico a la alucinación de un soldado postrado aún en la cama del hospital; o a un sueño especialmente turbio provocado por una cena en exceso pesada. Incluso, si aceptamos a esa Olalla angustiada por la sangre enferma que convirtió a su abuelo en loco, a su madre, en estúpida, y a su hermano, en poco más que un animal, nos queda la explicación lógica: la endogamia.
¿Pero cómo obviar la avidez con que la madre se apresura a beber la sangre de una herida hasta el punto de morder la carne sin contención? ¿O la crueldad gratuita con que el hermano tortura a una ardilla antes de….? Se insinúa un horror que nunca se constata, pero que deja un poso de preguntas molestas. ¿Caben otras razones, además de la locura? ¿Habita el mal en algún lugar fuera de nosotros?
Si la narración de Markheim y Olalla es inquietante y sombría, no lo son menos las ilustraciones con que Tyto Alba, en una tenebrosa escala de grises, cartografía el mapa de los monstruos, indispensable para todo viaje interior.

miércoles, julio 17, 2013

Heydrich, el verdugo de Hitler, Robert Gerwarth

Trad. Javier Alonso. La Esfera de los Libros, Madrid, 2013, 584 pp. 33,90 €

Ángeles Prieto Barba

Que la derrota del régimen nacionalsocialista valió hasta la última gota de sangre vertida para obtenerla, no es sólo la opinión del historiador Eric Hobsbawm al final de sus memorias, Una vida en el siglo XX, es la conclusión a la que llega cualquiera que se asome estremecido a los planes de futuro que los nazis trazaron para Europa. Pesadilla que hubiera transformado radicalmente nuestras vidas en un porvenir brutal y distópico, adjetivo de origen anglosajón que utiliza en el libro constantemente Gerwarth, y que viene a significar “lo que es contrario a las utopías”, esos proyectos ficticios de sociedades prósperas y felices que sabios como Platón, Tomás Moro, Campanella y tantos otros imaginaron para mejorar la existencia.
Por la misma razón, deducimos con esta certera biografía que la épica ejecución de Reinhard Heydrich, que a posteriori supondría la destrucción completa del pueblo de Lidice con sus ancianos y niños y que llegaría a costar la vida de 4.600 checos en total, ese atentado complicado al que hemos asistido repetidamente a través de películas y novelas como la genial HHhH de Laurent Binet (2010), premio Goncourt, fue totalmente necesario. Siquiera porque este esbirro terrible, como jefe de la Gestapo, de las terribles SS, y Protector del Reich para Bohemia y Moravia fue con Adolf Hitler, el responsable directo de “la solución final” a la cuestión judía. Asunto que ocupa buena parte del libro como factor indiscutible del cursus honorum de Heydrich, quien estuvo verdaderamente obsesionado por “limpiar” genéticamente a Alemania mediante una progresiva y escalofriante toma de decisiones cada vez más drásticas, desde exiliarlos en Madagascar hasta asesinarlos.
Por otra parte, en este libro se recoge también la vida privada de este personaje público caracterizado por su oportunismo, astucia y desconfianza, afición a los deportes, gran capacidad de trabajo y enorme ambición. Un Heydrich que nace en una familia feliz de clase media dedicada a la música, buen estudiante que logró ingresar en la Armada, y de la que se vió apartado bruscamente por un lío de faldas, cuestión que motivó su ingreso tardío en el partido nazi y que abrazara oportunamente sus ideales. Será más tarde cuando, jaleado por Lina von Osten, su esposa antisemita, se aúpe en el Partido mediante ascensos meteóricos y reniegue de su familia de origen, condenándola así al hambre y a la miseria. Y no, no actuó de este modo por esconder un posible antepasado judío como sostuvo Joachim Fest y que nunca tuvo, sino simplemente por librarse de estorbos en su carrera. Nunca fue una persona bondadosa, ni caritativa y eso es todo.
Sus relaciones con otros personajes claves del Reich ocupan el resto del volumen: con Wilhem Canaris, su mentor en la Armada con el que tendría profundas diferencias, con Himmler, del que se llegaría a ser brazo derecho pero al que también hizo sombra, con Eichman o con el propio Hitler. Aunque también hay hueco en este libro para sus víctimas, dado que participó igualmente en el asesinato de Röhm (jefe de las SA), en la famosa Noche de los Cuchillos Largos, hasta entonces amigo personal y padrino de sus hijos.
Tal vez el talón de Aquiles de este Odín implacable radicara en su ego autosuficiente, en creer que a sus treinta y ocho años estaba lejos de la muerte y desafiar a ésta en no pocas ocasiones: sacándose el título de piloto, participando en acciones bélicas y paseándose en un descapotable por toda Praga, sin blindaje y sin escolta. Insensatez absoluta que precipitó su final, al negarse a ser atendido por checos tras sus heridas, tan sólo por médicos alemanes que tardaron en llegar, y nada pudieron hacer por detener la septicemia.
Todo esto, y algunas sorpresas más, descubriremos en esta apasionante y desmitificadora biografía, elaborada por un historiador alemán formado en Oxford y en Harvard, una obra rigurosa, amena y excelente. Por lo demás, a Jan Kubis y Joseph Gabcik, como autores del atentado y honrosos héroes de la patria checa, muchas gracias.

martes, julio 16, 2013

La tumba del marinero, Luna Miguel

La Bella Varsovia, Córdoba, 2013. 140 pp. 12 €

Fernando Sánchez Calvo

Luna Miguel siempre ha estado vinculada al mundo del arte, por herencia y por talento, pero como especifica en uno de los poemas del que hasta ahora, para un servidor, es su mejor libro, había estado demasiado centrada en sí misma («Pasé veinte años diciendo / Yo./ Ahora no sé nada de poesía.») Es normal. Tiene poco más de veintidós años. Otros necesitan toda una vida para enterarse de que alguna vez hay que salir de uno mismo para entrar en los demás.
La tumba del marinero es su tercera colaboración con la editorial cordobesa La Bella Varsovia y en mi opinión representa un giro en su trayectoria. ¿De qué estamos hablando? O dicho de otro modo: ¿cuáles son los temas o angustias principales de esta sortija de poemas y breves reflexiones? O dicho de otro modo: ¿de qué trata La tumba del marinero? La respuesta puede ser múltiple: de un marinero que nunca ha pisado el mar, de la enfermedad continua que es la vida, de las breves tragedias domésticas que se analizan pero también se sufren mucho mejor en la distancia, del padre, de la madre, de una misma, de la herencia de la sangre a través de los cuerpos, del cáncer o del azúcar. La respuesta también puede ser única: La tumba del marinero es un tratado del dolor y, si se quiere, unas instrucciones no para combatirlo sino pasar saber simplemente cuándo y cómo se presenta.
Y ahí precisamente está su evolución como persona y como poeta. El poema ha dejado de ser algo que se vomita para que lo analicen los demás. El poema ha pasado a ser la propia biopsia de lo que Luna ha encontrado en la calle, en la distancia, en casa. Cuando lleguen los resultados ya veremos cómo actuamos. Hasta entonces, con reconocerlo, con ser consciente de lo que ocurre, basta.
Los que conozcan a Luna Miguel se emocionarán al leer libro, sobre todo la parte central, “Interludio Clínico. Museo de cánceres”. Los que no la conozcan también. Es lo mínimo que te puede pasar cuando lees que alguien es capaz de meter todo el dolor del mundo en estas palabras: «¿Qué son los dioses sino vómitos? ¿Qué son los vomitos sino aquello que el cuerpo no comprende?». El Leopoldo María Panero más salvaje, el que se tiró de cabeza contra el dolor, se ha reencarnado en el cuerpo de otra compañera de profesión y talento más de treinta años después.

lunes, julio 15, 2013

Jaramagos y otras flores amarillas , Manuel García Viñó

El Garaje, Madrid, 2013. 204 pp. 14 €

Miguel Baquero

Si hay un nombre maldito en la literatura de aquí, nuestro país, y ahora, la actualidad, ese el de Manuel García Viño. Un autor “maldecido” —casi mejor así, para que nadie pueda percibir un rasgo de complacencia o pose— desde que allá por los años sesenta publicó su primera novela, La pérdida del centro, un relato estremecedor (que ahora, afortunadamente, se reedita en digital) que en su intención de hacer un drama individual pero conectado con las preocupaciones eternas y las dudas universales del ser humano, chocaba casi frontalmente con la literatura del compromiso social y el tono realista y hasta castizo que era preceptivo en aquel tiempo. Hubiera sido bien fácil para el autor (como lo es ahora, también, e imagino que siempre) plegarse a la corriente del mercado y las modas de entonces, cuanto más cuando la calidad del estilo de García Viñó (calidad sobrada: basta leer las primeras páginas de Jaramagos) le hubieran permitido hacerse un hueco casi sin problemas entre la “pléyade” de aquel tiempo. Pero el sevillano pertenece a ese género, parece que cada vez menos frecuente, de escritores que no contemplan la literatura como un oficio manual o como una forma de hacer relaciones publicas, sino como un estilo de vida cuyo patrón último es la autenticidad: no traicionarse a uno mismo y a tus creencias estéticas y literarias, aunque eso suponga el apartamiento del “mundillo”.
Ese ha sido el caso de García Viño a lo largo de todos estos años. Un escritor radical (radical aquí en el sentido de que “afecta a las raíces”) que parte de una propuesta literaria y estética de profundo calado. Basta leer su Teoría de la novela, desarrollada a lo largo de varios décadas (un libro realmente necesario para quien quiera dedicarse a esto de escribir; nada que ver, por supuesto, con los varios decálogos un tanto ñoños y tendentes a la “boutade” que se suelen manejar en talleres y demás) para darse cuenta de que, en muchos sentidos, el destino de Viño, defensor de una estética moderna, intelectual y cosmopolita, era chocar con nuestra tradición muy dada al tremendismo, al cuadro de costumbres y a la pereza. Si a ello unimos que, a lo largo de toda su vida, García Viño ha defendido con pasión su teoría estética, convertido en un certero polemista (ahí está igualmente la publicación, por él dirigida, “La Fiera Literaria”, panfleto-fanzine-libelo que durante muchos años supuso la única contestación al “establishment” literario), tenemos sin duda las razones por las que un escritor de alto nivel, pero que no se adapta, ni quiere adaptarse, a lo que es habitual entre nosotros, resulta sistemáticamente ninguneado.
Jaramagos y otras flores amarillas es su última obra. Una novela de mediana extensión donde (siempre en su búsqueda de temas de profundidad que no se agoten en la lectura rápida) plantea el tema del incesto, posiblemente el tabú más acendrado en el género humano, la primera y más tajante prohibición de cuantas han venido luego.
Como he apuntado más arriba, basta leer los primeros capítulos de este libro para advertir qué gran flor han dejado que se asfixiara las conveniencias literarias, los chanchulletes de los escritores oficializados: en ese principio, en la manera en que un niño va descubriendo, al hilo de la sensualidad despertada por la belleza y el mero hecho de vivir, de manera inocente la sexualidad y el deseo; la forma en que luego esa pulsión se va racionalizando hasta convertirse en intelectual, es realmente de una gran altura y ambición literaria. Así como, en las paginas siguientes, el hecho de haber llevado a cabo “lo prohibido” le hace contemplar al protagonista el sexo y el erotismo de una forma trascendente, mítica, mágica incluso, nada que ver (el extremo opuesto, de hecho) con lo venéreo y pedestre y hasta publicitario como se trata en la actualidad.
Lo que García Viño propone en Jaramagos es, al fin (como todo en su obra, en realidad), una visión inconformista, distinta, “contracultural” cuando la cultura dominante se solaza en lo banal. Ese ha de ser (piensa él, y de seguro tiene razón) el papel de todo escritor, de todo artista: contemplar el mundo con unos ojos distintos y una sensibilidad sin concesiones, aunque eso desasosiegue al lector, rompa esquemas y dé pereza a tantos escritores adormecidos.

viernes, julio 12, 2013

Gambito de reina, Walter Tevis

Trad. Rafael Marín. Marelle. Madrid, 2013. 335 pp. 25,95 €

Julián Díez

Había escuchado el tópico de que el ajedrez es boxeo mental, pero no me lo creí del todo hasta que tuve la oportunidad de asistir a una de las partidas del duelo de candidatos que disputaron en El Escorial, hace ya veinte años, el inglés Nigel Short y el holandés Jan Timman. Era una época de plenitud del ajedrez-espectáculo; el ganador tendría la oportunidad de medirse con Garri Kasparov y ser el primer occidental en jugar por el campeonato del mundo desde Bobby Fisher. La bolsa para esa final se adivinaba de millones de dólares, algo a lo que ninguno de los dos contendientes podrían volver a aspirar jamás. Timman, más maduro, había dominado en las primeras partidas; por la mañana, encontré a Short, de rodillas, rezando en la basílica del monasterio, en una pose decididamente poco ajedrecística. Justo la partida que yo presencié fue la vuelta de la tortilla, en medio de una tensión asfixiante; los síntomas del drama podían interpretarse en cada gesto de los duelistas, en la crispación de los espectadores, los movimientos bruscos de las piezas con el tiempo ya agotado...
Desde entonces, he consumido mucha cultura relacionada con el ajedrez, tanto libros como cine, aunque yo mismo no paso de ser un jugador casual. Sin embargo, he visto raramente reflejada en ellos esa atmósfera monomaníaca, obsesiva, apasionante, que viví por primera vez en El Escorial. Antes que el libro que vengo a comentar, únicamente en Novela de ajedrez de Stefan Zweig.
No en vano Walter Tevis escribió otra de las grandes novelas sobre deportes-juegos de toda la historia, El buscavidas. Gambito de reina, más reciente, no ha tenido la fortuna de una adaptación cinematográfica que la mantuviera viva, pese a que en ella se encuentran las cualidades necesarias. Tevis, un narrador estadounidense de la escuela más clásica de su país, narrativamente poderoso y estilísticamente eficaz, ofrece aquí todos los ingredientes: personajes cuidados, un ritmo que sin desbocarse consigue mantener el interés de forma permanente, y una trama en la que casi imploramos por el final feliz, por la consecución de los sueños de una protagonista memorable.
Beth Harmon, la chica que descubre el ajedrez a los ocho años y que como el Dr. B de Zweig se convierte en maestra jugando partidas en el tablero de su mente, es un personaje simplemente inolvidable. Huérfana de tendencias autodestructivas, limitada allí donde no es genial, Beth tiene el punto necesario de humanidad para convertir en creíble su historia de jugadora intuitiva, y para conseguir que el lector se implique emocionalmente con su desigual lucha contra todo.
Tevis dibuja con maestría el ascenso de la chica no hasta la cima absoluta, lo que seguramente hubiera restado verosimilitud al relato, pero sí al menos hasta el éxito. En su camino, nos mostrará el universo claustrofóbico y obsesivo del ajedrez, con todo su abanico de característicos: el jugador talentoso pero de atención errática, el monomaníaco falto de imaginación pero con miles de variantes memorizadas, la maquinaria de estudio soviético que convirtió el juego en una ciencia casi estadística... Un microcosmos representativo de nuestra sociedad en su conjunto y de las distintas actitudes ante dificultades de la vida que son, tantas veces, meras partidas de ajedrez. Al igual que, en otras ocasiones como las que presenta este libro, el juego puede ser más grande que la vida.

jueves, julio 11, 2013

Pioneros de la ciencia ficción rusa, VV. AA.

Selección, traducción y notas Alberto Pérez Vivas. Alba, Barcelona, 2013. 352 pp. 19,50 €

Luis Manuel Ruiz

Todos recordamos el frenético episodio de Dostoievski en que el diablo se le aparece a Iván Karamázov sobre un diván con la intención de desquiciarle. O aquel terrible abuelo de ojos inyectados en sangre que se asoma a través de una ventana en la historia de vampiros de mayor eficacia antes del advenimiento de Drácula, La familia Vourdalak, de Alexis Tolstoi. O las infinitas casas encantadas, ogros, ninfas y genios en forma de esqueleto que Vladímir Propp recoge del folklore popular y glosa en su Morfología del cuento, el libro al que Lévi-Strauss le rezaba todas las noches. Son ejemplos evidentes, creo, de que el alma rusa siempre ha propendido, amén de a una introspección psicológica que a menudo se asoma a las aristas más estomagantes de la condición del hombre, a la fantasía: una fantasía onírica, hermanada con lo grotesco, de ambientación eminentemente rural y vinculada con los grandes tormentos del alma, esos que suelen alimentarse de la clarividencia del insomnio.
Amantes como son de los otros mundos (es dudoso que ninguna otra nación les supere en el censo total de visionarios, reformadores, mesías, suicidas y escritores patológicos), parecía poco menos que natural que los rusos saltaran sin inconveniente la tenue barrera que separa la literatura tradicionalmente fantástica, la de bosques, colmillos y cadenas, de la ciencia ficción, que es lo mismo pero con las sábanas del fantasma convertidas en escafandras. No entraremos aquí en el berenjenal de qué es lo que distingue a la c/f como género por encima o frente a otras manifestaciones de ámbito semejante, notoriamente el fantástico; baste con reconocer que ambos comparten un presupuesto común que hace los productos de una prolongaciones espontáneas del otro a través de un sucinto cambio de decorados: la exploración de un más allá, de un universo aparte, de un reino extraordinario donde las leyes conocidas de la naturaleza no conservan su vigencia. El marciano es el fantasma vestido de aluminio; el astronauta es el caballero que en lugar de espada blande un rayo láser; los conjuros han sido reemplazados por las frías fórmulas del laboratorio. Pero algo se mantiene: eso de ahí es otra cosa, algo que nos aterra y nos atrae porque no podemos explicarlo, y nosotros somos quienes somos porque no somos eso.
Sabíamos ya que el género puede escribirse en cirílico porque a finales de los sesenta Bruguera publicó en su colección de bolsillo un Lo mejor de la ciencia ficción rusa reunido nada menos que por el inefable Jacques Bergier. Simple traducción de la versión francesa, tenía al menos la virtud de presentar al lector en castellano autores que forzosamente debía ignorar y que seguirían siendo desconocidos por aquí hasta hace bien poco, como Iván Efremov, Alexander Beliáiev o los hermanos Strugackij, la mayoría de ellos de etapa soviética. El volumen que ahora presenta Alba, Pioneros de la ciencia ficción rusa, debería entenderse como una especie de entrega anterior o precuela de la colección de Bergier, al remontarse hasta los inicios del cultivo del género por literatos rusos de finales del siglo XIX y principios del XX. Si no por novedad, la edición de Alba cuenta con una serie de méritos que la colocan sobre aquella de Bruguera: la traducción directa del ruso por Alberto Pérez Vivas; la calidad del papel, que no parece arrancado de un periódico; el esmero en la presentación de cada relato, cada página y, no en último lugar, de la propia portada; la feliz ausencia de prólogo.
La c/f europea, notoriamente la concebida en los antiguos países de la órbita comunista, exhibe una serie de rasgos propios que ya se insinúan de algún modo en esta recopilación primeriza. Si tomamos como representante paradigmático al enorme Stanislaw Lem, veremos que muchas de sus interrogaciones, atisbos y derroteros están presentes de una forma netamente reconocible en sus antepasados de casi medio siglo atrás: están el humanismo, el interés por la psicología antes que por la tecnología; el sentido del humor, a menudo crítico y paródico; está el cuidado en la escritura, como si no se resignasen a entender la fantasía como un plato de consumo masivo que no precisa de saliva ni incisivos; está el terror, sugerido de un modo indirecto y como cósmico, sin concretar en tentáculos ni charcos de sangre. De un modo u otro, las cinco narraciones que componen la antología de Alba ilustran alguno de estos aspectos. “Entre la vida y la muerte” (1892), de Alexéi Apujtin, describe con mucha sorna una especie de trance visionario inmediatamente anterior a la muerte de un príncipe, incidiendo a la vez en la vieja teoría de la transmigración de las almas. “En otro planeta” (1896), de Porfiri Infántiov, entronca con las utopías filosóficas de Moro, Campanella, Voltaire o Emerson, y nos detalla un planeta Marte habitado por virtuosos monstruos con cola, trompa y un solo ojo en el centro de la frente. En cuanto a “El misterio de las paredes” (1906), de Serguéi Mintslov, se trata de una fantasía voyeurística en torno a un aparato capaz de rescatar, a través de ondas electromagnéticas, la memoria adherida a las paredes de los edificios. Como la curiosidad acaba por liquidar a cualquiera, gato o no, la cosa acaba en incendio.
Pero lo mejor de la selección lo constituyen, sin duda, los dos relatos de Valeri Briúsov, uno de los padres fundadores del simbolismo ruso, dotado de una perturbadora imaginación sembrada de presagios y amenazas. Si “La Montaña de la Estrella” (1899) anticipa sorprendentemente algunos de los postulados de Lovecraft y sabe aliñar con extraño acierto a Allan Quatermain con John Carter, “La República de la Cruz del Sur” (1905) es una fábula kafkiana en torno a un imaginario estado de la Antártida en que encontramos ecos proféticos de la dictadura soviética, entre otros elementos. En total, la antología rebasa con mucho la mera curiosidad bibliográfica para excitar el interés de cualquier aficionado al género: y hacerle comprobar que para inventar futuros lejanos o volar a través del vacío de las estrellas no es imprescindible la presentación del pasaporte británico o americano. Faltaría más.

miércoles, julio 10, 2013

La ciudad / Mi libro de horas, Franz Masereel



La ciudad. Nórdica, Madrid, 2012, 120 pp. 15€  
Mi libro de horas. Nórdica, Madrid, 2013, 208 pp. 18 €

Mario Arsenal

Cuando la cultura intenta hablar a través de un lenguaje universal se produce un fenómeno verdaderamente insólito y maravilloso. El dato visual con el que tan familiarizados estamos hoy día, a veces sin la bondad ni la complacencia que desearíamos, es quizás el vehículo perfecto para expresar ideas subliminales. Insólito. Maravilloso. Porque uno –cualquiera, todos o ninguno– sin necesidad de ser letrado, puede acceder a esas ideas y fantasear entre ellas, evadirse de un mundo en continua ebullición, escapar de esta fea realidad que nos oprime, a unos más y a otros menos, salir por la puerta trasera del insípido bar de turno o dibujar un universo habitable en algún lugar de la memoria. Pero, y aquí está la miga del pan, con compromiso. Esa es la idea de Frans Masereel (1889-1972), una cultura de compromiso que aspire a todos los habitantes, a todos los ciudadanos, a todas las clases, accesible a cualquier lenguaje, abierta a la universalidad. Una cultura para todos. Curioso cuando menos, eso sí, que cien años después tengamos que seguir luchando por lo mismo y reivindicando los mismos ideales, ahora con otros impuestos arancelarios como los sistemas políticos y la ineptitud de las clases dirigentes, empeñados todos ellos en que el mundo no lo habitan personas, sino números. Ahora volvamos a Masereel.
Como ilustrador y grabador, aprendió el oficio tras aterrizar en ese álgido París de la década de 1910. Venía de Gante con las ideas claras y en la humeante ciudad del Sena descubrió los órganos de resistencia en plena vorágine de la Gran Guerra. Estuvo a caballo entre Suiza y Francia, pasando unos años en Ginebra al estallar el conflicto armado, volviendo a París tras la Segunda Guerra Mundial y agotando sus últimos días en Niza aunque finalmente no muriese en esta ciudad. Este confeso pacifista entabló contacto con los intelectuales más importantes del momento mientras que perfilaba su predilección por la técnica en madera. La xilografía fue así el modo de expresión más efectivo; llegó a hacerlo plenamente suyo y de hecho encontramos, ya en sus obras primerizas, una traducción potentísima de la realidad en imágenes. Una delicia.
Claro que cuando la dicha es doble, se convierte casi en un privilegio. En Nórdica no han dudado un ápice a la hora de enfrentarse a la obra de este magnífico autor, traduciendo dos de sus obras, La ciudad (2012) y la más reciente Mi libro de horas (2013), ambas novelas gráficas de una hondura sin precedentes. La primera fue publicada en 1919 y es un hermoso ejemplo de la irrupción del fenómeno urbano en el imaginario del ser humano. Masereel se acerca a esa realidad con mucho tiento, sin caer en el panfleto y retratando prácticamente todas las caras de la sociedad, todos los ruidos del fluir vertiginoso de las calles, todo el abanico de olores y sabores que emergen de ella. Algo prodigioso, pero con todas las letras. La segunda novela, publicada en 1925, está compuesta desde un contexto humano más profundo e indaga en la naturaleza del hombre y la vida, en la llegada de una realidad mundana que en todo momento nos empuja a pensarla y reflexionarla. Sondea la dimensión total del mundo haciendo hincapié en los sentimientos más efímeros y, a su vez, más profundos del ser humano: el amor, la alegría, la jovialidad, la deriva, la soledad, el tránsito de la oscuridad a la luz y viceversa. Un recorrido lleno de presente y de pasado, en definitiva, una obra maestra de una vida de artista.
Acompaña además, a ésta última, el prólogo de un siempre soberbio Thomas Mann. Un prólogo que no nos cansamos de elevar a la categoría de imperdible por la aguda e interesante lectura que hace de esta labor vital, ya no sólo obra, ya no sólo arte, sino el pálpito del ser humano que se eleva por encima de las circunstancias tangibles de la urbanidad de cualquier tiempo y lugar. Termino este artículo con sus palabras porque con una sola de ellas se podrían resumir libros enteros sobre Masereel:
«¡Sollozad con él tras el humilde féretro y dirigíos luego, porque así ha de ser, a una nueva vida, a un nuevo quehacer del corazón! ¡Imbuíos mientras hojeáis de todo el carácter enigmático de este sueño de la existencia del hombre aquí en la tierra, que es insignificante porque termina y se desvanece, y en cuya insignificancia, sin embargo, está presente lo eterno por todas partes haciéndolo realidad!

martes, julio 09, 2013

Entre el ruido y la vida, Alejandro Palomas

Baile del Sol, Tenerife, 2013. 52 pp. 10 €

Care Santos

Alejandro Palomas tiene una consolidada trayectoria como novelista, con títulos como Tanta vida, El secreto de los Hoffman (Finalista del Premio Ciudad de Torrevieja) o El alma del mundo (Finalista del Primavera de Novela). Sus novelas ahondan en las relaciones humanas, un terreno en el que el autor se maneja como pez en el agua, así como en el de la creación psicológica de personajes de gran calado. En ocasiones se adivina que tras el Palomas novelista se esconden otros autores: acaso un dramaturgo, acaso un poeta… autores que precisan la desnudez de otros géneros para expresarse en libertad absoluta, sin la máscara o el escudo que siempre supone para el escritor la ficción novelística.
Lo confiesa el propio autor: en su poesía se muestra del modo en que le conocen sus íntimos, con luces y sombras. También es en su poesía donde Palomas parece tomarse un respiro del ritmo del mundo y detenerse a reflexionar. «Reflexionario», dice él mismo que quisiera bautizar a sus poemarios.
Entre el ruido y la vida es, claramente, una pausa para la reflexión de corte profundamente metafísico, tal vez un ejercicio al que el autor llega a través de la experiencia o de los años transcurridos. Estructurado como un viaje, el recorrido toma como punto de partida la duda, los interrogantes, la inquietud del joven ingenuo que aún lo cree todo posible y mantiene la esperanza. El error como principio de la sabiduría. Las voces como símbolo de este mundo complejo, ruidoso, confuso en el que nos ha tocado vivir. «La vida, hermosa. / El mundo / mucho menos», se dice. Luego llega la confianza, la etapa de crecimiento («la vida resolverá —se decía. / Abandónate al ruido —se decía. / Ten fe —se decía.) y como resultado, la codiciada madurez que al fin no valía tanto. Una madurez que no colma, que no sacia, que no significa ninguna conquista: «Y la madurez fue solo eso: / más años. / Más ruido. / Más preguntas. / Menos vida.»
Y es que el desencanto o, mejor, la resignación, forman parte de los mimbres con que se arman estos versos. El camino de la vida es un juego que no conviene tomar en serio, como parece susurrar la cita con que se abre el libro, de Jeanett Winterson: «Se juega, se gana. Se juega, se pierde. Se juega.» Un juego sin demasiado sentido en el que como mucho aprendemos a alejarnos de nosotros mismos, a vernos con sentido del humor, a jugarnos la piel sin que nos importe.
Tras la madurez, llega el amor. Un largo y magnífico poema —acaso el mejor del conjunto— desvela el camino hasta ese «silencio nuevo», una nueva sorpresa, una nueva etapa. En la última parte del recorrido cobra una fundamental importancia el personaje de una serpiente que, a modo de curioso guardián de un anti-edén, hace retumbar los ecos de una simbología clásica, muy bien aprendida por generaciones. Es un eficaz vehículo para la ironía y la reflexión finales, para las conclusiones metafísicas y, al cabo, para el escepticismo. El poemario deja un poso de preguntas sin fácil respuesta y la sensación de que por este camino, Alejandro Palomas tiene muchas sorpresas que darnos aún.


Alejandro Palomas: «Mi poesía es lo que me circula por las venas cuando relajo la musculatura»


Siempre me ha parecido que Alejandro Palomas tenía un secreto inconfesado. Cada vez que he hablado con este escritor multifacético, autor de novelas premiadas que cuentan con miles de fieles lectores —no sólo en nuestro país—, donde hace gala de una sensibilidad y un sentido del humor muy fuera de lo común, a medio camino entre lo muy literario y eso tan indefinible que suele llamarse comercial —y que tal vez sólo sea la rara capacidad de conectar con los gustos y querencias del público, del gran público—; en fin, cada vez que he hablado con Alejandro Palomas me ha parecido ver un brillo de inusual inteligencia en su forma de mirar, pero también un secreto. Después de leer con deleite su poesía, creí comenzar a entender de qué se trataba. Trea esta conversación, me siento en posesión de algunas pistas, ciertas claves que me permitirán continuar en este universo literario que promete emoción y reflexión a partes iguales. En esta entrevista, el autor explica su relación con la poesía con la misma intensidad con que cincela sus versos.

Entre el ruido y la vida es un poemario de madurez. ¿Tocaba hacer balance?
—En realidad, es un poemario en la línea del anterior, Tanto tiempo, y también de la del que estoy escribiendo ahora. Parto siempre de un chispazo de reflexión y a partir de ahí me dejo llevar, por eso da la impresión de que esté haciendo siempre balance. En este caso, me encontré planteándome qué es ruido y qué es vida, qué vale y qué es prescindible, qué es hueco y refugio y qué es retiro, valiente retiro. Y a partir de ahí encontré la voz, la voz del Alejandro real que soy ahora, y también del Alejandro poético que soy ahora y que varía con más rapidez que la del Alejandro que escribe ficción. De repente llega el balance, sí, y llega en lo poético, porque es donde soy más yo, más a pelo, y esa es una sensación única, porque con ella llega también la de la libertad. En realidad, más que “poemarios”, que por supuesto lo son, me gusta pensar que mi voz poética crea “reflexionarios”. Quizá por eso mi poética es tan mental. Y quizá por eso Entre el ruido y la vida dé esa sensación de poemario de madurez.


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lunes, julio 08, 2013

El fiordo de la eternidad, Kim Leine

Tra. Ana Sofía Pascual Pape. Duomo Ediciones, Barcelona, 2013. 560 p. 21,80 €

Ángeles Prieto Barba

Groenlandia. De la segunda mayor isla del Planeta lo desconocemos casi todo, pese a estar habitada desde el III milenio antes de Cristo, y el hecho cierto de que se encuentra cubierta por hielos en su práctica totalidad no debería ser excusa, sino acicate, para que nos acerquemos a su Historia. Porque en este medio duro y terrible, en el que se logra sobrevivir a duras penas, no sólo ocurren eventos históricos, sino que además éstos suelen venir asociados a grandes tragedias y grandes gestas.
Como las que recoge aquí Kim Leine, autor que no sólo forja con ellos una sólida novela de aventuras, sino que también logra transmitirnos, y con bastante rigor, la época en la que éstas se desarrollan, ese turbulento final del siglo XVIII donde se desmoronan los pilares sociales. También allí, por supuesto. Una colonia dependiente de las grandes compañías comerciales, de los miembros de la iglesia luterana y de la corona danesa, en último término, pero donde ya se vilumbra la necesidad urgente de autonomía para la propia supervivencia. Porque no existe historia que se elabore sin tener cuenta el presente y porque nadie duda ahora que Groenlandia conseguirá constituirse como Estado propio en algún momento de este siglo XXI, esta novela hibrida de maravilla con la Historia.
Algo que descubriremos mediante el viaje circular, de aprendizaje y de Odisea que realiza Morten Falck, clérigo protagonista, agudo observador y personaje-guía que nos conduce por Noruega, Dinamarca y Groenlandia mientras lleva a límites extremos su propia vida. Una vida intensa, pero no más emocionante que la de otros personajes inmensos que jalonan esta novela, muy bien trazados psicológicamente, al socaire de pasiones, avatares del destino y otras desventuras donde claramente destacan y alcanzan difícilmente la madurez, debatidos entre el animismo esquimal y el cristianismo, entre los sentimientos sinceros y sencillos de los inuit y las hipocresías luteranas, los mestizos.
Asimismo, las tensiones sociales se adivinan, desarrollan y terminan por explotar en grandes cuadros épicos inolvidables que convierten este libro en algo más que el típico novelón histórico anglosajón. Pues sus más de quinientas páginas nos dejan muy bien informados, pero también sobrecogidos por escenas de gran belleza, profundidad y perspicacia. Eso sí: no puedo, ni me da la gana resumir todo lo que oculta ese hermoso título, El fiordo de la eternidad, que a la vez es un lugar físico y metafísico. Porque es tarea del lector inquieto, inteligente y curioso descubrirlo.

viernes, julio 05, 2013

Personas como yo, John Irving

Trad. Carlos Milla Soler. Tusquets, Barcelona, 2013. 472 pp. 21,63 €

Núria Juanico

No se puede hablar de literatura contemporánea sin conocer a John Irving, y no se puede entender a John Irving sin haber digerido Personas como yo (Tusquets 2013). La decimocuarta novela del escritor norteamericano da luz a la bisexualidad con la sabiduría de alguien que es partícipe de todos los secretos de la narrativa después de décadas trampeándola, discutiendo con ella y conciliándose diariamente. Escrita con valentía y seguridad, En una sola persona esquiva el morbo fácil y aborda la intolerancia de las prácticas homosexuales y heterosexuales simultáneas. Y lo hace con una normalidad que, paradójicamente, la impulsa por encima del resto de obras de temática similar.
Irving lanza el anzuelo narrativo con el despertar sexual de Bill Abbott, un joven escritor de un pueblecito de Vermont, en los Estados Unidos. Los enamoramientos tempranos, la atracción hacia una bibliotecaria transexual y el rechazo frontal de una pequeña comunidad ante los comportamientos afeminados son las tres piezas iniciales de una historia inmensa sobre deseos, pasiones e instintos que rompen la norma social de los años cincuenta. La voz madura de un Bill avezado en ser la diferencia ejerce de guía en la evolución laberíntica de su propia sexualidad. Desde una adolescencia experimental, la obra fluctúa por los combates de boxeo universitario, la Viena de los años setenta y la epidemia de sida de los ochenta, desembocando en la defensa férrea de una bisexualidad incomprendida tanto por gais como por heterosexuales.
Con un trasfondo crítico sin redundancias, Personas como yo desnuda la bisexualidad de prejuicios y la enfoca desde todos los prismas posibles para subrayar la parte más humana del fenómeno. El teatro de Shakespeare actúa de farsa donde se refleja una realidad no muy lejana, que permite escenas de lectura imprescindible, como la magnífica descripción de las reacciones del público ante la representación femenina de un viejo serrador aficionado a las faldas y pelucas. A pesar de compartir temática con otras obras igual de atrevidas como Middlesex, de Jeffrey Eugenides, la historia de Bill Abbott se constituye como una novela impactante que Irving marca con su propia voz narrativa y la hace única en el tratamiento del contenido.
El autor ha disfrazado Personas como yo de tragicomedia, balanceándola entre la calidez entrañable de sus personajes y la soledad pegajosa de un fenómeno que, a ojos de la mayoría, no se entiende. Sin ahorrar humor ni sacudidas narrativas, Irving demuestra que es un maestro en estirar el lector del brazo y arrastrarlo dentro del espiral literario que construye para cada ocasión. El autor huye de elucubraciones abstractas y hace tangibles los conflictos existenciales mediante unos personajes terriblemente humanos que echan raíces y cuestan de abandonar.