Guillermo Ruiz Villagordo
Si algo llama la atención de la prosa de Santiago Gamboa, y de ello su nueva novela vuelve a ser un buen ejemplo, es esa fluidez con la que se desliza sinuosamente que nos anima a dejarnos llevar allá donde quiera dirigirse y una extraña capacidad para contar asuntos cotidianos como si fuesen fantásticos. No hablo de realismo mágico, sino de la magia del realismo: esos momentos de desconcierto en los que nos damos cuenta de que la realidad ha superado por enésima vez a la ficción y ha usurpado su lugar, algo más frecuente de lo que nos gusta reconocer.
Autor de, en mi humilde opinión, una de las mejores novelas sobre inmigrantes que se hayan escrito, El síndrome de Ulises, donde daba voz a multitud de expatriados de todo tipo, condición y nacionalidad que confesaban al protagonista sus peripecias como si de unas nuevas mil y una noches se tratara, vuelve a incidir en el tema del destierro voluntario y a hacerlo con esa fórmula a la vez natural y artificiosa que es dejar que los personajes hablen por sí mismos, revestidos sus monólogos, eso sí, de un lenguaje literario que potencia aquellos asuntos sobre los que Gamboa tiene especial interés en incidir.
En esta ocasión nos presenta a tres colombianos que se internaron cada uno de ellos en su propio laberinto privado del que no saben cómo salir: dos hermanos, Manuel y Juana, que ansiando huir juntos del infierno de violencia y falsedad en el que se convirtió su país (fuga que intentan en primer lugar de manera fallida a través de la cultura, no encontrando en ella más que un simple consuelo), acaban separándose y quedando atrapados en otros infiernos particulares; y el cónsul (de quien nunca conoceremos su nombre pero que es un trasunto obvio del autor), a quien se le asigna el caso de Manuel, acusado de posesión de drogas en Bangkok, y acaba asumiendo la búsqueda a través del mundo que había quedado interrumpida de la hermana perdida. A modo de coro en esta nueva versión de la tragedia griega, un misterioso personaje llamado Inter-neta pone desde los márgenes un contrapunto surrealista, filosófico y en ocasiones chistoso a sus vicisitudes.
Un aspecto vertebral del libro complejo de valorar son las digresiones que se producen en la narración, sea de quien sea el punto de vista desde el que se narra, en torno a dos cuestiones: la crítica a la política patriotera de Álvaro Uribe, época en la que se inscribe la desgracia de los dos hermanos, y el ambiente literario, amigos escritores del propio Gamboa inclusive, que aparecen en el discurso del cónsul. Lo curioso del tema de Colombia y Uribe en la novela es que aparece en diálogos entre colombianos, diálogos que sin embargo interpelan directamente al lector, puesto que no dan por hechas informaciones que por fuerza un colombiano conoce sobradamente, de ahí que se revelen tan específicamente compuestos para el lector (que es el único que no comparte esa patria y precisa situarse para poder entender) que destacan sobremanera en la narración. Un purista diría que entorpecen inútilmente el desarrollo de la trama, que la estancan y son perfectamente superfluos. Pero sin variar esencialmente esta óptica podrían considerarse una inteligente forma de dosificar la historia, que por otra parte resulta altamente adictiva merced a su mezcla de thriller, historia de amor y novela política como para sentir constantemente la necesidad de seguir leyendo, y en cualquier caso aportan un interés extra especial para aquel que quiera conocer el desarrollo de la política colombiana de hace unos años, con ese clima opresivo y asfixiante del mandato de Uribe, semejante al mucho más conocido de Alberto Fujimori en Perú, o disfrute viendo a conocidos autores como Horacio Castellanos Moya actuando en situaciones cuando menos curiosas.