viernes, octubre 31, 2014

La hierba de las noches, Patrick Modiano

Trad. María Teresa Gallego Urrutia. Anagrama, Barcelona, 2014. 168 pp. 14,90 €

Nere Basabe

La última novela de Patrick Modiano, La hierba de las noches (publicada en Francia en 2012), ve la luz en nuestro país en este mismo año en el que recibe, no sin cierta sorpresa para propios y extraños, el Premio Nobel de literatura. Sonaban otros nombres, pero no cabe duda de que el francés Modiano ha sabido construir, durante casi medio siglo y con una veintena de títulos a sus espaldas, una de las obras más personales y coherentes de la narrativa europea actual, volviendo una y otra vez, de manera obsesiva, sobre el tema de la memoria y la identidad escurridizas.
En esta ocasión regresa con la forma (y adelanto, sólo la forma) de una novela negra, como ya hiciera por ejemplo en la Calle de las tiendas oscuras, creando una atmósfera de intranquilidad e inquietud (palabras que se repiten a menudo en el libro), falsas identidades, conversaciones a media voz y cortinas corridas, en torno a “un asunto muy feo” del que el protagonista Jean (alter ego de Patrick, personaje ya conocido para sus lectores asiduos) fue más o menos testigo indirecto en su juventud y cuya verdadera naturaleza intenta escrutar ahora, pasado el tiempo. Pero, ¿acaso podemos conocer realmente aquello que vivimos?
«Es curiosa la forma en que algunos detalles de la existencia que no vemos al momento, los descubrimos veinte años después», anota Modiano; y en otro momento, repite: «qué impresión tan rara notamos siempre cuando nos llegan aclaraciones, veinte años después, acerca de personas con las que nos cruzamos… Por fin desciframos, gracias a un código secreto, lo que vivimos equivocados, sin entenderlo bien…». Y es que el pasado es, según dos bellas metáforas equiparables que aparecen en el libro (motivos de la novela que se repiten una y otra vez, como en una sinfonía), algo inasible, un tren que pasa demasiado rápido por una estación cuyo cartel no nos da tiempo a leer, por lo que apenas retenemos algunos detalles periféricos como el campanario de una iglesia o una vaca que pasta bajo un árbol, y es igualmente como «un trayecto en coche, de noche, sin faros, y por más que pegábamos la frente a la ventanilla no dábamos con ningún punto de referencia (…). Veinte años después va uno por la misma carretera, de día, y por fin puede ver todos los detalles del paisaje. Pero ¿para qué?».
Y aunque el objetivo de semejante indagación no esté claro, el protagonista, consciente de la falibilidad de la propia memoria, compuesta de desorden y mentiras, mezcla al mismo nivel recuerdos y sueños en los que puede completar los hechos, plantear las preguntas que no se atrevió a pronunciar entonces. Y, sobre todo, busca con insistencia lo que él llama “puntos de referencia”; un informe policial incompleto al que tuvo acceso años después y una agenda negra que llevaba por aquel entonces siempre consigo y cuyas páginas están pobladas de nombres anotados, números de teléfono en los que ya nadie responde, fechas, citas de las que nada recordamos ya, títulos de libros o películas, frases exactas que alguien dijo en algún momento. En esos papeles incompletos, prácticamente indescifrables, Jean encuentra ahora “señales que llegan con interferencias”, un mensaje en morse que viene desde lo más hondo del pasado, anotaciones fugaces que son el único material fiable con el que cuenta para reconstruir su historia, saber qué sucedió, quiénes eran aquellos de los que se rodeó en un momento de su vida, «esas personas cuyos nombres me esfuerzo en repetir para que no se me vayan de la memoria».
Porque Modiano sabe desde el principio que esa búsqueda será infructuosa, y aún así se obsesiona con los detalles, las repeticiones, para tener una pista, algo a lo que aferrarse; Jean apunta metódicamente en su libreta, y se reconforta con ello, los nombres y letreros de almacenes a punto de ser derribados, las costumbres por ejemplo de su vecina por entonces, actriz de teatro, que cada noche a la misma hora pronunciaba sobre el escenario la misma frase, como único rastro arqueológico de «gestos que eran cotidianos y ya han quedado abolidos, obra de teatro que nadie volverá a ver, risas y aplausos perdidos, y el propio teatro derribado ya…».
Esa sensibilidad que confiesa el protagonista «en lo tocante a las personas y las cosas a punto de desaparecer» es lo que le lleva, en otro rasgo omnipresente del universo de Modiano, a dar paseos y más paseos como “una forma de luchar contra el olvido”: ir a determinadas zonas de París donde uno no ha vuelto desde hace treinta o cuarenta años y quedarse por allí una tarde entera, «como si estuviera de vigilancia». Regresar a los mismos cafés, volver a recorrer el Boulevard Jourdan de la ciudad universitaria, las calles del Barrio Latino o de ese distrito de Montparnasse que “se apagó al final de la guerra”, la esquina donde se levantaba aquel cine que olía a metro, los lugares que ya no existen, las ventanas iluminadas con «las lámparas que se nos olvidó apagar en habitaciones a las que nunca volvimos». E incluso, en un último intento por cartografiar la memoria, recorrer con el dedo índice sobre un mapa la ruta de un viaje que se hizo hace décadas, y que finalmente resulta como “remontar el curso del tiempo”, volverlo transparente, finalmente abolirlo.
Abolir el tiempo porque, además de una pretendida novela noir, La hierba de las noches es también una historia de amor, cuyo sentido se nos escurre entre las manos, y con todo esto Jean sólo busca reencontrar a una mujer. No es esta vez a la época de la Ocupación y el colaboracionismo, que tanto ha marcado su literatura, hasta donde nos arrastra para rescatarla y traerla al presente como a una Eurídice, sino a los años sesenta y la época de estudiantes, teniendo como trasfondo algún capítulo igualmente oscuro de la historia francesa de entonces, en el que se mezclan los servicios secretos y las actuaciones en Argelia y Marruecos. Pero Dannie, la mujer que utilizaba tantos nombres que nunca sabremos cuál era el verdadero, sencillamente desapareció un día. A veces cree reconocerla entre la multitud, pero nunca es ella; resulta más fácil encontrarse por ejemplo, en una librería de lance de Odéon, con Jeanne Duval, la prostituta mulata amante de Baudelaire convertida ahora en pequeña ratera, uno esos personajes de ficción que también poblaban su libreta de entonces, sus obsesiones literarias, y que a veces parecen tener más entidad que los de carne y hueso.
Y aunque poco acaba descubriendo, en esta pesquisa cuasipoliciaca sobre aquellos hombres siniestros reunidos en el Hôtel Unic o sobre quién era realmente esa mujer a la que amó, menos aún sabemos, sabe él, finalmente, de sí mismo, de ese “otro yo que rondaba por la inmediaciones” y que ahora intenta recordar, entre la niebla, en las ruinas de una vida clandestina, y que no es más que un «interlocutor misterioso» que envía al futuro señales confusas, recibidas «como si oyese la voz de otro»; ese hombre que es el mismo cuya genealogía ya intentó rastrear en Un pedigrí y que varias novelas después sigue concluyendo, pese a todo: «en aquellos años yo no estaba seguro ni de mi propia identidad».
Hemos bromeado estos días entre amigos, al hilo de la noticia del premio Nobel, con que Modiano siempre escribe el mismo libro, y que lleva cuarenta años buscándose y todavía no se ha encontrado. Los detalles a los que se aferra para saber quién es, quién fue, como el de que el espacio que ocupa ahora el supermercado Monoprix de la rue de Rennes, calle cuyo horizonte no tapiaba aún la torre de Montparnasse, era un jardín abandonado refugio de gatos vagabundos, puede interesar al lector o no: a mí particularmente me interesa muchísimo, porque me veo parada en esa misma esquina y me completa algo de mi propia historia. El libro casi idéntico que escribe siempre Modiano, igualmente, puede gustar o no, pero seguramente su prosa, a medio camino entre la disección y la cadencia hipnótica, hará que el lector no deje de seguirlo. Como quien revisita un lugar del pasado en el que una vez fue feliz.

jueves, octubre 30, 2014

Sobrebeber, Kingsley Amis

Trad. Ramón de España y Miquel Izquierdo. Intro. Christopher Hitchens. Malpaso, Barcelona, 2014. 325 pp. 23 € (incluye e-book)

Nabor Raposo

Hay poemas y canciones sobre la bebida, se arranca Amis, pero nada que hable de emborracharse, y mucho menos de después de la embriaguez. La obra que nos ocupa también renuncia a la literatura imaginativa, como la define el autor, para abordar el asunto, que resuelve con una combinación de géneros periodísticos para presentarle al lector una insólita y genuina miscelánea etílica cuyo propósito anida más cercano al regocijo que a la erudición. Una combinación que contiene tres cuartas partes de inteligencia narrativa, talento natural y un notable conocimiento de la materia, alimentado por una no menos excelsa sabiduría popular. Añadan un corrosivo humor que, servido sin ningún tipo de dosificador y de manera muy generosa, sabe a marca de la casa –Amis Dry– y pónganle a las botellas ese mismo apellido, sustituyendo el château de la etiqueta por una pluma estilográfica, estandarte heráldico de la familia: el resultado es un cóctel que, en contra de la creencia popular –caprichos del traductor– se sirve agitado y no mezclado –“shaken not stirred”– y frío como una venganza.
Esta serie de artículos, escritos originalmente por Kingsley Amis (1922–1995) en su columna semanal del Daily Telegraph, primero, y posteriormente en el Daily Express, fueron asimismo compilados en su día en tres volúmenes (On drink, 1972; Everyday drinking, 1983 y How’s Your Glass?, 1984) hasta formar la colección definitiva que ahora presenta Malpaso en español, con un gusto exquisito para la edición y a la altura que exigen las circunstancias –es justo reconocerlo–.
Quizá sea esta circunstancia, la repetición, la que constituya el mayor hándicap de este personal vademécum. Como el propio Amis reconoce al principio del segundo capítulo/libro, «cobrar dos veces por el mismo trabajo siempre es agradable», y aunque se refiere a la satisfacción que le produce sacar un libro de crónicas periodísticas ya publicadas, lo cierto es que On drink (Sobre el beber) y Everyday drinking (El trago nuestro de cada día) son prácticamente un repicado de sí mismos. El editor da buena cuenta del problema en la nota prelimitar, y se disculpa, lo que también es de agradecer, con la siguiente excusa: «como todos los compañeros de copas, Amis se repite de vez en cuando». En cualquier caso, la simple lectura podría bastar como un argumento más que suficiente para redimir a ambos.
Los distintos apartados del primer capítulo (el segundo, como hemos dicho, podría entenderse perfectamente como un interesante complemento a lo anterior) compendian una serie de consejos, anécdotas, explicaciones, recetas, guías, inventarios, aforismos y demás pensamientos que deberían bastar a los no iniciados –o los abstemios– para servirse de una entretenida guía turística sobre el universo alcohólico. Conviene, no obstante, detenerse en este punto y llamar la atención del lector más avanzado sobre algunas generalidades cuya vigencia ya ha sido puesta en entredicho con el paso del tiempo, cuando no superada por unanimidad. Aquí nos referimos, especialmente, a los destacados epígrafes sobre el vino –que constituye, valga la redundancia, un universo en sí mismo– y sobre los que podíamos decir que han envejecido en dirección opuesta al producto. En este sentido, valorar las categorías que se establecen de acuerdo al momento actual o presentarlas como un punto de vista original y novedoso se antoja una tarea absolutamente anacrónica: hablamos, por supuesto, de la poca justicia que se hace con el vino español –con el vino español de ahora, se entiende–. Por el contrario, las medidas que Amis detalla para la elaboración de su particular imaginario de bebidas combinadas suelen ser internacionales y facilitan su comprensión, cosa que es de agradecer: partes, vasitos, chupitos, cucharadas, etcétera; cuando no botellas, directamente. Olvídense de los galones americanos, las libras, etcétera.
Por último, El estado de tu copa pretende dinamizar el final de la lectura con un entretenido juego de preguntas y respuestas, algunas de las cuales pueden extraerse de la lectura previa, y que bien podría emplearse perfectamente para conjeturar sobre el diagnóstico aproximado del hígado de los concursantes, y en menor medida, de su erudición.

NOTA DEL REDACTOR
Desde pequeños se nos inculca a todos esa terrible costumbre que dictamina, prácticamente en casi todos los órdenes de la vida, dejar lo mejor para el final. Esto es lo que el arriba firmante persigue con la elaboración de esta nota. Sin embargo, si nos atendemos a la cronología de cualquier jolgorio que se precie, vemos que su conclusión no podría estar más alejada de este convenio. Si finalmente hemos resuelto prolongar arbitrariamente esta reseña, no ha sido sino para poner de relieve, por encima de cualquier otro ámbito dentro del texto, el tratamiento que el autor le brinda –chin-chín– a este cruel y lamentable estado. Resulta inevitable, pues, señalar la principal paradoja que podríamos extraer de esta secuencia: como mandan los cánones, hemos atendido a la inviolable premisa que exige dejar lo mejor para el final, aunque la resaca no sea, ni de lejos, el mejor final que uno pueda esperarse o desear para sí mismo. Y, hablando de paradojas*, la redacción del presente artículo tampoco escapa a la siguiente: escribir –o leer a Kingsley Amis lo que escribe– sobre el episodio póstumo de una buena curda es infinitamente mucho más gratificante que sufrirlo en tus propias carnes. Quizá este sea el último reducto que los gurús del debate entre realidad vs. ficción no hayan conquistado todavía. Lean lo que el autor tiene que decir sobre la resaca. No les será útil: nada lo es. Pero quizá al menos les sirva para encontrar consuelo en esa sutil comprensión, al extremo opuesto de la condescendencia, que solo un buen amigo como Amis podría entregarnos en un momento tan crítico. Vale la pena comprar el libro solo por eso.

* «Nada más despertar, persuádete a ti mismo de lo afortunado que eres por sentirte tan mal. Esto se conoce como la paradoja de George Gale y se centra en la evidencia de que si no te encuentras fatal después de una buena torrija, es que sigues borracho, por lo que deberás estar sobrio y despierto cuando ataque la resaca». Kingsley Amis (Sobrebeber).

miércoles, octubre 29, 2014

Los lanzallamas, Rachel Kushner

Trad. Amelia Pérez de Villar. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2014. 417 pp. 22 €

Salvador Gutiérrez Solís

El fuego como elemento purificador, renovador o, simplemente, como destrucción. Y tras las llamas, la ceniza del olvido, polvo que el viento del presente transporta a su antojo de un lado a otro. El fuego que origina la combustión, la esencia de la velocidad. El fuego que camina a tu lado. La velocidad de una Valera que bate record sobre pistas de sal, allá donde se pierden los caminos y la geografía proclama su ignorancia. La velocidad del fuego.
Rachel Kushner en Los lanzallamas se abraza a la naturaleza del fuego, purificadora y destructiva, para ofrecernos una novela en la que entremezcla el diario vital, el origen, auge y caída del futurismo/fascismo, el Nueva York frívolo, genial y alocado de los setenta, la lucha de clases o la juventud como una etapa en constante transformación. Y también se abraza a la curiosidad de su protagonista, Reno, testigo privilegiada del tiempo que le toca vivir gracias a los personajes que la rodean, así como del pasado que estos le narran.
Kushner utiliza en Los lanzallamas referencias que pueden sernos familiares a la mayoría, que nos han llegado a través del cine, de la música o de la Historia, y que maneja con solvencia, sin caer en la trampa de las imágenes prefabricadas o en la simplicidad de la rememoración emotiva pero vacía, sin incidencia en la estrategia de la novela. Es una de las principales características de Los lanzallamas, en apariencia carece de estrategia, no intuimos una trama definida y en determinados momentos tenemos la sensación de que la narración sigue el dictado de la improvisación, al son de las vivencias de Reno, su protagonista, o de la memoria que recuperan en su presencia. Apariencia de improvisación, de fugacidad, trazos gruesos, que no es tal.
Rachel Kushner combina con habilidad el realismo más descarnado con la poética más íntima, dotando al conjunto de la narración de diferentes pieles y texturas, ásperas, suaves, cálidas, gélidas, siempre atractivas y atrayentes, de un modo u otro. Feroz en el retrato, en la intimidad de los personajes, en la profundidad de las situaciones, penetrante y directa en los diálogos, que emplea para afianzar personalidades y emociones. Los lanzallamas nos muestra un Nueva York desmayado, mísero en su ruina, y entregado a los artistas que escapan de la nube de ceniza y una Italia que trata de despertar de la pesadilla vivida durante décadas. Frivolidad y Brigadas Rojas, la noche sin final, la rebeldía del hastío.
Y por encima de su tiempo, por encima de quienes la rodean, incluso, Reno, artista y motera, permanentemente traicionada, puede que utilizada, central protagonista de una obra con tendencia a lo universal, por encima de lo concreto. Rachel Kushner consigue que su curiosidad sea la nuestra y que el viaje no lo realice en solitario. Eso sí, siempre sobre una Valera.

martes, octubre 28, 2014

La calavera del sultán Makawa, Rudolf Frank

Trad. Miguel Jiménez Bravo. Ediciones del Viento, A Coruña, 2014. 336 pp. 18,95 €

Ángeles Prieto Barba

Con motivo del Centenario de inicio de la Primera Guerra Mundial, Ediciones del Viento ha tenido el acierto de publicar esta novela antibelicista. Una delicia narrativa que recoge con detalle todas las lacras de la guerra de modo convincente, en variados escenarios y con distinto armamento, a través de los ojos de un jovencito. No un niño cualquiera, sino un muchacho avispado y milagroso, dueño de una profunda carga simbólica, que nos sirve de espectador, testigo y acompañante especial en este recorrido por los campos de batalla germanos.
No por casualidad nuestro protagonista, Jan Kubitzki, es polaco, aunque de habla germana para poder entenderse con los soldados. Pues sin lugar a dudas, el país víctima por excelencia de la Gran Guerra fue Polonia, estado que perdió todo su territorio por la acción bélica de alemanes, rusos y austriacos. Devastación con la que se inicia el libro, pues el punto de partida de la narración será este joven como único superviviente, junto a su perro Flox, de un bombardeo que devasta todo un pueblo. Por otra parte, otro eje singular y brillante de la novela se encuentra en su mismo título, La calavera del sultán Makawa, cuyo mensaje se nos irá desvelando a lo largo de la misma para que podamos entenderlo. Primero como metáfora, pues después como cruda realidad.
En las primeras páginas captamos ya que nos encontrarnos ante una novela muy inteligente, escrita con ese magisterio de los relatos cortos que conlleva no dejar ni un hilo suelto. Así ocurrirá. Pero también muy veraz, demasiado. Y es que fue escrita muchos años después, y no en el pleno fragor de la batalla, por un soldado alemán que se presentó voluntario a esa Guerra que todos presentían corta, pero que se alargó mucho más de lo necesario, circunstancia que deja su peso en la novela. Por ello, cuestionar no sólo la acción bélica, sino a uno mismo metido en ella haciendo balance, otorga a esta novela verdadera altura moral, además de estética. La identificación del autor con las ingenuas reflexiones del personaje testigo, Jan Kubitzki, será también inevitable porque Rudolf Frank además de alemán, era judío. Y esta novela, publicada en 1931, le acarrearía no pocos problemas dos años después de ponerla en circulación con el ascenso nazi al poder, circunstancia por la que le retiraron el pasaporte, revocaron su título de doctor de leyes y le obligarían a iniciar un largo exilio en Suiza donde permanecería hasta su muerte.
Tras conocer al personaje de Jan Kubitzki, una no puede menos que recordar a Oskar Mazerath, el niño del Tambor de Hojalata (1959) del premio Nobel Günter Grass, en el que sin duda está inspirado. Ya que la personalidad, el mensaje y el propósito de ambas narraciones son similares, no podemos pasar sus coincidencias por alto. La denuncia en esta novela de la sinrazón, la locura, el absurdo y los tintes macabros que caracterizaron a la Primera Guerra sirvieron también para condenar a la Segunda. Pero mucho más a sus impulsores. En mi opinión, La calavera del sultán Makawa es una obra maestra que puede quedar sepultada por el trasiego de libros conmemorativos que hemos tenido este año. De ahí que haya querido realizar esta advertencia para que de ninguna manera se la pierdan.

lunes, octubre 27, 2014

Don de lenguas, Rosa Ribas, Sabine Hofmann

Siruela. Madrid, 2013. 408 pp. 19,95 €

Victoria R. Gil

Mariona Sobrerroca, famosa dama de la burguesía catalana, aparece asesinada en el peor momento para una Barcelona franquista donde quien se mueve no es que no salga en la foto, es que no sale en la vida. Si lo sabrá Ana Martí, cuyo padre, veterano periodista de La Vanguardia, maltrabaja en un colmado, en pago por las culpas de un pasado republicano y de un hijo rojo, fusilado en el penal. Tampoco su prima Beatriz Noguer, una eminente filóloga, escapa a la revancha de los vencedores: «En España no podía trabajar en ninguna Universidad, ni siquiera en un instituto de Bachillerato. Para poder trabajar necesitaba un certificado que garantizara su adhesión al Régimen. Y no se lo iban a dar nunca».
En esa tristura cotidiana de los años cincuenta, donde tan difícil resulta sobrevivir a la pobreza mental como a la económica, la proximidad del Congreso Eucarístico exige de la ciudad una imagen de serena beatitud, una limpieza que viene a desbaratar el crimen de Mariona Sobrerroca, lo más alejado del orden y el control que pueden aceptar las autoridades locales.
Para sorpresa de Ana Martí, recluida en las páginas de sociedad de La Vanguardia, la policía ofrece la exclusiva al periódico y éste, a su vez, le encarga a ella cubrir el caso. La buena disposición con que comienza su bautismo en la sección de sucesos -obediencia absoluta al inspector Castro, a cuyo dictado escribe prácticamente sus crónicas- no le dura demasiado; la joven se sale del doble papel que le han impuesto como mujer sin iniciativa y como periodista servil. Con la ayuda de su prima Beatriz, quien maneja el lenguaje con igual destreza con que otros dirigen un pelotón de fusilamiento, seguirá una línea de investigación opuesta a la oficial y descubrirá que el don de lenguas de su prima vale tanto como el más sagaz de los instintos policiales.
Ésta no es una novela negra trepidante, plena de acción y suspense, donde la muerte no da tregua ni las persecuciones, respiro. Ni falta que le hace. Hay muertos, claro, e intriga, pero el ritmo es pausado y el caso se despliega con esa morosidad con que parecen correr los días cuando escasean la comida y la esperanza. Y aun teniendo el corazón negro, el alma de Don de lenguas es gris como ese luto que quiere volverse blanco, pero no pasa de alivio. El gris de las noticias del NO-DO, de la corrupción política y la chapuza administrativa, del periodismo cómplice del poder, de la subordinación femenina y la impunidad del ganador.
Una impunidad que llega a enmendarle la plana al diccionario y acomodar la realidad a su conveniencia, aunque el resultado no deje de ser ridículo: «En los últimos años muchas palabras habían cambiado de significado; como “rojo”, que se usaba con vehemencia para señalar a los comunistas y enemigos del Estado. Caperucita Roja se llamaba ahora Caperucita Encarnada».
Ribas y Hofmann consiguen transmitir, con unas pocas pinceladas distribuidas sabiamente a lo largo de la novela, la sociedad triste y opresiva en la que deben sobrevivir sus personajes: «”Modesto” (…) era una palabra de su madre con la que trataba de ocultar las calles sucias, el perenne olor a humedad y a orines de algunos portales». «“Pasó de largo sin mirar la pintada que había estampado el rostro de José Antonio sobre unas letras de molde que proclamaban “¡Presente!”, contra cuyo vandalismo nadie se había atrevido a protestar por temor a significarse». Pero además de la crítica social, que no falta, da gusto descubrir la discreta defensa de la literatura, la lengua y las bibliotecas vividas que las autoras contraponen a la ignorancia orgullosa y a la necia fatuidad de quienes pueden tener las armas, las cárceles y el poder, pero no por ello poseen la razón.
Y si al finalizar la lectura de Don de lenguas descubren que hay cosas por las que no parece pasar el tiempo, no les extrañe; Ribas y Hofmann han sabido enfrentarnos a un espejo en el que, duele admitirlo, aún podemos reconocernos, sesenta años después.

viernes, octubre 24, 2014

La puerta de los pájaros, Gustavo Martín Garzo

Impedimenta, Madrid, 2014. 192 pp. 20,95 €

Pedro M. Domene

El unicornio simboliza el silencio que acompaña los momentos esenciales, manifiesta Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) a propósito de su nueva entrega, La puerta de los pájaros (2014), una novela sobre el fin de la infancia, un texto que reivindica una literatura fantástica y mitológica, protagonizada por una princesa y un unicornio, y lo más importante de esta fábula, sin lugar a dudas, la mirada sobre las cosas y la realidad, porque hemos encaminado nuestra existencia hacia un mundo tan urbanizado que olvidamos fabular sobre los mitos y, además, inconscientemente nuestra vida la hemos convertido en algo pura y esencialmente racional.
En este libro se cuenta la historia de Constanza, una joven princesa que, junto a su padre el rey Dinis de Portugal, como es habitual, vive en un suntuoso palacio entre tapices que muestran a jóvenes doncellas con unicornios, y una leyenda afirma que, esos misteriosos animales, solo pueden encontrarse en la profundidad de los bosques porque son muy asustadizos. Una criatura mitológica de la que nada se sabe, aunque parece que sigue en secreto a las muchachas que se internan solas en el bosque y espera a que se sienten a descansar para acostarse a su lado y quedarse dormido sobre su falda, y lo que ocurre justo después de que este unicornio repose en el regazo de la joven Constanza, sirve de pretexto para que el narrador vallisoletano nos cuente su historia. Y sabemos, también, que la princesa tenía un secreto que la hacía escapar sola al bosque, y que pasará muchos años durmiendo sin que su cuerpo envejezca, mientras todo se vuelve triste y sin vida a su alrededor. Con su texto Martín Garzo quiere recordarnos esos cuentos que todo el mundo ha leído siendo un niño y que, como antaño, nos cuentan una hermosa historia sobre fantasía y magia en la que uno se ve envuelto con toda facilidad, porque entre otras muchas virtudes, estos relatos desprenden un halo de misterio e incertidumbre, y a medida que vamos leyendo se hilvanan pequeñas historias y descubrimos a los personajes que las protagonizan, y además de la princesa y su unicornio, aparece una horrible y malvada madrastra, Placeroscuro, que desencadenará el argumento de todo este cuento, y sabremos de Merlín y de sus hechizos, y su angustiada búsqueda de una familia de gitanos que ha comprado el cuerpo dormido de la pequeña Constanza como parte de su espectáculo, mientras la asiste la pequeña y hermosa Esmeralda que cuida el dulce sueño de la princesa y, casi sin darnos cuenta, quedamos sumergidos en una fantástica historia donde todo, todo es posible. Y esa, y no otra, es la magia que caracteriza a este libro, traspasamos esa suerte de Puerta de los Pájaros, que existe realmente, y en literatura se convierte en una auténtica invitación a no dejar nunca de soñar, de imaginar o, mejor aun, a que lleguemos a creernos los sucesos más fantásticos que nunca antes hubiéramos podido imaginar. Así, la historia de la princesa Constanza, presa de un sueño que parece eterno, de su padre entristecido y de los muchos viajes y aventuras que realizará dormida por una geografía reconocida, de las tribulaciones del mago Merlín y del relato de mitológicos unicornios, es sobre todo una alegórica visión de un no menos fabuloso mundo que resulta agradable no solo a los adultos sino que, también, aun logra serlo para los niños.
Uno de esos libros que pueden leerse como un cuento y, que de alguna manera, como señala el propio Martín Garzo, desde un plano más concreto significa una despedida de la infancia, aunque el escritor se encarga de que no sea una despedida triste, sino el resultado de todo un proceso de cambios como los experimentados a lo largo de nuestra vida, y que en La puerta de los pájaros, encarna Constanza, pero que tras su lectura se convierte en el recuerdo de esa infancia feliz ahora que ya somos adultos. Uno de esos libros para mirar atrás, para recordar, para asombrarnos, quizá un poco para llorar una pérdida, pero sobre todo para sonreír. Los niños y los adolescentes suelen ser seguidores de estas historias simbólicas, mágicas y mitológicas y, sin duda, son lectores ejemplares porque de hecho viven en un mundo paralelo sin necesidad de haber leído nada al respecto, y su pensamiento se aleja bastante de la racionalidad, hasta el punto de convertirse ellos mismos en personajes del mundo del cuento, según el propio autor.
La editorial Impedimenta publica este volumen de una forma ejemplar, además está ilustrado por Pablo Auladell que con mano de clásico, en realidad, ha vestido con sus ilustraciones una historia que contiene, de alguna manera, todo el peso aunque la verdad es que sus dibujos complementan el sentido último que Gustavo Martín Garzo ha pretendido otorgar a su historia.

jueves, octubre 23, 2014

En las montañas de la locura, H.P. Lovecraft

Trad. Miguel Temprano García. Acantilado, Barcelona, 2014. 149 pp. 14 €

Fernando Ángel Moreno

Hace poco me preguntó alguien si creía que la prometida adaptación de Guillermo del Toro para En las montañas de la locura me gustaría. Respondí que lo veía difícil en cuanto a la manera en que yo disfruto el libro: desde lo ausente.
Apenas ocurre nada en el libro. El terror de la novela no está solo en «lo no mostrado» en cuanto a acontecimientos, como tantas veces comentan los teóricos. Ese es un punto de vista argumental. Aquí lo terrorífico está en lo que no se encuentra presente ni en nuestra imaginación cotidiana, en lo que solo podemos entender por la negación de lo que sí vemos. No se trata de la ausencia en la narración, sino de la ausencia en nuestros conceptos de la realidad.
Así, en estas montañas de la locura, Lovecraft nos aporta una enorme cantidad de datos científicos, sobre cuya veracidad ni puedo pronunciarme ni me interesa, y nos invita a vagar por una ciudad perdida en lo más profundo de la Antártida. Apenas eso. Carece de la clásica saturación de persecuciones y de las peleas con cuchillos al borde de un precipicio. A una película hollywoodiense de acción más tradicional, el libro aportaría solo un escenario; dudo de que aportara una narrativa cómoda para una adaptación cinematográfica. No va de eso.
Esto hay que tenerlo claro al acercarse a una novela ya clásica, pero que, incluso hoy, ochenta y tres años después de su primera publicación, exhibe una experimentalidad sorprendente en muchos niveles. Explora como pocos textos ese estilo tan lovecraftiano de «lo que no se puede describir», para finalmente redundar en «lo que no se debe describir». A pesar de que se trata de un libro plagado de descripciones, un texto que es en sí una gigantesca descripción, la falta de asideros referenciales ha de tenerla muy en cuenta quien entre en busca de monstruos gigantescos, psicópatas enloquecidos o sangrientos gores.
El viaje que propone Howard Philip Lovecraft en su único trabajo publicado como novela se dirige a todo aquello que yace en el fondo de nuestros apriorismos físicos, todo aquello que escapa a lo presupuesto. Por ello, los textos de Lovecraft conllevan connotaciones éticas, políticas, sociales... Puesto que llaman la atención sobre realidades que podrían ser de otro modo, sobre planteamientos que a menudo intuimos, sobre la inestabilidad de nuestros horizontes de expectativas. En el fondo, sobre nuestras incertidumbres.
Todo esto lo evoca mediante la descripción de la arquitectura, una de las máximas expresiones de la geometría y de la materialidad en su relación con la cultura y los imaginarios. Cabe relacionarlo con el modo en que Fredric Jameson, en su Teoría de la postmodernidad, centra simbólicamente nuestro paradigma cultural en la arquitectura. La ciudad perdida de esta atípica novela representa de una manera novedosa y aún poco igualada esa manifestación de lo inaprehensible.
En cuanto a las propias palabras y su devenir, el texto representa bien ese giro tan lovecraftiano de no utilizar el terror como una súbita entrada de lo sobrenatural en la cotidianeidad. Por el contrario, la novela empieza ya con la característica declaración de que no se creerá lo narrado. Esto provoca que no sea el argumento lo que fuerce el conflicto entre lo cotidiano y lo horroroso, sino que ese conflicto se mantenga durante todo el viaje. En este sentido, la saturación de referencias científicas, tecnológicas, materiales refuerza el choque con esa realidad alternativa o, mejor dicho, yuxtapuesta, que constituye toda la mitología lovecraftiana.
En cuanto a la edición que nos presenta Acantilado, me pregunté, al conocerla, por su necesidad. Entre las traducciones, ya guardo en mi casa la clásica de Alianza, a cargo de Fernando Calleja; la muy interesante de Valdemar, por Francisco Torres Oliver, y la extraordinaria revisión de Juan Antonio Molina Foix, con un magnífico y muy recomendado estudio introductorio, para Cátedra. Y Acantilado no presenta un estudio, para desgracia de los académicos como yo, hambrientos de nuevas interpretaciones, de nuevos espacios donde discutir.
Sin embargo, finalmente, voy a guardarla en un lugar de honor junto a esas otras tres ediciones que conservo. El motivo es la propuesta del traductor, Miguel Temprano, quien escoge una redacción mucho más fluida que las anteriores, sin perder los «excesos retóricos» originales. En este sentido la considero más en la línea de Torres Oliver. Si Molina Foix, por ejemplo, opta por desplegar un vocabulario más heterogéneo y una atmósfera más agobiante, Temprano recupera en mi opinión la fluidez del medio original donde se publicaban este tipo de textos: las revistas pulp. Con ello, no pierde fuerza y suaviza un poco la sintaxis, complejo problema con Lovecraft.
En definitiva, ¿con cuál me quedo? Ahí tengo las cuatro, en la biblioteca.
Por último, no tengo claro si denunciar la exageración o aplaudir esas palabras en la solapa del libro:
«H.P. Lovecraft (Rhode Island, 1890-1937), prolífico escritor de historias, ensayos y poemas, se encuentra entre los grandes nombres de la literatura norteamericana del siglo XX.»
Ante la duda, suscribámoslo. ¿Por qué no?

miércoles, octubre 22, 2014

Pequeño, el disco que salvó a Bunbury, Josu Lapresa

Lengua de Trapo, Madrid, 2014. 194 pp. 16,50 €

Salvador Gutiérrez Solís

Es justo reconocer el esfuerzo que está desarrollando Lengua de Trapo en los últimos tiempos por analizar, definir, resituar y sistematizar la historia más reciente de la música popular española desde una perspectiva literaria. Alaska y los Pegamoides, Kortatu, Los Planetas o, ahora, Enrique Bunbury han protagonizado las entregas de Cara B, una colección que va camino de convertirse en una referencia para todos aquellos empeñados por catalogar y ordenar su memoria musical, que en muchos casos también es la emocional.
Josu Lapresa aborda en Pequeño, el disco que salvó a Bunbury, el importante y profundo paso que supuso para el artista zaragozano pasar de ser la voz, la cabeza visible, de Héroes del silencio a un intérprete en solitario, tal y como hoy lo conocemos. Lapresa explica con detalle la reacción colectiva que se encontró Enrique Bunbury tras publicar su primer trabajo, Radical Sonora, que no fue precisamente comprensiva o elogiosa por buena parte de los seguidores de los Héroes. Acostumbrados a un sonido muy definido, y que se convirtió en la banda sonora generacional de miles de seguidores.
En este sentido, el éxito multitudinario de Héroes del silencio no fue, ni mucho menos, un trampolín, o un atajo, para el éxito posterior de Enrique Bunbury. En realidad, tal y como relata Josu Lapresa, esta falta de entendimiento va más allá de la aceptación general, ya que es el propio Bunbury el que no acaba de diseñar el traje en el que sentirse cómodo y habitar en su nueva versión, en solitario, sin el resto de la banda. De ahí el título de este libro, ya que fue Pequeño el primer trabajo de Bunbury en el que comenzó a expresarse libremente más allá de la acentuada etiqueta Héroes, y también fue el primero que propició el encuentro entre la nueva propuesta del artista y sus seguidores. Un disco salvador, como se indica en el título. Una teoría que sitúa a Radical Sonora, su primer trabajo en solitario, en un segundo plano, ya que, según considera el autor, no consiguió su objetivo.
Josu Lapresa se maneja con solvencia en esta reconstrucción del periodo más decisivo del que muchos consideran el rockstar más importante de la música española, si nos atenemos a su producción, grado de conocimiento y repercusión internacional. Un texto excelentemente documentado, en el que se analizan los aspectos más significativos de Pequeño, un disco crucial, como posteriormente ha quedado demostrado, en la trayectoria de Enrique Bunbury.

martes, octubre 21, 2014

Nobles y Rebeldes, Jessica Mitford

Trad. Patricia Antón de Bes. Libros del Asteoride, Barcelona, 2014. 318 pp. 23 €

Ángeles Prieto Barba

Sin tener que proclamarse feminista, cualquier mujer de nuestros días se indignaría ante la injusta y anárquica educación recibida por esas hermanas singulares que conocemos como las Mitford, sobre todo si la comparamos con la del único hijo varón de la familia, Thomas, que estudió en Eton. Señoras que al conocerlas parecen sacadas de la serie Dowtown Abbey, con la particularidad de que en vez de tres fueron seis, todas distintas y a su pesar, famosas. Y es que son precisamente ellas las que simbolizan y hasta encarnan valores, desgracias e injusticias del desdichado siglo veinte.
Por eso las memorias de Jessica, la penúltima, están destinadas a proporcionarnos claves y justificaciones de sus comportamientos singulares, señalando con toda propiedad como culpables a las costumbres deficientes y trasnochadas de la clase aristocrática inglesa, que se vio obligada a adaptarse mal que bien a los adelantos técnicos, la economía pujante y las ideologías extremas del pasado siglo. No obstante, una enorme curiosidad por el mundo exterior y lecturas constantes las convirtieron en unos seres atípicos, pero dueñas asimismo de una cultura extraordinaria que percibimos en sus escritos. Y no sólo en los de Nancy, la primogénita, que terminaría siendo escritora de éxito, sino también en estos apasionantes recuerdos de infancia y juventud que nos proporciona Jessica con orden, soltura y calidad literaria incuestionable.
Tras las sonrientes fotos familiares de exquisitas criaturas hermosas, altas y rubias, era evidente también que existía una constante rivalidad entre ellas, todas en busca de ese hombre brillante y fuerte que les diera lustre y que les llevó a contraer, en algunos casos, matrimonios muy desdichados. No fue el caso de Jessica (Decca) que retrata a su primer marido Esmond Romilly, sobrino de Winston Churchill y desaparecido en combate durante la Segunda Guerra Mundial, como un héroe generoso, siempre intrépido y capaz de lo que fuera por conseguir sus ideales. Un arquetipo de esposo perfecto que ya estuvo larvando durante su difícil adolescencia hasta que lo encontró, casándose muy joven tras una trepidante huida y el consiguiente escándalo a la Guerra Civil española en la que participaron tan sólo unas semanas en Bilbao como corresponsales.
La rebeldía de Decca ante su familia y su entorno se matizará cuando sobrevengan los desastres que se habían ido larvando en dos de sus hermanas mayores: la hermosa Diana que se divorciará de un Guinness para unirse a un hombre casado, Sir Owald Mosley, fundador de la Unión Británica de Fascistas, por lo cual acabarían ambos en la cárcel y Unity Valkyrie, de premonitorio nombre, quien tras declararse la guerra entre Gran Bretaña y Alemania e invitada a abandonar la segunda, escribió un carta a su admirado Hitler y acto seguido, se pegó un tiro en la cabeza dejándola en estado vegetativo hasta su muerte nueve años más tarde. Decca no puede sentir menos que compasión por Unity y mucho pesar por Diana, pues a partir de ahí se abre entre ellas el más completo silencio y un océano de distancia, ya que Decca consagraría su vida a defender en América el sueño de igualdad de su primer marido, ingresando en el Partido Comunista norteamericano junto al segundo. Frente a estas tres hermanas extremistas encontramos a la testigo escéptica, lúcida y burlona de Nancy, la mayor, que nos relatará ridiculizando estos excéntricos affaires en la novela Trifulca a la vista, también en Libros del Asteroide. Y también a las dos que se mantendrán al margen: Pamela, consagrada a la vida rural de los terratenientes ingleses y Bárbara, la pequeña, duquesa de Devonshire y gran amiga de Patrick Leigh Fermor, que acaba de morir hace unos días.
Con estos mimbres, no tendrá duda el lector de que va a encontrarse con un libro escrito con el corazón, muy interesante y que dará mucho más de lo que promete porque está muy bien redactado y ordenado, con memorables episodios que invitan a la reflexión sobre los motivos que las pudieron conducir, y nos encaminaron a todos, a tantos desastres sufridos. Un libro, en definitiva, de provechosa lectura.

lunes, octubre 20, 2014

Tiempo de sembrar piedras, Tim Powers

Trad. Natalia Cervera, Adela Padín y Ana Quijada. Gigamesh, Barcelona, 2014. 204 pp. 16 €

Julián Díez

La literatura no racionalista se viene a dividir convencionalmente, desde Todorov, en fantástica (en la que los personajes vacilan al encontrarse ante situaciones no conocidas en nuestro mundo real) y maravillosa (donde los personajes viven inmersos en un mundo alternativo). Esa división tiene consecuencias más allá de lo puramente literario, en lo académico y comercial; en la primera categoría entrarían James o Cortázar; en la segunda, Howard o Tolkien. Una es respetada entre las formas sofisticadas de la literatura contemporánea; la segunda sólo últimamente es mirada sin displicencia.
El problema (la virtud) de Powers es que lidera un creciente movimiento que trasciende esa división. Escribe de manera dinámica, pero trufa sus narraciones de referentes cultos. Trabaja en el territorio del género especializado, pero no escribe de acuerdo con sus convenciones comerciales. Es demasiado friki para el establishment y demasiado culto para tener legiones de fans en los foros de internet. Parece obsesionado por los poetas románticos, también por los viajes en el tiempo.
Algunos de sus personajes saben que el mundo es distinto a como lo vemos, pero otros no; de hecho, su escenario es el mismo mundo que nosotros hemos dado hasta ahora como normal y en el que él cuela rendijas de duda y emoción, de abominaciones ilimitadas y aventuras inimaginables. Luego han recorrido en ese territorio muchos autores, desde John Crowley hasta nuestro José Antonio Cotrina; pero Powers, a su manera, fue pionero. También quizá sea el mejor.
Una plasmación de esa combinación está en su puesto como pionero del steampunk, de las historias retrofuturistas en ambientación decimonónica. Pero Powers en realidad no hizo más que visitar ese subgénero que en rigor debe más a sus compadres K. W. Jeter y James Blaylock con una extraordinaria novela, Las puertas de Anubis, que tampoco es canónicamente ajustada a él; casi toda la carrera del autor californiano se ha concentrado en esa fantasía histórica alternativa de la que forman parte casi todos los relatos de este volumen, que recoge seis anunciados como los mejores.
Para el lector que aún no haya disfrutado con Powers, este librito le ofrece catas de varias de sus virtudes, como el vuelo imaginativo, la ambientación y la prosa elegante, sin algunos de sus inconvenientes, como la tendencia a resultar prolijo y, en resumidas cuentas, desmadrarse. Tiene la característica además de ser un volumen extrañamente ordenado in crescendo; el primer cuento, “Dondequiera que se encuentren”, es el más flojo del volumen, y los mejores los tres últimos.
“Dondequiera que se encuentren” es un relato de viajes en el tiempo desde el punto de vista de un protagonista empeñado en dejar la historia lo mejor posible. Enrevesado y cerrado (ajustadamente) de forma algo forzada, da paso luego a “Un alma embotellada”, en el que ya vamos sumando más temas propios del autor: poesía, amores imposibles, fantasmas...
“El camino de bajada” sube otro poquito la apuesta, mostrándonos una sociedad secreta cuyas características no desvelo para no revelar el meollo de la historia, con personajes bien trazados e instantes de singular potencia visual. Cuando llegamos luego a “El reparador de biblias” ya hablamos de palabras mayores: resultan memorables tanto el escenario propuesto, un mundo en el que lo sobrenatural interviene de forma cruda en lo cotidiano, como su protagonista, que da título al cuento y ofrece una versión singularmente dura del ya tópico “intermediario con el más allá”. “Salvación y destrucción”, el relato más extenso del volumen, parece recoger casi todos los temas previos (viajes en el tiempo, amor por los libros y su poder, una realidad paralela siniestra, una poetisa maldita) para reconcentrarlos en otra historia de nivel muy alto, de las que dejan recuerdo.
Conviene avisar a quien haya disfrutado de los cuentos del volumen hasta aquí que quizá deba aplazar la lectura del relato final, “Tiempo de sembrar piedras”. La acción está situada a caballo entre una de las novelas clásicas del autor, La fuerza de su mirada, y la que acaba de publicar, Ocúltame entre las tumbas. Si bien puede leerse de forma independiente, quienes se sientan impulsados a leer a Powers más adelante tienen en La fuerza de su mirada una opción obvia; y en este cuento se dan como conocidos los hechos narrados en esa novela. Personalmente, prefiero otras novelas de Powers más directas (Las puertas de Anubis o En costas extrañas) a la brillante pero un tanto excesiva La fuerza de su mirada, con su historia alternativa del romanticismo inglés salpimentada de vampirismo y mitología. Se lea o no este último relato, “El reparador de Biblias” y “Salvación y destrucción” justifican sobradamente adquirir el volumen y dejarse llevar de la mano por uno de los muy pocos escritores de literatura fantástica que hoy cuentan con un mundo propio independiente de convencionalismos, y que es a la vez ameno y sofisticado.

viernes, octubre 17, 2014

Zeta, Manuel Vilas

Salto de Página, Madrid, 2014. 160 PP. 13,90 €

Arcadio García

En una entrevista de 2009 en el programa Pagina 2 de Televisión Española, con motivo de la publicación de su novela Aire nuestro, Manuel Vilas (Barbastro, 1962) decía que tenía la impresión de que en España había dos clases de novelistas: los que todavía se baten en la Guerra Civil y los que lo hacen en la Guerra de las Galaxias. Era la respuesta a la pregunta que más pronto que tarde le plantean en referencia a su relación con al grupo Nocilla, ése al que en su momento se reprochó que se hubiera emancipado de la literatura hegemónica para ofrecer una narrativa que incorporaba ciertos elementos que la tradición española ha considerado literaria y argumentalmente irrelevantes o poco trascendentes, como la cultura pop, las nuevas tecnologías, la televisión, Internet, etcétera. Sea cierta o no la adscripción de Manuel Vilas a ese grupo —sea cierta o no, de hecho, la propia existencia del grupo—, no se puede negar que los relatos incluidos en Zeta, obra publicada en 2002 por la desaparecida editorial DVD Ediciones que ahora rescata Salto de Página, constituyen una prueba de que en Manuel Vilas había desde el principio (tal y como, por otro lado, afirma el propio Vilas en el prólogo, una pieza deliciosa, cargada de humor e ironía que bien podría haberse incluido entre los relatos que prologa) una voluntad de emanciparse de la literatura que se ofrecía en ese entonces, y proponer unas narraciones que, particularmente en Zeta, a menudo no son tanto narraciones como monólogos interiores o yuxtaposición de reflexiones y sordos lamentos expresados en primera persona por una serie de personajes que, en rigor, podría ser perfectamente el mismo en todos los relatos, lo que a mi juicio proporciona al libro más apariencia de novela que de conjunto de cuentos, o, por lo menos, mucho más que España, una de las obras más conocidas de Manuel Vilas, de la que el autor, dicho sea de paso, sostiene que es una novela por más semejanzas que guarde con un libro de relatos al uso, con todas las salvedades que quepa observar el empleo de la expresión «al uso» aplicada al autor de Barbastro.
Zeta es la Zaragoza de Manuel Vilas, y Zeta es una de las protagonistas del libro, una presencia permanente, el escenario desolador por el que deambulan personajes sin expectativas, aquejados de una tristeza inmensa que sería insoportable sin la prosa irónica y maravillosa de Vilas. Tipos solitarios que mal que bien se han resignado a su suerte, y presencian impasibles cómo se desmoronan sus vidas y cómo aceptan malvivir entre los escombros. Víctimas, en suma, de ese capitalismo en torno al cual parece girar toda la narrativa del autor aragonés; el capitalismo no sólo como culpable de los problemas de la sociedad occidental sino, asimismo, como origen de la frustración más o menos resignada de no hallar alternativa que lo reemplace.
Así, los personajes que aparecen en Zeta podrían ser cualquiera de las personas que se han visto afectadas por la crisis actual desde que se desatara en 2008, luego leída hoy, doce años después de que se publicara por primera vez, Zeta no sólo no ha perdido actualidad, sino que está de absoluta vigencia, como si su reedición respondiera a la estrategia de un avezado editor que ha sabido rastrear e identificar los puntos en común que guarda la ficción de Vilas con la realidad que acontece en 2014. Basta leer los relatos para identificar el contexto social en el que se desarrollan con cualquiera de las ciudades españolas devastadas —moral, anímicamente— por la crisis, por las calles de las cuales se puede uno cruzar a diario con los personajes de Zeta, esos nuevos ricos que renunciaron a la condición de viejos pobres en busca de la ilusión de prosperidad que procura la adquisición a plazos de un patrimonio efímero, intangible, ilusorio.
Pero que el lector no se lleve a engaño, aunque lo sean no estamos hablando de relatos explícitamente pesimista, Manuel Vilas es un escritor en el que el humor es fundamental, y a pesar del fondo de amargura y de debacle moral (especialmente en esta primera obra, no así en las siguientes), maneja un registro personalísimo y muy reconocible que consiste en escribir aplicando a cada frase una suerte de teoría del iceberg de Ernest Hemingway sui géneris cuya parte visible lo constituiría el humor, la ironía, la mordacidad e incluso un cierto desenfado y irreverencia, mientras bajo la superficie se esconden todas esas tragedias personales.
Como cualquier otra obra, Zeta admite varias lecturas y yo me aventuro a proponer otra: el escritor en ciernes confinado en una ciudad sofocante que carece de alicientes para continuar escribiendo, y sin embargo lo hace y acaba alcanzando reconocimiento, y se toma justa revancha escribiendo un cuento con un narrador arrogante y pagado de sí mismo que acaba siendo ese prólogo de Zeta, tan heterodoxo y sobresaliente como el propio libro.

jueves, octubre 16, 2014

El balcón en invierno, Luis Landero

Tusquets, Barcelona, 2014. 248 pp. 17 €

Ignacio Sanz

Landero hipnotiza. Su prosa empuja al lector por una pendiente abajo de manera que le resulta difícil parar. Cuando este libro llegó a mis manos y lo abrí con la intención de echarlo una ojeada somera, me vi de un tirón arrastrado hasta la página 50 y llegando tarde a una cita. El lector que se echa a andar por sus páginas no se entera. Tengo un amigo muy leído que sostiene que Landero es el mejor prosista español vivo. Ya se sabe que este tipo de afirmaciones son relativas. ¿El mejor? ¿Cómo se calibra eso? Pero sí, algo poderoso esconde Landero para que su libro apenas haya durado un día entre mis manos. Es tan mágico lo que escribe, se desnuda con tanta naturalidad, muestra con tanta solvencia los desgarros y contradicciones de una sociedad, en este caso a través del afán de superación de una familia humilde, que el lector, a poco sensible que sea, se va a sentir involucrado en lo que cuenta.
A Landero se le frustró la novela que pretendía escribir. No sabemos si es una de sus añagazas. Qué más da. Apenas nos muestra las páginas iniciales en las que retrata a su padre como personaje de ficción, un tipo curioso y extraño. Bah, para qué seguir con la ficción, se dice, si le tengo vivo en la memoria. No tengo por qué impostar la mirada, sino sacarle vivo, como si yo fuera Velázquez. Y a fe que lo consigue. No sólo saca vivo a su padre, sino a toda la familia, una familia que, pasada por el tamiz de su mirada, llega hasta nosotros envuelta en una aureola épica.
Apenas hay alusiones políticas. Qué finura en un país con tantos redentores. Cuando habla de los poderosos, ya sean en Madrid o en Alburquerque, se refiere a ellos como la gente gorda. Eso quería su padre, que él llegara a ser uno de los gordos, que estudiara para abogado y regresara al pueblo como un triunfador. Acaso eso quisimos todos los que nacimos en aquellos años de posguerra: salir de la miseria dejando atrás las penurias. Hay una descripción magnífica que dura una página entera en la que Landero, como si fuera Cunqueiro, va enumerando los delicados y exóticos productos de las mantequerías del barrio de Salamanca en las que trabajó como repartidor. Parece Lazarillo. Y su madre, asombrada por la descripción de aquellas gollerías, les comenta a sus hermanas: ya de niño era muy mentiroso.
Los lectores de Landero van a descubrir en estas memorias, algunas de las fuentes de donde salen los personajes que han iluminado su obra de ficción como su padre o su primo Paco que, piruetas del tiempo, acabaría siendo su cuñado. Qué delicadeza y cuantas emociones arranca esta obra que, aunque centra su mirada en una familia extremeña emigrada a Madrid, es una obra que habla también de nosotros, los castellanos, los vascos, los aragoneses, los andaluces que hemos vivido un evolución paralela. Y habla también de la forja del escritor que no tuvo ni un solo libro en su casa. De cómo la literatura lo liberó de la orfandad e hizo de él un ciudadano de amplia mirada sobre el mundo. Todo eso nos lo cuenta Landero con esa elegancia exclusiva de los poetas con duende: «El mundo campesino de entonces era a menudo bruto y zafio, y era mucho el trabajo, mucha la miseria, mucha la servidumbre, pero también tenía los refinamientos propios de una cultura milenaria. Entre unos y otros sabían hacer primores con el barro, con el cáñamo, con el esparto, con el mimbre, con el corcho, con las cañas, con las juncias y juncos, con la madera, la piedra y la pizarra. Con mimbres finos hacían garlitos que tenían el empaque de una catedral y parecían pensados para pescar salmones y merluzas y no los humildes peces de la rivera o del regato, que así y todo tenían también sus nombres bonitos y exactos: jaramugos, burdallos, cachos, colmillejas».
Pues ahí queda esa pequeña muestra de una obra magnífica, breve para lo que el autor acostumbra, cuya lectura recomiendo viva, vivísimamente.

miércoles, octubre 15, 2014

Viaje musical por Francia e Italia en el siglo XVIII, Charles Burney

Ed. y Trad. Ramón Andrés. Acantilado, Barcelona, 2014. 496 pp. 29 €

Luis Manuel Ruiz

Los manuales, que suelen trocear para masticar mejor, dividen la música del siglo XVIII en dos grandes mitades. La primera, cuyo inicio se pierde en las postrimerías del siglo previo, abarcaría hasta 1750 y correspondería al estilo denominado Barroco, con el bajo cifrado, la repetición de suites y fugas, los primeros balbuceos de la ópera y las severidades del contrapunto; de 1750 a 1800 tomaría el relevo el estilo clásico, la edad áurea de Haydn y Mozart, donde la melodía se libera de todas las trabas académicas que la afligían hasta la fecha y se logra un arte lineal y transparente, que copia los ángulos rectos de las iglesias neoclásicas y las cláusulas de los mamotretos de Kant. Eso dicen los manuales; la realidad, menos disciplinada, no habría aprobado un examen de Música: se pierde en cosas, autores y estilos que los maestros tienen poco tiempo para tratar.
El libro de Charles Burney es una excursión por ese reino intermedio. La fecha de su periplo, 1770, supone una fértil tierra de nadie donde los manuales se sentirían fuera de cobertura. El Barroco ha terminado, o casi, pero de ese Clasicismo que venía a tomar el relevo apenas contamos con leves chispazos. Los maestros con los que Burney conversa, los ejemplos musicales a los que recurre, las teorías en boga y las prácticas de interpretación no se acomodan con facilidad a ninguno de los bloques cronológicos con marca registrada. El violín, sin ir más lejos: sabemos que las partitas de Bach han de tocarse, si uno respeta el criterio histórico, con la caja sostenida contra el hombro, mientras que los conciertos de Mozart han de hacerse con la caja bajo la barbilla, igual que ahora. Burney se encuentra una incoherencia irresponsable, una docena de posibles alternativas que no se decantan claramente por una dirección y que son muestra obvia de un proceso en desarrollo. Lo mismo vale para las formas musicales: ¿qué es esa symphonia que recurre al conjunto de la orquesta sin una estructura fija, que lo mismo cuenta con tres que con cuatro movimientos o más y que a veces encabeza una obra teatral? ¿Qué son esas fantasías, rondós, arias, en los que el instrumento se pierde en solitario en busca de un armazón que le dé sentido y coherencia y lo mismo se enrosca sobre sí que se pierde en los vacíos de la tonalidad abierta?
Burney recorre un mundo sin cuajar, el mundo del style galant. Hoy se trata de una etiqueta especializada que se considera bisagra entre dos formas de arte absolutas, pero los autores (la mayoría olvidados) que practicaron esta fórmula estaban convencidos de guerrear en la verdadera vanguardia de su siglo. La Francia y la Italia que Burney franquea es la de Jean-Marie Leclair, la de Paisiello y Cimarosa, la de los hijos de Bach, uno en Londres y otro en Hamburgo, la de los experimentos con la flauta de Quantz, la del caldo de cultivo de los alemanes de Mannheim en que herviría la técnica del joven Mozart. Un estilo desenfadado y solar de raíz mediterránea que suele identificarse con la arquitectura rococó, más lleno de chispa y humor que el clasicismo vienés y menos pueril de lo que consideran ciertos críticos con arrugas en la frente.
Para atravesar ese cuadro que recuerda inevitablemente a los paisajes de Watteau, Burney apuesta por el diario de viaje, un género muy frecuentado por sus compatriotas que permite apreciar el color local y practicar lo mismo la antropología que el caricaturismo. En este sentido, el autor se revela un hijo apropiado de su siglo: un individuo atento, curioso, educado, en liza continua con sus prejuicios, convencido de que el primer precepto del aprendizaje es limpiarse a conciencia los oídos. La traducción y los comentarios eruditos de un gigante de la musicología como Ramón Andrés hacen de este libro un título imprescindible (uno más) en la biblioteca del aficionado, o de la persona con buen gusto sin más.

martes, octubre 14, 2014

Que levante mi mano quien crea en la telequinesis y otros pensamientos para corromper a la juventud, Kurt Vonnegut

Trad. Ramón de España. Malpaso, Barcelona, 2014. 118 pp. 17,50 €

Care Santos

Ignoro si Kurt Vonnegut (1922-2007) y James Salter (1925) se conocían. No creo que fueran amigos. Algo me dice que no se habrían llevado nada bien. En los últimos días, sin embargo, he leído a ambos con intensidad. Sus libros han convivido con resignación en mi mesita de noche. El caso es que no he podido evitar que una cita de Salter influyera sobre mi lectura de Vonnegut. La cita es la siguiente: "El humor proviene en gran medida de la indiferencia". Que Vonnegut me perdone. O no.
Kurt Vonnegut es uno de los menos serios de los escritores serios que conozco. Siempre me ha fascinado su biografía: el éxito literario le llegó tarde, a los 47 años. A lo largo de su vida trabajó en diversas cosas, sobre todo en la compañía General Electric, hasta que pudo dedicarse a escribir. En parte, debió esa decisión a la existencia de un buen número de revistas literarias centradas en la literatura de género -ciencia ficción y terror-, para las que escribió centenares de relatos. Más tarde la televisión hundió buena parte de estos semanarios, de modo que Vonnegut tuvo que ingeniárselas como pudo. Tenía siete hijos. Escribió sin descanso. Cuando murió a los 85 años, seguía haciéndolo. 
Para muchos, Vonnegut es el autor de Matadero cinco, una de las mejores novelas que he leído en mi vida, centrada en su experiencia como combatiente en la Segunda Guerra Mundial y el traumático bombardeo de Dresde, del que fue testigo. El libro es fácil de encontrar, tanto en su traducción al castellano (Anagrama) como al catalán (Proa), de modo que quienes aún no conozcan al autor ya saben por dónde deben empezar. Lo siguiente deben ser los cuentos. Hay dos buenas colecciones disponibles: Mire al pajaritoMientras los mortales duermen, ambas publicadas por editorial Sexto Piso. Y un consejo: si pueden, lean a esta generación de autores estadounidenses formados en las revistas de género (Richard Matheson, Fredric Brown, Shirley Jackson, el propio Vonnegut..) y comprobarán que lo popular bien hecho también es un arte.
Siento el consejo. Es lo que tiene leer este libro de Vonnegut. A una le asaltan deseos de aconsejar a quien se ponga por delante. Porque esa es la intención, en teoría, de los nueve discursos que lo componen. Sólo que Vonnegut no es un consejero muy ortodoxo. Tampoco es el consejero que buscarían unos padres para iluminar el futuro de su vástago. Para entendernos: es necesario que quien le contrataba supiera de antemano a quién estaba contratando si no quería matar al rector de un soponcio.
Estamos ante un género típicamente estadounidense, hacedor de muchos textos melifluos y bienintencionados: el discurso de graduación universitario. Como broche de oro a los fastos de graduación de las nuevas promociones, las universidades invitan a una celebridad a dirigir a sus jóvenes unas palabras. Se supone que esas palabras deben animar, felicitar y aconsejar a partes iguales. Y allá va nuestro autor, armado con su sentido del humor, su ingenio, su ideología de izquierdas y su gran bagaje personal a subir a estrados de Illinois, Chicago, Syracuse, Indianápolis o Houston. Comienza a leer y les dice a los (sospecho que atónitos) graduandos cosas como éstas:

Cantad en la ducha. Bailad con la radio. Contad historias.

Comed mucho salvado.

Ser compasivo es la única buena idea que hemos tenido hasta ahora.

Tomad conciencia de la felicidad experimentada y sabed cuánta es suficiente.

Da igual la edad que tengamos: nos aburriremos y nos sentiremos solos
durante el resto de nuestras vidas.

Me doy cuenta de que este comentario que estoy escribiendo sería mucho mejor si me limitara a copiar algunas de las citas que he recopilado en estas páginas. Por ejemplo, aquellas en las que Vonnegut alude al arte y al cometido de los artistas:

Es tremendamente difícil aprender a leer y escribir. Puede ser la tarea de toda una vida.

La función del artista consiste en que a la gente le guste más la vida.

La única prueba que necesito de la existencia de Dios es la música.

Toda la literatura gira en torno a cuán tedioso es ser un ser humano.

Los artistas (...) escogen una pequeña parte del mundo
y la convierten en lo que debería ser.

La ignorancia absoluta es la madre de la originalidad.

Todo esto sin dejar de ser él mismo. Es decir, siendo en todo momento mordaz, inteligente, hipercrítico con el mundo que le ha tocado vivir, con la raza humana y con los poderosos. Vonnegut no deja de ser un antisistema, una molestia para el american way of life, un niño de campo que sigue celebrando la vida sencilla, recordando a su tío Álex, reivindicando el presente y atacando a lo más sagrado para los estadounidenses, desde Obama a Roosevelt pasando por el petróleo o el dinero. En sus palabras:

No existe la más mínima posibilidad de que América se convierta en humanista y razonable. Ello se debe a que el poder nos corrompe y a que el poder absoluto nos corrompe por completo. Los seres humanos somos chimpancés borrachos de poder.

No sé qué hacen leyendo fascinados sobre Vonnegut. Lean a Vonnegut. Otro día hablaremos de James Salter.


* Postscriptum. Es justa una referencia a la maravillosa edición de Malpaso. Vonnegut dice que le gusta el naranja, que es un color "cargado de vitamina C" y de asociaciones alegres. Imagino que esa es la razón por la que los cortes de este libro, y su faja, sean de color naranja. Se agradece el detalle. Me gustan los libros hermosos y los editores detallistas. Pero hay algo más. Siguiendo unas sencillas instrucciones que el editor facilita en la última página, podemos adquirir gratuitamente el e-book. Es decir, que por el precio del libro tenemos ambas versiones: digital y en papel. Por fin. Por fin un editor que entiende cómo hacer las cosas.

lunes, octubre 13, 2014

El patio inglés, Gonzalo Garrido

Alrevés, Barcelona, 2014. 157 pp. 14 €

Juan Laborda Barceló

Un diálogo entre un padre y un hijo nunca resulta baladí, pues aunque el tema pueda ser frívolo, las cargas emotivas que se transmiten en el camino no son gratuitas. Todos nos vemos deformados en el espejo de nuestras vivencias. Nos toca por lo sentido, por la evidencia. Cuando, además, esta dialéctica se inicia producida por un suceso traumático su sencillez resulta hiriente.
El título de la novela nos lleva a un descenso, puntual y concreto, a los infiernos. Pablo, un chaval de dieciocho años, se lanza al vacío desde el tercer piso de la vivienda familiar. Allá abajo, en El patio inglés, se abren las fauces del suicidio. Es un gran tema, tan áspero de abordar como delicado de analizar. Aquí reside uno de los múltiples aciertos que esconden estas letras. Gonzalo Garrido, con una valentía poco habitual en el mundo editorial actual, se aleja del género negro que visitó exitosamente en su primera novela, La flores de Baudelaire, para atreverse con un comprometido salto sin red: una creación íntima.
Es esta una obra breve, personal, pequeña en sus formas, pero profunda en sus contenidos. El padre dolido, y sus pensamientos en forma de torrente, y el hijo suicida, establecerán un diálogo imposible a través de estas páginas. En ellas, con una serie de monólogos intercalados, se dibujan grandezas y miserias, incomprensiones y anhelos, desencuentros e ilusiones que suman un todo hasta llegar al momento crítico.
Las letras del padre son sentidas, pensadas y expuestas bajo la luz de una razón exenta de grandes esperanzas. La virtud conformista de la mediocridad es, a los ojos del hijo, un pecado. Las penas heredadas, el conflicto con su propio padre, un trabajo gris y un matrimonio inevitablemente apagado por el paso del tiempo son sus ingredientes diarios.
El joven, producto sin saberlo de las mezquindades pequeñoburguesas de sus progenitores, muestra en su diario todo un mar de dudas. Quizá sea esta, en contra de lo que puede parecer, una de las más vitalistas muestras de exploración personal que encontramos en el ser humano. Las entradas están especialmente conseguidas, puesto que reflejan tanto la inseguridad como el deseo de encontrarse inherente a cualquier adolescente, pero a su vez esconden mucha verdad, como si la búsqueda fuera el camino mismo. Allí encontramos esa intensa sinrazón de la juventud transformada en la más sartriana angustia de vivir. A pesar de la apatía, de los desengaños amorosos y familiares, de la ira hacia la vida y hacia los padres, recoge una sabiduría universal. Su drama personal no deja de ser ejemplo de la introspección más inquisitiva. Las piedras del camino, los desamores, los otros, la política, los estudios, la creación, uno mismo… la existencia, en suma, no le dejará ver el bosque entre las ramas.
Las certezas enfrentadas del ser maduro y de su astilla, contrapuestas por la esencia misma de la paternidad, son la base de la novela. Se trata de un viaje del que es imposible apearse pues nos veremos identificados, interpelados o rechazados a partes iguales por las reflexiones íntimas de ambos familiares.
Las penas e ilusiones de los protagonistas, padre e hijo, no dejan de ser una intensa radiografía del individuo y de la sociedad que los acoge. No importa que sea el Bilbao de los años ochenta o el Madrid de ayer, las ansias de construir a nuestra imagen y semejanza, de cincelar a nuestros vástagos y de perpetuarnos en esta tierra son las mismas. Los hijos, por su parte, deberán siempre esmerarse por romper el molde. Es la vida, tal cual. No se pierdan esta novela, les llegará muy dentro.

viernes, octubre 10, 2014

SOLO CON INVITACIÓN: Isla nada, Víctor Álamo de la Rosa

Tropo Editores. Zaragoza, 2013. 407 pp. 19 €

Ignacio Sanz

Lo primero que sorprende de Víctor Álamo (Santa Cruz de Tenerife, 1969) es su poderoso estilo. Qué facilidad para arrastrar al lector por un torrente de floridas imágenes que se van encabalgando con la fuerza imparable de un huracán. Y comienzo destacando el estilo porque intuyo que los saltos de escenario, las idas y venidas por el ancho mundo en el que se mueven los personajes de esta novela, tienen mucho que ver con el estilo, con la necesidad que darles vida en amplios escenarios.
Philipp es un viejo aviador nazi reconvertido en aventurero. El nazismo es una referencia lejana, en realidad estamos ante un soñador empujado por la aventura que pretende montar un zoo humano; para eso viaja a borde del barco “Veterano” por los anchos mares recolectando personajes variopintos, desde una familia de esquimales hasta un cabrero-arqueólogo de la isla de El Hierro o unos negros a los que, por la barbarie de la guerra de Sierra Leona, han sido mutilados. Y todo para mostrarlos al mundo, especialmente a los países europeos. El Palacio del Cristal de El Retiro madrileño es uno de los escenarios son mostrados. Pero, entre tanto, los personajes superan mil peripecias para llegar a cumplir su objetivo.
Montoto, el otro gran personaje de esta novela llena de tipos admirables, es un tenor catalán que, tras una vida de éxitos públicos y de estrepitosos fracasos privados, se retira a El Hierro. Precisamente así comienza la novela, cuando el tenor, que ha triunfado en los grandes teatros del mundo, llega a El Hierro y, entre las casas humildes de La Restinga, descubre la enigmática pensión de un alemán.
La novela resulta interesante por los escenarios, Brasil, Sierra Leona, Galicia, El Ártico, pero, sobre todo, por El Hierro. Supongo que la mayoría de los españoles tenemos una idea vaga de esta isla que Víctor Álamo describe maravillosamente, hasta el extremo de hacer soñar al lector con un viaje para su descubrimiento.
Pero no nos engañemos, quien tira de la novela, quien la hace sugestiva, son los personajes. Además de los descritos, habría que hablar de dos mujeres, la romántica Celia y, sobre todo, la carnal Janine, casada con Montoto, profesora de universidad y a la que nada se le pone por delante para conseguir sus objetivos. En este sentido, el capítulo 10 de la novela, es de un erotismo tan excelso que recuerda el capítulo 8 de Paradiso, la célebre novela de Lezama Lima.
Otros capítulos están atravesados por el humor, especialmente en los dos en los que un burro, siempre un burro herreño, se convierte en protagonista de unas escenas que entroncan con una literatura popular.
Estamos, pues, ante una novela ambiciosa que se desarrolla en parajes de ensueño habitada por personajes extremos que finalmente mueve a cierta melancolía. Y estamos también ante un escritor canario con un estilo de altos vuelos, como si un águila le fuera trazando su caligrafía. 


Víctor Álamo: «La literatura es muy hija de puta y es ella quien decide si eres o no eres escritor»


Víctor Álamo de la Rosa (Santa Cruz de Tenerife, 1969). Poeta y narrador, ha publicado cuatro libros de poesía, seis novelas y dos libros de relatos. Su obra se ha editado en países como Francia, Portugal, Croacia, Brasil, Venezuela, Alemania, entre otros. Entre sus novelas destacan El año de la seca (1997), prologada por José Saramago, Campiro que (2001), cuya traducción francesa fue finalista del prestigioso Prix Fémina a la mejor novela extranjera, Terramores (2007) y La cueva de los leprosos (2010). Isla nada (2013) es su última novela hasta la fecha. En esta entrevista nos cuenta los secretos de su cocina literaria.

Isla nada cierra un ciclo dedicado a las Islas Canarias, el archipiélago que le vio nacer. ¿A qué obedece esa necesidad de hablar de su territorio? 
—Efectivamente cierro un ciclo novelesco donde he querido conformar un mundo narrativo propio anclado a la idea de isla y de mar, para explotar ese lado mítico de la insularidad que tiene casi una microtradición literaria propia, porque las islas en literatura siempre han dado mucho juego. Recordemos por ejemplo a Stevenson y su isla del tesoro o a Cervantes y a su isla Barataria, sin ir más lejos. Más allá de lo obvio, es decir, que soy canario y por tanto un ser insular y que mi memoria, y sobre todo, la memoria de mi infancia, está anclada a una isla, a un territorio siempre cercado por el muro azul del mar, he de confesar que situar mis novelas en islas también obedece a esa intención puramente literaria de explotar también yo el misterio, la magia, las posibilidades y paisajes de las islas, insertándome también conscientemente en esa tradición literaria de la insularidad que tantas obras maestras ha dado a la literatura universal. Cuando mis novelas empezaron a traducirse en Francia, por ejemplo, me di cuenta de que allí se leían así, es decir, como novelas que se ambientan en islas misteriosas, míticas, casi irreales, lejos de la realidad geográfica que impone una cartografía y unos mapas que llaman Canarias al archipiélago donde nací. Este juego entre realidad y ficción me pareció muy literario y me dediqué a explotarlo en estas novelas que, aunque independientes, tienen mucho que ver las unas con las otras. Isla nada cierra el ciclo porque destruyo la isla mítica de mis narraciones pero también porque abro mi narrativa a otros lugares tan dispares como la Antártida o Río de Janeiro. Sentía la necesidad de imponerme nuevos retos narrativos porque si algo tengo claro es que el escritor no puede ser acomodaticio sino que, si de veras quiere hacer arte, debe estar imponiéndose retos continuamente, probándose a ver hasta dónde puede llegar


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jueves, octubre 09, 2014

La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera

Trad. Beatriz de Moura. Tusquets, Barcelona, 2014. 144 pp. 14,90 €

Care Santos

Milan Kundera tiene 85 años. Ha tardado 14 en volver a publicar después de La ignorancia. Es razonable pensar que ésta será su última obra. También lo es sospechar que en ella Kundera nos está entregando una especie de declaración de últimas voluntades. Un texto en el que nos entrega sus conclusiones, después de permanecer en el mundo durante ocho décadas y media. Pero antes de entrar a analizar cuáles pueden ser esas conclusiones, hay dos detalles que creo importantes. El primero es la solapa izquierda del libro, allá donde normalmente se imprime la biografía del autor, cargada de méritos, países a los que ha sido traducida su obra y títulos de sus obras anteriores, todos muy leídos y laureados. Todo esto podría haber aparecido en esta solapa, y habría podido continuar -por falta de espacio- en la otra. Pero no. Kundera sólo ha querido que figurara lo siguiente: "Milan Kundera nació en Brno (Repúbllica Checa) en 1929". De modo que un ignorante podría pensar que se trata de un autor debutante entradito en años. ¿O sólo es una broma? Una muy seria, que tiene que ver con el contenido del libro: en él, Kundera declara la irrelevancia de todo lo destacado, empezando por sus propios laureles. O tal vez es que le disgusta que todo el mundo dé tanta importancia a estas cosas, igual que le disgustan las entrevistas, los periodistas, el modo fácil de ver las cosas desde los titulares, las lecturas epidérmicas. Kundera lleva años protegiéndose del mundo, como quien se protege de un virus muy contagioso. Esa lacónica presentación de sí mismo es una defensa más.
El otro detalle a destacar es el idioma. Kundera ha escrito esta novela en francés. Es su décima obra en francés, después de las novelas La lentitud, La identidad y La ignorancia, de la obra de teatro Jacques y su amo y de cuatro ensayos sobre literatura. A mí me pareció, en su momento, percibir una evolución hacia la desnudez cuando el autor dejó de escribir en checo y comenzó a escribir en francés. Puede ser esa la intención, como parece que fue también la de Samuel Beckett: acercarse más al disfraz, a la impostura, escribiendo en un idioma que no era su lengua materna. El idioma de su transformación, de su pérdida -pretendida- de identidad. O puede que sólo sea otro juego. Hablar un idioma que no te pertenece es como jugar a nombrar el mundo de un modo nuevo, diferente. Renombrar es reiventarse.
Pero vayamos con el libro. La historia es la siguiente: cuatro amigos que viven en París tienen pequeños encuentros en los que afloran las grandes cuestiones de la vida y, al mismo tiempo, algunas de las nimiedades más cotidianas. Uno de ellos acaba de recibir la noticia de que no morirá de cáncer, aunque lo oculta a su amigo sin saber muy bien por qué. Otro está preocupado por la inminente muerte de su madre. Un tercero ha convertido la ausencia de la figura maternal en una obsesión por los ombligos de las mujeres. Alguno quiere visitar una exposición de Chagall, pero no lo consigue jamás porque detesta guardar cola. Todos los temas son tratados con naturalidad de sobremesa, el autor nos habla, nos increpa, confiesa sus errores y nos lleva de la mano de peripecia en peripecia. Todo es como un enorme divertimento, donde lo que ocurre y se nos cuenta no es lo más importante. Lo importante es lo que podría ocurrir. Un juego de espejos, de referentes, de sobreentendidos que subyace en el texto. Cuando el autor habla de Stalin, y le recrea contando anécdotas difíciles de creer, que pueden ser tomadas por un chiste, nos dice que reír puede ser muy peligroso para quienes escuchan. De igual modo, la interpretación errónea de una broma traía muy serios problemas a uno de los personajes de la primera novela del autor checo, la magnífica La broma (1967). Milan Kundera lleva casi 50 años escribiendo la misma historia. La historia de un mundo que se toma a sí mismo demasiado en serio.
Es cierto que aquí todo admite interpretaciones, que todos los personajes son susceptibles de ser analizados desde la filosofía, desde la ética, desde la historia, porque al autor le divierte la ambigüedad, porque no le gustan las interpretaciones fáciles. En cierto modo, es Kundera concentrado, esencia del Kundera que lleva medio siglo encandilándonos con ese modo tan suyo de ver lo pequeño antes que lo grande. Mejor: de mostrarnos cómo lo pequeño es siempre el lugar donde lo grande palpita y se muestra. Es analizando las pequeñas reacciones de Stalin al bromear con sus invitados como podremos entender de verdad cómo era el dirigente ruso. Es sabiendo por qué ríe la mujer que acaba de perder a su compañero de toda la vida como de verdad comprenderemos su fortaleza y su entrega. Un juego -uno más- fascinante, porque nos adentra en las profundidades del alma humana, que el autor conocer mejor que ningún otro territorio.
Aunque debo hacer también una confesión: durante la lectura de esta obra breve, de apariencia y lectura fáciles, no pude quitarme de la cabeza ni un momento las grandes obras de su autor. El Kundera de La vida está en otra parte, de La broma o -sobre todo- de El libro de la risa y el olvido, mi favorita.  Un Kundera vigoroso, tal vez no tan sabio como el actual, más apasionado. El Kundera que escribía en su lengua materna, descreía menos de la humanidad y no utilizaba el lenguaje como un escudo protector.