Nabor Raposo
Cuidadosamente escogidas entre un universo semántico inabarcable, tres son las palabras de las que se sirve María Solís (Madrid, 1976) para definir el hecho poético, las mismas que dan título a su primer poemario y que tal vez sean también definitivas para retratar la condición humana, que parece capitular, cada vez más y de manera perentoria, en la búsqueda de la verdad estética.
Mortífero, ingenuo y transparente es una respuesta muy personal a una realidad inaprensible que se cuestiona desde su propia concepción, una hoja de ruta a los orígenes, una elegante y sutil delación al desistir del pensamiento estético puro. Resulta lógico, pues, que la autora retorne a los clásicos; mejor dicho, que establezca una de sus obras canónicas, El banquete de Platón en este caso, como punto de partida de su propia tesis. A bove maiore discit arare minor.
Mortífero, ingenuo y transparente es una respuesta muy personal a una realidad inaprensible que se cuestiona desde su propia concepción, una hoja de ruta a los orígenes, una elegante y sutil delación al desistir del pensamiento estético puro. Resulta lógico, pues, que la autora retorne a los clásicos; mejor dicho, que establezca una de sus obras canónicas, El banquete de Platón en este caso, como punto de partida de su propia tesis. A bove maiore discit arare minor.
El poemario se compone de tres secciones: Banquete, Río (I y II) y Hordas. La primera, quizá la más laboriosa, aúna con ejemplar perspicacia esa búsqueda del hecho con la experiencia del sujeto –ambos poéticos, se entiende–: un yo lírico espectral, sombrío y amenazante (otra terna de adjetivos) que se revela ante la banalidad generalizada y el convencionalismo imperante como la viva imagen de una muñeca desarticulada y sucia de tierra: una visión verdaderamente siniestra, tal vez alegoría de la fatalidad. Entendiendo el objeto del amor –turno de Sócrates en su réplica de El banquete– como la producción y generación de una belleza inmortal –de nuevo, el hecho poético–, para aspirar a él es imprescindible, además de saber admirar la belleza de los cuerpos, entender que la belleza del alma es algo mucho más importante, razón por la cual es deber cultivarla e identificarla. Dicho de un modo más directo: es nuestro deber perseguir al hecho.
Es en este punto donde se produce la ruptura y donde la tesis poética de la autora y el mundo que conforma su imaginario poético confluyen con mayor potencia. Nada podría entenderse, además, sin la figura materna, omnipresente a lo largo de todo el poemario: madres retratadas en la disyuntiva entre la pasión y el deber, el castigo y el beso; la figura de la madre encarnada en el útero protector del mundo, la mano que guía el paseo, el camino recto del que nadie ha de desviarse –«Y las madres verdosas lo prohíben./ Pero el mar son espasmos de medusa»–. La voz del poema se reafirma como una invitación al desapego, como un rechazo a la corriente natural en busca de la única verdad posible, léase belleza, poesía, o en términos más ambiguos o filosóficos, sabiduría. El manto protector de la madre aparece instrumentalizado como matáfora de la ceguera universal, y la autora emplea la poesía para condenarlo sutilmente, con más audacia y valentía que conmiseración: «Su mano, entre la almohada y mi cabeza,/ cuando duermo despacio se estremece./ No quiere que distinga la belleza.». Muchos de los poemas de María Solís contienen esa rebeldía taciturna, muy cercana a la traición, cuya forma se aproxima al grito ensordecedor ahogado en un silencio insoportable: se ve –«El río te parodia fácilmente”, en referencia a Narciso–, se huele ––“tiene algo de autopsia/ la mesa del almuerzo»–, se paladea –«El lector fija los ojos en el ave y le devuelve el guiso con el puño: demasiada sal, demasiado calor o demasiado tarde»– e incluso llega a tocarse –«e imaginan la zambullida del marino/ en el agua que hierve de urticaria»–. Pero jamás se escucha.
La segunda parte, Río, dividida asimismo en dos secciones (I y II), consta de siete poemas cuya comprensión unitaria se antoja mucho más compleja, dadas las peculiaridades en la concepción y forma de cada uno. En lo que puede interpretarse como un apartado de tránsito o entreacto –la potencia metafórica del río no siempre admite subjetividades–, la autora mezcla algunos de sus poemas más experimentales –‘Étant Donnés’, ‘Estalactita’– con otros de factura similar a lo leído anteriormente –‘Vayamos, pues, tú y yo’, ‘Ha muerto una señora respetable’–, diluyendo de esta forma, quizá, su voluntad, su presunción o su propósito de respiración, a la hora de recrear un espacio –a la postre necesario– que le permita al lector tomar aire y cierta distancia. ‘Grecia II’, en la misma mitad de este interludio, hubiera sido más que suficiente para encadenar la íntima conmoción catártica de Banquete con esa cínica sublimación de lo colectivo que representa Hordas, sirviendo como un nexo perfecto entre ambas y encadenándolas a la unidad correlativa del conjunto. «Sólo la griega y yo./ Y audaces, parcas/ ruinas.»
Es en éste último apartado, Hordas, donde la autora se destapa con un compendio de poemas, si no sociales, tal vez sociológicos, donde la necesidad de reciclar la concepción del pensamiento cultural global y reivindicarlo como una invitación a la reflexión individual se presenta no ya como mera hipótesis, ni siquiera como tesis o solución al conflicto; tampoco, en último término, como una denuncia integral, sino como un punto de fuga luminoso –quizá el único– en la composición poética.
Como no podía ser de otra manera, las masas y su imaginario uniforme son colocados en el disparadero; pero conviene recordar, las veces que haga falta, que el poemario no es una crítica social, sino una plataforma que nos recuerda la inminente, o más bien a estas alturas irreparable, degradación cultural, y la imperante necesidad de reinventar el arte desde el yo. Comenzando por ‘Saliva (o traición)’ –«una madre ha cambiado su leche por saliva’ […]/ hay un pueblo repleto de saliva,/ feliz»–, ‘El espíritu de empresa de los ácaros (Karoshi)’ –poema que prioriza sin ambages una interpretación marxista– y ‘Un hombre que huye’ –el único poema en prosa de la obra–, los alegatos a la defensa de esta búsqueda íntima y personal de lo estético –que contiene, no está de más señalarlo, ciertos resquicios del existencialismo más académico– alcanzan su cénit en el poema que pone el broche final a la obra, ‘Los niños de Frau Riefenstahl’: «Ellos se ocuparán de nuestro estómago,/ el mismo que nos crece cada día,/ el mismo que devoran cada noche». Esta vez Prometeo; de nuevo, los clásicos; si estamos condenados a la repetición, no estaría de más revisar la propuesta de María Solís –que es, al fin y al cabo, la que propugna Sócrates en El banquete– y refugiarnos en un eterno –y dulce– retorno a los orígenes, a la reflexión pura y a la pureza de lo artístico; a la exaltación de nosotros mismos para reencontrarnos a través de la belleza: motivo más que suficiente para blandir los estandartes poéticos de una resistencia que nos libere del desastre.
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