Santiago Pajares
De todos es sabido que la profesión de novelista es muy extraña y se accede a ella desde muy distintas fuentes. En el caso de Jack Trevor Story, antes de dedicarse a la escritura estuvo empleado en una carnicería y en la fábrica de radios Marconi. Hijo de un panadero muerto en la primera guerra mundial, escribió Pero...¿quién mato a Harry? con 32 años, con la cual se hizo famoso una vez que Alfred Hitchcok la llevara al cine en 1955. Una comedia negra, donde la muerte se acaba convirtiendo en el principal motivo de la comedia. Escritor compulsivo (escribía, 4000 palabras diarias, el doble que Stephen King, para que os hagáis una idea), Jack Trevor Story sólo necesitaba de dos o tres semanas para terminar una novela, llegando a establecer su record en 10 días. Al parecer, esto no era suficiente para impresionar a sus conocidos, que pronto comenzaron a verle con un buen número de glamourosas mujeres. Jack tuvo una vida caótica, con multitud de infidelidades y constantes bancarrotas, pero hizo del caos su principal aliado y le supo exprimir la inspiración. Se casó tres veces y tuvo ocho hijos. Escribió novelas de aventuras, un montón de guiones para televisión, tuvo una columna en el periódico The Guardian en los 70 y se hizo famosa su trilogía de novelas sobre un vendedor ambulante. Para resumir, diremos que no era un autor que se quedase en casa descansando los domingos. Tampoco estaría de más añadir que pasó parte de sus últimos años en una institución psiquiátrica.
El título del libro puede parecer erróneo al comenzar la lectura, porque desde las primeras páginas parece claro quién mató a Harry, por eso la prisa de este personaje para deshacerse del cadáver. Pero como en una obra de teatro de puertas (o del absurdo), no paran de aparecer personajes para interrumpir su trabajo, personajes con los que tendrá que llegar a un acuerdo para incluirlos en su plan y poder salir indemne. Pero con cada nuevo personaje aparecen nuevas pruebas y evidencias que demuestran que el candidato principal quizá no fuera el verdadero asesino, por lo que pasan las páginas desenterrando y volviendo a enterrar el cadáver una y otra vez. Una obra en la que resulta haber más asesinos que víctimas. Es una comedia negra, donde el asesinato queda incorporado no como un crimen, sino como un tropiezo, una acción desafortunada que, aunque trágica, podía haberle sucedido a cualquiera. No es de extrañar que Alfred Hitchcock, con su negro sentido del humor, leyera estás páginas y decidiera plasmarlas en celuloide para disfrute de millones de espectadores.
Es una novela corta, para leerla en una tarde lluviosa con una taza de té en las manos, dejándonos imbuir por las frondosas laderas de la campiña inglesa. La editorial Alba nos recupera un texto lleno de esa flema inglesa, donde no hay prisa ni siquiera para ocultar un cadáver y se hace tiempo para tomar té y pastas y hablar de la situación. Una novela que, pese a pasarse el tiempo enterrando y desenterrando a un muerto, se lee con una sonrisa. Una sonrisa británica, por supuesto.
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