Miguel Baquero
Siempre resulta sorprendente en Empar Fernández, escritora de ya amplia trayectoria, su capacidad para generar un misterio y sostener una tensión con la mayor naturalidad. Así fue en el caso de su última novela, la magnífica La mujer que no bajó del avión; así ocurrió en el ciclo de novelas negras ambientadas en la Barcelona actual, escritas a cuatro manos con Pablo Bonell y protagonizadas por el subinspector Escalona, y así en El loco de las muñecas, finalista en su día del premio de novela Fernando Quiñones, entre otras obras nunca decepcionantes. Porque aunque el crimen sea nimio, incluso a veces no exista, o sea —por desgracia— tan habitual como la desaparición de una adolescente, Empar Fernández cuenta con un don, que es su extraordinaria capacidad para la empatía, para “meterse” en la piel de los actores en el drama —los padres, la hermana, los amigos de la desaparecida— y contarnos su desgarro. Gracias a ello, consigue que en muchos momentos de esta novela el lector se estremezca con la humanidad de sus páginas; porque, en efecto, la autora parece estar hablando, desde el primer renglón, de cualquiera de nosotros, o de cualquiera de los que tenemos al lado, si nos encontráramos en la misma situación; tanta es la cercanía que consigue y la manera como logra implicar al lector.
Por ejemplo: de la joven desaparecida sólo sabemos, al principio, que la última vez que la vieron con vida subía, llorando, a un autobús. Ese detalle de las lágrimas, ese pellizco de ley —pintado sólo de una breve pincelada, no recubierto de sensiblería— en lo sentimientos, hace que en adelante nos sea más interesante reconstruir esos últimos momentos que descubrir el mero nombre de quien la mató y cómo y por qué y demás detalles forenses.
Junto con esta profundidad en lo humano, que le hace lograr tipos memorables —como, en esta novela, el del padre de la desaparecida, ahogado en un sentimiento de culpa, e incluso, por ausencia, el de la madre, siempre ausente, refugiada en los sedantes— Empar Fernández se apoya también en un estilo limpísimo, sin adornos superfluos pero también sin tramos áridos, un lenguaje literario que fluye, como el drama y la exposición de sentimientos, con naturalidad. Y en el caso de La última llamada, a todo esto se junta también un gran dominio de la técnica novelística. Ahogado, como se ha dicho, por un sentimiento devastador de culpa, el padre de la desaparecida acude a una vidente para que trate de encontrarla, en contra de su otra hija y de un inspector de policía, que tratan de disuadirle asegurándole que no es más que una estafa. Impresionante, de nuevo, antes de seguir adelante, la figura del inspector de policía, alejado de todo tópico al respecto cuando seguramente hubiera sido muy fácil caer en él.
El padre, sin embargo, acude a ver a la vidente, y en este punto la novela, muy hábilmente, pasa a gravitar de la desaparición de la joven y el dolor que ha dejado asolada a la familia, a la duda sobre si todo lo que dice “visualizar” la médium es cierto o se trata de un montaje. Como cabe suponer, el final reserva sorpresas en este sentido, pero que nadie espere golpes de efecto fantásticos de la autora; por el contrario, e insisto en ello, Empar Fernández no se sirve de trampas sino que emplea únicamente como material novelístico las sensaciones y el interior de las personas, no hechos sorpresivos ni trucos finales. Este es, sin duda, su mayor mérito, el escribir desde la verdad, es decir, desde la humanidad, y lo que la ha consolidado como una escritora de primer nivel.
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