Ignacio Sanz
He aquí una novela carente de la típica intriga policíaca que nos arrastra a leer y leer. Distintas formas de mirar el agua carece de intriga y, pese a ello, tampoco podemos dejar de leerla. Hay un impulso que nos arrastra, acaso sea la atmósfera la que tira de nosotros, la que nos empuja, también la música envolvente de su prosa, el afán de conocer un poco más al único personaje desde una nueva mirada. Porque de eso se trata, de mirar. Y no sólo de mirar el agua, que también, sino de mirar al personaje que imanta esta novela, que sufrió en sus propias carnes el desalojo de su casa, de su pueblo y de su montaña para ir a parar a un páramo extraño. Un tipo cabal, obcecado y humilde del que podríamos ignorarlo todo si no fuera por este magnífico retrato múltiple que nos ofrece Julio Llamazares.
La lluvia amarilla, mítica novela de Llamazares, contaba la vida del último habitante de una aldea del Pirineo oscense y la contaba en primera persona, de tal manera que el lector iba conociendo la trama de una vida que estaba a punto de concluir. Pues bien, aquí, en Distintas formas de mirar el agua, lo que nos propone Llamazares son 16 miradas, comenzando por la de la mujer del protagonista, su viuda ya, y acabando por la de su hijo pequeño; entre medias, otros hijos, nueras, yernos, nietos, novios o novias de los nietos van sumando su voz, a veces desde la extrañeza, al ritual familiar de lanzar las cenizas del finado sobre la superficie del pantano que desalojó hace más de medio siglo a la familia de un valle leonés. De manera que esos monólogos se hacen en homenaje del hombre ya convertido en cenizas.
Claro que, por medio, lo que Llamazares nos cuenta es la biografía de un gigante anónimo. Como tantos. Uno de esos campesinos sobrios, austeros, cabales, desgarrado en mitad de su vida, uno de esos campesinos que viven en las antípodas de la fama y la celebridad y que, sin embargo, por tantas razones, resultan admirables. Dominan su pequeño universo con precisión de relojeros, como el señor Cayo de Delibes. Pero, además, Llamazares hace hincapié en el paisaje, en los paisajes que marcan la vida de estos personajes en una sociedad que suele vivir de espaldas al paisaje. O que los utiliza como mercancía, como simples reclamos. Por eso hace hincapié en el desarraigo, en la fuerza perturbadora que el paisaje de la infancia adquiere en la vida de cualquier persona.
El planteamiento de la novela no puede ser más simple y, si me apuran, más anacrónico. Dieciséis miradas. Diecisiete si contamos con la pequeña aportación última del anónimo automovilista que cierra la novela. Sí, el planteamiento no puede ser más simple, ni más hondo. Ahí está el secreto. En la profunda verdad, en el aliento épico que late de esta historia con la que Llamazares consigue estremecernos. De ahí la grandeza de la novela, pese a su aparente simplicidad.
Cada día abrimos el grifo y sale agua. Ese acto sencillo puede ser una herida abierta para muchos. La provincia de León ha perdido cien mil habitantes solo en los últimos veinte años, los mismos que quedan en toda la provincia de Soria. Mientras España crecía, León menguaba. De los cuatro hijos del protagonista, solo uno, precisamente el que tiene problemas de integración, sigue en el pueblo palentino, la laguna, con minúsculas, así la llama Llamazares, el pueblo de la meseta al que fue a parar la familia tras el desalojo. Los otros tres reparten sus vidas en Valladolid, Barcelona y Santander. Pero no, la novela no aborda reivindicaciones territoriales. Qué vulgaridad. La novela cuenta la vida de un oprimido expulsado cuyo carácter tenaz nos atrae. Ese es el milagro de este hombre que, pese a ser un vencido, mira con entereza al futuro y empuja del carro para que no se atolle.
Una vez más Llamazares ha escrito una obra memorable.
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