Ignacio Sanz
Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) es un poeta virgiliano, pero no a la manera intelectual de Fray Luis o de Machado cuya obra podría ser también estudiada como un tratado de botánica. Fermín Herrero es, si cabe, un virgiliano más auténtico porque antes que poeta ha sido niño de pueblo y agricultor, casi un niño yuntero, aunque en su caso al frente de un tractor por más que ahora, cambios del tiempo, ejerza como profesor de instituto. Pero sabemos que la infancia resulta decisiva en la mirada de un poeta y la mirada de Fermín quedó detenida en aquellos años infantiles de bregas y desvelos campesinos, atenta siempre a los pequeños acontecimientos que dicta el cambio de las estaciones, la llegada del petirrojo, de los vencejos, el canto del primer cuco; es decir, Fermín Herrero sabe de lo que habla. Por eso sus poemas resultan tan cabales y luminosos: «Con poco se alimenta la cigarra/ y cómo vibra al aire su chirrido».
En ocasiones, una pequeña anécdota le sirve para urdir un poema con trazas de relato breve: «Una buena mujer aquella. Un día/ de nieves y cillina que no vino el panadero/ fui a pedirle un trozo y como estaba/ algo sorda empujé la puerta. Qué olor/ las cortes del portal. Por la escalera/ subían las gallinas, había más zarceando/ en las alcobas. Se empeñó en que me llevara/ dos mendrugos de hogaza y una vuelta y media/ de chorizo. En teniendo para una, lo natural/ es que la juventud se esfogue a modo.»
A veces describe paisajes al natural como un pintor impresionista, siendo fiel al lenguaje que aprendió de niño. Y en esa descripción descubrimos la emoción y la belleza: «El sol, el acebal, el ventarrón, la bardera/ de nubes, los barbechos abajo, los rebollares/ de la dehesa, chaparrales, el sotillo junto/ al río, las cañadas, los tesos, barranqueras…». Cuando lo lees piensas en un labrador instruido y sensible que pasa una temporada visitando museos y por ello salpica sus poemas de referencias a los maestros flamencos o a pintores contemporáneos. Es decir, que tampoco está anclado en una visión amanerada del paisaje por más que el frío, el hielo, el cierzo, los atardeceres, el canto de la perdiz, el tempero, el peral o el delgado aroma de los jacintos, constituyan materia de sus versos.
Sus poemas son breves, tan breves que casi nunca sobrepasan los diez versos, en los que al tiempo que describe, deja suspendida alguna reflexión, como el que no quiere la cosa; a veces con palabras que uno imagina que han salido de su casa o de la casa de sus abuelos, palabras que tienen un regusto popular. También da voz a los que no la tienen, a gentes anónimas de su tierra ultrajada por fríos, abandonos y pobrezas seculares que, pese a todo, no perdieron nunca la dignidad: «Por una burra me vendieron, allá/ sobre el año cincuenta. Sólo le parecía/ mal a la maestrilla. Y qué. En casa éramos/ muchas bocas, demasiadas. En el pueblo/ no queda ni una en pie, ahora, qué murria/ cuando vuelvo. El destrozo y el desamparo estaban/ ya entre nosotros. A mis padres, que en paz/ descansen, no les guardo inquina, entonces era/ así. Sé que lo hicieron por mi bien. Mis hijos/ no me creen, los pobres, por una burra me cambiaron».
En fin, crudeza en estado puro. Y belleza a raudales. Extraño poeta Fermín Herrero. Tan ascético, tan solidario, tan cabal, con esa voz que le han dado sus mayores. Ya no se habla así. ¿Pero es anacrónica su poesía? De ningún modo. Yo diría que, como en el caso de Claudio Rodríguez estamos ante un poeta puro, elemental, sin impostura ni artillería metafórica, un ciudadano que se estremece y nos estremece al posar su mirada sobre un universo minúsculo al que el mundo está dando la espalda. Y nos acerca a ese universo con naturalidad. Parece sencillo. Y acaso lo sea. Porque le sale de dentro. Por ello nos conmueve.
Diez libros preceden a este que comento. En todos, con variantes, aparece el mismo trasfondo bucólico. Los premios que respaldan su obra vienen a confirmar la autenticidad de una voz que nos sacude y trastoca
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