Fernando Sánchez Calvo
Ésta es la historia de un timo y de un par de pobres diablos que fueron capaces de engañar durante un tiempo a otros miles de pobres diablos que habitaron en un país llamado España.
En 1923, Joaquín de Argamasilla, Marqués de Santa Cara, afirma que su hijo, del mismo nombre y apellido, posee la capacidad de ver a través de los cuerpos opacos. Para ello se sirven de un espectáculo: el chico, con los ojos vendados y de espaldas a la luz del sol, es capaz de ver lo que hay dentro de una cajita de fabricación casera. Dicho talento, al que el padre bautiza como “metasomoscopia”, divide a un país entre adeptos y descreídos, un país que todavía recogía los restos de decepción que proporcionó el Desastre de Cuba y que, relegado a tercera y cuarta potencia, carecía desde hacía tiempo de glorias y héroes a los que encomendarse.
Como telón de fondo, científicos europeos como Röntgen empezaban a jugar con las radiaciones electromagnéticas. Además, el excesivo apego a la realidad de movimientos anteriores como el Naturalismo habían despertado el efecto contrario y la gente, que no es tonta pero sí ingenua, empezó a creer en todo aquello que no se ve: de este modo se ponen de moda el espiritismo, esoterismo y demás ciencias ocultas a finales del XIX y principios del XX.
Pero todo esto se habría quedado en superchería casera, en anécdota peregrina, si Joaquín de Argamasilla padre, con un ego obstinado, no hubiera acudido a Francia llevando a su hijo arrastras para que personalidades científicas como Richet certificaran dicho talento. A su vuelta a España, neurólogos reputados como Lafora rechazan el hallazgo por falta de empirismo y (adivine el lector) la Reina María Cristina, que no tenía políticas, revueltas ni hambres que solucionar, funda una comisión de expertos para que investiguen el caso.
La cosa no se queda ahí. La ambición y egolatría de los Argamasillas, la ausencia de noticias más interesantes en la patria, provocan que el joven prodigio vuele subvencionado directamente a Nueva York, concretamente al Hotel Pennsylvania, para dar una lección a esos engreídos americanos que creen que por el mero hecho de haber estudiado de manera seria el efecto de las ondas electromagnéticas sobre los cuerpos van a saber más que nosotros. ABC de hecho, crecido como la mayoría de españolitos, publica en sus primeras páginas (es como si el tiempo no hubiera pasado por el decano de las publicaciones periódicas patrias) las siguientes palabras a favor del joven Argamasilla: «Lo más sorprendente para los neoyorkinos no es precisamente ese poder visual maravilloso: lo que desconcierta es que el hombre no sea americano».
Pero entonces, maldita la suerte, se presenta en el Hotel Pennsylvania Harry Houdini, gran ilusionista, es decir, tramposo que admitía sus trampas y que como tal así se lo hacía saber al público, al que, después de librarse de mil cadenas bajo el agua, partirse el cuerpo en dos y demás proezas, no tenía ningún tipo de problema en explicar que todo era una ilusión, un truco. Houdini, odiado por los espiritistas y esoteristas, se había prometido a sí mismo una cruzada personal contra éstos tras fracasar de joven (motivado y engañado por la esposa médium de Conan Doyle) en el intento de contactar con su madre muerta en el más allá. La decepción fue sonada: la madre de Houdini le habló en inglés a su hijo Harry a través de los espasmos de la médium cuando ella siempre lo había llamado Erick y siempre en su lengua natal, no en inglés. Desde entonces Harry iba por la vida intentando desenmascarar a los impostores.
Y ahí se cruzan las dos historias. Houdini descubre el truco del joven Argamasilla, que resultó sólo ser pericia y manipulación en unas vendas que no tapaban tan bien los ojos y en una cajita que no estaba tan bien cerrada. Como se lo cuento al lector. La treta más cutre engañó a científicos españoles, franceses y casi norteamericanos durante unos meses. De hecho, el descreído Lafora quiso dar otra oportunidad al joven Argamasilla pero con unas cajas fabricadas por gente neutra. El reto no se aceptó, los Argamasillas afirmaron que poco a poco el hijo había ido perdiendo ese poder pero, eso sí, siempre defendieron que durante un tiempo lo tuvo y que, como en España hay mucha envidia por lo general, su talento desapareció.
Decepcionante, ¿verdad? No parece verdad y sin embargo fue verdad. ¿Lo peor de todo?: que gente como el genio Ramón María del Valle-Inclán apostó por los impostores, como amigo de la familia que era. Y en ese sentido también un pelín “tramposa” La Felguera, que ha utilizado el nombre de posiblemente el mejor dramaturgo del siglo XX español para que pardillos e ingenuos como yo corrieran a las librerías a adquirir un nuevo estudio, prisma o perspectiva sobre su ídolo literario. Porque de Valle-Inclán, lo que se dice de Valle-Inclán, no aparece mucho más en el libro, y en esta ocasión además no sale muy bien parado. ¿Conclusión?: que Valle también era mortal, que a pesar de todo La Felguera recupera una época de ilusiones y frustraciones con diferentes textos, documentos, fotos, archivos y carteles de película sobre el estorerismo que hacen atractiva esta lectura, y que España, cien años después, sigue igual, sólo que ahora los impostores tienen otros nombres. «Vivir es ver volver», que dijo uno.
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