Ángeles Prieto Barba
El duelo es un proceso vital sumamente complejo, que suele durar mucho más de lo que solemos pensar de partida, pues superarlo conlleva también la aceptación, más o menos resignada, de nuestra propia muerte. Tras esta experiencia terrible, eso que llegamos a denominar “segundas oportunidades”, constituye más bien una epifanía o manifestación alborozada de que se ha conseguido un nuevo nacimiento. Justo eso, y no otra cosa, es lo que vino a significar Pilar de Valderrama en la vida y en la poesía de don Antonio Machado tras la dolorosa muerte de Leonor y viceversa, toda vez que ella también se deslumbra con el apasionado poeta, tras asumir con amargura el fracaso desdichado de su matrimonio.
Pues bien, esta historia de amor tan hermosa la hemos tenido que contemplar a posteriori, cuestionada y empañada por la opinión ácida de críticos literarios a los que no solemos poner en duda. Y es un error, porque para juzgar con rectitud nada mejor que acudir nosotros mismos a las fuentes, tanto literarias como históricas. Justo lo que han hecho con constancia y entusiasmo María Dolores Ramírez y José María Luque, los autores de este ensayo esforzado que nos dan a conocer con numerosas pruebas irrefutables a una persona muy especial, de trato exquisito y adelantada a su época, mucho más real y mucho más cercana a lo que pudo ver el poeta sevillano, y no digamos nada a lo que nos cuentan, con segura animadversión, los críticos.
En principio, la mujer de 38 años a la que Antonio Machado conoce en 1928 es una señora exquisita de la alta burguesía con tres hijos, asunto que compatibiliza con una actividad intelectual avispada e inquieta, nada frecuente. Pilar adora la poesía (ya había publicado Las piedras de Horeb y Huerto cerrado) y el teatro, así que no tiene nada de extraño que, tras conocerse, el poeta viera en ella un alma gemela y quedara prendado. Nada influye su procedencia social, sus ideas conservadoras pero progresistas respecto a la educación de las mujeres o sus firmes convicciones religiosas, que actuaron más bien de acicate para un romance apasionado que duró ocho años y que acabó, como tantas cosas, con aquella guerra nuestra tan desgraciada y la posterior muerte del poeta.
Pero Luque y Ramírez no se limitan, ni mucho menos, a rememorar el romance a través de los documentos conservados, sino que lo enmarcan de maravilla en su época, a la vez que nos permiten también aproximarnos con mucho interés al pensamiento y obra de Pilar, en absoluto desdeñable, como se ha venido considerando hasta ahora. Porque Pilar fue miembro de la Academia Hispanoamericana de Cádiz, dejó escrito cuatro libros de poesía, una antología, varias obras de teatro y una autobiografía, obra más que suficiente para que le prestemos la atención debida en estos tiempos reivindicativos sobre tantas autoras postergadas.
Y porque la verdad es la verdad, dígala Agamenón aunque la discuta su portero (cita machadiana de Juan de Mairena), es preciso acercarnos a esta musa suya con la justicia que merece, despojándola de los desprecios y velos de carácter claramente ideológicos en que nos la han presentado envuelta. No solo para conocerla mejor, y también a su poeta, sino también para que reflexionemos seriamente y para que tengamos de una idea más precisa de lo que hemos sido y venido siendo hasta ahora.
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