Ariadna G. García
El terror, la intriga o el suspense forman parte de nuestras vidas, subyacen en el fondo de cualquier experiencia, por anodina que pueda parecernos. Si bien es verdad que algunos escenarios sugieren más que otros emociones tenebrosas (pensemos en los símbolos románticos del cementerio, los parques invernales, las mansiones en decadencia, las iglesias o las ruinas), no es menos cierto que todos aquellos lugares por donde desplegamos, como pesadas velas, la existencia también pueden enturbiarnos el ánimo y alterarnos el pulso en las carótidas. El miedo acecha siempre, amenaza con asaltarnos en cuanto bajemos la guardia. No importa dónde estemos. Este es el mensaje que Don Delillo pretende transmitir con su última obra.
El ángel esmeralda lo integran nueve relatos escritos en diferentes épocas. Creación (1979) se ubica en una isla caribeña de la que los protagonistas no pueden salir. La asfixia que este encierro produce en la mujer, encuentra su reverso en el erotismo que siente su compañero, quien vive el episodio como un momento místico de unión con una naturaleza salvaje y novedosa. El fantástico Momentos humanos de la Tercera Guerra Mundial (1983) se desarrolla en una estación espacial a miles de kilómetros del globo terráqueo. Allí, dos astronautas meditan sobre la condición humana mientras temen que los destruya un satélite de combate. Entre sus pocos “momentos humanos”, además de unas conversaciones que enfrentan dos modos de asumir la soledad (el discreto, que oculta las inseguridades; y el ruidoso, que las airea), encontramos uno que describe muy bien el patetismo de Occidente: «Me noto una emoción de estar en casa, colocando en su sitio las mercancías, con sus vistosos envoltorios, una sensación de próspero bienestar, una sólida comodidad de consumidor» (p. 37). El corredor (1987) relata el supuesto secuestro de un niño en medio de un parque, ante la mirada atónita, impotente, de varios testigos. La acróbata de marfil (1988) nos traslada a una Atenas sacudida por un terrible terremoto. El pánico que siente la protagonista se extiende más allá de los límites de la propia conciencia (terror al sufrimiento y a la muerte) y cuestiona la acción de la ciudadanía, que acepta los temblores como elementos fijos de su cotidianeidad. El ángel esmeralda (1994) nos lleva al Bronx, a los suburbios violentos del condado de Nueva York, a la cuna del graffiti. Este estupendo relato cuenta la lucha de dos monjas por mejorar las condiciones de vida de los más necesitados. La actitud positiva de ambas mujeres, cuyos ojos atisban horizontes, contrasta con el recuerdo lúgubre que los graffiteros dedican a los niños que mueren a diario. El inquietante Baader-Meinhof (2002), que comienza en una galería de arte y acaba en un apartamento, reflexiona sobre las situaciones disparatadas, e incluso angustiosas, que se pueden vivir cuando no se frena a tiempo rápido el avance de una relación. En Medianoche en Dostoievski (2009) un par de estudiantes se inventan la vida de un desconocido con el que suelen coincidir después del instituto. La idea formada y el conocimiento exacto de la realidad pugnan por imponerse cuando la ocasión se presenta. No es ajena al relato la crítica de las grandes ciudades: «Empezaba a sentirme en relación de intimidad con aquellas calles. Yo estaba aquí capacitado para ver las cosas lisa y llanamente, de una en una, lejos de la ciudad hacinada y estratificada, mil significados por minuto» (p. 151). La hoz y el martillo (2011), ácido texto de plena actualidad, nos introduce en el mundo carcelario. Sus protagonistas son presos económicos (especuladores, inversores, altos directivos…) adictos a la tecnología (la trena parece «un campamento de rescate de Internet», p. 180), que encuentran allí un poco de descanso a su actividad criminal, mientras el globo arde por la crisis (su crisis, generada por ellos), y en consecuencia, la clase trabajadora pierde derechos fundamentales y poder adquisitivo. Delillo, a través de la voz inocente de las niñas (hijas de un recluso) que presentan las noticias de un canal infantil de televisión, no sólo avergüenza a los culpables del hundimiento de la clase media, sino que da la receta para combatir el autoritarismo: «Pueblos de Europa, alzaos» (p. 194). La hambrienta (2011), por último, es un desasosegante relato que nos habla de la soledad de quien carece de metas y proyectos, y vive un simulacro de existencia a través de los personajes ficticios de las películas.
Don Delillo dibuja en sus relatos personajes aislados, incomunicados, en continuo conflicto emocional con cuanto les rodea. Ninguno escapa de la crisis económica o de la afectiva. Un buen retrato, en suma, de los tiempos que corren.
2 comentarios:
Excelente reseña, me parece.
Un pequeño detalle: la traducción no es de Gian Castelli, sino de un servidor de ustedes.
Saludos.
Querido Ramón: Al César lo que es del César.
Ya lo hemos corregido. ¡Mil perdones!
Un abrazo.
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