Miguel Baquero
En azúcar de sandía fue la tercera novela publicada de Richard Brautigan (Tacoma, 1935-Bolinas, California, 1984), después del sorpresivo y arrollador éxito de su segunda novela en ver la luz, La pesca de la trucha en América. Por aquella época, el éxito de su libro truchero (que, como cabe imaginar, poco tiene que ver con lo que es un manual de pesca en sí) había hecho que el nombre de Brautigan se incluyera entre los mejores y más celebrados autores de la corriente beat. Y si bien es cierto que Brautigan, sobre todo por su pensamiento distinto, ajeno a los convencionalismos y transgresor de las reglas (aparte de por su vestimenta estrafalaria, por decir un adjetivo rápido, y por su modo de vida digamos “alternativo”) tenía muchas cosas en común con los más afamados autores de la contracultura, también es verdad que su peculiar imaginación y sus característico modo de narrar hacen de él un escritor único y, sin duda, muy recomendable. Al menos este que reseña, y me consta que un buen montón de lectores, tienen que agradecerle a la joven editorial Blackie Books el hecho de que entre los primeros títulos que lance al mercado se incluyan las tres primeras novelas de Brautigan (este En azúcar de sandía, el ya citado La pesca de la trucha en América, y el título con el que inició su carrera novelística: Un general confederado de Big Sur), dándonos así la oportunidad de conocer a un escritor auténtico, original y sorprendente
En azúcar de sandía esta ambientado en lo que se supone es una comuna hippy, una de aquellas formas experimentales de sociedad que estaban comenzando a surgir por aquellos tiempos en California al hilo del flower power. Digo “se supone” porque la tal comuna (de nombre yoMUERTE… sí, yoMUERTE, en efecto) adquiere en algunos momentos un aspecto mítico, se constituye en algo así como una metáfora del mundo y del hombre encima del planeta. Alrededor de este espacio que lo ocupa todo, y cuyos edificios, cuyos objetos, hasta cuyas sombras están elaborados con azúcar de sandía, existe otro espacio más extenso, un espacio seguramente infinito llamado la Olvidería donde se acumulan los objetos que no tienen cabida en la apacible yoMUERTE. El mismo pasado parece pertenecer a esa región olvidadiza, porque los habitantes de la comuna apenas si guardan memoria de “unos tigres” contra los que tuvieron que luchar para conseguir construir su modo de vida. Sumidos, pues, en esta hermosa región donde reina la hermandad y, conforme a los usos de la época y el lugar, se practica algo parecido al amor libre, En azúcar de sandía trata de cómo, indefectiblemente, se va cerniendo la destrucción sobre ese mundo, primero en forma de descubrimiento de la sangre y de la muerte, por último en forma de estallido de los viejos celos y la aún más vieja tragedia amorosa. Como una hermosa pompa de jabón que reventara de pronto después de haber flotado durante unos segundos.
¿Es algo así como un vaticinio, una premonición de lo que pronto vendría? Porque Brautigan, después de haber estado instalado durante unos años en la cima contracultural, y haber llevado una vida excesiva con las ganancias de sus libros, poco a poco fue decayendo en el gusto del público, inmerso en otras nuevas formas de vida, acabó convertido en sombra de una época pasada y, como última y cruel metáfora, terminó pegándose un tiro en la más completa soledad y su cuerpo no fue encontrado hasta aproximadamente un mes después de su muerte.
Pero todo esto, y la inminencia del fin en sus páginas, no quita para que En azúcar de sandía sea una novela libérrima, un ejercicio de imaginación desatada, un lugar donde existen estatuas en forma de patata, o berenjena, que nadie sabe quién cinceló, donde las truchas sacan la cabeza del agua para observar la vida de los hombres, donde durante un cierto periodo todos los sonidos, incluidos los de la naturaleza, cesan, o donde las muertes se celebran con un baile de toda la comunidad… Al fondo de todas las páginas de esta novela, y de las demás de Brautigan, late una imaginación infantil, una imaginación sin trabas, que no sabe de imposibles ni de límites, que logra jugar con cualquier aspecto de la realidad. Una absoluta y gozosa libertad que, sin duda, hubo de verse afectada y coartada cuando aquel hombre que caminaba por la vida junto a las orillas de los ríos, con un extraño sombrero hongo en la cabeza y una maquina de escribir portátil en ristre, hubo de convertirse en un asentado triunfador referente de la contracultura.
Pero siempre nos quedarán páginas como las de esta novela, páginas de fantasía desproporcionada, deslumbrante, surrealista y, sobre todo, sin ataduras.
1 comentario:
A mí me encantó. Me resultó de un lirismo y una imaginación brutales.
Publicar un comentario