José Luis Gómez Toré
La importancia de la obra del Premio Nobel de Literatura Czseslaw Milosz (Szetejnie, Lituania, 1911-Cracovia, 2004), una de las voces centrales de la lírica polaca, no se corresponde con la presencia editorial del poeta en nuestro país, ya que apenas pueden encontrarse ediciones recientes de su poesía. Por ello, ahora que se cumple el primer centenario de su nacimiento, resulta muy oportuna la aparición de esta antología, que coincide además con la publicación de número especial de la revista Turia, dedicado al poeta. La cuidada edición de Xavier Farré nos permite asomarnos a las distintas etapas de su escritura, que oscila constantemente entre el yo y el nosotros, entre lo histórico y lo atemporal, entre la demorada marcha del pensamiento y la súbita revelación. Profundamente marcado por su exilio y por su actitud crítica frente al estalinismo, en Milosz se aúnan ética y estética para reflejar la condición de desterrado de todo ser humano, una condición que adquiere también una dimensión religiosa, si bien rara vez complaciente y desde luego difícilmente asimilable por ortodoxia alguna. Como afirma en el poema “Rue Descartes”, de ambiente parisino, “ni aquí ni en ningún sitio está la capital del mundo”. De ahí que la Ciudad sin nombre que da título a uno de sus libros pueda leerse no únicamente como una alusión a Vilna, la localidad en la pasó buena parte de su juventud, sino a nuestro estar en el mundo.
El peso de la tradición cristiana deja su huella en el Nobel polaco, ya que el orbe por el que transita el poeta es el mundo después de la Caída, marcado por la presencia del mal y de la muerte (como en el cuadro de El Bosco, El jardín de las delicias, al que dedica un memorable poema, recogido en estas páginas). Y sin embargo, en ese mundo caído late una débil promesa de redención. En este sentido, la importancia que alcanza el concepto de epifanía en la obra de Milosz hay que leerla de manera distinta a la visión que ofrece, entre otros, Joyce: frente al entendimiento de buena parte de la literatura contemporánea, en la que la epifanía apunta hacia una sacralidad sin trascendencia, en estos poemas no hay una renuncia completa a la trascendencia, por más que en su mirada hay más esperanza que fe, más anhelo que certeza. Seamus Heaney ya señaló la anomalía fecunda de la escritura de Milosz, capaz de escribir un poema contemporáneo con materiales que la poesía del siglo XX parece haberse prohibido. En esto cabe hallar quizá una cierta analogía con la obra de Eliot (de quien, por cierto, Milosz tradujo al polaco La tierra baldía), si bien el autor anglosajón parece reclamar con mayor urgencia certezas metafísicas ante la desacralización del mundo moderno. En Milosz, como diría Octavio Paz, la analogía viene siempre corregida por un sabio uso de la ironía, una ironía vertida en gotas justas, en ocasiones en dosis casi imperceptibles, pero que sirven de correctivo ante toda confianza excesiva en el futuro. Si la ironía conlleva el riesgo de una mirada desde arriba (como toda una tradición, desde Aristóteles a Hegel, se ha encargado de destacar), aquí lo irónico abandona toda arrogancia, porque se dirige ante todo al propio sujeto poético, incómodo con la tradición del vate visionario heredada del Romanticismo.
A pesar de la amargura que destila buena parte de la poesía de Milosz, amargura que es en buena medida lucidez histórica, hay en el poeta un deseo de que la nada no tenga la última palabra. Por ello, el amor, que oscila, no sin cierta ambigüedad, entre el eros y el agape, se convierte en una presencia nada desdeñable en su obra: el amor es, como la palabra, más que un consuelo, una promesa de sentido, ese sentido que la historia se empeña en desmentir pero que el poeta cree vislumbrar, en contadas ocasiones, en los signos del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario