Fernando Sánchez Calvo
Miguel Ángel Mala es un tipo curtido en el trabajo de escribir y en el de ganar premios literarios, cosas muy distintas que a veces van unidas (como es su caso) pero que en otras ocasiones no tiene por qué derivar la una de la otra y viceversa. Lo he visto un par de veces. Tres a lo sumo. La tercera, concretamente, ha sido en la Residencia de Estudiantes, en la entrega del Premio Tiflos de Novela 2011, galardón cada vez más prestigioso, promovido por la ONCE y publicado por Castalia en su colección Albatros, donde, al finalizar la velada, le pedí que me firmara Morir de libros. Miguel Ángel Mala cogió el libro, me miró (no sé si para inspirarse o para saber quién era), y con la vista pegada al papel, rubricó su nombre en mi ejemplar con las mismas ganas y obsesión que un genio escribe una obra maestra.
Obviamente, por estadística, Morir de libros no es una obra maestra (ni falta que hace), pero sí es una obsesiva novela hecha por y para reír que ha ganado la XIII edición del citado premio por derecho propio y porque, por encima de todo, cumple con un requisito: la gran coherencia que encierra a pesar de la disparatada aventura que se cuenta en ella. El mismo protagonista, en las líneas finales, contesta a su mujer que va a morir porque nada puede escapar a la lógica narrativa. Ya se anticipaba en el título (bien por la Crónica de una muerte anunciada), y, por lo tanto y por respeto, no tenía sentido hacer trampas al lector. Otra cosa de agradecer pues a la novela: que aparte de cerrada, no hace trampas. Con un narrador clásico en tercera persona, la herencia de los genios futuristas de la segunda mitad del siglo XX (Asimov, Dick) y una estructura lineal, es valiente cuando tiene que serlo y donde ha querido el autor: en el contenido.
Miguel Ocaña, político corrupto, cae una mañana cualquiera en el vicio más inesperado que se le presupone a alguien como él. En su zapato ha crecido un libro (hasta ahí todo normal), pero es que, encima, ese libro (Rebelión en la granja) esconde una historia que fascina a Miguel Ocaña (a partir de aquí la perversión). Desde entonces su vida dará un vuelco que le hará abandonar su flamante carrera profesional para dedicarse sólo a la lectura y a los peligros que esto entraña. Para empezar Miguel Ocaña, descubre que leyendo se piensa. Para seguir, Miguel Ocaña descubre que leyendo uno aprende a cuestionar lo que le rodea. Poco a poco, y con la ayuda de brillantes lecturas, nuestro protagonista irá formando un perfil de sí mismo que, lógicamente, no ayuda en nada a la sociedad: más bien molesta. Por eso, a estas alturas, Miguel Ocaña es considerado un criminal por las autoridades y comienza su camino a la perdición. Es además en el último tercio del libro donde el surrealismo incipiente de las primeras líneas deriva en una brillante y divertidísima locura de acciones, inventos, diálogos y vueltas de tuerca.
Para concluir, otro punto a destacar aparte de la fina ironía: el ritmo narrativo. Intrépido y agotador para el que coja esta historia entre sus manos, muchos de los personajes secundarios que arropan al protagonista parecen recién sacados de uno de los clásicos de Baroja: llegan, se presentan, hacen o dicen, desaparecen y no vuelven en lo que resta de la trama. Por una parte, no tenemos profundidad en los tipos (por eso son tipos), pero por otra ganamos en Miguel Ocaña, es decir, en el caso concreto de un individuo concreto que un buen día decidió dejar de ser corrupto, decidió dejar de ser político, decidió leer por leer, y la sociedad lo castigó por ello. Tiene lógica, e incluso gracia.
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