Marta Sanz
Ugo Cornia es uno de esos raros escritores que sí saben conducir —y eso es casi una excentricidad o quién sabe si un peligro— y, al mismo tiempo, es uno de esos escritores que conoce y asimila, sin caer en el culturalismo, una tradición literaria reconocible por su falsa ligereza y sencillez, por su mezcla de comicidad y sentimiento trágico de la vida, por su obsesión por los lazos familiares, la muerte y el vicio —o el arte— de fumar. Mientras en la cama, muy sonriente —a veces tan sonriente que la sonrisa se me hace un tic incómodo—, estoy leyendo a Cornia se me vienen a la cabeza dos autores: el Giusseppe Berto de El mal oscuro y el Svevo de La conciencia de Zeno. El zumbido de la asociación, en este caso, es una cuestión de similitud en el tono que, en el ámbito de la buena literatura, remite a una visión del mundo común; una visión del mundo que no sé si me atreveré a describir porque parece complicado renunciar a esa sonrisa de la cama, a ese dejarse llevar cariñoso e ingenuo —venenoso—, para ponerse con los rigores de la interpretación de una prosa que se bebe como el agua, pero que, al día siguiente, cuando se ha pasado por la túrmix del corazón y del hígado, resulta que no es agua sino orujo, alcohol para limpiar la pompita del glúteo antes de las inyecciones, pura lejía… Quizá la diferencia entre Ugo Cornia y sus antecesores tiene que ver con que el escritor de Módena es un poco más amable. Supongo que eso forma parte de las peculiaridades de nuestra contemporaneidad, la ideología hegemónica, el campo literario y todas esas zarandajas que no dejan de tener su interés.
Cuando leemos Sobre la felicidad a ultranza podemos caer en la tentación de acercarnos al texto en clave autobiográfica e incluso en clave generacional. Y es ése un acercamiento válido porque da la impresión de que el autor no interpone barreras entre él mismo y su voz narrativa. Yo no conozco a Ugo Cornia, pero el texto transmite una sinceridad que, a menudo erróneamente, suele exigírsele a una novela que asume las coordenadas de la narración autobiográfica. Da igual si es verdad o mentira que el padre de Cornia fumaba o si su madre estaba pasada de peso o si una muchacha, cuyo rostro era “un verdadero milagro”, le mordió la lengua mientras los dos se besaban al abrigo de unos soportales. Lo importante es que, como lectores, creemos. Incluso en esos pasajes dondese detecta un exceso de ingenuidad, de espontaneidad impostada, por parte de la voz de un hombre que ya supera los cuarenta años. O quizá es que este libro, en apariencia poco aparatoso conceptualmente, también habla de la crónica dificultad de crecer o de la dificultad de crecer y el apego a los padres de una generación que es la mía, o de esa misma dificultad en el contexto de la cultura mediterránea frente a otras culturas partidarias de empujar a los pollos muy pronto del nido para que se estampen contra el suelo, o quizá el tema se relaciona con el privilegio que supone esa dificultad de crecer cuando la pretensión del ser humano se identifica con su deseo de ser feliz. La elección de ese tono que hace que al lector se le vaya el oído durante varios días es verosímil: Cornia escribe este texto —yo no lo llamaría “novela” y eso no tendría la menor importancia— abducido por el adolescente o el joven que fue, por el hombre en proceso de crecimiento irreversible hacia la muerte. Porque este libro recoge pensamientos —y “recoger pensamientos” no es exactamente lo mismo que reflexionar— sobre cuatro cosas: muerte, sexo, felicidad y familia. Todo ello visto con una mirada laica, incluso atea, donde se toleran los fantasmas, los pentimentos psicológicos, la superstición y las manías, los gritos desgarradores, pero jamás la culpa, ni esa retorcida incomunicación que define las relaciones familiares sobre las que indagan a menudo traumatizados artistas nórdicos. Pienso en las películas de Bergman y de Lars von Trier. Pienso en aquella joya del Dogma, dirigida por Thomas Vinterberg, que se titula Festen. Sobre la felicidad a ultranza se coloca en las antípodas de ese clima opresivo y represivo. Cornia dibuja la luz mientras sus personajeshablan por los codos —vivos o muertos— e, incluso cuando no hablan, se entienden perfectamente y se tienen completamente calados. Cornia experimenta con un modo de concebir el arte simétrico a un modo de concebir la vida, retratada en su plenitud, hasta en sus experiencias más dolorosas: esas que de tan trágicas se hacen cómicas o entrañables con el paso de un tiempo que todo lo cura y lo sana como el culito de rana.
El libro de Cornia recoge pensamientos que parecen flores en lugar de cavilación y que, sin embargo, son profundos, casi atávicos, y consuelan aquien lee sin despeñarse por el abismo dela religiosidad —ni siquiera del panteísmo—, de la ñoñería cursio del confort psicológico propiciado los libros de autoayuda, como si el subconsciente o la “vida interior” fueran la república independiente de tu casa —y una porra—. Sobre la felicidad a ultranza invita al disfrute. A la salud que huye del riguroso y desbocado examen de conciencia y de los malos recuerdos enquistados. Aun así, Cornia no nos permite olvidar que ciertos destinos son inexorables y, recreando lasdesapariciones de sus seres más queridos —sus padres, su tía—, expresa la indeleble presencia del amor, el placer de su despertar sexual, el miedo, las ganas que tiene de olvidarse de su propia caducidad para comerse la vida a bocados con más gusto. No hay tragedia y, no obstante, la tragedia siempre está ahí. No sé si me explico.
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