José Luis Gómez Toré
Como ya ocurría en el espléndido Hormigas blancas, libro del mismo autor que tiene mucho que ver con el que ahora me ocupa, el riesgo de textos como éste es que pasen desapercibidos por su carácter misceláneo y, sobre todo, por situarse fuera de los grandes géneros canónicos (por más que los libros de notas y aforismos tengan antecedentes de tanto fuste como Elias Canetti o Antonio Porchia, por citar dos aproximaciones muy distintas a una forma similar de escritura). Quizá tampoco ayude del todo a valorar en su justa medida esta obra el hecho de que buena parte de los textos, incluso el mismo título, procedan del blog del poeta (una de la bitácoras, dicho sea de paso, más interesantes de las muchas páginas literarias que, en nuestra lengua, podemos encontrar en Internet). Con todo, si desterramos prejuicios heredados y leemos Perros en la playa sin anteojeras, este vínculo con un blog aporta un elemento de no poco interés. Libros como éste, a pesar de volcarse en un formato tradicional en papel (por cierto, en una edición muy cuidada, enriquecida por las ilustraciones de Pagola), otorgan dignidad literaria al blog, lo que no es un mérito menor del libro. Tan absurdo es considerar que la literatura, para ser contemporánea, debe reflejar de manera acrítica los lenguajes de Internet como denostar todo lo que no proceda de los formatos y canales tradicionales.
Con todo, Perros en la playa, ya desde su título, despista al lector y juega a presentarse como un libro menor. Como el mismo autor indica, «así han sido, así entiendo ahora estos comentarios: sin rumbo preconcebido, arbitrarios y espontáneos como las carreras de los perros en la arena, moviéndose nerviosamente de un lado para otro, incapaces de buscar otra cosa que su propio cumplimiento, la felicidad íntima de un correr que es también juego, búsqueda de compañía, diálogo con los otros perros que comparten la playa. Esa libertad, sobre todo». Pareciera que este texto, que aúna aforismos, notas y poemas, fuera solo una especie de cuaderno, en el que, con cierta arbitrariedad, se anotaran pensamientos y experiencias, sin mayor trascendencia que las que poseen las huellas que unos perros dejan al jugar en la playa. Pero bien pudiera ser, como sucedía en un poema de Elisabeth Bishop, que esas huellas traicionaran la presencia de un animal menos cotidiano y de mayor envergadura. Los breves textos, que como chispazos de inteligencia o de lirismo, parecen no dejar sino un leve rasguño en la memoria, van calando hondo en el lector, que acaba acompasándose al ritmo peculiar de esta escritura. Pese al frecuente desencanto que se refleja en estas páginas, en el fondo nos hallamos con la práctica continuada de la palabra como placer apenas confesado, o al menos como apuesta vital y personal de quien escribe. No en vano el autor invoca la libertad como un valor central en su propuesta. Precisamente la forma elegida, así como la fragmentariedad del discurso, permiten el libre juego del lenguaje, como si este, desde su aparente modestia, acabara impregnándolo todo. Así, la escritura acaba siendo más que un instrumento, una forma de estar en el mundo. Esta palabra que tiñe toda vivencia de su particular impronta, como una lluvia fina, apenas perceptible, que termina por calar hasta los huesos, me recuerda otro libro, recientemente publicado, Bajo la piel, los días de Eduardo Moga, un texto que comparte con el de Doce su voluntad de desmarcarse de la obediencia a las marcas de separación entre los géneros. Aunque nos encontramos con libros muy diferentes por su planteamiento y por su forma, ambos textos coinciden en su afán por desdibujar los límites entre escritura y vida, asumiendo toda la fragmentariedad y espontaneidad de la existencia.
En Perros en la playa, no falta la mirada crítica, que puede ser ácida, incluso amarga, pero también la ternura, apenas disimulada, de un yo que juega a cada rato a esconderse y que no desdeña la ironía, a menudo lanzada contra sí mismo. El acto de escribir se presenta paradójicamente como forma de reconocerse, de hacerse presente, pero a la vez como ejercicio de desposesión, de quien se arroja a borrar la propia identidad en la mirada múltiple y heterogénea de los potenciales lectores. En estas líneas sentimos toda la capacidad del lenguaje para mostrar y ocultar a un tiempo. Al lenguaje están dedicados, de hecho, no pocos de los textos (“Todas las palabras que nunca pronunció se asoman a ver pasar su cadáver”, nos dice el autor en uno de sus aforismos, o nos deja con este breve apunte, en apariencia incompleto: “Cuando escribir consiste en no sacarle todo el partido a las palabras”).
Constituye un acierto, a mi modo de ver, la inclusión de poemas junto con otras formas de escritura. Esta decisión, lejos de marcar el contraste entre los textos en verso y los textos en prosa, permite apreciar la alta temperatura lírica del conjunto, a menudo oculta tras la espontaneidad de lo escrito. Y de manera retrospectiva, nos hace apreciar como entregas anteriores del autor, como el citado Hormigas blancas o el diario La vibración del hielo, que no incluyen poemas propiamente dichos, participan de una misma mirada poética. Una mirada poética, que es una visión estética pero también moral del correr de los días, de esos recuerdos que se borran como las huellas de los perros en la playa, pero que se salvan, al menos provisoriamente, en páginas como éstas. Páginas tan lúcidas y hermosas, como las que nos ofrece, sin caer en la sensiblería ni renunciar al aguijón cuando es preciso, el excelente prosista que es también el poeta Jordi Doce.
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