Coradino Vega
Del mismo modo en que coincidieron durante la segunda mitad del siglo XIX una serie de escritores rusos que exploraron como nadie los recovecos de la interioridad humana, vista en perspectiva, la narrativa judeoamericana de la segunda mitad del XX no les fue a la zaga en ello. Un ejemplo: «Miró a Natasha, que cantaba, y en su alma aconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre y triste a la vez (…) Las lágrimas obedecían sobre todo a la contradicción violenta que, de pronto, había reconocido entre alguna cosa infinita, grande, que existía en él, y la materia, reducida, corporal, que era él e incluso ella. Esta contradicción le entristecía y le alegraba mientras ella cantaba» (Guerra y paz) / «Dubin regresó a casa en estado de excitación y con un cierto sentimiento de nostalgia. Se sentía aliviado y al mismo tiempo oprimido por una descarga de energía» (cita del libro que aquí comentamos). Fundada podríamos decir por Llámalo sueño, la temprana novela de Henry Roth; apuntalada por la obra estadounidense de Isaac Bashevis Singer, que fue el único de ellos que siguió escribiendo en yiddish; elevada al máximo nivel de propulsión vital por Saul Bellow y empoderada por Philip Roth, esta centelleante narrativa se caracterizó por la enérgica transmutación de la vida en literatura, mostrándonos el lado más dramático de aquélla tras el velo de la ironía y el humor, y revelándonos la inexplicable, desconcertante y paradójica naturaleza de la psique y sus inconsecuentes comportamientos externos.
Malamud perteneció a la generación de Bellow y fue considerado por Philip Roth su maestro. A su muerte, el autor de Pastoral americana escribió una narcisista y marmórea elegía en la que comparó su apariencia física con la de un agente de seguros al tiempo que lo describió como un escritor que prefería «presentarse como alguien cuyas necesidades personales no son asunto de los demás». Por eso, y para quienes estén acostumbrados al moralismo claustrofóbico de sus perfectos, chejovianos y desconsolados relatos protagonizados por tenderos inmigrantes afincados en Brooklyn o el Lower East Side de Nueva York, sorprende Las vidas de Dubin en tanto que liberador despliegue exhibicionista. A pesar de que su estilo permanece casi siempre en una tesitura moderada que lo diferencia de la exuberancia de Bellow o la contundencia de Roth, parece ser que, con este libro, Malamud se desinhibió pasando revista a su «conciencia tortuosamente exacerbada por el patetismo de una necesidad imposible de satisfacer», escribiendo su novela más desvergonzada. Los paralelismos con la obra de Saul Bellow y Philip Roth son inevitables. Poblada de autocrítica mezclada con ego, burla desatada de las inconsistencias del yo, tratamiento del adulterio emparentable también con la narrativa de Updike, epifanías a lo Cheever en las que la naturaleza y el paso del tiempo se convierten en el espejo de los altibajos emocionales del en apariencia recatado padre de familia, vivificante enamoramiento de senectud, fenomenología del matrimonio, la relación con los hijos y la depresión, Las vidas de Dubin es un prometeico ejercicio que tritura la experiencia mediante la ficción ofreciendo una verdad muchísimo más rica en matices que la imponderable verdad real o comoquiera que pueda llamársele. El biógrafo William Dubin escribe vidas ajenas para explicarse o quizás huir de su propia vida. Así como hay momentos en que no puede entender algunos episodios de la vida de D.H. Lawrence, libro en el que trabaja a lo largo de la novela después de publicar sendas biografías de Mark Twain y H.D. Thoreau, a Dubin le resulta imposible comprender la neurótica languidez de su esposa, las razones de su matrimonio, la incontrolable pasión que siente por una joven treinta años menor que él, la melancólica inestabilidad de su hija o el odio de su hijastro, que ha desertado del ejército antes de ser enviado a Vietnam y escapado primero a Suecia y después a la Unión Soviética.
Siempre hay algo obsceno en este tipo de novelas, y no precisamente en lo referente a la infidelidad o al erotismo. David Foster Wallace, con su perspicacia habitual y para deleite de la crítica feminista, habló del falocentrismo de escritores como Philip Roth o John Updike. No le faltaba parte de razón. Sin embargo, quizás habría que preguntarse quién es el que sale peor parado en estos casos. Está claro que Malamud aspiró por medio de William Dubin a superar los férreos límites del yo unidos al determinismo de las circunstancias y, como a Morris Bober (el protagonista de su también magnífica novela El dependiente), lo oímos implorar: «¡Una vida mejor!». Porque ése es el grito que atraviesa Las vidas de Dubin, un desopilante regalo para el lector que, según el testimonio de la hija de su autor, la psicoterapeuta Janna Malamud Smith, supuso en cambio una verdadera desgracia para la familia de aquel escritor con pinta de agente de seguros que, además de haber vivido discretamente hasta su publicación casi como uno de los anónimos trabajadores de sus cuentos (felizmente reunidos asimismo ahora por El Aleph en una suerte de restitución de su postergada grandeza), sin mostrarse demasiado, rehuyendo toda polémica minimizando sus exposiciones públicas y que concebía la vida como una tragedia llena de gozo, era también su padre.
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