Trad. Damià Alou. Blackie Books, Barcelona, 2010. 178 pp. 19 €
Cristina Consuegra
En abril de 2010, la editorial Blackie Books publica La pesca de la trucha en América, del autor norteamericano Richard Brautigan, iniciando, de este modo, la biblioteca que lleva el nombre del escritor nacido en Tacoma, uno de los mayores iconoclastas de la historia de la literatura que mejor supo abrir en canal el canon occidental. Meses después, esta misma editorial nos ofrece el segundo título de la colección, Un general confederado de Big Sur, libro objeto de este texto, desvelos varios y delirios literarios que pensaba perdidos por siempre.
Escrito en 1964, Un general confederado de Big Sur, supuso el primer gran fracaso del autor; aunque fue esta su primera novela publicada, La pesca de la trucha en América fue escrita con anterioridad y con su publicación, en 1967, Richard Brautigan obtuvo cierta relevancia que le hizo trazar, directa o indirectamente, la trayectoria que lo llevaría al collar de desastres que fue su vida. Ese éxito precipitado y deseado con angustia desacertada, mal asimilado, lo llevó a erigirse como una especie de gurú decadente, de borrachera en borrachera y de cama en cama; además, este éxito gaseoso lo arrastró, de la mano de una crítica que no supo cómo enfrentarse a la mente de este gran esquizoide literario, a lugares equivocados que podemos etiquetar como contracultura o literatura beatnik; lugares que él se ocupó de incendiar como gran emperador visionario, como ese gran alquimista literario obsesionado por experimentar con todo aquello que tenía a su alcance y acontecía en su imaginación.
Y es que la historia de la literatura norteamericana está llena de grandes y brillantes fracasos, desde el intento de Henry James por ser comprendido y adorado dentro de una sociedad todavía adormecida, hasta el culto póstumo a John Fante. Autores que se empeñan en vivir la literatura, en derruirla para poder edificar espacios que la dignifiquen y permitan su evolución. Y en este empeño por fracasar, derruir y dignificar ese extraño nombre que llamamos literatura, aparece, entre la masificación de títulos posibles, Un general confederado de Big Sur, tras cuyas páginas se refugia la sensación de haber asistido a algo grande, como si nunca hubieras leído libro alguno; como si Brautigan te enseñara a leer —vivir, mirar— por primera vez.
En este debut subversivo, tenemos la inmensa fortuna de encontrar en Un general confederado de Big Sur todos aquellos elementos que hicieron grande la narrativa de su autor, elementos que fue perfeccionando a lo largo de un corpus de nueve novelas, nueve poemarios y una colección de cuentos; es, en este título, donde esa ficción experimental o confusa aparece como armazón para un estilo que se debate entre la sencillez y concesión, y el lirismo más obsesivo; un estilo que esconde, entre las ramas de la superficialidad, una amalgama de ideas capaz de azotar hasta la mente más virginal: la realidad se presenta como algo extraño e inexacto, de cualidad múltiple y no exclusiva; sus personajes, que se debaten entre el corte valleinclaniano y el perfil del antihéroe norteamericano, se responsabilizan de funciones estilísticas poco habituales en esa época narrativa.
Sin embargo, si debo quedarme con alguno de esos elementos, elijo sin duda la obsesión por destrozar la realidad, por desfigurarla a través de los personajes, primero, y por el peso de las acciones narrativas, después. Cuestionar, con sentido del humor, ese exterior que impone conductas sociales, comportamientos sexuales y destinos que no guardan relación con la condición de ser humano o la libertad. Y en este cuestionamiento perpetuo, ya sea con una estructura narrativa original o con la multiplicidad de finales, Richard Brautigan nos cuenta una historia de seres libres que deciden inventar lugares y reformar la historia tal como se la han contado, vivir por derecho propio. Y gracias a esto, Brautigan ofrece al lector una profunda visión escéptica del mundo que nos rodea; porque cuando este autor decide romper con la estructura formal para dar paso a esa literatura confusa no solo permitió que la disciplina diese un paso adelante, sino que a nosotros, los lectores, nos hizo un poco más felices. Por ello, tras la figura triste de Augustus Mellon, de su nieto Lee; de Jesse, trasunto del propio autor, y de tantos otros personajes que habitan en Un general confederado de Big Sur existe esa ficción insatisfecha que llamamos felicidad.
Cristina Consuegra
En abril de 2010, la editorial Blackie Books publica La pesca de la trucha en América, del autor norteamericano Richard Brautigan, iniciando, de este modo, la biblioteca que lleva el nombre del escritor nacido en Tacoma, uno de los mayores iconoclastas de la historia de la literatura que mejor supo abrir en canal el canon occidental. Meses después, esta misma editorial nos ofrece el segundo título de la colección, Un general confederado de Big Sur, libro objeto de este texto, desvelos varios y delirios literarios que pensaba perdidos por siempre.
Escrito en 1964, Un general confederado de Big Sur, supuso el primer gran fracaso del autor; aunque fue esta su primera novela publicada, La pesca de la trucha en América fue escrita con anterioridad y con su publicación, en 1967, Richard Brautigan obtuvo cierta relevancia que le hizo trazar, directa o indirectamente, la trayectoria que lo llevaría al collar de desastres que fue su vida. Ese éxito precipitado y deseado con angustia desacertada, mal asimilado, lo llevó a erigirse como una especie de gurú decadente, de borrachera en borrachera y de cama en cama; además, este éxito gaseoso lo arrastró, de la mano de una crítica que no supo cómo enfrentarse a la mente de este gran esquizoide literario, a lugares equivocados que podemos etiquetar como contracultura o literatura beatnik; lugares que él se ocupó de incendiar como gran emperador visionario, como ese gran alquimista literario obsesionado por experimentar con todo aquello que tenía a su alcance y acontecía en su imaginación.
Y es que la historia de la literatura norteamericana está llena de grandes y brillantes fracasos, desde el intento de Henry James por ser comprendido y adorado dentro de una sociedad todavía adormecida, hasta el culto póstumo a John Fante. Autores que se empeñan en vivir la literatura, en derruirla para poder edificar espacios que la dignifiquen y permitan su evolución. Y en este empeño por fracasar, derruir y dignificar ese extraño nombre que llamamos literatura, aparece, entre la masificación de títulos posibles, Un general confederado de Big Sur, tras cuyas páginas se refugia la sensación de haber asistido a algo grande, como si nunca hubieras leído libro alguno; como si Brautigan te enseñara a leer —vivir, mirar— por primera vez.
En este debut subversivo, tenemos la inmensa fortuna de encontrar en Un general confederado de Big Sur todos aquellos elementos que hicieron grande la narrativa de su autor, elementos que fue perfeccionando a lo largo de un corpus de nueve novelas, nueve poemarios y una colección de cuentos; es, en este título, donde esa ficción experimental o confusa aparece como armazón para un estilo que se debate entre la sencillez y concesión, y el lirismo más obsesivo; un estilo que esconde, entre las ramas de la superficialidad, una amalgama de ideas capaz de azotar hasta la mente más virginal: la realidad se presenta como algo extraño e inexacto, de cualidad múltiple y no exclusiva; sus personajes, que se debaten entre el corte valleinclaniano y el perfil del antihéroe norteamericano, se responsabilizan de funciones estilísticas poco habituales en esa época narrativa.
Sin embargo, si debo quedarme con alguno de esos elementos, elijo sin duda la obsesión por destrozar la realidad, por desfigurarla a través de los personajes, primero, y por el peso de las acciones narrativas, después. Cuestionar, con sentido del humor, ese exterior que impone conductas sociales, comportamientos sexuales y destinos que no guardan relación con la condición de ser humano o la libertad. Y en este cuestionamiento perpetuo, ya sea con una estructura narrativa original o con la multiplicidad de finales, Richard Brautigan nos cuenta una historia de seres libres que deciden inventar lugares y reformar la historia tal como se la han contado, vivir por derecho propio. Y gracias a esto, Brautigan ofrece al lector una profunda visión escéptica del mundo que nos rodea; porque cuando este autor decide romper con la estructura formal para dar paso a esa literatura confusa no solo permitió que la disciplina diese un paso adelante, sino que a nosotros, los lectores, nos hizo un poco más felices. Por ello, tras la figura triste de Augustus Mellon, de su nieto Lee; de Jesse, trasunto del propio autor, y de tantos otros personajes que habitan en Un general confederado de Big Sur existe esa ficción insatisfecha que llamamos felicidad.
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