viernes, septiembre 02, 2011

El mapa y el territorio, Michel Houellebecq

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2011. 384 p. 21,90 €

Nere Basabe

Tras haber tratado ámbitos como el de la investigación genética (Las partículas elementales) o el turismo sexual (Plataforma), la nueva novela de Michel Houellebecq, primera referencia de la literatura francesa actual, se centra en esta ocasión en el mundo del arte contemporáneo para completar su particular cosmovisión. Jed Martin, el protagonista de El mapa y el territorio, es un fotógrafo y pintor sin vocación fuerte, que triunfa por casualidad con una serie de fotografías de los famosos mapas Michelin; la biografía de este artista inadaptado y resignado y su desinterés por ese éxito que le sobrepasa le sirve a Houllebecq para poner en marcha toda una reflexión sobre la conceptualización del arte y su mercado: la representación de la representación, las naturalezas muertas del mundo industrial o la radiografía estética de los medios de producción occidentales y sus protagonistas conviven así con la crítica a la frivolidad de las inauguraciones, los patrocinios, las galerías de arte, la diferencia entre el precio y el valor o la crítica especializada.
El mapa y el territorio deja atrás la desmesura de su anterior novela, La posibilidad de una isla, y en ocasiones parece volver a los orígenes y la sencillez de la Ampliación en el campo de batalla, con algunos paralelismos en los caracteres de ambos protagonistas o en esa caldera de la calefacción siempre averiada, igual que aquel coche perpetuamente en el taller con el que se abría su primera novela, como burda metáfora de que algo no marcha bien. En esta ocasión sin embargo va más allá con algunos sorprendentes elementos y giros en la narración, entre los que destaca la inclusión del propio escritor como personaje, no tan secundario, de la novela, otorgándole así una nueva dimensión. Houellebecq se retrata de forma despiadada con todos los tópicos que esperamos de él (escritor huraño, misántropo, maniático, tacaño y alcohólico, comido por la micosis y enganchado a los dibujos animados de la Fox), en lo que algunos han querido ver un ajuste de cuentas consigo mismo y que probablemente no sea sino un divertimento, una travesura más del enfant terrible de la literatura francesa. Su aparición en el relato, que supera el cameo y compite por arrebatarle protagonismo al joven artista Jed, introduce además una inesperada vuelta de tuerca cuando, en la segunda parte del libro, el escritor aparece brutalmente asesinado junto a su perro. El mapa y el territorio toma así un desvío posmoderno convirtiéndose, por un momento, en un thriller en el que el escritor investiga sobre su propia muerte e introduce nuevos personajes, como el del inspector de policía, jugando así con los tópicos del género negro. Houellebecq se divierte además con el retrato no sólo de sí mismo, borracho o desmembrado, sino de un buen número de personajes mediáticos y socialités del país galo, como el popular escritor Frédéric Beigbeder o el presentador televisivo Jean−Pierre Pernaut, que pasan por las inauguraciones, cócteles y demás fiestas llenas de aparente glamour.
Frente a quienes lo retratan como un epígono del realismo sucio cuyas páginas aparecen plagadas de sexo de pago o consideraciones racistas, exabruptos y más que una pesimista mirada sobre la sociedad contemporánea, yo siempre he defendido la cruda emotividad de las relaciones humanas que describe, lo conmovedor de unas historias de amor cotidianas y sinceras, prosaicas y carentes de grandes gestos, como la que aquí se presenta entre Jed y Olga: se conocen en un contexto profesional, salen durante unos meses, se acuestan, realizan algunas escapadas de fin de semana a hoteles con encanto, y cuando ella es transferida a un puesto superior en un país extranjero la relación se interrumpe; él desearía pedirle que no se vaya, y ella desearía que él lo hiciese, pero ninguno de los dos hace nada. Años después ella vuelve, se reencuentran, pero ya no es lo mismo. La otra relación de interés que el protagonista mantiene en su más que restringido círculo es con su padre, un arquitecto jubilado que vive en una residencia geriátrica; dos personajes solitarios que se juntan una vez al año, por navidad, para celebrar una triste cena de nochebuena en la que no parecen tener mucho que decirse y que sin embargo constituye otro de los puntos fuertes de esta novela. Y cuando Jed decide viajar hasta Suiza para partirle la cara al director de la clínica en la que han practicado la eutanasia a su padre, Houellebecq pone en evidencia que sus personajes, pese a la fealdad circundante, no acaban por rendirse ni ceden en dignidad, aunque luchen contra molinos como gigantes y sólo caigan en el absurdo impotente. Houellebecq no renuncia aquí, en lo que es otra de las constantes de su obra, tras el diagnóstico sociológico, al pronóstico; el vaticinio de esta vez, más humilde en su alcance, dibuja un inminente futuro de abandono de las grandes urbes y vuelta al terruño y a los oficios artesanos, con el turismo rural convertido en una especie de nueva religión (vaticinios en los que tal vez no ande muy descabellado). Y en medio del retrato del apocalipsis en el que desembocará la crisis que vivimos, la posibilidad de hallar aún, entre sus grietas, un brote de belleza que asoma en el proyecto artístico final de la vida de Jed: unas viejas polaroids que pierden su color expuestas al sol y al tiempo, cruzadas con la filmación de unas hojas de hierba que se agitan durante horas con el viento.
El mapa y el territorio, como todos los libros de Michel Houellebecq, ha venido acompañado también en esta ocasión por la polémica, con la adjudicación del prestigioso premio Goncourt (inmerecido para unos, largamente adeudado para otros) o las acusaciones de plagio a textos de la Wikipedia o de la guía turística de la cadena Relais & Chateaux: no cabe duda de que Houellebecq juega con maestría con la intertextualidad, el pastiche, la hibridación de géneros o la escritura del yo, y demuestra así su virtuosismo en la capacidad de inventar lo que ya está inventado.

3 comentarios:

antimo dijo...

Hola,


El primer comentario ajustado que he leido sobre este libro que a mí me ha gustado mucho.

Supongo que el autor se descojonará cuando lea la cantidad de chorradas ( empezando por el que ha escrito la solapa ) que se escriben.


Enhorabuena por tu comentario

Anónimo dijo...

El espacio de me gusta, no me gusta es para el libro o para este comentario?
Demasiado largo y aburrido el comen... digo, el libro. Lo mismo de siempre. Y cuando viene la inevitable comparación con Brett Easton Ellis, el yanqui, como siempre, gana.

David Escobar dijo...

Pienso que haz desentrañado cual es el verdadero encanto de la prosa de Houellebecq.