martes, noviembre 30, 2010

Fuera de temario, Manuel Espada

Editores Policarbonados, Madrid, 2010. 194 pp. 15 €

Miguel Baquero

Fuera de temario es el segundo libro de relatos de Manuel Espada (Salamanca, 1975) , escritor y guionista televisivo experto en microrrelatos (modalidad en la que ha obtenido varios y prestigiosos premios) y cultivador también del relato algo más largo, como los que en su día se reunieron en el volumen El desguace y los que ahora se reúnen en este libro de Editores Policarbonados. Fuera de temario es un conjunto de once cuentos que tienen como denominador común su imaginación pletórica y desbordante, varios metros por delante de la imaginación al uso hasta acabar ingresando en un universo distinto, muy cercano a lo alucinado, donde los personajes experimentan curiosas —y fascinantes— metamorfosis nunca antes imaginadas, o hacen variar la naturaleza que les rodea de una forma tan insólita que deja perplejo e impresionado al lector.
Proveniente de ese género en boga: el hiperbreve o microrrelato, donde cualquier palabra encierra un sentido y el final ha de ser cautivar a los lectores en el menor tiempo posible, en estos relatos de extensión más larga Manuel Espada parece haber querido aprovechar la ocasión para conducir sus cuentos hasta las últimas consecuencias, para estirar esa rara mezcla entre realidad y ficción que conforma la literatura hasta el punto de mayor tensión, hasta donde lo increíble llega a resultar cotidiano y lo cotidiano increíble. Mujeres que se transforman en butacas de cine, camareros de bar, a la vez aficionados a escribir, que intervienen sobre el destino de sus clientes, fabulosos pentagramas que brotan de las plantas… El lector de estos cuentos se encuentra, prácticamente desde la primera página, sumido en un universo de fenómenos extraños… pero comprensibles, un lugar donde, a puro golpe de buena y libre imaginación, parecen haberse roto casi todas las reglas que actúan (o actuaban) sobre este mundo.
No es, sin embargo, una fantasía gratuita, un despliegue de imaginación a modo de fuegos artificiales, sin mayor sustancia que la luz que puedan desprender durante unos instantes, sino que los relatos de Fuera de temario, y los prodigios que en ellos ocurren, nos transmiten (como en esa película que, no en vano, se utiliza como cita: Amanece que no es poco) una cercanía con los estados y los sentimientos del hombre: el amor, el miedo, la tristeza, la vejez, la falta de esperanza… Son esos sentimientos que siempre han comprendido el caudal humano los que se toman y se observan bajo esta nueva luz brillante de imaginación colorida, este fascinante caleidoscopio de formas nunca antes vistas.
Un dechado de imaginación.

lunes, noviembre 29, 2010

El viaje del idiota, Miguel Paz Cabanas

Baile del Sol, Tenerife, 2010. 174 pp. 12€

Amadeo Cobas

Miguel Paz Cabanas, escritor que ha obtenido un montón de premios literarios, nos propone en El viaje del idiota un viaje, en efecto. Uno en el que la fórmula anodina que preside el deambular por la vida de mucha gente se ve reflejada aquí en Santiago, el protagonista principal.
Su hija adolescente, a la autosuficiencia de esa edad, añade el desprecio hacia su padre separado, culpabilizándolo de todos sus males, comparándolo con los triunfadores de la familia materna, tan unidos, tan ideales, tan infalibles (…más o menos, si no fuera por una oveja negra, primo de la adolescente, que en sus ratos libres es chapero). Santiago, por su parte, está disfrutando, entre comillas, de un veraneo con su díscola hija. Ella lo escruta con desdén para censurar cualquier decisión que tome. Su padre, el censurado, porta sobre los hombros el hastío. El escritor nos lo presenta como un hombre apocado al que a veces le sale un ramalazo de genio, conformista porque la vida que lleva no le gusta aunque nada hace para salir de ese pozo, descolocado porque ni se ve separado ni trabajando en la funeraria donde se gana el pan ni criando a su hija.
Ya el padre del protagonista, apocalíptico, le decía: «Todo lo que tiene que hacer un hombre para rodar por el abismo es confiar en que las cosas le irán mejor». Aquí radica uno de los éxitos de la obra: porque son chispeantes las conversaciones profundas que se traen Santiago y su padre. Al tiempo que hacen un repaso a hechos del pasado, buscando sus causas, enunciando sus resultados, se embarcan en predicciones futuras, se aconsejan el uno al otro, se reconvienen, disputan al fin: mientras el hijo se desahoga de la presión que lleva en su vida, el padre narra «confidencias ultraterrenas». Porque, eso sí, dado que es desvelado desde las primeras páginas, nada les estropeo si les digo que el padre de Santiago está muerto…
El autor es exquisito en las descripciones, minucioso en los pormenores, utiliza un vocabulario preciso y amplio que orna con suficiencia la novela. Sin olvidar el destello de algún que otro deje poético, «ecos oblicuos de secretos sin compartir».
Sólo hay una pega…
En sus estertores la obra se pierde en una compleja trama mafiosa —como su hija, «secuestrada por unos pijos», esto es, por la familia política—, con afloramiento de personajes secundarios que distraen al lector para aportarle más bien poco. Es mi opinión personal que el argumento se le escapa de las manos a Paz Cabanas porque arrima ingredientes que vuelven grumosa la mezcla, la entorpecen innecesariamente y restan frescura a lo que hasta entonces era un plato de mérito. Así, sufre la novela en su final a causa de esta derivación.

viernes, noviembre 26, 2010

Las heridas de los elefantes, Miguel Tomás Valiente

451 Editores, Madrid, 2010. 180 pp. 15,50 €

Ignacio Sanz

Espléndida novela de intriga, pasiones y extrañezas. Algunas de estas extrañezas arrastran al protagonista al desconcierto. El escenario que la imanta se centra en Madrid, pero los personajes se mueven con soltura por Alicante, Huesca, La Vera, Londres o Nueva York. No en balde el protagonista y narrador es un hombre de mundo que antes de regentar con su hermana el Surya, un bar de copas en el centro de Madrid, se ha dedicado a escribir guías de viaje por países remotos. Una parte de las fotos que ilustraron aquellas guías decoran ahora las paredes del bar.
La novela, como las matriuskas rusas, contiene otra novelita o, mejor, una larga carta que el lector va descubriendo por fragmentos insertados en la narración matriz. Es una extraña e intensa carta de amor escrita por una mujer misteriosa. Conocer la identidad de esa mujer que firma como M.M.P., las iniciales de su nombre y apellidos, es uno de los misterios que se agazapan en la historia y tiran poderosamente de la curiosidad del lector. Otro elemento que perturba es la muerte de un amigo., aunque no tanto la muerte como su desaparición previa, dejando en el protagonista una sensación de culpa pues, al enterarse de su muerte, se descubre como un pequeño traidor a esa amistad por no haber estado a la altura de las circunstancias, por haberse desentendido de ese dolor que ahora roe en su ánimo con esa lentitud constante con que la carcoma roe la madera. Todo ello le lleva a un estado de melancolía.
En la contraportada de la novela se escribe a modo de reclamo: «Una minuciosa investigación psicológica escrita en clave de novela negra». Pero la novela es mucho más que una novela negra. Los personajes que se mueven por estas páginas no se corresponden con el arquetipo que suelen moverse por la novelas negras. La complejidad, la extremada sensibilidad y su condición cavilosa, les aleja de los personajes tipo que suelen animar este género. Lo único que rechina y más en esta época de crisis, es lo bien que económicamente se han montado la vida los personajes centrales. Ni en cuatro vidas podrían gastarse todo el dinero que acumulan.
Claro que es de ahí, de ese confort material, de donde puede venir el hartazgo, el tedio, la necesidad de buscar nuevos alicientes a la vida. Y, en consecuencia, la carta, esa carta misteriosa que desencadena la acción y que empuja al lector a emboscarse en estas páginas escritas con elegancia y contención, una elegancia que, unida al misterio que late en la historia, nos invita a seguir para conocer el desenlace.

jueves, noviembre 25, 2010

Lo que sé de los hombrecillos, Juan José Millás

Seix Barral, Barcelona, 2010. 185 pp. 17,50 €

Fernando Sánchez Calvo

Últimamente Juan José Millás tenía abandonado a su público literario. Sus habituales colaboraciones con La ventana (Cadena Ser) y su cada vez más acentuada querencia a la columna o el reportaje periodístico han desplazado en estos años al autor que, sobre todo en los años ochenta y noventa, deslumbró, emocionó o por lo menos inquietó a los lectores con títulos como La soledad era esto, Visión del ahogado o Dos mujeres en Praga. A pesar de que su última novela, El mundo, recibió el Premio Planeta y el Nacional de Narrativa entre otros no hace más de tres años, lo cierto es que muchos de los que al menos hemos devorado dos o tres de sus obras (por no decir sus famosos articuentos o puras recopilaciones de relatos como Cuentos de adúlteros desesperados) no acabábamos de sentir El mundo como un título suyo por mucho que estuviera inspirado o cogiera como materia prima la infancia del autor. Lejos quedaba la melancolía contenida superada a base de humor o el cuestionamiento de ciertos dogmas que la propia izquierda había querido implantar en todos sus intelectuales. Todo eso parecía haberse perdido. Sin embargo, Lo que sé de los hombrecillos, publicado por Seix Barral, vuelve a recuperar dichos valores y obsesiones. No se puede decir evidentemente que esto sea bueno o malo, aceptando más si cabe que a un artista se le pide evolución narrativa y vital. Lo que no se le pide, y entre ellos muchos de los lectores, es que abandone su mundo propio.
El argumento de la nueva novela: un maduro profesor universitario ve interrumpida su vida cotidiana con la aparición de seres diminutos que colman y ocupan todos los rincones de su casa. Uno de ellos es idéntico a él. Como no hay nada mejor que hacer, el profesor universitario toma al hombrecillo como particular Virgilio para que le guíe por todos los círculos posibles del deseo y el sueño. El proyecto es arriesgado dado que el deseo a veces tiene dos caras. El objetivo o meta: el reencuentro con la vitalidad de los años jóvenes y la introspección en uno mismo. El resultado final: una nueva novela que si bien es original en cuanto a la temática tratada por Millás (por lo común y por tradición, realista) sí que vuelve a rescatar el “mundo” verdadero del autor: el de los extraños, el de las excepciones, el de la gozadas melancolías y el del deseo irrefrenable y a la vez repudiado.

miércoles, noviembre 24, 2010

La tía Mame, Patrick Dennis

Trad. Miguel Temprano García. Acantilado, Barcelona, 2010. 352 pp. 19,50 €

Victoria R. Gil

La tía Mame empezó siendo un conjunto de relatos, se transmutó en novela y llegó a ser obra de teatro, película y musical con las actrices Rosalind Russell, Angela Lansbury, Lucille Ball y Silvia Pinal, entre otras, dando vida a la inefable Mame Dennis, una suerte de Susan Vance más madura pero igual de excesiva e impetuosa que el personaje que inmortalizara Katharine Hepburn en La fiera de mi niña (Bringing up Baby, 1938).
Mame, rica soltera en un Nueva York que está a punto de cambiar los felices años veinte por los duros años treinta, recibe la inesperada herencia de un sobrino en edad escolar, poseedor de un lúcido escepticismo que lo mantiene a salvo (casi siempre) de los disparatados acontecimientos que se sucederán a partir de entonces en su vida. Ese cándido pequeño que buscaba en el diccionario el significado de palabras como lesbiana, daiquiri, psicoanálisis, relatividad y Schoenberg no tarda mucho en descubrir que, aun siendo excéntrica y caprichosa, su tía es también fascinante, leal y apasionada. Y que su inagotable entusiasmo atrae a todos cuantos la rodean «como una flautista de Hamelín».
Es difícil leer las aventuras de La tía Mame, a cada cual más absurda y extravagante, sin soltar una carcajada. Hasta el lector menos jovial se descubrirá sonriendo ante sus esfuerzos por convertirse en eficiente empleada de unos grandes almacenes, actriz polifacética o escritora de éxito, entre otros muchos oficios por los que pasa a la misma velocidad con la que conduce su Rolls-Royce. Porque éste es, sin duda, un libro cargado de humor, pero de un humor que esconde, emboscada entre pieles de zorro blanco y cócteles en el Cotton Club, una mirada crítica que cae sobre todo cuanto se pone a su alcance, ya sean los intelectuales liberales o los financieros conservadores, la bohemia neoyorquina o la sureña vida rural.
«Los parientes siguieron llegando. Todos tenían dos nombres de pila y algunos incluso dos apellidos. Había unos seis hombres llamados Moultrie, cuatro que respondían al nombre de Calhoun, ocho Randolph, y casi todos tenía algún Lee incrustado entre sus nombres. Para que todo fuese aún más confuso, la mitad de las mujeres tenían nombres de hombre. Había señoras llamadas Sarah Jones, Liza William, Susie Carter, Lizzie Beaufort, Mary Arnold, Annie Bryan y Lois Dwight». Así describe Dennis una reunión familiar en una plantación de Georgia, cuya dueña tenía por costumbre mostrar su venerable desaprobación «con una fanfarria de flatulencias».
Paul Rudnick, dramaturgo, novelista y autor, entre otros, de los guiones de In & Out y La familia Addams: la tradición continúa, diría del personaje creado por Patrick Dennis que fue la “diabólica respuesta norteamericana a Mary Poppins”, porque nada más alejado de esa contenida institutriz inglesa que enseña a recoger el dormitorio o a hacer visitas de cortesía que la tía Mame. Una mujer que cree en los sistemas de educación mas avanzados y por ello elige para su sobrino un colegio sin libros ni pupitres, donde los alumnos van desnudos y se les permite pintar con los dedos y ser tan antisociales como deseen; una noctámbula empedernida que terminará la fiesta con demasiado champán, incluso en plena Ley Seca, y para quien las nueve de la mañana todavía es plena noche.
«Pasé aquel primer verano en Nueva York trotando detrás de la tía Mame con mi cuaderno de vocabulario, teniendo breves conversaciones matutinas todas las tardes, y siendo visto pero no oído en sus tés literarios, tertulias de salón y cócteles», cuenta el joven Patrick mientras aprende nuevas palabras, desde curda a psiconeurótico.
La tía Mame es, en definitiva, como el famoso título de Antón Makarenko, un auténtico poema pedagógico capaz de transmitir alegría de vivir a todo el que se acerque a sus páginas. Y el rastro que ha dejado es tal que aún hoy, 55 años después de la publicación de la novela en Estados Unidos, Nueva York exhibe orgulloso una ruta diseñada a medida de sus exquisitos gustos, con visitas obligadas a los hoteles Plaza, Algonquin y St. Regis, los grandes almacenes Macy's, la Quinta Avenida y Washington Square.

martes, noviembre 23, 2010

La soledad dejó de ser perfecta, Alberto de Frutos Dávalos

Editores Policarbonados, Madrid, 2010. 120 pp. 12 €

Miguel Baquero


Ganador de numerosos certámenes literarios, cerca de sesenta, Alberto de Frutos Dávalos (Madrid, 1979) reúne ahora en un volumen una selección de esos relatos premiados, doce en concreto, junto con otros dos no galardonados. Pese a tratarse de catorce relatos autónomos, premiados a lo largo de casi una década, el volumen resultante, La soledad dejó de ser perfecta, no es una obra dispersa y deslavazada, sino que, por el contrario, se halla unida por un factor común a todos los relatos y por el hecho de que una atmósfera, un sentimiento unitario se extiende a lo largo de todos ellos. Los relatos que componen La soledad dejó de ser perfecta forman en conjunto un magnífico canto de suave melancolía, un ejercicio de delicadeza y finura de los sentidos que dan como resultado un libro exquisito.
Desde “Una irlandesa en la Santa Croce”, donde, al narrar un viaje a Florencia, la mirada se posa, por encima de la suntuosidad monumental de la ciudad, en una humilde tumba de una extranjera en medio del tumulto artístico de la ciudad, hasta “Sinatra”, en que un hombre va buscando durante toda su vida unas notas de una canción de La Voz que en su día, cada vez más lejano, le estremecieron de emoción, recorrer estos cuentos es sumergirse en la nostalgia por las emociones perdidas, por esa capacidad para impresionarnos con la belleza y quedar fascinados por la gracia que en un determinado momento dejamos de sentir, o sentimos cada vez más diluida. Quizás fue el día en que la sensatez y el cálculo se apoderó de nosotros. En cuentos como “La hija del general” se nos relata, por ejemplo, el caso de dos hombres enamorados de la misma mujer; mientras el uno le dedica poesías, el otro la asalta mediante palabras directas; el relato sirve así como marco para una reflexión entre el enfrentamiento, seguramente perpetuo, entre la vida activa y la vida poética y ensoñadora, con el resultado del triunfo de esta última.
Hay una melancolía en estos relatos del sentimiento inflamado que alguna vez tuvimos, de aquellos días en que contemplábamos el mundo desde un prisma único y especial, a causa del amor, a causa de nuestra naturaleza, a causa probablemente de que éramos otros. Aunque quizás existe una esperanza. En un relato, magnífico, como “Los lunes con K”, se nos presenta a un personaje rendidamente enamorado, un personaje que ha recuperado esos días de exaltación en que, a través del amor, la gracia y la magia se expande al resto de la realidad… sólo al final descubriremos que K. no existe, que es tan sólo una excusa, la última excusa, para la salvación, para recuperar esas sensaciones perdidas, esos tiempos únicos y mágicos de que hablara también Proust.
Junto con este sentimiento unitario, los relatos de La soledad dejó de ser perfecta se asientan también en un estilo cuidado, preciso, en una prosa elegante, firme y llena de sugerencias. De Frutos escribe con rotundidad, sin necesidad de hacer alardes, de adornarse inútilmente, con un estilo literario que pisa terreno firme. Esta conjunción de estilo y tema, de escribir espléndidamente y, al mismo tiempo, saber construir una atmósfera, un clima, y lanzar una propuesta, es lo que hace de este pequeño libro una pequeña perla, un fino trabajo de orfebrería exquisitamente rematado para quienes todavía tienen costumbre de valorar estas cosas.

lunes, noviembre 22, 2010

Notas al pie de Gaza, Joe Sacco

Trad. Marc Viaplana. Mondadori, Barcelona, 2010. 418 pp. 22,90 €

Doménico Chiappe

Un autor, Joe Sacco, quiere escribir un libro de no ficción sobre un acontecimiento sucedido en 1956: la ocupación relámpago de la Franja de Gaza por parte del ejército israelí y la matanza de palestinos en Khan Younis y en Rafah. Sacco conoce el contexto general y el lugar donde investigará, porque antes ha escrito otro libro, Palestina (2002) y ha viajado a la zona por encargo de Harper’s. Pero los acontecimientos de 1956 apenas asoman la punta del hilo. La enorme dificultad para reconstruir aquellos sucesos, sepultados por los diarios partes de guerra y por los archivos sumarios y la contrainformación de los medios de comunicación y las agencias oficiales, conforman una trama que absorbe al principal objetivo: hallar la historia de lo que pasó en los primeros días de noviembre de 1956 en dos ciudades palestinas, durante la guerra del Sinaí. Así, Notas al pie de Gaza es la crónica de un personaje, el propio Sacco, que intenta hurgar en la memoria individual. Una misión que realiza en una época sangrienta para la zona: entre 2002 y 2003, cuando Estados Unidos estrechaba el cerco a Irak y comenzaba el lobby internacional que finalmente desató la invasión norteamericana.
Sacco es un gran dibujante. Su seña de identidad es el dibujo realista (sin llegar al hiperrealismo) en blanco y negro. Un trazo elegante, con intención narrativa en cada viñeta, que hace énfasis en los gestos de la cara y las manos y en el ambiente, donde se aprecia todo aquello que no se dice en los textos que acompañan cada dibujo. Para recrear tanto los rostros como la diégesis, se apoya en las fotografías que él mismo hace durante su trabajo de campo. Y también es un buen reportero.
En Notas al pie de Gaza elige la primera persona para mostrar cómo consigue los testimonios que logra recoger en el terreno, y que le sirven para la historia. Y combina esta trama con la otra trama, menor en longitud pero principal en cuanto a objetivos, de reconstruir los hechos de 1956. Una y otra se complementan porque la trama de 1956 se encuentra nublada por los acontecimientos actuales, que Sacco registra exponiéndose incluso a las balas trazadoras de la terrible torre de Tal Zorob en Rafah: derribo de casas palestinas por parte de los bulldozer israelíes, asesinatos casi diarios a la población palestina, atentados terroristas contra civiles y objetivos militares israelíes, pobreza en la Franja de Gaza, odio hacia las fuerzas y autoridades imperantes y una relación dicotómica, entre apoyo y hartazgo, de la población hacia los militantes de organizaciones terroristas que utilizan, muchas veces sin el consentimiento de los civiles, los sectores poblados para llevar a cabo sus incursiones. Un mapa muy complejo que logra dibujar con pluralidad y honestidad el autor de esta obra.
Sacco cuenta con la complicidad de Abed, palestino, que es “culto y su clan familiar respetado”, y que le sirve de traductor y de llave para abrir las puertas de ese mundo árabe al que quiere penetrar. Cuando lo hace, pronto se encuentra en la tesitura de que su historia necesita del contexto, que no se trata de un cuento de guerra que funcione, con la complejidad que le quiere otorgar, sin el relato histórico. Así que, en diversos capítulos, fragmentados algunas veces, narra y dibuja, es decir, muestra, por ejemplo, la creación de los fedayín ante la expulsión de los palestinos de los territorios concedidos al estado judío, “el pacto de convivencia” entre judíos y palestinos, la interesada e hipócrita posición política y militar de Egipto, las confabulaciones franco-inglesas para hacerse con el Canal de Suez después de agitar la zona en una escalada bélica, las consecuencias para el pueblo palestino, la actitud periodística engullida, al igual que los habitantes de la región, en una violenta cotidianidad que no deja resquicio para aprender de las lecciones del pasado... todo desde el enfoque de quien basa su información en los recuerdos de testigos arduamente buscados. De muchos desconfía y, cuando incluye estas versiones en el libro, las contrapone a otras y muestra las dudas de Abed sobre la veracidad. Un pacto con el lector que Sacco respeta sobre todo al final del libro, cuando se centra en lo sucedido en 1956 y roza, sin alcanzar por completo, su cometido: contar esa historia.
Este es un gran cómic, una maravillosa –aunque dura- narración y una lección de periodismo.

viernes, noviembre 19, 2010

Tiempo de vida, Marcos Giralt Torrente

Anagrama, Barcelona, 2010. 208 pp. 17 €

Recaredo Veredas

Martin Amis afirmó tiempo atrás que la muerte del padre sitúa a los hombres en primera línea, cara a cara con la parca. Asumir la primacía no resulta —o, mejor dicho, no creo que resulte— nada fácil, como tampoco lo es romper la excesiva cercanía que tenemos con nuestros progenitores No es un tema poco tratado. De hecho es el más universal de todos. Porque, por ejemplo, ¿qué es Hamlet sino una reflexión sobre las culpas pendientes que deja la desaparición del padre? ¿Cuál es una de las fuentes esenciales del psicoanálisis, que con tanta perseverancia ha moldeado la conciencia de occidente? El éxito de Giralt, parece evidente, no radica en su capacidad para innovar. Reside en cómo, con tan viejos mimbres, con tan antiguas zozobras y tan minúscula historia, construye una excelente novela.
Introducir al autor como personaje es una tendencia en boga en los últimos años. El galardonado Cercas lo hace en casi todas sus obras, en algunas con pleno éxito, como en Anatomía de un instante, en otras con menor fortuna, por ejemplo en La velocidad de la luz. La manera en que Giralt se acerca a Giralt es similar a la del extremeño. No es complaciente, asume sus propias carencias, pero siempre mantiene la imprescindible empatía. Es decir, consigue una envidiable distancia respecto de sí mismo y logra que sus virtudes y defectos sean comprendidas, asumidas como propias por el lector. Cualquiera que haya tenido una relación difícil con su progenitor —es decir, cualquiera mínimamente vivido— puede entender las zozobras y certezas de Giralt. Su habilidad para convertir su vida —o lo que nos cuenta que es su vida— en una narración se percibe también en las rupturas de los personajes, por ejemplo en el giro final del progenitor, que convierte su diletantismo en auténtica épica. La capacidad de universalización se ve realzada por decisiones que pueden parecer triviales pero resultan decisivas, por ejemplo la ausencia de nombres propios. ¿Es Giralt impúdico? No. ¿Es sincero? Supongo que solo en lo que conviene al buen fin de la novela. Lo importante es que lo parece: la realidad y la narrativa son asuntos muy distintos. ¿Es lúcido? También lo parece y tal vez lo sea. Al menos transmite ese convencimiento al lector.
Giralt domina el ritmo narrativo con auténtica maestría. Encierra en apenas 200 páginas décadas de vida, sin que el lector sienta prisa o torpeza. La causa: sabe lo que quiere contar y la focalización es absoluta. No le interesa la movida madrileña, ni las causas de los vaivenes mercantiles de sus padres, ni siquiera los motivos de su divorcio. Solo quiere hablarnos de la relación que mantuvo con su padre. Solo de eso, y por esa causa años, incluso décadas, desaparecen en apenas dos páginas mientras años o meses, sobre todo del periodo final, son tratados con sumo —y necesario— detalle. Eso solo se puede conseguir con un notable oficio, que permita que las pretensiones se acompasen con el fraseo escogido. Así, combina párrafos cortos, a veces cercanos al aforismo o la creación poética, con largas disquisiciones. Las demoras coinciden, lógicamente, con los momentos decisivos, tanto en la evolución de la historia como en la descripción del personaje.
Enfrentarse cara a cara con la muerte es costoso pero suele deparar excelentes resultados, siempre que el temerario sea un narrador con oficio y coraje. Posiblemente la escritura de Tiempo de vida haya resultado agotadora para su autor pero a cambio ha conseguido, pese a utilizar materiales usados hasta la extenuación, una de las mejores y más innovadoras novelas del año.

jueves, noviembre 18, 2010

Poesía reunida, William Butler Yeats

Ed. y Trad. Antonio Rivero Taravillo. Pre-Textos, Valencia, 2010. 828 pp. 42 €

José Luis Gómez Toré

En su ejemplar estudio La ciudad consciente, Jordi Doce afronta, al hilo de la obra de Eliot y Auden, la encrucijada, todavía no superada, a la que nos aboca la herencia simbolista. La obra de Yeats (1865-1939) constituye uno de los hitos fundamentales de esa tradición, una tradición que ya desde sus inicios se cuestiona a sí misma y ese cuestionamiento no falta en un poeta que comparte con los más grandes (y Yeats está entre ellos) esa mezcla de fe y desconfianza en la palabra poética, y en el lenguaje en general. Resulta difícil de comprender que una obra tan singular como la del irlandés no contara hasta ahora con una edición completa de su poesía en nuestra lengua (a pesar del interés que mostraron por él figuras centrales como Luis Cernuda y Juan Ramón Jiménez). Por ello, es de agradecer la ambiciosa tarea que se ha impuesto aquí Rivero Taravillo de asomarse a una obra tan plural como compleja. La diversidad de esta poesía, que recoge una amplia variedad de registros y temas, tiene que ver con la tradición céltica del bardo, con la figura romántica del vate que se proyecta en una colectividad, y sin embargo, su grandeza estriba asimismo en la relación problemática que establece con el mito bárdico del poeta, mito que la propia lírica mina desde dentro al multiplicar las escisiones entre la comunidad a la que pertenece o cree pertenecer el escritor y un yo no ajeno a su vez a tensiones y escisiones internas. De hecho, me atrevería a decir que el alcance de esta escritura tiene que ver con los riesgos que asume y en cómo la mayor parte de las veces sortea los peligros a los que le abocan sus múltiples búsquedas. Yeats pudo haberse limitado a ser un vocero de viejas mitologías célticas o haberse convertido en el poeta nacional de Irlanda, con todos los riesgos y todas las limitaciones que implicala asunción de un papel semejante. En cambio, la obra de Yeats, en continua metamorfosis, se resiste a cualquier etiqueta. Estamos ante una escritura que parece reclamar para la poesía todos los tonos y tonos los lenguajes: la sátira y la elegía, el poema narrativo y el poema dramático, la mirada individual y la colectiva… Algunos rasgos de su personalidad recuerdan a nuestros modernistas como su interés por las ciencias ocultas o lo que, con cierta inexactitud terminológica, podríamos denominar su indigenismo, su interés, de amplia significación política, por rastrear las imágenes y las voces del pasado irlandés. Con todo, ese cierto aire de familia tiene que ver con la común herencia simbolista, que antes señalábamos, y con una sensibilidad finisecular de la que beben buena parte de los autores del período, por lo que no conviene forzar las analogías.
El mejor Yeats está sin duda en su poesía madura, en especial en esa obra maestra que es La torre, que se abre con el magistral “Rumbo a Bizancio” y que, al unir los motivos de la vejez y de la pasión amorosa, da lugar a una de las visiones más desoladas y perturbadoras del paso del tiempo y de la inevitable pérdida de la juventud que encontramos en la poesía contemporánea. Sin embargo, la madurez representada por el citado libro o por Los salvajes cisnes de Coole (de ambos teníamos ya excelentes versiones de Carlos Jiménez Arribas) no es sino el resultado de un largo camino recorrido, de una trayectoria a la vez vital y literaria que no oculta sus desengaños ni sus perplejidades. Gracias a este volumen, podemos comprender mejor ese itinerario repleto de joyas como “Un aviador irlandés prevé su muerte”, “Leda y el cisne” o “Los cisnes salvajes de Coole”, poemas que forman parte de ese constante diálogo de una obra consigo misma, con su creador, con su tiempo. Un diálogo que se perpetúa y se renueva ahora con este Yeats completo, por primera vez en castellano.

miércoles, noviembre 17, 2010

Mi vida en las Islas Sándwich, Charles de Varigny

Trad. Ana Bustelo. Ediciones del Viento, La Coruña, 2010. 120 pp. 15 €

Alba González Sanz

Cuando viajar no era cosa de vuelos baratos ni el surf un deporte para rubiales de las dos costas de Estados Unidos, el geógrafo francés Charles de Varigny (1829-1899) llegó a las llamadas Islas Sándwich –actual Hawai– y vivió en ellas durante casi década y media. Corría el año 1855 y Varigny era un joven que tenía conocimientos y dinero para una nueva aventura. Lo mismo que la británica Gertrude Bell hizo en la corte iraquí durante los años veinte de este siglo, Varigny trabajó como asesor para el gobierno del rey hawaiano Kamehameha I y luchó durante toda su vida por los intereses de Hawai en Europa. En tiempos de colonias, este francés prototipo de su siglo, escribió ampliamente sobre el viaje, Europa y sus políticas para con esos territorios sometidos a Occidente.
El libro Mi vida en las Islas Sándwich es entonces el recuento de esos catorce años de estancia en las islas, desde que puso un pie en ellas por primera vez hasta que las tiene que abandonar, sin saber que su regreso a Francia va a ser definitivo. Las costumbres de los nativos de la zona, la importancia de algunos puertos para el tráfico ballenero, las relaciones entre paganismo y catolicismo, la erupción mortífera de un volcán, el elogio del rey Kamehameha y sus políticas, así como sus propias impresiones de todo ello conforman los temas principales de este libro.
La narración es amena, como corresponde a la aventura que se esconde bajo todo relato de viaje y de nuevo nos pone ante la visión del mundo que el hombre occidental tenía de sus muchas colonias a lo largo del siglo XIX: esa tensión entre el desprecio, el temor y la curiosidad insaciable de quien opone su sociedad “modelo” a las siempre fascinantes otredades que las conquistas militares y los descubrimientos científicos –siempre hermanados– iban poniendo sobre el tapete del mundo.

martes, noviembre 16, 2010

Palestina, Hubert Haddad

Trad. Purificación Meseguer. Demipage, Madrid, 2010. 191 pp. 18 €

Juan Pablo Heras

El autor de la que ha sido considerada como “la mejor novela sobre Israel” se crió en la Francia de los años 50 en el seno de una familia judeo-bereber que hunde sus raíces en Túnez y Argelia. Crecer en una casa en la que sólo se habla árabe, las costumbres son magrebíes y las creencias judías, para luego asomarse a la edad adulta en pleno mayo del 68, sólo puede hacer de uno un navegante de la identidad. Y si tal incertidumbre melancólica arrastra a muchos a los rigores de la fe de los conversos, a Haddad, en cambio, lo ha elevado a una envidiable posición de lucidez por encima de cualquier taxonomía nacional o étnica. Ya desde su estupenda propuesta argumental, Palestina hace evidente la artificialidad de las rígidas posiciones que se enconan en un conflicto histórico tan agudo como éste: Cham, un soldado israelí árabo-hablante es atrapado por un comando palestino y en el violento ajetreo del secuestro pierde la memoria. Cuando llega el huracán de la represalia es abandonado en el fondo de una fosa. A punto de morir de puro abandono, una joven palestina, profundamente pacifista, lo recoge y cura sus heridas. Para salvarle a él y a sí misma le hace asumir la identidad –y la documentación- de su hermano desaparecido, con el que guarda un parecido físico tan inexplicable como natural entre los que comparten las mismas raíces semíticas. Cham es ahora Nessim, y ha de vivir las duras vicisitudes cotidianas de los que habitan los territorios ocupados.
La amnesia de Cham-Nessim, cuyo punto de vista es privilegiado por el narrador durante la mayor parte de la novela, le dota de una particular forma de mirar el paisaje humano y orográfico de Cisjordania. Una suerte de blancura a la que parece aludir, por cierto, la preciosa cubierta de esta edición, en un expresivo blanco recortado por una tipografía verde en el tono umbrío de los olivos. Una posición contemplativa ante una tierra que persiste en ser hermosa pese a tanta lluvia de sangre y de odio, una exploración introspectiva que nos muestra lo que no cabe en las imágenes de la televisión.
Lo mejor de la novela está en su prosa –la traducción de Purificación Meseguer es impresionante, tanto como útiles las notas que ha decidido introducir- y lo peor en sus diálogos. Veamos. Haddad logra un delicado equilibrio que supera el tentador maniqueísmo con el que suele dibujarse este conflicto y deja testimonio de la multiplicidad de posturas políticas en las que se sitúan los palestinos. Pero para conseguirlo se ve a veces obligado a que los personajes se expliquen a sí mismos en discursos un tanto forzados, en los que sacrifica la verosimilitud por el valor informativo. En cambio, cuando es la voz del narrador la que lleva las riendas, asistimos a un fresco impecable –o al menos, creíble- de la realidad de los territorios ocupados, cuyas duras capas son profundamente perforadas por el talento poético de Haddad. Es esta capacidad de alumbrar el oscuro paseo por el abismo en el que se ha convertido Cisjordania lo que hace de ésta una novela extraordinaria.
Otro de los grandes méritos de Palestina consiste en escapar de ese maniqueísmo vulgar sin huir a la vez del compromiso con el que sufre. Como dicen los ex soldados del movimiento “Breaking the silence”, no es posible ser neutral en un conflicto como éste. Atender a todas las sensibilidades impide denunciar la violencia indiscriminada, los abusos y las injusticias. El mismo Haddad ha declarado que con esta novela pretende comunicar la esperanza compartida por tantos judíos y árabes en que algún día cercano convivan en paz “dos estados de derecho”. Y sin embargo, no edulcora la aspereza de las armas ni acalla los gritos del rencor. Sólo apunta la posibilidad de que el conocimiento mutuo del otro abra puertas en los muros.
Por cierto, Palestina fue Premio Renaudot de libro de bolsillo en 2009 y Premio de los Cinco Continentes de la Francofonía en 2008.

lunes, noviembre 15, 2010

Sonría a cámara, Roberto Valencia

Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 231 pp. 18,20 €

Marta Sanz

Un matrimonio, con un nivel sociocultural medio-alto, pone en práctica en su alcoba, en su cocina, en los cubículos de su hogar, el repertorio postural y las variantes eróticas –con grupos, familiares, vecinos- que consumen en Internet. Judith tiene el pelo sucio de grumos seminales, está delgada, le duelen las lumbares. Román siente la verga desfallecida. La casa huele mal. Eso es lo que les sucede a los protagonistas de “Mañana será otro día” el relato que cierra Sonría a cámara. No les voy a contar más cuentos –en realidad ni siquiera les estoy contando éste-, pero sí que me gustaría explicarles por qué este libro debería ser muy bienvenido entre todos aquellos lectores que están cansados de que les traten como consumidores: de libros, de Internet, de sexo, de cultura y de Cultura, de fruta fresca o de alimentos enlatados.
Los relatos de Valencia se centran en la pornografía. A través de este pretexto, el autor disecciona el cuerpo social y da cuenta de cómo el placer se cosifica y lo más íntimo se hace público, de modo que cada quien puede interpretarlo, apropiárselo, comprárselo a su manera. El autor reflexiona sobre las cosas que se pueden comprar y vender, y en este sentido, a veces se emborronan las fronteras entre pornografía, prostitución y venta de carne en los paquetes plastificados que se exponen en los frigoríficos de las grandes superficies. Leyendo uno de los cuentos titulado “Un tal Bergman” me viene a la mente The girlfriend experience de Steven Sodeberg: el porno y la prostitución se presentan como manifestaciones de sociedades puritanas, insatisfechas, hipócritas, demagogas... Como si todos los intentos de trasgresión estuvieran de antemano condenados al fracaso ante la mancha indeleble de los valores que nos conforman: por ejemplo, los de esos hombres que contratan a una puta para vivir la experiencia de “tener una novia” o los de la actriz porno de este cuento que siente celos de su novio... La paradoja no puede más que producir dolor al que imagina y al que es imaginado, al que compra y al que vende, al creador y al consumidor de las ficciones... La metáfora metaliteraria está servida.
Uno de los mayores méritos de este escritor es haber elegido un tema que actúa como punta de iceberg de una gran masa de corrupción –individual y colectiva- y saberlo mostrar de un modo moral, pero no moralista. Es muy difícil hablar de la tiniebla de la pornografía, de su interpretación ideológica, sin que a uno le brote de pronto un alzacuellos o un rosario. Es muy difícil en un ámbito cultural y social en que la mercantilización del sexo en todas sus formas se publicita como medidor de la apertura de la mente y emblema de tolerancia. Valencia asume muchos riesgos porque estos relatos, surgidos del leitmotiv de la extrañeza de lo cotidiano, de ese lugar en el que se encuentran la literatura de terror y la vocación crítica, no están concebidos para satisfacer al receptor de pornografía internáutica, al escrutador morboso de rendijas y agujeritos virtuales, pero tampoco al legionario de Cristo ni al santo cruzado de la higiene conyugal. Valencia se coloca en un lugar difícil —precisamente por eso representativo de nuestras enfermedades sistémicas— escribiendo cuentos de resortes estilísticos “postcontemporáneos”—fríos, cortantes, higiénicos en su sintaxis y en su manera de mirar, simultáneamente cibernéticos y satíricos— que son la materialización retórica de una nueva propuesta de literatura social. Los relatos más eficaces son los que optan por una voz en tercera –la mayoría- que parece que se hubiera calzado unos guantes para hacer autopsias del cuerpo social: los órganos se exponen ante los ojos del lector en forma de preguntas sobre el concepto de tabú, la simplicidad de los deseos de los excluidos (“La rendija”); la desacralización de la carne, del icono erótico, por obra y gracia de la enfermedad (maravilloso el cuento sobre la actriz porno Lea de Mae); la imágenes, las duplicaciones, el repertorio de lo común y lo diferente en el que lo común son las distintas modalidades de la frustración (“Cosas que no hacen demasiada falta”); el cambio de estatus del conocimiento en un ámbito en el que la precocidad o la información a la que se puede acceder a través de ciertas ventanas tal vez no sea equivalente a la sabiduría, aunque es posible que surjan nuevas narraciones de esos otros modos de conocimiento (“¿Lo has hecho ya?”, un relato extrañísimo); la vivencia de las ficciones como motor de la acción (“Ciudades, pueblos y capitales de provincias”); el cuestionamiento del modelo familiar y de los valores de la normalidad o de la ideología invisible (“El problema de la familia Polo”)...
Creo que éste es un libro que, entre otras cosas, aborda los límites entre la libertad y el dolor. Habla sobre cómo ciertos modelos de libertad producen dolor y, entonces, estamos obligados a cuestionarnos qué es la libertad y qué es el dolor. Creo que este libro, al abordar la libertad, no se refiere tan sólo a la libertad sexual, sino también a otros modelos de libertades. Por ejemplo, la económica. Por eso, estos relatos de Roberto Valencia me interesan mucho. Me interesan también cuando formulan la pregunta de si lo convencional a veces resulta menos asfixiante que lo extraordinario y si la búsqueda del placer es de verdad placentera. En Sonría a cámara el lector va a encontrarse con un reto: el de una literatura que juzga sin pontificar y que, reflexionando sobre la tecnologización del sexo y la sexualización de la tecnología, saca a la luz uno de nuestros nuevos corazones de las tinieblas. Tenemos muchos.

viernes, noviembre 12, 2010

Alba Cromm, Vicente Luis Mora

Seix Barral, Barcelona, 2010. 263 pp. 17 €

Doménico Chiappe

Cuatro aspectos de esta novela:
—El marco: toda novela es novela porque tiene un marco, un elemento que fusiona las partes, una delimitación que dota de coherencia a los elementos que encajan dentro de sus fronteras. En ocasiones, el marco se corresponde con el tema (el fondo); otras, con la trama (historia central, diégesis), y en casos como el de esta novela, con la forma. Alba Cromm asume la forma de revista. Lo que el “editor” de la revista “Upman” considera que es publicable en este “número”: publicidad (de, por ejemplo, una exposición en Caixa Forum), editorial, artículos firmados por el redactor, copia de datos registrados en el ciberespacios (como blogs, chat, vídeos de YouTube), extractos de diarios privados, reseñas de libros y cuadernos de notas.
—La trama y la estructura: La revista, o mejor dicho, el criterio del editor (esa voz invisible, metanarrativa que predomina en el libro, de Luis Ramírez) da coherencia a estos materiales tras dos rastros: 1) La trama de la policía, Alba Cromm, que persigue a un ciberpedófilo escurridizo. 2) La trama del periodista que persigue la noticia, de la que Alba Cromm –el personaje- es la fuente principal. No es, sin embargo, una novela negra o policial, como aparenta. Si hay que catalogarla dentro de algún subgénero, tendría que apuntarse dentro de la novela psicológica. No está exenta de misterio. Por el contrario, Mora sigue muy bien la instrucción que hizo famosa Hitchcock: mientras más información, más misterio y, en este sentido, el MacGuffin sería este delincuente que se esconde bajo el nick “Nemo”. Así, no se puede hablar de una novela policial lograda porque la resolución de la trama del detective rompe una de las reglas de oro de este género: con las claves suministradas por el autor, nunca lo logrará resolver el misterio. Se trata, por tanto, de una novela psicológica, que parte de la exploración del interior de sus personajes principales para componer, entre líneas, un ensayo sobre el mundo en la era cibernética. Se habla de superego («tengo ganas de crear un segundo avatar para charlar con él de cosas interesantes»), la soledad, la perversión ramificada por la impunidad... y cómo repercuten en el individuo: egosurfing, soledad, refugio en el avatar, exhibicionismo, anonimato; representando el axioma que se inscribe ya en las primeras páginas: «Toda persona tiene dos vidas: la que sufre en su cabeza, en una pelea y reconciliación continua consigo misma, y la que vive con los demás».
—Las voces, polifonía: El universo de esta novela es visto por varias consciencias. La policía Alba Cromm, la psicóloga policial Elena Cortés, el periodista Ezequiel Martínez Cava y el editor Luis Ramírez (tanto cuando escribe como cuando edita). Cuatro puntos de vista que se contraponen o complementan; que colisionan cuando los personajes coinciden. El autor, Vicente Luis Mora, se las ingenia, con diferentes registros de escritura, para entretejer un coro que nunca duplica una nota; que compone, en conjunto, una ópera. Ahora bien, como se verá en el siguiente aspecto, esta polifonía es puesta en entredicho por el propio autor.
—Los personajes: Una protagonista, Alba Cromm, que tiene un blog personal “Alba Cromm y la vida sin hombres” (desactivado cuando se hizo esta reseña), que es renuente a establecer relaciones sentimentales, debido a su historial de familia desestructurada y conflictiva, pero que cede ante los embistes corteses y calculados de Ezequiel. Alba combate la pornografía ilegal en internet y se preocupa por evitar los abusos de menores, de los que, secretamente, goza, según puede deducirse de una inquietante escena que apenas queda sugerida en el puzzle que arma Ramírez. En orden de importancia, a Alba le sigue Ezequiel, ex poeta, periodista un tanto torpe, manipulado por su editor, ingenuo en su manera de ejercer el periodismo y quizás también en su visión del mundo, que está dispuesto a engañar y traicionar a Alba Cromm. Gracias a esta conducta, sus notas y deducciones, en ocasiones grabadas por el editor, desentrañan los rasgos más importantes de Alba. En tercer lugar, Elena Cortés, la amiga de Alba Cromm y psicóloga de policías, provee, desde otro punto de vista, una versión que se contrapone a las de Ezequiel y de Alba. Elena además ayuda a efectuar efectivos perfiles que sostienen la parte ensayística de la novela. Sobre todos ellos planea Ramírez, el editor, como se dice al principio de esta reseña, pues todos estos personajes pasan por el tamiz intermedio de este editor experimentado, que juega con las piezas del entramado narrativo. Al final del libro, le dice a Ezequiel: «...tú vas detrás de los porqués. A mí me interesa la historia». Pero esa historia es su historia, la que ha creado él a partir de las materias primas suministradas por Ezequiel, con lo que se cuestiona la polifonía de la obra narrativa mediante la utilización, por parte del autor, de este narrador intermedio, como sucede en todo reportaje, lo que refuerza, así, el marco.

jueves, noviembre 11, 2010

Vercoquin y el plancton, Boris Vian

Trad. Lluís Maria Todó. Impedimenta, Madrid, 2010. 216 pp. 18,95 €

Luis García

En el peculiar e histriónico mundo de la literatura, surgen a veces iniciativas más o menos novedosas que no por inverosímiles llegan a materializarse de muy diversas maneras. Todos deberíamos recordar aquí la ingente labor de un insigne escritor, músico e inventor que, llamado a revolucionar con sus artes los entresijos culturales del París de la posguerra, habría de pasar a la leyenda de los inmortales merced a sus obras, su música o a las fehacientes labores en las que se encontraba inmerso en aquel entonces. Todos deberíamos recordar, y por qué no, reivindicar con fuerza el buen quehacer literario de Boris Vian y una de sus obras más preciadas, La espuma de los días, auténtico manifiesto revolucionario en el que ya se apuntaban los principios programáticos de un selecto «club cultural» denominado «El Instituto de la Patafísica», del cual el propio Vian llegaría a ser junto a tantos nombres ilustres de nuestro siglo, caso de Raymond Queneau, Joan Miró, Marcel Duchamp o René Clair, sátrapa mayor para mayor gloria y honor del resto de los mortales. Boris Vian no fue sólo un escritor-músico-ingeniero y ocasional traductor. Fue la esencia misma de que el surrealismo, tal y como lo habríamos de estudiar en nuestras escuelas, era posible mucho más allá del manifiesto de Bretón, de las imágenes de Buñuel o de la memoria de Dalí. Boris Vian fue el inventor o creador, según se mire, de los «surprise-parties», rebautizados posteriormente como «tarte-parties», especie de fiestas o «alter ego» de las tertulias literarias del momento, en una de las cuales, por ejemplo, habría de tener lugar la ya famosa ruptura entre Camus y Merleau-Ponty, a la par que Sartre intentaba calmar los ánimos de los susodichos ajeno totalmente a los quehaceres culinarios que el propio Vian practicaba con Simone de Beauvoir. Ahora, Impedimenta reedita una de sus primeras obras, Vercoquin y el plancton, obra que según sus palabras “no fue concebida para ver la luz sino para entretener a sus amigos”, y que tiene un marcado carácter autobiográfico (la trama se desarrolla precisamente en el trascurso de una de las “surprise-parties” a las que aludo). Como no podía ser de otra manera, Boris Vian aprovecha la ocasión para ridiculizar aquellos organismos internacionales en los que trabaja, caso del AFNOR, cambiándoles de nombre, eso sí, algo que también será una constante en toda su obra. Lo cierto es que es de agradecer el reconocimiento tardío de la figura de Boris Vian en nuestro país, y sólo cabe esperar que las diferentes editoriales continúen reeditando el resto de su obra, tanto la que escribió y edito con su verdadero nombre como aquellas novelas en las que utilizó diferentes seudónimos.

miércoles, noviembre 10, 2010

Sombrero y Mississippi, Ray Loriga

El Aleph, Barcelona, 2010. 144 pp. 18 €

David Vicente

En el año 93 cursaba primero de Historia. Licenciatura que no me interesaba lo más mínimo y a la que llegué después de no obtener la nota suficiente para realizar Periodismo. Acabé, un año después, en Ciencias Políticas para tampoco concluirla.
Estas referencias, aunque innecesarias, me retrotraen a una época en la que el tiempo y la responsabilidad transcurrían ajenos a mí, apenas rozándome como una suave brisa. A una época más impresionable, donde todo era nuevo, donde era habitual tener la piel de gallina (perdón la cursilería), donde la depresión y la euforia podían ser segundos dentro de un mismo minuto.
Todo era diferente, mejor y, sobre todo, era mío. Supongo que tan mío, como antes otros autores, cantantes, actores o directores, lo fueron de otros. Vivir es ver volver, ya lo dijo Unamuno.
En aquel año Ray Loriga, uno de esos autores “míos”, publicó Héroes. Un año antes había debutado con Lo peor de todo, una novela que pasó completamente desapercibida y que posteriormente muchos descubrieron.
En la portada la imagen de un Loriga de veintisiete años con una larga melena tapándole medio rostro, bigote, barba de una semana, cazadora vaquera a la moda y tercio de cerveza que sujetaba una mano con dos anillos (un gran pedrusco y una calavera), recordaba más a una estrella de rock alternativo que a un escritor.
Aquello quizá le perjudicó. (Creo haberle escuchado en alguna entrevista reconocer que nunca lo volvería a repetir, lo que no significa exactamente lo mismo que arrepentirse.) Se convirtió en la cabeza de una nueva generación (otra más) de nuevos narradores, en un producto mediático, en una moda destinada a evaporarse.
Muy pocos críticos, aunque ahora sean muchos los que no lo reconozcan, se molestaron en ir más allá de esa portada, en leer lo que había dentro. Si lo hubieran hecho, se hubiesen dado cuenta, sin lugar a dudas, de que no tenía mucho que ver con Mañas y su Historias del Kronen o con Lucía Etxebarría y su Amor, curiosidad, prozac y dudas, por poner algunos ejemplos de escritores a los que se les metió en el mismo saco. ¡Alucinante!
Él sí parecía tenerlo claro y continuó a lo suyo, ajeno al fuego de artificio, sin desmentir, ni confirmar, simplemente escribiendo, que no deja de ser la mejor manera de hacer literatura, aunque no siempre sea la más habitual. Tokio ya no nos quiere y El hombre que inventó Manhattan, terminaron por darle una razón que él nunca reclamó y quitársela a unos críticos que reseñan de oído.
Mi propia historia, que antes bosquejaba, y mi crecimiento como lector no han estado muy separados de la trayectoria literaria de Ray. En mi modesta opinión, aunque con alguna tacha (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra), Loriga ha confirmado con el paso de los años lo que algunos ya intuimos hace tiempo, que es uno de los escritores (tanto por pasado, presente y más que seguro futuro) más interesantes del panorama literario internacional. Atrás quedó la vanguardia de postín, la referencia a su indumentaria y los sempiternos comentarios sobre sus tatuajes… Hoy de Loriga sólo puede, o más bien debe, hablarse a través de su literatura.
Pero dejemos de lado las, quizá mal trazadas, referencias históricas y vayamos al último Ray Loriga.
Hace dos años fichó por Alfaguara donde publicó, a mi juicio, la decepcionante Ya sólo habla de amor, e incorporó al catálogo de la editorial parte de su obra anterior. Sin embargo, quién sabe si por alguna deuda contractual, nos ofrece periódicamente lo que algunos llamarían obras menores en la que hasta hace poco fue su editorial, El Aleph. El verano pasado Los oficiales y El destino de Cordelia, y más recientemente, en mayo de este año, Sombrero y Mississippi.
Quien piense que Sombrero y Mississippi es un libro al que no se debe prestar más atención que la que prestaría un aficionado al fútbol a un torneo de verano o a un partido amistoso, se equivoca por completo.
Sombrero y Mississippi nos acerca a las motivaciones y al oficio del escritor, el suyo, el de cualquier escritor, a través de todos sus mitos, en eso Ray Loriga, ya quedó patente en Héroes, no ha cambiado demasiado, tampoco nunca renegó de ellos. (El mitómano que no termina asesinando a Lenon puede ser el mejor de los críticos, y en este caso él ejerce como tal ante su profesión.)
En lo que sí ha cambiado, o quizá sólo sea la evolución lógica de su literatura, es en la economía de pensamiento, que se traduce en ocasiones en una prosa difícil para un lector medio. En todo caso, nadie dijo que tuviese por qué haber concesiones en la literatura. El de lector, que pretenda serlo con mayúsculas, al igual que el de escritor, no está muy lejos de ser un trabajo reconocido.
Ray Loriga ya no se molesta en explicar sus metáforas, tampoco nadie dijo que las metáforas tuviesen la necesidad de ser explicadas, sino que ellas mismas tratan de ser la explicación a algo que de otro modo resultaría difícil de entender.
Pero, por momentos, tampoco trata de explicarse a sí mismo, más allá de la belleza de sus imágenes o la intuición presupuesta en la agudeza de su razonamiento. Él se entiende y con eso parece que le sobra, ningún problema si de otra cosa se tratase. Pero resulta que Sombrero y Mississippi no deja de ser una reflexión (una explicación) sobre el proceso que lleva a un autor a escribir de una determinada manera o simplemente a escribir. Y una explicación que, por momentos, más que clarificar complica las cosas, nos debe dar la pista de que hemos tropezado con alguna piedra por el camino que separa, por ejemplo, el sombrero del Mississippi.
Aún así, como decía, no es una obra menor y nos regala momentos de ensayista notable, género con el que hasta ahora no se había atrevido, aunque en casi todas sus obras anteriores (y en muchos de sus artículos), de un modo o de otro, lo había sobrevolado.
Sigamos atentos y concedámosle, cuanto menos, el beneficio de la duda a un escritor que ha demostrado que sabe crecer y sobreponerse a todos los clichés que le caen encima. Y eso, desde luego, es mucho más de lo que pueden decir la mayoría.

martes, noviembre 09, 2010

Abluciones, Patrick DeWitt

Trad. Javier Calvo. Libros del Silencio, Barcelona, 2010. 216 pp. 16 €

José Morella

Cómo nos maltratamos a nosotros mismos sin tener ni idea de que lo hacemos, pero también cómo dejamos de hacerlo. Creo que eso es lo que cuenta Abluciones. El asunto de la novela se dice pronto: vemos un segmento de la vida de un camarero alcoholizado que lleva demasiado tiempo trabajando en un bar de California. El texto da a entender que los trabajadores y clientes de los bares de California son casi todos aspirantes a actores o directores o guionistas en proceso de fracasar o ya fracasados. Nuestro camarero cuenta su historia a través de las historias de los demás, de los clientes y los colegas, y por eso la novela puede entenderse también como un camuflado libro de relatos. DeWitt tiene un talento evidente en la distancia corta. Brilla su economía verbal y la capacidad de trasladar de un modo a veces bizarro pero poético observaciones nítidas y perspicaces. De un tipo dice, por ejemplo: «tiene cara de perro y pelo de perro y unos ojos pequeños y separados y un bigote de color rubio que se le mete dentro de la boca». Es capaz de resumir el peligro de la amenaza de una pelea y el alivio de que finalmente no se produzca en el mínimo espacio posible del papel: unos puños se cierran (se tensan), y los mismos puños se abren (se relajan). Una rara y resultona mezcla del Onetti de El astillero y de Jack Kerouac, o algo parecido.
Lo que le diferencia de estos autores es, a mi entender, el optimismo. Es un optimismo escondido, envuelto en un pesimismo denso, difícil de abrir e incluso cortante, como esos envoltorios de plástico duro con los que vienen cerrados algunos gadgets tecnológicos. Un optimismo que no tiene nada que ver, para mí, con el supuesto humor del libro. En la contraportada hay varias citas de críticas que hablan de lo divertido y triste a la vez que el libro resulta, pero a mí me parece que esta novela es una de esas piezas capaces de hablar más de los lectores que las leen o de los críticos que las critican que viceversa. Yo, por ejemplo, sentía pudor en las partes supuestamente divertidas, parecido al que se siente cuando se ve uno de esos programas televisivos que son refritos de imágenes caseras de gente que se da trompazos y que se hace daño de verdad: entremezcladas entre escenas relativamente inofensivas como la del gatito que corre hasta chocar contra el espejo y la del niño que se cae al suelo al tropezar con un cable, se cuelan otras horrorosas, que te congelan la sonrisa (si es que estabas sonriendo) o te obligan a cambiar de canal. Cuanto más humor hay en la novela es cuando más pesimista me parece.
Este camarero es una persona totalmente ciega a su propia vida interior, totalmente desconectada de sí misma y del mundo, igual que la gente que lo rodea. Supongo que la novela podría encender aceradas discusiones morales sobre si el alcoholismo del camarero es causa o consecuencia de esa vida desgraciada. El texto parece acariciar la idea, nunca expresada, de que ninguna adicción es la causa de la amargura y de los problemas de la gente, sino más bien la estrategia a muy corto plazo para no mirar algo que nos duele ver. Esa estrategia, repetida una y otra vez, se convierte en un gesto reflejo que nos hace ciegos. No hace falta ser un borracho para entender esto: el mecanismo es el mismo cuando somos adictos al azúcar, al tabaco o a actualizar cien veces al día el navegador de Internet para ver si tenemos un nuevo mensaje de alguien que alivie nuestra incapacidad de estar solos más de media hora. Lo que DeWitt nos muestra es simple, una de esas cosas tan simples y directas que son valiosas, bonitas y, lo mejor —al menos para mí— consoladoras: nos enseña cómo el cuerpo, poco a poco, puede —o no— alertarnos y curarnos. De repente, cuando más perdidos estamos, afloran emociones sin previo aviso. Brotan de un modo tan súbito que la propia conciencia no sabe de dónde salen. Sollozos que parecen de otra persona, llantos que son llorados en ti sin que te lo esperes, sin verlos venir. O fascinantes lapsus auris: una persona dice algo y tú oyes otra cosa, justamente lo que necesitabas decirte a ti mismo para dar un golpe de rumbo a tu vida. Además de otros avisos físicos más obvios, como retortijones, dolores, tembleques, vómitos, náuseas, calambres... Todo un catálogo de un interior lenguaje corporal para solitarios extremos. Tienes que oír a tu cuerpo, pero tu cuerpo sólo te obligará a oírlo de verdad si lo ignoras hasta casi caerte muerto. Abluciones parece el reverso irónico de un libro de autoayuda, o un camuflado libro de autoayuda rendido a cierta sabia procacidad de la literatura. Una joyita, como diría cualquier personaje de DeWitt.

lunes, noviembre 08, 2010

Ru, Kim Thúy

Trad. Manuel Serrat Crespo. Alfaguara, Madrid, 2010. 152 pp. 16 €

Ariadna G. García

Asuntos como el amor, la pérdida, el viaje forzado, la familia o a guerra están presentes en Homero y Virgilio. Temáticamente, los humanos no hemos avanzado nada en 3000 años. Nuestras preocupaciones siguen siendo las mismas. Sin embargo, sus causas ahora son otras, y por eso el enfoque de la realidad también es diferente. Los motivos temáticos son poliedros que cada tradición aborda desde una arista, variando la trayectoria de los puntos de fuga. Y eso hace Kim Thúy en Ru, su primera y sutil novela. Habla de viejos temas desde la perspectiva de su periodo histórico y con el lenguaje de sus contemporáneos.
Tseng Kuo-Fan, poeta y militar chino del siglo XIX, ya adelantaba en un manuscrito la atmósfera y las obsesiones que desarrolla Thúy en su emotivo relato: «Recuerdo un viaje, navegando sobre el río,/ en medio de la noche…/ los viajeros, crispados en sus lechos, estaban verdes de miedo./ Suplicaban todos a los cielos que protegieran sus vidas./ Todos veían que no era más que arenas flotando por el mundo./ Ahora que habéis partido, ¿dónde estáis y qué fue de vosotros?». La escritora de origen vietnamita, afincada en Canadá desde que huyera de Saigón en un barco clandestino con tan sólo diez años, parece responder a esta pregunta con la voz delicada de su libro.
Ru es un conjunto de escenas de extensión breve: una página o dos. La memoria del sujeto que enuncia va realizando saltos en el tiempo para mostrar las vivencias de una amplia gama de personajes localizados en tres espacios distintos: Vietnam, Malasia y Canadá. Así, el yo protagonista de la obra se convierte en testigo de la desgracia o la alegría ajena. El arco cronológico abarca desde la ocupación francesa de Indochina hasta la actualidad.
La narradora del texto, Nguyén An Tinh, a través de la corriente de conciencia (ru, en francés, significa flujo) recupera del olvido tanto la historia de su propia familia como la del sufrido pueblo vietnamita. Los episodios elegidos para reconstruir el puzzle del pasado nos enfrentan a un mundo dominado por el miedo y las humillaciones; aunque pronto aparece un veta de ilusión que recorre la obra como un nervio vibrante. De este modo, frente a los secuestros financiados por las autoridades francesas; las expropiaciones, encarcelamientos y reclusiones en campos de reeducación a los que fueron sometidos los vietnamitas del Sur, tras ser acusados de colaborar con los americanos; los peligros del mar; las pésimas condiciones del campo de refugiados malayo…tensa la cuerda de la realidad una fuerza contraria: la del amor, expresado de distintas formas. Kum Thúy rinde homenaje en su novela a aquellas personas que no se dejaron vencer por la inercia de su momento histórico y exprimieron lo mejor de sí mismas para darlo en ofrenda a los demás. Es el caso de la madre de la protagonista del relato, quien proveyó a sus hijos de herramientas con las que construir sus sueños; o de la Tía Seis, que escondió en las bolsitas de una caja de té los nombres de distintas profesiones a los que una joven exiliada política podría dedicarse en el futuro, segura de sus fuerzas; pero sobre todo, es un canto a las mujeres de Vietnam, una restitución de su imagen. Esa fortaleza heredada, junto a la experiencia de la maternidad, anclan a la narradora del texto en el presente, lo mismo que una argolla. Lejos quedan, al fin, el desarraigo espacial y lingüístico.
Articuladas en torno a contrastes y paralelismos, las secuencias del libro sorprenden por su alta capacidad connotativa. Como si se tratase de poemas, cada una explora los límites del lenguaje para imprimir en el público un amplio espectro de emociones. Ru es una obra espléndida que invita a la honda reflexión sobre la identidad, que embriaga con su estructura laberíntica, que seduce con la plasticidad de sus imágenes.
En el fututo habrá que estar pendientes de su autora, por si dentro de un tiempo nos ofrece otra obra perfecta.

viernes, noviembre 05, 2010

Nueva enciclopedia, Alberto Savinio

Trad. Jesús Pardo. Acantilado, Barcelona, 2010. 408 pp. 24 €

Alejandro Luque

«No se comprende la razón de una enclopedia compilada hoy en día, excepto como guía de información práctica, o sea en contradicción con su misma naturaleza y fuera de su propio objeto». Son palabras correspondientes a la entrada enciclopedia de la Nueva enciclopedia de Alberto Savinio, colección de textos breves que en su mayoría fueron viendo la luz durante los años 40 en revistas y periódicos italianos, y que se publican por primera vez en castellano en meritoria traducción de Jesús Pardo. Como explica el autor, no se trata aquí de exaltar un saber universal y homogéneo, como ambicionaba la Ilustración, sino de proclamar precisamente la derrota de dicho sistema, y el consuelo de tratar de reunir “las ideas más dispares, incluso las más desesperadas”.
Antes de abordar el contenido de esta lectura apasionante, deberíamos detenernos brevemente en la figura de Savinio. De verdadero nombre Andrea de Chirico, hermano del gran pintor Giorgio de Chirico, se inició como éste en la plástica y frecuentó en París a toda la vanguardia artística y literaria. Fue intérprete en el frente de Salónica en la Primera Guerra Mundial y pasó la Segunda en Roma. Militó en el grupo neoclásico La Ronda y figuró entre los fundadores del Teatro dell’Arte de Pirandello.
Para Leonardo Sciascia, uno de sus grandes reivindicadores, Savinio era un dilettante en el sentido stendhaliano, sumido en el placer contemplativo de estar “en todas partes y en ninguna”. Salvatore Battaglia lo califica como “surrealista cívico”, y probablemente resida en esta Nueva enciclopedia el sentido de dicha definición, aunque ni surrealismo ni civismo figuren como entradas.
Tal vez haga falta vivir dos guerras mundiales y pasar por todas las disciplinas creativas para componer un mosaico tan rico, tan cultivado –pero también lleno de gracia y tan poco afectado– como el que nos ocupa. Puede que el lector empiece saltando de una tesela a otra como si fueran piezas del todo independientes, pero no tardará en reconocer las formas claras que se van dibujando en el conjunto.
Su convencido europeísmo, por ejemplo, es una constante que deja flotando en el aire algunas singulares ideas: la negación de Alemania como nación europea, que encuentra en el afán de dominación un vehículo para disolverse como pueblo; la seguridad de que Europa existe más allá de sus límites geográficos, tanto que Norteamérica sería la última etapa de su utopía y el último refugio de su espíritu; o la conveniencia de que Inglaterra deje de lado su talante capitalista y se haga proletaria –entendidos estos términos como “sentimientos”, subraya Savinio– para integrarse en el continente.
En Savinio figura la agenda completa de los desafíos del hombre del siglo XX. Ahí está el rechazo a la idea de Dios y la necesidad de un progreso moral consonante con el progreso técnico. Están las múltiples crisis derivadas de la fragmentación del mundo, tan emparentadas con las actuales. Está el lugar del individuo en la nueva sociedad, el cuestionamiento de las ideologías y el peligro de los liderazgos. Está, sin duda, la importancia capital de la memoria. Y todo ello salpicado de apuntes sobre escritores como Chéjov, Proust, Flaubert o Bernard Shaw, a quien por cierto el autor fustiga con saña.
Sin embargo, consciente o inconscientemente, la preocupación fundamental de Savinio es el lenguaje. Por todas partes de la Nueva enciclopedia se deslizan observaciones de esta índole, a ratos ligeras pinceladas, a ratos reflexiones de fondo. En la retórica reconoce el escritor a la madre de todos los males de la Italia de su tiempo, mientras que la etimología le fascina como método de examen de la realidad, esa arqueología del «lenguaje, que, como el mar, cambia de color con el cambiar del cielo», escribe.
Encuentra la gramática dañina por su rigorismo y afán de corrección a posteriori, y proclama al respecto –no sin cierta, sutil guasa– que «son los clásicos los que deberían aprender de nosotros, y no al revés». El purismo, el regionalismo, la artificialidad, el dogmatismo, no son sino estorbos para el natural flujo de la lengua.
Es fácil reconocer en su actitud, en fin, un decidido progresismo, una absoluta convicción de que, en el tiempo por venir, la libertad del lenguaje sería un síntoma inequívoco de la libertad de las personas. Y que aquellos que quisieran apropiarse de él serían, por analogía, sospechosos de querer secuestrar el alma de los pueblos.

jueves, noviembre 04, 2010

Los cuentos, Cesare Pavese

Trad. Esther Benítez. Lumen, Barcelona, 2010. 633 pp. 27,90 €

Julián Díez

La afición a la lectura de cuentos, largo tiempo una suerte de excentricidad de finolis anacrónicos, se ve muy recompensada en los últimos años por varios fenómenos simultáneos, tal vez relacionados: la aparición de excelentes cuentistas nacionales jóvenes y la publicación de volúmenes con la obra corta completa de clásicos contemporáneos, en lo que en alguna ocasión llamé con humor un “fenómeno MP3”. Coleccionismo puro y duro, muy satisfactorio para el bibliómano.
El reverso de esta afición se da cuando uno, con la mejor voluntad, pide leer para reseñar un volumen como este, y se encuentra de bruces con su problema intrínseco: “cuentos completos” quiere decir “también los no tan buenos y los simples bocetos jamás publicados”, y en el caso de un autor con una personalidad tan marcada como la de Pavese, y una obra tan concentrada temporalmente debido a la forma brusca en que se acabó su carrera literaria, cierto tono monocorde, preocupaciones comunes, una forma de hacer muy definida. Así que, antes que nada, el consejo habitual en estos casos: no hagan como yo y lean este volumen poco a poco, sin plazos, como un viejo conocido al que apetece visitar de cuando en cuando.
En su conjunto, tenemos aquí ese estilo precursor del neorrealismo, heredero lejano de Chejov y cercano de los estilistas sociales estadounidenses de la época; descripciones parcas pero efectivas, protagonismo regular de diálogos muy naturales y cortantes. Los temas son los conocidos: el choque entre la nueva cultura urbana y la tradicional del mundo agrícola italiano, la vida anodina de personajes alienados, los hechos puntuales, aparentemente fortuitos, que cambian el curso completo de una vida. Con el aliño de un sentimiento compasivo y regeneracionista de vieja izquierda, que hoy han conseguido convertir en un tanto demodé, pero que a mí personalmente me resulta refrescante.
Quizá esta forma de hacer pavesiana tiene sus mejores plasmaciones en dos novelas cortas, El camarada y De tu tierra, esta última no mucho mayor que el más largo de los relatos aquí presentes, “Granujas”. En esta antología hay una docena larga de cuentos que rayan a la misma altura, dentro del tono general interesante: puestos a citar mis favoritos, vaya la mención para “Viaje de bodas”, “Noche de fiesta”, “Historia secreta” y “Suicidios”: todos, por cierto, tristísimos.
Lumen lleva varias colecciones de cuentos de estas características y algunas reediciones de Pavese, con lo que este libro es una suerte de consecuencia natural. La edición es impecable, en línea de la casa, y hace justicia a un libro que tiene como mayor valor conjunto su autenticidad, la sinceridad de sus planteamientos.

miércoles, noviembre 03, 2010

Santos que yo te pinté, Julián Rodríguez

Errata Naturae, Madrid, 2010. 57 pp. 7,90 €

Ignacio Sanz

Hace dos años reseñé aquí Cultivos, un libro anterior de Julián Rodríguez que me interesó mucho por la forma y por el fondo, un híbrido entre la biografía, la fábula y el ensayo que, por la forma, remitía a Sebal, pero por el fondo, remitía a Julio Llamazares o a Berger, grandes escritores que han reflexionado a lo largo de su obra sobre la pérdida de identidad y sobre la disolución de las viejas sociedades campesinas en la vieja Europa.
Santos que yo te pinte es un libro breve, un relato algo caótico en el que una voz torrentuda va tirando de un hilo múltiple: «Los hijos juegan. Los hijos pueden jugar. Los hijos juegan. ¿Cómo acababa? Era lo más divertido: los hijos juegan... a la guerra. Otro vaso de agua, por favor. Era como una memoria que iba deshilachándose y de cada hilo yo sacaba una historia, un recuerdo, como si un shock los hubiera puesto en primera fila.»
Es decir, un río de historias que se bifurcan en múltiples afluentes, como la vida misma, para luego, una vez desparramados, volver a juntar sus aguas en un valle que las encauza. Este río nos remite a esas melopeas verbales de los orates incontinentes que uno ha visto subido en un cajón predicando sin reposo. Lobo Antunes también escribe así, como un torrente desbordado. A veces me he desorientado en estas breves páginas, he perdido el hilo de la lectura que obliga a una concentración máxima. Y sin embargo, hay un elemento inefable, acaso rítmico, que te empuja a seguir en ese bosque espeso de palabras en donde las frases se persiguen con un paso vertiginoso, el mismo vértigo que imprime el tipo que lanza su prédica desde lo alto de un cajón en un parque público.
Julián Rodríguez en este relato me ha perdido y desorientado varias veces. Sueños, delirios, escenas que se entrelazan, chispas de humor, los devaneos, los encuentros y desencuentros que se suceden empujados ese caudal verborreico que no conoce el punto y aparte para contarnos a trompicones una historia de amor.

martes, noviembre 02, 2010

Incendios, Wajdi Mouawad

Trad. Humberto Pérez Mortera. Los Textos de la Capilla, México, 2010. 110 pp. 8 €

Juan Pablo Heras

Incendios es el mejor texto teatral escrito en el siglo XXI. O, al menos, el mejor de los que yo he podido ver o leer. Y son unos cuantos. En Madrid hemos podido ver Incendies, el fabuloso montaje que dirigió el propio Mouawad en su lengua original, en dos ocasiones, en 2008 y 2010. Y los que tuvimos esa suerte lo recordaremos como una de las mayores experiencias teatrales que hayamos vivido y que nos quepa imaginar. El reconocimiento ha sido unánime, y, sin embargo, ni una sola editorial o institución española se ha molestado en publicar el texto, lo que revela la maltrecha situación de la edición teatral en nuestro país, reducida a unos pocos sellos que tienen el arrojo de gritar en el desierto.
En México, en cambio, no han podido ver el montaje de Mouawad. Sí, en cambio, una versión no menos valiosa del gran director Hugo Arrevillaga. Y además una pequeña iniciativa editorial, todavía más valiente y guerrillera que las nuestras, se ha decidido a publicar la traducción que allí se puso en escena. Y el caso es que es magnífica, y pone al alcance del lector que no domina el francés un texto que une a su potencialidad escénica un valor literario incalculable. Así que, hasta que alguna editorial española se atreva, y nos acerque junto a las obras de Mouawad a los muchos otros grandes textos del teatro universal contemporáneo que todavía esperan ser traducidos, nos podremos dirigir a la gente del Teatro La Capilla, en México DF, para conocer su brillante catálogo. Menos mal que existe Internet y alguna librería virtual española especializada ya los distribuye, como la librería Yorick.
Wajdi Mouawad nació en Líbano en 1968, pasó parte de su juventud en Francia y se hizo profesional del teatro en Quebec. Su obra ya es extensa, pero debe su fama a la tetralogía La sangre de las promesas (Litoral, Bosques, Incendios y Cielos), que presentó entre 1997 y 2009 y que se repuso conjuntamente en el penúltimo festival de Aviñón.
Incendios nos habla de la insospechada misión que Nawal, inmigrante de un país parecido al Líbano en un país parecido a Canadá, deja a sus hijos, los gemelos Julia y Simón, en su testamento: entregar una carta a su padre y otra a su hermano, a quienes desconocen por completo. Se inicia así un apasionante viaje al pasado y la resurrección de un territorio mítico bombardeado por la lacerante realidad de la guerra. Mouawad recupera la médula espinal de la tragedia clásica incorporando los resortes del mejor teatro contemporáneo. Incendios está escrita con rotunda grandeza y con un desparpajo admirable. A diferencia de buena parte de la literatura dramática contemporánea, Mouawad no tiene miedo a ser emocionante, a entusiasmar, a hacer reír y llorar. No descuida la profundidad intelectual y la exigencia del buen teatro y al mismo tiempo sabe hablar al espectador en el lenguaje común con el que se comunican nuestras entrañas. Incendios habla de lo más hermoso y de lo más abyecto, de todo aquello que para bien o para mal nos hace humanos, con el peso contundente del amor a la verdad. Esta vez, el adjetivo que tan abusivamente se atribuye a todas las novedades en los suplementos culturales es ahora absolutamente preciso: Incendios es imprescindible.

lunes, noviembre 01, 2010

Dimos vueltas en la noche y fuimos consumidos por el fuego, María Ruisánchez Ortega

Ediciones Baladí, Alcalá de Henares, 2010. 212 pp. 18 €

Victoria R. Gil

El palíndromo latino In girum imus nocte et consumimur igni, que alude para algunos al vuelo de las polillas en la oscuridad y para otros, a la actividad nocturna de los demonios, inspiró a María Ruisánchez Ortega la historia de su primera novela, que al igual que ese palíndromo, no sólo es reversible como los prácticos impermeables de antaño, sino que acoge a unos personajes perdidos en la búsqueda de un luz en la que no son capaces más que de quemarse.
Dimos vueltas en la noche y fuimos consumidos por el fuego tiene, como toda obra primeriza, algunos olvidos, entre ellos, que demasiadas veces el desgarro es inversamente proporcional a la grandilocuencia. Pero tiene también aciertos nada desdeñables y no es el menor la valentía de su propuesta: una novela especular que puede leerse de izquierda a derecha o, con sólo girar el libro, de derecha a izquierda; aunque bien podría tratarse de dos novelas unidas, como algunos hermanos siameses, por un corazón demasiado grande para que lo habite una sola historia.
María Ruisánchez, aunque da voz en primera persona a sus personajes, les otorga una forma propia de comunicarse con el mundo. Así, hay quien se confiesa en un diario de fechas recientes y quien sólo sabe ser sincero frente al objetivo de una cámara, antes de fundir a negro. Porque las mentiras, las que se cuenta uno mismo y las que se inventan para los demás, son parte fundamental de esta crónica de amores y engaños en la que quizás sea posible la redención. Al final. O al principio. Porque algunas novelas ni comienzan ni terminan, solamente se transforman.
¿Qué nos espera en Dimos vueltas en la noche y fuimos consumidos por el fuego? Un puñado de vidas atrapado en el fulgor que irradia Sara; un grupo de amigos con muchas máscaras y demasiadas cuentas pendientes que saldar, y una Sara que, tal vez por reflejar toda la luz, se ha quedado únicamente con las tinieblas. No alcanzamos a apreciar su intensidad porque llegamos a ella cuando la hoguera se está extinguiendo y todo cuanto revoloteaba a su alrededor se ha quemado hasta agotar el mismo corazón del fuego. Pero es que cuando los demonios campan a sus anchas el resultado sólo puede ser devastador.
De lectura fácil y rápida a pesar de los variados estilos que adopta y de los súbitos cambios de piel, este libro se desvela a través de las sucesivas capas que lo cubren, en cada una de las cuales creemos encontrar una verdad que no estará completa hasta alcanzar la veta madre. Ésa que parece contenerlo todo, hasta la misma muerte. «Habíamos hablado tantas veces de la muerte. ¡Qué equivocados estábamos, no era para tanto! No era para nada».
Y al terminar su lectura nos asalta una pregunta, tanto más insidiosa por cuanto estamos seguros de no conocer nunca la respuesta. ¿Qué habría ocurrido de empezar el libro al revés? De haber elegido consumirnos en el fuego antes de dar vueltas en la noche, ¿sería otra la narración, distintos los personajes, amable el final? ¿Son mutables las novelas, como ese río en el que nunca podemos bañarnos dos veces? ¿Encuentra, acaso, la misma historia cada unos de sus lectores?
Merece la pena seguirle la pista a María Ruisánchez Ortega; es de esperar que la pasión que rebosa su debut literario nos alcance de nuevo en un futuro no muy lejano.