Errata Naturae, Madrid, 2010. 57 pp. 7,90 €
Ignacio Sanz
Hace dos años reseñé aquí Cultivos, un libro anterior de Julián Rodríguez que me interesó mucho por la forma y por el fondo, un híbrido entre la biografía, la fábula y el ensayo que, por la forma, remitía a Sebal, pero por el fondo, remitía a Julio Llamazares o a Berger, grandes escritores que han reflexionado a lo largo de su obra sobre la pérdida de identidad y sobre la disolución de las viejas sociedades campesinas en la vieja Europa.
Santos que yo te pinte es un libro breve, un relato algo caótico en el que una voz torrentuda va tirando de un hilo múltiple: «Los hijos juegan. Los hijos pueden jugar. Los hijos juegan. ¿Cómo acababa? Era lo más divertido: los hijos juegan... a la guerra. Otro vaso de agua, por favor. Era como una memoria que iba deshilachándose y de cada hilo yo sacaba una historia, un recuerdo, como si un shock los hubiera puesto en primera fila.»
Es decir, un río de historias que se bifurcan en múltiples afluentes, como la vida misma, para luego, una vez desparramados, volver a juntar sus aguas en un valle que las encauza. Este río nos remite a esas melopeas verbales de los orates incontinentes que uno ha visto subido en un cajón predicando sin reposo. Lobo Antunes también escribe así, como un torrente desbordado. A veces me he desorientado en estas breves páginas, he perdido el hilo de la lectura que obliga a una concentración máxima. Y sin embargo, hay un elemento inefable, acaso rítmico, que te empuja a seguir en ese bosque espeso de palabras en donde las frases se persiguen con un paso vertiginoso, el mismo vértigo que imprime el tipo que lanza su prédica desde lo alto de un cajón en un parque público.
Julián Rodríguez en este relato me ha perdido y desorientado varias veces. Sueños, delirios, escenas que se entrelazan, chispas de humor, los devaneos, los encuentros y desencuentros que se suceden empujados ese caudal verborreico que no conoce el punto y aparte para contarnos a trompicones una historia de amor.
Ignacio Sanz
Hace dos años reseñé aquí Cultivos, un libro anterior de Julián Rodríguez que me interesó mucho por la forma y por el fondo, un híbrido entre la biografía, la fábula y el ensayo que, por la forma, remitía a Sebal, pero por el fondo, remitía a Julio Llamazares o a Berger, grandes escritores que han reflexionado a lo largo de su obra sobre la pérdida de identidad y sobre la disolución de las viejas sociedades campesinas en la vieja Europa.
Santos que yo te pinte es un libro breve, un relato algo caótico en el que una voz torrentuda va tirando de un hilo múltiple: «Los hijos juegan. Los hijos pueden jugar. Los hijos juegan. ¿Cómo acababa? Era lo más divertido: los hijos juegan... a la guerra. Otro vaso de agua, por favor. Era como una memoria que iba deshilachándose y de cada hilo yo sacaba una historia, un recuerdo, como si un shock los hubiera puesto en primera fila.»
Es decir, un río de historias que se bifurcan en múltiples afluentes, como la vida misma, para luego, una vez desparramados, volver a juntar sus aguas en un valle que las encauza. Este río nos remite a esas melopeas verbales de los orates incontinentes que uno ha visto subido en un cajón predicando sin reposo. Lobo Antunes también escribe así, como un torrente desbordado. A veces me he desorientado en estas breves páginas, he perdido el hilo de la lectura que obliga a una concentración máxima. Y sin embargo, hay un elemento inefable, acaso rítmico, que te empuja a seguir en ese bosque espeso de palabras en donde las frases se persiguen con un paso vertiginoso, el mismo vértigo que imprime el tipo que lanza su prédica desde lo alto de un cajón en un parque público.
Julián Rodríguez en este relato me ha perdido y desorientado varias veces. Sueños, delirios, escenas que se entrelazan, chispas de humor, los devaneos, los encuentros y desencuentros que se suceden empujados ese caudal verborreico que no conoce el punto y aparte para contarnos a trompicones una historia de amor.
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