viernes, noviembre 05, 2010

Nueva enciclopedia, Alberto Savinio

Trad. Jesús Pardo. Acantilado, Barcelona, 2010. 408 pp. 24 €

Alejandro Luque

«No se comprende la razón de una enclopedia compilada hoy en día, excepto como guía de información práctica, o sea en contradicción con su misma naturaleza y fuera de su propio objeto». Son palabras correspondientes a la entrada enciclopedia de la Nueva enciclopedia de Alberto Savinio, colección de textos breves que en su mayoría fueron viendo la luz durante los años 40 en revistas y periódicos italianos, y que se publican por primera vez en castellano en meritoria traducción de Jesús Pardo. Como explica el autor, no se trata aquí de exaltar un saber universal y homogéneo, como ambicionaba la Ilustración, sino de proclamar precisamente la derrota de dicho sistema, y el consuelo de tratar de reunir “las ideas más dispares, incluso las más desesperadas”.
Antes de abordar el contenido de esta lectura apasionante, deberíamos detenernos brevemente en la figura de Savinio. De verdadero nombre Andrea de Chirico, hermano del gran pintor Giorgio de Chirico, se inició como éste en la plástica y frecuentó en París a toda la vanguardia artística y literaria. Fue intérprete en el frente de Salónica en la Primera Guerra Mundial y pasó la Segunda en Roma. Militó en el grupo neoclásico La Ronda y figuró entre los fundadores del Teatro dell’Arte de Pirandello.
Para Leonardo Sciascia, uno de sus grandes reivindicadores, Savinio era un dilettante en el sentido stendhaliano, sumido en el placer contemplativo de estar “en todas partes y en ninguna”. Salvatore Battaglia lo califica como “surrealista cívico”, y probablemente resida en esta Nueva enciclopedia el sentido de dicha definición, aunque ni surrealismo ni civismo figuren como entradas.
Tal vez haga falta vivir dos guerras mundiales y pasar por todas las disciplinas creativas para componer un mosaico tan rico, tan cultivado –pero también lleno de gracia y tan poco afectado– como el que nos ocupa. Puede que el lector empiece saltando de una tesela a otra como si fueran piezas del todo independientes, pero no tardará en reconocer las formas claras que se van dibujando en el conjunto.
Su convencido europeísmo, por ejemplo, es una constante que deja flotando en el aire algunas singulares ideas: la negación de Alemania como nación europea, que encuentra en el afán de dominación un vehículo para disolverse como pueblo; la seguridad de que Europa existe más allá de sus límites geográficos, tanto que Norteamérica sería la última etapa de su utopía y el último refugio de su espíritu; o la conveniencia de que Inglaterra deje de lado su talante capitalista y se haga proletaria –entendidos estos términos como “sentimientos”, subraya Savinio– para integrarse en el continente.
En Savinio figura la agenda completa de los desafíos del hombre del siglo XX. Ahí está el rechazo a la idea de Dios y la necesidad de un progreso moral consonante con el progreso técnico. Están las múltiples crisis derivadas de la fragmentación del mundo, tan emparentadas con las actuales. Está el lugar del individuo en la nueva sociedad, el cuestionamiento de las ideologías y el peligro de los liderazgos. Está, sin duda, la importancia capital de la memoria. Y todo ello salpicado de apuntes sobre escritores como Chéjov, Proust, Flaubert o Bernard Shaw, a quien por cierto el autor fustiga con saña.
Sin embargo, consciente o inconscientemente, la preocupación fundamental de Savinio es el lenguaje. Por todas partes de la Nueva enciclopedia se deslizan observaciones de esta índole, a ratos ligeras pinceladas, a ratos reflexiones de fondo. En la retórica reconoce el escritor a la madre de todos los males de la Italia de su tiempo, mientras que la etimología le fascina como método de examen de la realidad, esa arqueología del «lenguaje, que, como el mar, cambia de color con el cambiar del cielo», escribe.
Encuentra la gramática dañina por su rigorismo y afán de corrección a posteriori, y proclama al respecto –no sin cierta, sutil guasa– que «son los clásicos los que deberían aprender de nosotros, y no al revés». El purismo, el regionalismo, la artificialidad, el dogmatismo, no son sino estorbos para el natural flujo de la lengua.
Es fácil reconocer en su actitud, en fin, un decidido progresismo, una absoluta convicción de que, en el tiempo por venir, la libertad del lenguaje sería un síntoma inequívoco de la libertad de las personas. Y que aquellos que quisieran apropiarse de él serían, por analogía, sospechosos de querer secuestrar el alma de los pueblos.

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