Trad. Javier Calvo. Libros del Silencio, Barcelona, 2010. 216 pp. 16 €
José Morella
Cómo nos maltratamos a nosotros mismos sin tener ni idea de que lo hacemos, pero también cómo dejamos de hacerlo. Creo que eso es lo que cuenta Abluciones. El asunto de la novela se dice pronto: vemos un segmento de la vida de un camarero alcoholizado que lleva demasiado tiempo trabajando en un bar de California. El texto da a entender que los trabajadores y clientes de los bares de California son casi todos aspirantes a actores o directores o guionistas en proceso de fracasar o ya fracasados. Nuestro camarero cuenta su historia a través de las historias de los demás, de los clientes y los colegas, y por eso la novela puede entenderse también como un camuflado libro de relatos. DeWitt tiene un talento evidente en la distancia corta. Brilla su economía verbal y la capacidad de trasladar de un modo a veces bizarro pero poético observaciones nítidas y perspicaces. De un tipo dice, por ejemplo: «tiene cara de perro y pelo de perro y unos ojos pequeños y separados y un bigote de color rubio que se le mete dentro de la boca». Es capaz de resumir el peligro de la amenaza de una pelea y el alivio de que finalmente no se produzca en el mínimo espacio posible del papel: unos puños se cierran (se tensan), y los mismos puños se abren (se relajan). Una rara y resultona mezcla del Onetti de El astillero y de Jack Kerouac, o algo parecido.
Lo que le diferencia de estos autores es, a mi entender, el optimismo. Es un optimismo escondido, envuelto en un pesimismo denso, difícil de abrir e incluso cortante, como esos envoltorios de plástico duro con los que vienen cerrados algunos gadgets tecnológicos. Un optimismo que no tiene nada que ver, para mí, con el supuesto humor del libro. En la contraportada hay varias citas de críticas que hablan de lo divertido y triste a la vez que el libro resulta, pero a mí me parece que esta novela es una de esas piezas capaces de hablar más de los lectores que las leen o de los críticos que las critican que viceversa. Yo, por ejemplo, sentía pudor en las partes supuestamente divertidas, parecido al que se siente cuando se ve uno de esos programas televisivos que son refritos de imágenes caseras de gente que se da trompazos y que se hace daño de verdad: entremezcladas entre escenas relativamente inofensivas como la del gatito que corre hasta chocar contra el espejo y la del niño que se cae al suelo al tropezar con un cable, se cuelan otras horrorosas, que te congelan la sonrisa (si es que estabas sonriendo) o te obligan a cambiar de canal. Cuanto más humor hay en la novela es cuando más pesimista me parece.
Este camarero es una persona totalmente ciega a su propia vida interior, totalmente desconectada de sí misma y del mundo, igual que la gente que lo rodea. Supongo que la novela podría encender aceradas discusiones morales sobre si el alcoholismo del camarero es causa o consecuencia de esa vida desgraciada. El texto parece acariciar la idea, nunca expresada, de que ninguna adicción es la causa de la amargura y de los problemas de la gente, sino más bien la estrategia a muy corto plazo para no mirar algo que nos duele ver. Esa estrategia, repetida una y otra vez, se convierte en un gesto reflejo que nos hace ciegos. No hace falta ser un borracho para entender esto: el mecanismo es el mismo cuando somos adictos al azúcar, al tabaco o a actualizar cien veces al día el navegador de Internet para ver si tenemos un nuevo mensaje de alguien que alivie nuestra incapacidad de estar solos más de media hora. Lo que DeWitt nos muestra es simple, una de esas cosas tan simples y directas que son valiosas, bonitas y, lo mejor —al menos para mí— consoladoras: nos enseña cómo el cuerpo, poco a poco, puede —o no— alertarnos y curarnos. De repente, cuando más perdidos estamos, afloran emociones sin previo aviso. Brotan de un modo tan súbito que la propia conciencia no sabe de dónde salen. Sollozos que parecen de otra persona, llantos que son llorados en ti sin que te lo esperes, sin verlos venir. O fascinantes lapsus auris: una persona dice algo y tú oyes otra cosa, justamente lo que necesitabas decirte a ti mismo para dar un golpe de rumbo a tu vida. Además de otros avisos físicos más obvios, como retortijones, dolores, tembleques, vómitos, náuseas, calambres... Todo un catálogo de un interior lenguaje corporal para solitarios extremos. Tienes que oír a tu cuerpo, pero tu cuerpo sólo te obligará a oírlo de verdad si lo ignoras hasta casi caerte muerto. Abluciones parece el reverso irónico de un libro de autoayuda, o un camuflado libro de autoayuda rendido a cierta sabia procacidad de la literatura. Una joyita, como diría cualquier personaje de DeWitt.
José Morella
Cómo nos maltratamos a nosotros mismos sin tener ni idea de que lo hacemos, pero también cómo dejamos de hacerlo. Creo que eso es lo que cuenta Abluciones. El asunto de la novela se dice pronto: vemos un segmento de la vida de un camarero alcoholizado que lleva demasiado tiempo trabajando en un bar de California. El texto da a entender que los trabajadores y clientes de los bares de California son casi todos aspirantes a actores o directores o guionistas en proceso de fracasar o ya fracasados. Nuestro camarero cuenta su historia a través de las historias de los demás, de los clientes y los colegas, y por eso la novela puede entenderse también como un camuflado libro de relatos. DeWitt tiene un talento evidente en la distancia corta. Brilla su economía verbal y la capacidad de trasladar de un modo a veces bizarro pero poético observaciones nítidas y perspicaces. De un tipo dice, por ejemplo: «tiene cara de perro y pelo de perro y unos ojos pequeños y separados y un bigote de color rubio que se le mete dentro de la boca». Es capaz de resumir el peligro de la amenaza de una pelea y el alivio de que finalmente no se produzca en el mínimo espacio posible del papel: unos puños se cierran (se tensan), y los mismos puños se abren (se relajan). Una rara y resultona mezcla del Onetti de El astillero y de Jack Kerouac, o algo parecido.
Lo que le diferencia de estos autores es, a mi entender, el optimismo. Es un optimismo escondido, envuelto en un pesimismo denso, difícil de abrir e incluso cortante, como esos envoltorios de plástico duro con los que vienen cerrados algunos gadgets tecnológicos. Un optimismo que no tiene nada que ver, para mí, con el supuesto humor del libro. En la contraportada hay varias citas de críticas que hablan de lo divertido y triste a la vez que el libro resulta, pero a mí me parece que esta novela es una de esas piezas capaces de hablar más de los lectores que las leen o de los críticos que las critican que viceversa. Yo, por ejemplo, sentía pudor en las partes supuestamente divertidas, parecido al que se siente cuando se ve uno de esos programas televisivos que son refritos de imágenes caseras de gente que se da trompazos y que se hace daño de verdad: entremezcladas entre escenas relativamente inofensivas como la del gatito que corre hasta chocar contra el espejo y la del niño que se cae al suelo al tropezar con un cable, se cuelan otras horrorosas, que te congelan la sonrisa (si es que estabas sonriendo) o te obligan a cambiar de canal. Cuanto más humor hay en la novela es cuando más pesimista me parece.
Este camarero es una persona totalmente ciega a su propia vida interior, totalmente desconectada de sí misma y del mundo, igual que la gente que lo rodea. Supongo que la novela podría encender aceradas discusiones morales sobre si el alcoholismo del camarero es causa o consecuencia de esa vida desgraciada. El texto parece acariciar la idea, nunca expresada, de que ninguna adicción es la causa de la amargura y de los problemas de la gente, sino más bien la estrategia a muy corto plazo para no mirar algo que nos duele ver. Esa estrategia, repetida una y otra vez, se convierte en un gesto reflejo que nos hace ciegos. No hace falta ser un borracho para entender esto: el mecanismo es el mismo cuando somos adictos al azúcar, al tabaco o a actualizar cien veces al día el navegador de Internet para ver si tenemos un nuevo mensaje de alguien que alivie nuestra incapacidad de estar solos más de media hora. Lo que DeWitt nos muestra es simple, una de esas cosas tan simples y directas que son valiosas, bonitas y, lo mejor —al menos para mí— consoladoras: nos enseña cómo el cuerpo, poco a poco, puede —o no— alertarnos y curarnos. De repente, cuando más perdidos estamos, afloran emociones sin previo aviso. Brotan de un modo tan súbito que la propia conciencia no sabe de dónde salen. Sollozos que parecen de otra persona, llantos que son llorados en ti sin que te lo esperes, sin verlos venir. O fascinantes lapsus auris: una persona dice algo y tú oyes otra cosa, justamente lo que necesitabas decirte a ti mismo para dar un golpe de rumbo a tu vida. Además de otros avisos físicos más obvios, como retortijones, dolores, tembleques, vómitos, náuseas, calambres... Todo un catálogo de un interior lenguaje corporal para solitarios extremos. Tienes que oír a tu cuerpo, pero tu cuerpo sólo te obligará a oírlo de verdad si lo ignoras hasta casi caerte muerto. Abluciones parece el reverso irónico de un libro de autoayuda, o un camuflado libro de autoayuda rendido a cierta sabia procacidad de la literatura. Una joyita, como diría cualquier personaje de DeWitt.
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