viernes, noviembre 19, 2010

Tiempo de vida, Marcos Giralt Torrente

Anagrama, Barcelona, 2010. 208 pp. 17 €

Recaredo Veredas

Martin Amis afirmó tiempo atrás que la muerte del padre sitúa a los hombres en primera línea, cara a cara con la parca. Asumir la primacía no resulta —o, mejor dicho, no creo que resulte— nada fácil, como tampoco lo es romper la excesiva cercanía que tenemos con nuestros progenitores No es un tema poco tratado. De hecho es el más universal de todos. Porque, por ejemplo, ¿qué es Hamlet sino una reflexión sobre las culpas pendientes que deja la desaparición del padre? ¿Cuál es una de las fuentes esenciales del psicoanálisis, que con tanta perseverancia ha moldeado la conciencia de occidente? El éxito de Giralt, parece evidente, no radica en su capacidad para innovar. Reside en cómo, con tan viejos mimbres, con tan antiguas zozobras y tan minúscula historia, construye una excelente novela.
Introducir al autor como personaje es una tendencia en boga en los últimos años. El galardonado Cercas lo hace en casi todas sus obras, en algunas con pleno éxito, como en Anatomía de un instante, en otras con menor fortuna, por ejemplo en La velocidad de la luz. La manera en que Giralt se acerca a Giralt es similar a la del extremeño. No es complaciente, asume sus propias carencias, pero siempre mantiene la imprescindible empatía. Es decir, consigue una envidiable distancia respecto de sí mismo y logra que sus virtudes y defectos sean comprendidas, asumidas como propias por el lector. Cualquiera que haya tenido una relación difícil con su progenitor —es decir, cualquiera mínimamente vivido— puede entender las zozobras y certezas de Giralt. Su habilidad para convertir su vida —o lo que nos cuenta que es su vida— en una narración se percibe también en las rupturas de los personajes, por ejemplo en el giro final del progenitor, que convierte su diletantismo en auténtica épica. La capacidad de universalización se ve realzada por decisiones que pueden parecer triviales pero resultan decisivas, por ejemplo la ausencia de nombres propios. ¿Es Giralt impúdico? No. ¿Es sincero? Supongo que solo en lo que conviene al buen fin de la novela. Lo importante es que lo parece: la realidad y la narrativa son asuntos muy distintos. ¿Es lúcido? También lo parece y tal vez lo sea. Al menos transmite ese convencimiento al lector.
Giralt domina el ritmo narrativo con auténtica maestría. Encierra en apenas 200 páginas décadas de vida, sin que el lector sienta prisa o torpeza. La causa: sabe lo que quiere contar y la focalización es absoluta. No le interesa la movida madrileña, ni las causas de los vaivenes mercantiles de sus padres, ni siquiera los motivos de su divorcio. Solo quiere hablarnos de la relación que mantuvo con su padre. Solo de eso, y por esa causa años, incluso décadas, desaparecen en apenas dos páginas mientras años o meses, sobre todo del periodo final, son tratados con sumo —y necesario— detalle. Eso solo se puede conseguir con un notable oficio, que permita que las pretensiones se acompasen con el fraseo escogido. Así, combina párrafos cortos, a veces cercanos al aforismo o la creación poética, con largas disquisiciones. Las demoras coinciden, lógicamente, con los momentos decisivos, tanto en la evolución de la historia como en la descripción del personaje.
Enfrentarse cara a cara con la muerte es costoso pero suele deparar excelentes resultados, siempre que el temerario sea un narrador con oficio y coraje. Posiblemente la escritura de Tiempo de vida haya resultado agotadora para su autor pero a cambio ha conseguido, pese a utilizar materiales usados hasta la extenuación, una de las mejores y más innovadoras novelas del año.

3 comentarios:

Pablo Gonz dijo...

He leído con verdadero gusto esta crítica, trazada con buena pluma (como debe ser) y el pulso justo. Ojalá que siempre se escribieran así y no tratando de demostrar lo mucho que se sabe. Por tanto, una crítica focalizada para una novela focalizada: arte.
Un cordial saludo,
PABLO GONZ

Recaredo Veredas dijo...

Muchas gracias.

Anónimo dijo...

Una crítica espléndida, desde luego. Tan razonada como hermosa.