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lunes, diciembre 19, 2011

Libro, José Luis Peixoto

El Aleph, Barcelona, 2011. 256 pp. 20,50 €

Ariadna G. García

La lectura de cualquier novela del portugués José Luis Peixoto (Galveias, 1974) implica un acto de reconocimiento y un ejercicio de purga. Nos vemos reflejados en sus páginas. Tenemos la certeza de haber encontrado historias semejantes a las nuestras, familias parecidas, episodios delicados y crueles análogos a nuestra propiedad realidad: los domingos en casa de la abuela, los deberes en la mesa de la cocina, la tensión de dos cuerpos explotando a escondidas, el descubrimiento de una nueva ciudad… Nos habla desde un espacio cultural común. Y por esa razón, sus novelas nos purgan, nos limpian por dentro: porque nos enfrentan a un mundo machista, a la ira de padres y maridos violentos, al desgarro que padecen las ilusiones… en definitiva, a los demonios que habitan con nosotros. Peixoto, a través de sus libros, nos exorciza nombrando los males ocultos en las cañerías más negras de nuestra sociedad.
Libro es su tercera novela publicada por El Aleph. Le anteceden Una casa en la oscuridad (2008) y la portentosa Cementerio de pianos (2007). En ésta, el autor se mete en la piel y en la mente del maratoniano Francisco Lázaro, primer atleta luso en participar en unos Juegos Olímpicos (Estocolmo, 1912). El discurso del corredor combina sus sensaciones físicas a lo largo de la competición con el recuerdo de ciertos episodios (ficticios, claro) de su niñez y de su juventud, y con el testimonio de la vida de sus familiares acabada la maratón, lo que no deja de ser un hecho sorprendente, pues la participación de Lázaro acabó en el kilómetro 30, tras desplomarse en el suelo; moriría después. Escrita con la minuciosidad y la delicadeza de un escritor que aspira a seducir a los lectores, Cementerio de pianos mezcla realismo mágico, novela romántica y novela de costumbres. La belleza de sus imágenes, su hondo lirismo, contrasta con la agresividad de algunas escenas. Se trata de una obra inolvidable.
La última, Libro, comparte con aquella el gusto por el detalle pequeño, la plasticidad. Pero supone un giro en el uso de la voz. La dulzura cede el paso a la ironía, la crudeza al sarcasmo, el deseo a la caricatura. Peixoto se interesa ahora por el asunto de la emigración: sus causas, los peligros del viaje, la integración, la ausencia, la añoranza, la memoria... La novela tiene un comienzo espectacular. Arranca en 1948, año en que Ilídio (de 6 años) es abandonado por su madre. Lo criará Josué, quien le enseñará el oficio de la albañilería. En la primera parte del libro, el narrador describe cómo es la vida de un pueblo portugués en los años 50 y 60: sus gentes, sus costumbres. Aquí la obra pierde fuelle. Muchas de las anécdotas son demasiado bastas o de una brutalidad injustificada. Es cierto que están al servicio de la caracterización de ciertos personajes sin demasiada cultura y extraídos de la Portugal más recóndita, pero el estilo hosco, bronco, de estas secuencias los convierte en arquetipos, cuando no en bufones. Sin embargo, a partir del día en que Ilídio se enamora de Adelaide (1964) y emprende el camino de la emigración ilegal para buscarla en Francia, la obra alcanza su mejor nivel. Peixoto vuelve a ser Peixoto. Con qué finura nos habla del sentimiento de culpa, de los sentimientos no pronunciados. Si bien es verdad que persisten las escenas incongruentes, el narrador se centra ya en el drama de quienes lo dejan todo por buscar una vida mejor en otra parte. El miedo, la incertidumbre, la lucha por la subsistencia, la poderosa atracción de la novedad, la tensión entre el pasado y el presente que asola a los personajes, la desilusión, las ganas de regreso… nos dejan páginas llenas de emoción que nos hacen pensar no sólo en la actualidad del tema, sino en la identidad de Europa.
Leyendo Libro emprendemos una aventura hacia el corazón de un drama personal, y hacia la modernización de un país. Medio siglo más tarde, no existen las fronteras entre Portugal, España y Francia. Pero la emigración ha vuelto a imponerse a la juventud ibérica. Libro es una fantástica excusa para reflexionar sobre la Europa a la que aspiramos. Una Europa por la que circulemos libremente, bien. Pero no sólo eso. Una Europa solidaria. Peixoto, con su obra nos dice que el pasado aún no ha quedado atrás.

lunes, mayo 09, 2011

La ciudad líquida y otras texturas, Filipa Leal

Trad. Luis González Platón. Ediciones Sequitur, Madrid, 2010. 80 pp. 10€

Alba González Sanz

Filipa Leal (Oporto, 1979) tiene a sus espaldas varios libros de poesía que permiten hablar de su obra con cierta perspectiva. La ciudad líquida y otras texturas se publicó originalmente en 2006. Es su segundo poemario, tras el cual aparecieron un tercero y un cuarto (O problema de ser Norte y A inexistencia de Eva) que bien merecen ser excusa para un viaje al país vecino o una incursión virtual por el fondo de su editorial lusa, Deriva.
Las vecindades, la habitabilidad de los espacios urbanos (de nuestra propiedad identidad como espacio vivible o meramente soportable), su configuración geográfica pero también espiritual recorren las páginas de esta primera traducción al castellano de su poesía. El concepto de lo líquido, lo fluido, lo inabarcable, opera como nutriente esencial en la visión de la ciudad que nos ofrece la poeta. Una ciudad en la que hay amor en formas diversas (colectivo, personal), como hay también un intento entre la filosofía y el desgarro por humanizar el hormigón y sus imágenes. Por vivir, en suma.
Filipa Leal es una poeta preocupada en extremo por el lenguaje. Es, en ocasiones, teórica. Sus símbolos trascienden la mera belleza y nos acercan a una personal visión del mundo en el que la palabra crea nuestra relación con el espacio. No es una banalidad, no es mera mímesis. El sujeto andante no pisa el mundo, lo interpela desde el lenguaje y sus usos: lamenta, alaba, protesta o mejora lo que observa desde lo textual. También crea alternativas o las desmonta. Una visión irónica bien medida para no caer en el escepticismo paralizante completa las armas de la autora para enfrentarse a lo urbano, a la postmodernidad, a sus (malditos) teóricos y a la propia vivencia a ras de cuerpo y de suelo. Todo ello con un punto de saudade pero sin clichés: hablamos de una poeta plenamente insertada en su contemporaneidad y lúcidamente crítica hacia ella.
Pero la poesía de Filipa Leal es a la vez bella. Decir que sus metáforas hacen trascendente lo cotidiano suena a trending topic de reseñista en apuros, pero lo cierto es que la mirada de esta escritora vecina se detiene en asuntos no comunes en la poesía de este lado de la frontera y eso es un plus para el deslumbramiento. No es sitio este para debatir las razones históricas que nos han configurado como dos países con geografías imaginarias alejadas la una de la otra ni soñar con la Iberia de Saramago. Sólo un apunte para celebrar que la obra de esta autora llegue aquí, por fin y ojalá vengan más.

miércoles, diciembre 29, 2010

el apocalipsis de los trabajadores, valter hugo mae

Trad. Martín López-Vega. Alpha Decay, Barcelona, 2010. 208 pp. 17 €

Recaredo Veredas

Esta es una reseña entusiasta. La causa es el hallazgo de un espíritu que creía perdido para siempre. el apocalipsis de los trabajadores supone el regreso de la primacía del lenguaje. Una pretensión que creía devorada por el dominio de la palabra exacta —tantas veces maravilloso, aunque no siempre imprescindible— y el temor a lo superfluo.
La influencia de los clásicos de la literatura portuguesa contemporánea, como Lobo Antunes, es palpable aunque valter hugo maes mantenga con soltura su carácter. El rastro se percibe, por ejemplo, en su querencia por el monólogo interior y en la elección de un realismo crudo y compasivo a un tiempo, alejado de la complacencia o la exhibición de penurias. Los protagonistas de esta novela oscilan entre la lucidez y una fantasía infantil, enternecedora, tal vez imprescindible para su difícil supervivencia. Tanto como eludir el apocalipsis que menciona el título, que define la tragedia de una clase trabajadora devorada por los mismos que afirman luchar por su bienestar. La eliminación de las mayúsculas es correlato del intento de supresión de los privilegios que alienta a la narración (es una novela social, por mucho que la fantasía y el poder verbal del autor le alejen del tópico).
El registro escogido por valter hugo maes es muy literario pero no resulta superfluo: responde a los sentimientos de los protagonistas y a sus peripecias. Sus densas frases y su regreso a ensoñaciones celestiales o soviéticas, no resultan triviales porque las palabras escogidas son las únicas posibles. Y cuando solo resta la opción de la densidad no hay palabrería. Esta densidad no le aleja de unos personajes emplazados en la humildad y no implica una posición de superioridad. El autor les mira a la cara. De hecho el reconocimiento de la dignidad de los trabajadores —una frase tristemente demodé— es una de las metas, por no decir la meta, de esta novela. Una búsqueda que se mantiene firme hasta las últimas páginas, culminadas con un desenlace coherente, anticipado incluso en las primeras páginas, pero difícil por su cercanía con la solución fácil, con el Deus ex Machina. Sin embargo el autor elude con habilidad —apelando a la pura técnica, a la construcción de una escena bellísima— el peligro.
El narrador oscila sin temblores en un espectro que comienza en la tercera persona y termina en el monólogo interior. Se toma unas libertades notables, solo admisibles en escritores muy veteranos, muy seguros de su obra. Sus atrevimientos quebrarían, en autores inexpertos o torpes, la indefinición de la tercera persona: «…desistiendo de la caminata como exhausta y sin más fuerzas, de tan grande que era su disgusto, pero sin detenerse, como si fuera un personaje de ingmar bergman, con planos muy cercanos de su rostro alterado, escrutado por la cámara, invadido por los espectadores de la sala de cine sin ninguna piedad…».
No nos encontramos ante un libro perfecto pero proviene de un escritor brillante como pocos. De un autor que posee el difícil don del lenguaje y la capacidad para escribir sobre temas trascendentes sin caer en la pedantería o la reiteración. Un autor, aunque sea un término gastado, necesario. el apocalipsis de los trabajadores representa la auténtica renovación de una tendencia que se presuponía dañada por la postmodernidad y una demostración de la valentía de la narrativa portuguesa.

jueves, mayo 27, 2010

Cartas a Ophélia, Fernando Pessoa

Trad. A. García Schnetzer. Ilust. Antonio Seguí. Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2010. 170 pp. 20,95 €

José Gutiérrez Román

Como siempre, hay varias formas de adentrarse en un libro. Propongo que nos olvidemos de la relevancia que Fernando Pessoa tiene hoy en la historia de la literatura y veamos sólo al que era en 1920: un hombre de 31 años, y con una vida aparentemente trivial (oficinista y traductor de la correspondencia en la compañía lisboeta «Félix Valladas & Freitas»), que un día conoce a Ophélia Queiroz, una joven de 19 años contratada por la misma empresa, y de la que queda prendado. Comienza entonces una curiosa relación de amor entre ambos, cuyo pilar fundamental son las cartas que se envían. Ophélia pasa a otra oficina en Lisboa, sus encuentros se reducen a breves paseos desde el trabajo a casa y a fulminantes apariciones de Pessoa bajo su ventana. Nadie sabe nada, todo permanece en secreto. Y todo es casto, pueril incluso y, a la vez, o quizá por ello, delicioso. Hay cajitas de caramelos con pequeñas notas en su interior que aparecen en el escritorio de Ophélia, y hay diminutivos y mimos impúdicos: «mi Bebé pequeño, almohadita de color de rosa para clavarle besos (¡qué gran disparate!)». Se fantasea con la idea del matrimonio, los amantes se piden pruebas de amor, aparecen reproches: nada que no sea habitual. Pero la vida de Fernando Pessoa no parece dispuesta a dejarse llevar por ese camino. Se queja, sufre a menudo amigdalitis, está cansado y reclama ser querido; sin embargo, él no es capaz de dejarse amar ni tampoco de entregarse. Como dice Tabucchi en su acertado prólogo, «Pessoa escogió la literatura simplemente porque no podía escoger el amor». Vive en muchas vidas al mismo tiempo, y ella no acaba de entenderlo, o lo entiende pero cree poder cambiarlo. El caso es que ese oficinista finalmente se rinde ante sí mismo y en una esclarecedora y brillante carta (la número 36) decide poner a fin al noviazgo: «Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ophelinha desconoce, y está cada vez más subordinado a la obediencia a Maestros que no consienten ni perdonan». Es noviembre de 1920 y han pasado nueve meses desde la primera carta.
Sin embargo, la cosa no queda ahí. Nueve años más tarde, en septiembre de 1929, retoman la correspondencia y la relación gracias a una foto que Fernando le regala al sobrino de Ophélia, el poeta Carlos Queiroz. Surgen de nuevo las dudas esperanzadoras, la posibilidad de amar, pero todo se resuelve del mismo modo para Pessoa: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo». En el inicio de 1930 Fernando Pessoa envía su última misiva a Ophélia Queiroz. Fin. Y habremos disfrutado de una hermosa novelita epistolar marcada por la interesante y desconcertante personalidad del protagonista, ese tal Fernando Pessoa.
La otra forma de leer esta recopilación de las cartas que el poeta portugués mandó a Ophélia es igualmente apasionante, pues quizá este sea uno de los documentos más personales del artista (un heterónimo más pero que firma con su mismo nombre). Para superfans de Pessoa accedemos aquí a datos de su vida cotidiana: los lugares que frecuentaba, sus rituales bebedores, sus horarios. También podemos valorar la influencia (aparentemente perniciosa) de su heterónimo Álvaro de Campos en esta relación («¡Hoy tienes de tu parte a mi viejo amigo Álvaro de Campos, quien por lo general siempre ha estado sólo en contra tuya!») y que incluso llega a firmar una de las cartas. Para los más avezados queda la elucubración sobre si el infantilismo de estos textos pudiera esconder detrás cierta perversidad. Quién sabe.
Además de las 48 cartas escritas por Fernando Pessoa, la edición incluye en su parte final una selección bilingüe de 16 poemas: los que envió a Ophélia, así como otros del autor relacionados con la temática amatoria. Quizá hubiera sido interesante incluir también el relato de Ophélia Queiroz sobre su relación con Pessoa, que sí se encuentra en la edición portuguesa. Con todo, insisto en que el libro es un interesante documento biográfico a la vez que una lograda historia de amor-soledad o como queramos llamar a ese híbrido.
En sus últimos días de vida Fernando Pessoa, a través de la pluma de Álvaro de Campos, reflexionó sobre todo esto en uno de sus poemas más conocidos. Es inevitable, pues, repetir esos versos mientras leemos estas cartas: «Todas las cartas de amor son/ ridículas» (…) «Pero, al final,/ sólo las criaturas que nunca escribieron/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas».