Elena Medel
La poesía respira en dos tiempos: inspira con la decisión, espira con las dudas. Se escribe firme, aunque pregunta a la vez; jamás da por sentado, pero sí por mudable. Que la poesía camina junto a la indagación y el asombro lo demuestra sin titubeos este primer libro de Laura Rosal (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1988), y lo confirman sus poemas, breves y callados como signo de interrogación, aguardando a que el lector responda o —al menos— comparta el no saber.
En También mis ojos Laura Rosal sabe: traza un camino, lo bifurca, duda y decide. Andrés Neuman alude en el prólogo a «una mezcla sagrada entre ida y vuelta (…) entre candor y descreimiento», y los versos de Laura bambolean entre las opciones, porque siempre existe algo más. Así, frente al «rojo (…) de los labios» y «de las uñas» y de la «dulce estrategia/ Derrotada» que debe borrarse, el azul con el que llueve en la cabeza, con el que muerde «despacito» —con qué delicadeza recurre Laura a los diminutivos— «el dolor caníbal de la muerte», o el celeste con el que se morirá, o el violeta al que huele el vientre del amado, o el «blanco indómito» y el «sol níveo». Y contra el frío, el calor del cuerpo: «No me tenses la cintura», pide Laura Rosal, «Ni te introduzcas como agua/ Ni me beses los párpados.// No me recuerdes el frío».
Porque estos poemas se leen, se visualizan gracias a su poderío plástico —como muestra, el poema “Los dormidos se sueñan de nuevo...”, casi una fotografía—, se tocan desde la portada (aperitivo para la hermosa edición, ilustrada por Erika Espinosa): el cuerpo y el vacío, la piel y la cicatriz, el amor y el dolor inevitables. También los ojos de Laura Rosal observan, y por tanto sienten, y por tanto lloran, igual que los nuestros, pero también la «nuca helada», los «párpados», los «dedos de niña», «la piel sobre la hiel sobre la miel» observan, sienten, lloran, dicen. En definitiva el cuerpo «todo», el «cuerpo niña», el «cuerpo boca»: «el cuerpo» que «se sabe» «temblando», que se estremece con un escalofrío y «deja descender» su «perfume», que vertebra el poemario. Dos pulmones para su pronunciar quebrado, el de poemas como “La luz está en pleno declive...”: una dicción leve como la del haiku (desliza Laura Rosal: «Un pájaro en el pecho/ No una tristeza/ un sollozo enjaulado»), que «solo», como nos cuenta en el verso final, habla «de desiertos».
Y una escritura despojada, en la que el silencio se amarra a su «cintura», «desciende/ como vino», «afilado/ (...) arañando la carne», en la que la palabra se toca y rompe «el poema», que en un verso lleva la contraria a Federico García Lorca —«La ciudad es sueño», afirma Laura Rosal en un poema—, y en su expresión se rinde a su decir —como ocurre en el poema “No sé mirarte sin muerte”—, que privilegia a los sentidos: se escucha y se mira, se acaricia... La poesía de Laura Rosal respira, sobresaltada y verdadera, en dos tiempos: inspira consciente de qué pretende decir, de cómo quiere sonar. Se expande en su feminidad rotunda, milita en el poema y se apropia de las obsesiones que la crítica histórica colgó a las mujeres escritoras, reinventándolas. Laura Rosal escribe desde la conciencia de ser mujer, escoge para las citas que abren cada bloque a Anne Sexton, Alejandra Pizarnik (dos de los poemas de También mis ojos nacen, creo, de su lectura: “Siempre me preguntas por qué...” y “Porque hay máscara en el viento...”), Nuria Ruiz de Viñaspre y Marguerite Duras: el corazón a tumba abierta, el corazón a flor de piel, el corazón de carne de metáfora, el corazón de metáfora de vida.
Laura Rosal traza un mapa: ahí sus coordenadas, ahí su árbol genealógico. Pero al mismo tiempo, la poesía de Laura Rosal espira: «la piel (…) escuece al despertarse», se tambalea entre qué sí, y qué no. «Bienvenidas, raíces», susurra Anne Sexton, y Laura Rosal confiesa entonces que vuelve «al origen», y cierra los ojos para «dejar caer la vida,/ Rogarle que no duela», y escribe un poemario sobre el amor y el deseo como motores de los días, un poemario que ahonda en las raíces con significado de origen, y un poemario que trepa a un cielo que equivale al aire, y al final. Su poesía inspira y espira: es cuerpo, pureza y emoción.
En También mis ojos Laura Rosal sabe: traza un camino, lo bifurca, duda y decide. Andrés Neuman alude en el prólogo a «una mezcla sagrada entre ida y vuelta (…) entre candor y descreimiento», y los versos de Laura bambolean entre las opciones, porque siempre existe algo más. Así, frente al «rojo (…) de los labios» y «de las uñas» y de la «dulce estrategia/ Derrotada» que debe borrarse, el azul con el que llueve en la cabeza, con el que muerde «despacito» —con qué delicadeza recurre Laura a los diminutivos— «el dolor caníbal de la muerte», o el celeste con el que se morirá, o el violeta al que huele el vientre del amado, o el «blanco indómito» y el «sol níveo». Y contra el frío, el calor del cuerpo: «No me tenses la cintura», pide Laura Rosal, «Ni te introduzcas como agua/ Ni me beses los párpados.// No me recuerdes el frío».
Porque estos poemas se leen, se visualizan gracias a su poderío plástico —como muestra, el poema “Los dormidos se sueñan de nuevo...”, casi una fotografía—, se tocan desde la portada (aperitivo para la hermosa edición, ilustrada por Erika Espinosa): el cuerpo y el vacío, la piel y la cicatriz, el amor y el dolor inevitables. También los ojos de Laura Rosal observan, y por tanto sienten, y por tanto lloran, igual que los nuestros, pero también la «nuca helada», los «párpados», los «dedos de niña», «la piel sobre la hiel sobre la miel» observan, sienten, lloran, dicen. En definitiva el cuerpo «todo», el «cuerpo niña», el «cuerpo boca»: «el cuerpo» que «se sabe» «temblando», que se estremece con un escalofrío y «deja descender» su «perfume», que vertebra el poemario. Dos pulmones para su pronunciar quebrado, el de poemas como “La luz está en pleno declive...”: una dicción leve como la del haiku (desliza Laura Rosal: «Un pájaro en el pecho/ No una tristeza/ un sollozo enjaulado»), que «solo», como nos cuenta en el verso final, habla «de desiertos».
Y una escritura despojada, en la que el silencio se amarra a su «cintura», «desciende/ como vino», «afilado/ (...) arañando la carne», en la que la palabra se toca y rompe «el poema», que en un verso lleva la contraria a Federico García Lorca —«La ciudad es sueño», afirma Laura Rosal en un poema—, y en su expresión se rinde a su decir —como ocurre en el poema “No sé mirarte sin muerte”—, que privilegia a los sentidos: se escucha y se mira, se acaricia... La poesía de Laura Rosal respira, sobresaltada y verdadera, en dos tiempos: inspira consciente de qué pretende decir, de cómo quiere sonar. Se expande en su feminidad rotunda, milita en el poema y se apropia de las obsesiones que la crítica histórica colgó a las mujeres escritoras, reinventándolas. Laura Rosal escribe desde la conciencia de ser mujer, escoge para las citas que abren cada bloque a Anne Sexton, Alejandra Pizarnik (dos de los poemas de También mis ojos nacen, creo, de su lectura: “Siempre me preguntas por qué...” y “Porque hay máscara en el viento...”), Nuria Ruiz de Viñaspre y Marguerite Duras: el corazón a tumba abierta, el corazón a flor de piel, el corazón de carne de metáfora, el corazón de metáfora de vida.
Laura Rosal traza un mapa: ahí sus coordenadas, ahí su árbol genealógico. Pero al mismo tiempo, la poesía de Laura Rosal espira: «la piel (…) escuece al despertarse», se tambalea entre qué sí, y qué no. «Bienvenidas, raíces», susurra Anne Sexton, y Laura Rosal confiesa entonces que vuelve «al origen», y cierra los ojos para «dejar caer la vida,/ Rogarle que no duela», y escribe un poemario sobre el amor y el deseo como motores de los días, un poemario que ahonda en las raíces con significado de origen, y un poemario que trepa a un cielo que equivale al aire, y al final. Su poesía inspira y espira: es cuerpo, pureza y emoción.
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