Trad. J. y M. Womack. Nevsky, Madrid, 2010. 318 pp. 22,50 €
Victoria R. Gil
Descubrí a Antón Chéjov, a los doce años, en una antología de Los más bellos cuentos rusos editada en Barcelona en 1946. Quizás la edad fuera la causa de que disfrutara más con el divertimento de La campesina disfrazada, de Pushkin, que con ese afligido cochero de Tristeza, encaramado a su pescante en medio de un mundo tan helado por dentro como por fuera. Buscaba, supongo, más jóvenes intrépidas, más enredos, más aventura. Ignoraba entonces que la ausencia de acción en sus obras no es más que aparente y que Chéjov nos regala una sucesión de instantáneas fotográficas en las que nunca parece ocurrir nada extraordinario, siempre y cuando no se considere extraordinaria la vida.
Confiesa Care Santos en su comentario al cuento Incidente ocurrido a un médico, que en su adolescencia llegó a tomar a Chéjov por un autor cómico debido a sus personajes «atormentados por una menudencia». Dejaría de hacerlo porque «el tiempo enseña a no reírse de las manías ajenas, a ver en ellas el borde del propio abismo insondable. Ahora, muchos de aquellos atribulados seres de ficción me dejan al borde las lágrimas». Acaso sea necesario el poso que dejan los años para descubrir «la grandeza de lo nimio».
Hipólito G. Navarro, en sus reflexiones sobre Ostras, cita a Máximo Gorki, amigo personal de Chéjov, que definiría con certera precisión la esencia de su escritura: «Nadie como él ha comprendido tan clara y sutilmente la tragedia de las pequeñeces de la vida, nadie hasta él ha sabido dibujar a los hombres con tanta implacable veracidad el cuadro vergonzoso y desalentador de su vida en el opaco caos de su mezquindad de cada día». Y lo hace, como apunta Eloy Tizón en sus notas sobre Casa con mezzanina, a partir «de esa levadura triste y eslava procedente del polvo del camino, de ese polen de palabras que huye de todo énfasis».
A un autor tan conocido como Antón Chéjov, del que la base de datos del ISBN español registra más de 200 entradas entre obras propias, correspondencia, antologías compartidas y biografías, parecería tarea imposible mostrarlo con ropajes nuevos. Pero la mirada de los dieciséis escritores convocados a este festín chejoviano consigue tender un puente hasta ese siglo XIX ruso que, de pronto, ya no resulta tan ajeno.
Desde el prólogo de Sergi Bellver, en el que insta al lector a tomar distancia y mudar de perspectiva para descubrir a un nuevo Chéjov, al prisma que descompone su obra en dieciséis visiones íntimas y personales, este libro está lleno de amor. A la literatura, al cuento y, sobre todo, a un Chéjov que se revela otro y diferente en cada uno de los escritores que se acercan a él para demostrar «la poca distancia que media entre la clarividencia del maestro ruso y el compromiso literario de los nuevos creadores».
Dieciséis cuentos escritos ayer, hace más de cien años, y dieciséis apostillas que van de la erudición y el academicismo a la digresión, el juego y el striptease emocional, sin que falte, para cerrar el círculo, el chejoviano relato de Óscar Esquivias, Temblad, filisteos, jocoso complemento a En Moscú, con el que lejos de pelearse mucho, forma un perfecto maridaje.
Hay que felicitarse porque Nevsky Prospects y los autores que tan acertadamente ha reunido Bellver para sumarse a este tributo con que celebrar el 150 aniversario de su nacimiento hayan seguido la recomendación de Gorki: «Es bueno acordarse de un hombre como él; al instante penetra en tu vida un aire de vitalidad, de nuevo en ella se ilumina su sentido claro».
Victoria R. Gil
Descubrí a Antón Chéjov, a los doce años, en una antología de Los más bellos cuentos rusos editada en Barcelona en 1946. Quizás la edad fuera la causa de que disfrutara más con el divertimento de La campesina disfrazada, de Pushkin, que con ese afligido cochero de Tristeza, encaramado a su pescante en medio de un mundo tan helado por dentro como por fuera. Buscaba, supongo, más jóvenes intrépidas, más enredos, más aventura. Ignoraba entonces que la ausencia de acción en sus obras no es más que aparente y que Chéjov nos regala una sucesión de instantáneas fotográficas en las que nunca parece ocurrir nada extraordinario, siempre y cuando no se considere extraordinaria la vida.
Confiesa Care Santos en su comentario al cuento Incidente ocurrido a un médico, que en su adolescencia llegó a tomar a Chéjov por un autor cómico debido a sus personajes «atormentados por una menudencia». Dejaría de hacerlo porque «el tiempo enseña a no reírse de las manías ajenas, a ver en ellas el borde del propio abismo insondable. Ahora, muchos de aquellos atribulados seres de ficción me dejan al borde las lágrimas». Acaso sea necesario el poso que dejan los años para descubrir «la grandeza de lo nimio».
Hipólito G. Navarro, en sus reflexiones sobre Ostras, cita a Máximo Gorki, amigo personal de Chéjov, que definiría con certera precisión la esencia de su escritura: «Nadie como él ha comprendido tan clara y sutilmente la tragedia de las pequeñeces de la vida, nadie hasta él ha sabido dibujar a los hombres con tanta implacable veracidad el cuadro vergonzoso y desalentador de su vida en el opaco caos de su mezquindad de cada día». Y lo hace, como apunta Eloy Tizón en sus notas sobre Casa con mezzanina, a partir «de esa levadura triste y eslava procedente del polvo del camino, de ese polen de palabras que huye de todo énfasis».
A un autor tan conocido como Antón Chéjov, del que la base de datos del ISBN español registra más de 200 entradas entre obras propias, correspondencia, antologías compartidas y biografías, parecería tarea imposible mostrarlo con ropajes nuevos. Pero la mirada de los dieciséis escritores convocados a este festín chejoviano consigue tender un puente hasta ese siglo XIX ruso que, de pronto, ya no resulta tan ajeno.
Desde el prólogo de Sergi Bellver, en el que insta al lector a tomar distancia y mudar de perspectiva para descubrir a un nuevo Chéjov, al prisma que descompone su obra en dieciséis visiones íntimas y personales, este libro está lleno de amor. A la literatura, al cuento y, sobre todo, a un Chéjov que se revela otro y diferente en cada uno de los escritores que se acercan a él para demostrar «la poca distancia que media entre la clarividencia del maestro ruso y el compromiso literario de los nuevos creadores».
Dieciséis cuentos escritos ayer, hace más de cien años, y dieciséis apostillas que van de la erudición y el academicismo a la digresión, el juego y el striptease emocional, sin que falte, para cerrar el círculo, el chejoviano relato de Óscar Esquivias, Temblad, filisteos, jocoso complemento a En Moscú, con el que lejos de pelearse mucho, forma un perfecto maridaje.
Hay que felicitarse porque Nevsky Prospects y los autores que tan acertadamente ha reunido Bellver para sumarse a este tributo con que celebrar el 150 aniversario de su nacimiento hayan seguido la recomendación de Gorki: «Es bueno acordarse de un hombre como él; al instante penetra en tu vida un aire de vitalidad, de nuevo en ella se ilumina su sentido claro».
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