martes, septiembre 30, 2008

Es el verbo tan frágil, Sandra Santana

Pre-Textos, Valencia, 2008. 56 pp. 8 €

Ana Gorría

Es el verbo tan frágil es el primer libro de poemas de Sandra Santana, un libro, no obstante, que no es la primera incursión editorial de la autora que en su día fue becada por la Residencia de Estudiantes para llevar a cabo la traducción de la obra poética de Karl Krauss, una traducción que se haría pública más tarde en la edición de Palabras en versos de la editorial Pre-textos. Junto al compositor Miguel Álvarez- Fernández ha participado en numerosas intervenciones artísticas y poético-musicales. Además, de ser responsable de diferentes versiones de Ernst Jandl y Handke y miembro, junto a Patricia Esteban, fundador del proyecto El águila ediciones, promotor del concepto de literatura porvenir.
Es el verbo tan frágil asume la identidad precaria de la palabra, del sujeto (no en vano la primera, y única cita (liminar) del texto pertenece a Foucault, que parafrasea el enunciado magrittiano del Yo no soy una pipa) y recorre a través de una serie de instantáneas la tensión entre ese falso adentro que, según el propio Foucault, la tradición occidental ha privilegiado y el afuera, una tensión que se encuentra presente en todos los poemas del libro, que al mismo tiempo cuestionan la confianza optimista en la estabilidad del propio lenguaje, de la existencia. El diálogo entre superficie e interioridad, entonces, supone un exacto artefacto gestado desde la fragilidad y la delicadeza de la voz poética de Sandra Santana, para enfrentarse a la violencia inane de lo real, a las múltiples distracciones de lo cotidiano que atentan contra la, en apariencia , solidez de los lenguajes, de la vida. A esa retórica casi de la soledad absoluta, en la que la propia posición del que habla, es cuestionada sistemáticamente se propone la posibilidad de lo potencial, del ejercicio del propio sostenerse como una pompa de jabón (tal y como refiere uno de los poemas del libro) en el arte no como un ejercicio promotor de dis-tracciones sino como un absoluto estar ahí, presencia como dice Carlos Pardo en la reseña de este libro en Poesía digital, capaz de destrozar la tensión entre lo de dentro y lo de fuera, de sostener las estructuras de lo imaginario como base de lo potencial, posibilidad que aparece referida en la vuelta de tuerca sobre el viejo motivo que ya aparecía en los textos de Ovidio (la rosa como unidad de duración) alejada de cualquier posibilidad de cliché: «Imaginaria metamorfosis de la rosa en máquina de guerra», donde esa potencial e imaginaria transformación es capaz de resolver y de posicionarse, tal y como recientemente ha recordado Didi-Huberman en su ensayo Cuando las imágenes toman posición a partir del pensamiento estético y político de Bertold Brecht.
El lenguaje de Sandra Santana oscila entre la atención y la dis-tracción proponiendo el poema como resolución al conflicto que genera el libro: ¿Me siento sola?, dijo. Y obtuvo un sorprendente consuelo al escuchar el eco que el interior de la palabra ¿sola? provocaba al ser atravesado por su voz. La denuncia que hay en estos textos también a esa jerarquía absoluta del discurso privilegiada, del pensamiento del afuera, se encuentra también presente entre la relación del sujeto lírico y su entorno, un entorno disruptivo que tiende al desasosiego y a la aniquilación y contra el que se alza la voz. Esa denuncia se encuentra presente no sólo al enunciado, o al estatuto del yo, sino al propio arte como institución, un arte que en poemas como Mañana de domingo en el museo arqueológico cuestiona la asimilación del museo con los espacios de consumo y comunicación, planteando el museo como el no lugar del arte. En “La legítima aspiración del hombre actual a ser reproducido”, está presente la misma raigambre, dado que se presenta las relaciones entre el sujeto poético y la comunidad que le rodea como algo proclive a la enajenación e incluso a la cosificación: «Cualquier calle poco iluminada o una estación/ de metro solitaria.»
Es el verbo tan frágil, además de ser un magnífico poemario, supone un camino abierto para la poesía que viene, un camino que de ser bien leído y entendido, podrá cerrar puertas al aburrido y ya cansino debate abierto por la historiografía literaria de la poesía entendida bien como forma de comunicación o conocimiento.

lunes, septiembre 29, 2008

Abril, Carlos Eugenio López

Lengua de Trapo, Madrid, 2008. 202 pp. 18.60 €.

Miguel Baquero

Un pringateras (esto es: cualquier chaval de nuestros días, sin más estudios que un título universitario, apuntado a ni se acuerda cuántas bolsas de empleo y que mira con envidia a los famosos “mileuristas”) decide un día alistarse en el otrora Glorioso, Victorioso y Ardoroso Ejército Español, convertido hoy en agencia de colocación para gente sin mejores recursos. Su objetivo: obtener el título de fontanero para, una vez transcurrido el periodo militar, poder colocarse en una empresa o aún mejor, hacer unas cuantas ñapas particulares que no hay por qué declarar a Hacienda.
Así las cosas, y el muchacho en cuestión vestido ya de caqui, de pronto estalla una guerra en un lejano país, Kimbambia, y el aspirante a fontanero es incluido entre la misión humanitaria que, a bordo de un avión destartalado, debe trasladarse a aquel lejano y perdido punto del planeta. Van a ejercer la cooperación con los habitantes del país, pero éstos, los kimbambianos, sin embargo, parecen no agradecer demasiado el esfuerzo humanitario, cooperacional y sinfronterizo que por ellos hace el contingente hispánico. Antes bien, comienzan a volar con demasiada frecuencia las piedras sobre el acuartelamiento…
Este es, sobre poco más o menos, el argumento inicial de Abril, el último libro de Carlos Eugenio López, novelista y poeta leonés con seis novelas anteriores (algunas de ellas traducidas a varios idiomas) y varios premios en su haber. Un inicio sarcástico, pegado al terreno y a la actualidad, y que sin duda por ello mismo resulta cercano y divertido. Muy divertido, que al fin y al cabo es lo que se pretende. Cimentada sobre un punto de ironía, algo de cinismo y sustentado por unos diálogos muy ágiles, Abril va avanzando de forma amena y como sin sentir, atrapado el lector por la mirada aguda y cáustica que el autor vierte sobre unos hechos que, sin demasiado esfuerzo, pueden encontrarse en la siguiente esquina de la calle o apenas encender el televisor.
Hacia la mitad de la novela, sin embargo, este tono cambia, al hilo de los acontecimientos. Lo que pasaba por un recochineo circunstancial y desenfadado de nuestros tiempos, y una burla de todo el espíritu marcial, pasa a ser, de repente, otra cosa. Justo cuando el chiste ya comenzaba a perder su frescura (y sin duda es mérito del autor saber el punto hasta dónde puede llegar, y cuándo debe de cambiar de registro), justo entonces un trágico incidente “colateral” hace que toda la gracia y la ironía vertida en torno a la situación guerrera comience a disolverse y su lugar lo ocupa un tono ácido, donde el absurdo, cercano a lo kafkiano, es la nota predominante. La guerra se da por finalizada (aunque no sea cierto, en realidad), el contingente es repatriado y para el protagonista comienza entonces otra novela, donde la ironía, el sarcasmo y el chiste están ahora de más.
No me parece fácil la tarea de unir dos textos tan distintos, justo en medio de la novela, sin que se advierta ahí un brusco escalón. Carlos Eugenio López logra, en mi opinión, hacerlo de forma progresiva y sutil, de tal manera que, sin saber cómo, el lector siente que de pronto ha abandonado aquel tramo divertido y bienhumorado y se encuentra transitando por otro distinto, sin apenas humor y con la fatalidad en torno. A mí, particularmente, me ha parecido muy atractiva esa forma de cambiar de ambientes, ese quiebro que, a fin de cuentas, no es otra cosa que escapar a lo previsible.

viernes, septiembre 26, 2008

Una herencia y su historia, Ivy Compton-Burnett

Trad. de Carlos Ribalta. Lumen, Barcelona, 2007. 286 pp. 19 €.


Elvira Navarro

La primera sorpresa que una se lleva al leer a Ivy Compton-Burnett es que todo está a la vista. Aquí la trama no gira en descubrir qué terrible secreto oculta mamá. Aquí los secretos de mamá, de papá y de los niños son vox populi; los comentan entre ellos, los comenta el mayordomo y los amigos que van a casa, y todo es, para que se pongan en situación, como si ustedes invitaran a alguien a tomar café a su salón y ese alguien, tras saludar educadamente, les preguntara delante de sus hijos: «¿Cómo va el asco que le provocan sus vástagos?».
Un buen psicoanálisis, es decir, sin mística del inconsciente y del sexo: eso es Una herencia y su historia, que habla de las estructuras sentimentales que nos transmiten nuestras familias; de las responsabilidades, culpas, complejos y miedos que nuestros padres nos dejan; del amor y el odio y las castraciones que se generan y, sobre todo, de qué ocurre cuando no podemos cumplir con el papel que nos han asignado. Ya dijo Foucault que lo que deseamos es un pura doctrina. Simon, primogénito de Hamish, quien a su vez es hermanísimo de Edwin, va a heredar mansión y fortuna victoriana cuando su padre y su tío mueran. Para eso lo han educado, y a pesar de que no se siente libre, la verdadera cárcel viene cuando, tras la muerte de su padre, su tío Edwin se casa y tiene un hijo (que en realidad no es suyo, sino de Simon). El nacimiento del bastardo lo trastoca todo, y el mal no lo sufre sólo Simon, sino la familia entera, incluyendo al inocente legatario, quien siente que el trono no es su lugar. El análisis de cómo la torcedura de una rama afecta al árbol entero se lleva a cabo con secos y agudísimos diálogos y absoluta desnudez moral, y hasta el último mueble se retira con la muy sana intención de limpiar las telarañas.
Por lo demás, y según la pinta el prólogo de Natalia Ginzburg que acompaña a esta edición (un prólogo muy Ginzburg, esto es, sencillo, inteligente, libre y sin exhibiciones), Ivy Compton-Burnett era una señorita «viejísima, menudísima, las rodillas envueltas en una manta, el cabello recogido y dispuesto como un peluquín sobre la frente marchita y cubierta de pecas, las manos arrugadas, heladas y entumecidas por la artrosis y, a su lado, sobre un taburete, un cesto, del que iba sacando hojas de ensalada que mordisqueaba como una tortuguita a la hora del té». Esta vieja señorita dijo de sí misma: «Empecé a escribir como quería, y con la sensación de que aquel era mi estilo; luego, no me pareció oportuno cambiar».

jueves, septiembre 25, 2008

Djuna y Daniel, Ena Lucía Portela

Mondadori, Barcelona, 2008. 448 pp. 19,74 €

Blanca Riestra

Djuna Barnes
aparte de ser una autora de culto, fue un personaje fascinante y contradictorio. Amiga de Joyce, protegida de Peggy Guggenheim, célebre belleza de la Rive Gauche, fotografiada por Man Ray, se eclipsó a edad temprana, viviendo una larga vida de reclusión en Greenwich Village, luchando contra el alcoholismo, escribiendo poemas que tiraba por el suelo, cultivando una merecida fama de excéntrica.
Escribir sobre su época de entreguerras en París, cuando concibió Nightwood, perseguida por el alcohol y los amores sin futuro, resulta una empresa temible. Ena Lucía Portela lo ha hecho y ha utilizado para ello como base documental la estupenda biografía de Philippe Herrring. Reconstruye así amistad que unió a Djuna con Dan Mahoney, modelo de quien sería el doctor O’Connor, guardián de la noche de Nigthwood. Mahoney, americano de origen irlandés, se ganaba la vida como faiseur d’anges (abortador) y era un personaje clásico de la noche parisina, alegre y funesto, homosexual y clown, capaz de perorar sobre el mal, la noche, la belleza, durante horas, ante un auditorio de borrachos fascinados.
La novela se articula a partir de una única velada, aquella en la que Mahoney, indignado tras haber descubierto que Nightwood toma como base sus propias peripecias vitales, acude a pedir cuentas a Djuna, despertándola de su sueño alcohólico en el apartamento de la rue Saint- Romain… A partir de esta escena, que vertebra el hilo narrativo y que en algunos casos parecen dilatarse excesivamente sin justificación, se suceden los saltos temporales. Portela traza así ágilmente el retrato de una generación que se perdió.
Sin embargo, aunque el proyecto es ambicioso, la escritura adecuada y los personajes están tratados con convicción y con cariño, puesto que el modelo de referencia es la propia escritura de Nightwood y el trama y argumento prácticamente los mismos, el lector hubiese deseado mayor osadía por parte de Portela. Aquellos personajes que Barnes había hecho incandescentes, metafísicos, profundamente oscuros, quedan desgraciadamente desvelados por una aproximación demasiado de facto. No en vano, es difícil rivalizar con Barnes o con Mahoney cuando hablan de la noche.

miércoles, septiembre 24, 2008

Florencia. Esplendor y caída de la casa de Medici, Chistopher Hibbert

Trad. Fernando Miranda. Almed Historia, Granada, 2008. 392 pp. 28 €.

Juan Gómez Espinosa

Debían de ser simpáticos estos Medici, en especial los “grandes”: Cosimo el Viejo, Lorenzo, Giovanni (alias León X). Y otros más introvertidos, como Cosimo I, debían gozar, al menos, de un oscuro atractivo. El carisma fue marca de la casa, sobre todo en los primeros tiempos, para convertirse a continuación en rentas de las que disfrutaron miembros más mediocres de la familia. Este carisma de los orígenes era un barniz perfecto para recubrir la verdadera característica del linaje: la ambición. Hasta aquí todo es obvio, y cualquiera que eche un ojo a los avatares genealógicos de los Medici llegará a la misma conclusión. Era evidente, incluso, para sus contemporáneos, y aquí comienza el verdadero interés del asunto: ¿hasta qué punto es responsable una comunidad de sus gobiernos? Para un servidor, la responsabilidad es absoluta. No olvidemos que la clase dirigente es minoritaria con respecto al espectro social. El desarrollo de esta minoría representa el desarrollo de la voluntad popular, su actividad y su pasividad. La tentación de delegar es dulce al amanecer, pero agria al ocaso. Por suerte, la población general tiene una inmensa capacidad de olvidar la culpa personal. Es entonces cuando se cambia el vítor por la denuncia: la tentación de delegar la conducción cambia, entonces, a la tentación de delegar la responsabilidad. Los Medici se movieron sagazmente entre el consentimiento de un día, la denuncia de otro, el vítor del siguiente… y así durante unos cuantos siglos. Ya el “constructor” oficial de la ambición familiar, Giovanni di Bicci, asimiló perfectamente los mecanismos que mueven la masa social e incluso la malean. Esta asimilación vino acompañada de un sistema eficaz para ponerla en práctica: la discreción. Su hijo, Cosimo el Viejo, sería un genio desarrollando esta vía y, pese a sufrir persecución en algún momento de su escalada, dejó bien cimentado el trono invisible de sus descendientes. Con el tiempo, según se fue abandonando la sutileza, se fue disolviendo el pedestal. La casa Medici consiguió hacer realidad el sueño de todo burgués: generar su propia aristocracia. La importancia que esta familia ha tenido para la historia de Europa no se suele explicar en las aulas en toda su magnificencia. Como dato ilustrativo, habrá que recordar que el cisma católico se produjo bajo el pontificado del Papa Medici León X. Y éste es tan sólo uno de los muchos elementos trascendentales de la familia.
Hibbert ha escrito un libro enormemente fluido y bien documentado. Lo más valioso es, sin duda, su capacidad de abrir puertas al lector interesado en asuntos concretos. Hibbert apunta hacia el arte, la economía, la sociología, la política… sin querer introducirse en ellos con excesiva erudición. Para ello, sería necesario escribir una obra en numerosos tomos. No es un libro simple; cuenta con un objetivo que cumple perfectamente: invitar a conocer un linaje que usó a la sociedad para desarrollarse a sí mismo. Que nadie intente leer este libro para encumbrarse en una tertulia: para asombrar con un capuccino lo mejor es tratar temas fáciles pero bien adornados (como, por ejemplo, la importancia de Kant en la música de Satie). La historia de la casa de Medici despierta asuntos más complejos: la ya citada responsabilidad de la sociedad general en su gobierno, la relación entre fin y medios en política, la moral en el arte (cómo olvidar el apoyo que este clan brindó a artistas como Miguel Ángel, Boticcelli, Bruneleschi…) o, sobre todo, la hipocresía que el tiempo va cincelando en el alma del público y la ciudadanía. A título personal, debo decir que yo paseo con absoluta felicidad por la calles de una Florencia que se engrandeció, en parte, gracias a las aportaciones de una familia sin demasiados escrúpulos en su escalada hacia el poder. Para qué voy a mentir.

martes, septiembre 23, 2008

La tienda de los suicidas, Jean Teulé

Trad. Teresa Clavel. Bruguera, Barcelona, 2008. 160 pp. 16 €.

Recaredo Veredas

Nadie en su sano juicio entraría en la tienda de la familia Tuvaché. A primera vista parece un comercio entrañable, que posee el sabor de los viejos ultramarinos franceses. Pero nada más cruzar la puerta, el desventurado cliente comprende que la primera visita sólo puede ser la última. Porque los Tuvaché se dedican desde hace décadas, con minuciosidad de artesanos, a facilitar el último viaje de los suicidas. Los aspirantes al más allá pueden elegir en sus vitrinas entre artefactos de efectividad absoluta, que garantizan la muerte inmediata a quienes los compran, desde sogas con nudos perfectos, que resisten arrepentimientos y grandes tonelajes, a cápsulas de cianuro aromatizadas, pasando por cuchillas que atraviesan las venas como si fueran mantequilla, katanas afiladas, que garantizan un épico y sangriento hara kiri, munición para cualquier revólver o deletéreas ranas doradas que paralizan el flujo sanguíneo de quien osa siquiera tocarlas. Los sucesivos primogénitos de la familia Tuvaché regentan el negocio desde hace décadas pero nunca habían tenido tanta clientela, nunca tantos desgraciados querían escapar de las miserias de la vida. El matrimonio Tuvaché, Mishima y Lucrece, y sus tres entrañables hijos no forman una familia precisamente normal, aunque serán admirados, incluso idolatrados, por cualquiera que aprecie la lucidez y su negrísimo, y sumamente moderno, sentido del humor. No en vano celebran los cumpleaños con un lema irrepetible: Piensa que te queda un año menos de vida.
Para que tan peculiar proyecto se sostenga, para mantener un difícil equilibrio entre el humor más corrosivo, la imprescindible verosimilitud y una notable calidad literaria hace falta que un gran escritor se haga cargo de los mandos. Es el caso de Jean Teulé, autor experto en los submundos más oscuros y las narraciones más divertidas, maestro del cómic y la parodia, que demuestra en La tienda de los suicidas que sabe extraer la peculiar ternura de los monstruos y hacer fácil lo increíblemente difícil. Gracias a la habilidad de su prosa y a lo adecuado de su estilo consigue que las carcajadas y la cruel exacerbación de lo gótico encubran una profunda reflexión sobre la vida y el futuro del ser humano. No en vano la obra transcurre en una sociedad, no demasiado lejana, que ha sido devastada por las consecuencias de la corrupción, las guerras y el cambio climático. Es un mundo hundido en el caos donde el suicida hace un favor al estado quitándose la vida. La muerte se ha convertido en un auténtico servicio social y la alegría en una excentricidad incómoda. Tan terrible historia podría narrarse desde un estilo denso, pesado, lleno de farragosas reflexiones. Sin embargo el autor ha optado por un registro suelto, lleno de ritmo, que posee esa profundidad que tantas veces tiene lo aparentemente simple.
Jean Teulé, como escritor experto que es, domina a la perfección todos los recursos de la narrativa. Sus diálogos son chispeantes y agudos, dignos de la mejor comedia negra. Consigue, gracias a una prosa sencilla y expresiva al mismo tiempo, convertir a la tienda que da título a la novela en un espacio fascinante, una peculiar botica del horror, llena a rebosar de extrañas y mortíferas herramientas donde contemplamos, por ejemplo, la extraña evolución de la pequeña de la familia, que pasa de ser una joven acomplejada a una femme fatale la depositaria del método perfecto de suicidio: el romántico beso de la muerte. La construcción de los personajes, pese al tono evidentemente humorístico de la novela y su fuerte influencia cinematográfica, es matizada y precisa. Así logra que lector comprenda con facilidad la melancolía de Alan, el bicho raro de la familia por su enfermiza fijación por la bondad, o la obsesión del patriarca, Mishima Tavuche, por sacar adelante un pequeño negocio, regentado por su estirpe desde tiempos inmemoriales. Además la historia crece, no se queda varada en la anécdota inicial, y lo hace gracias a la súbita aparición de los sentimientos que más odia la familia Tavuché: el amor y la esperanza. Por si fuera poco cuenta con una magnífica traducción, que refleja el bello y expresivo francés del autor.

lunes, septiembre 22, 2008

Futuros peligrosos, Elia Barceló

Edelvives, Zaragoza, 2008. 165 pp. 8,44 €.

Carmen Fernández Etreros

¿Alguna vez te has preguntado cómo será nuestro futuro dentro de unos cincuenta años? ¿A dónde nos llevará esa obsesión por el culto al cuerpo, esa búsqueda de la inmortalidad? ¿Has pensado hasta dónde pueden llegar los realitys show televisivos o los tratamientos milagrosos que prometen la eterna juventud?
La escritora Elia Barceló nos propone en Futuros peligrosos siete relatos de ciencia ficción, pero alejados curiosamente del previsible mundo tecnológico que todos nos podemos imaginar y hemos leído o contemplado en multitud de libros y películas, de ese mundo de androides o de robots. La autora expone siete situaciones futuras bastante creíbles, a las que podríamos llegar si esos deseos de inmortalidad, culto al cuerpo o diversión sin barreras se pudiesen llevar al límite. Deseos que sin control pueden destruirnos y arrastrarnos. Relatos bien estructurados, adictivos para un lector joven o adulto que no podrá dejar de leerlos hasta el final. Un lector que se puede aterrorizar en ocasiones, pero que reflexionará ante las preferencias de los humanos actuales y sus consecuencias futuras. La autora detecta con su certero bisturí literario cuáles son “las grietas” de nuestra sociedad y hasta dónde podríamos llegar los humanos con nuestros deseos. Y nos avisa. Nos previene de cuáles pueden ser esas consecuencias de nuestros deseos incontrolados. Quizás a un mundo futuro en el que las diferencias con el Tercer Mundo sean abismales, en el que una vida humana pueda valer solo 1000 euros o en el que la xenofobia esté socialmente aceptada.
Elia Barceló es una de las autoras españolas que más ha cultivado el género de ciencia ficción y que en ocasiones cultiva la narrativa juvenil. Un terreno en el que resultó el año pasado ganadora del premio Edebé de Literatura Juvenil con su original Cordeluna y en esta misma colección Alandar de Edelvives publicó El almacén de las cosas terribles.
En este libro Futuros peligrosos, destaca con fuerza para mí, además de Mil euros por tu vida que cuenta una historia original y bien desarrollada, el último relato Noche de sábado. En él la escritora nos presenta una situación límite pero previsible: una vez al año con motivo del Gran Concurso televisivo, se permite un intento de desembarco masivo de inmigrantes a nuestras costas. Cientos de inmigrantes seleccionados intentan acceder a la costa española mientras son recibidos y perseguidos a tiros por los vecinos del lugar elegido. Se trata de un concurso televisivo en cuya gran final sólo puede quedar uno y en el que los espectadores disfrutarán de la desgracia ajena. Violencia, reality show y juegos de realidad virtual, un cóctel explosivo con un buen final.
Este libro Futuros peligrosos celebra el número 100 de la colección Alandar de la Editorial Edelvives con estos inquietantes relatos sobre un futuro cercano y previsible. El libro se acompaña de una novela gráfica de 32 páginas en blanco y negro basada en uno de los relatos del libro Mil euros por tu vida y creada por Jordi Fargas y Luis Miguez con el que la editorial Edelvives inaugura una colección de novela gráfica. Un terreno, el de la novela gráfica poco cultivado en nuestro país pero que cuenta con grandes aficionados entre los lectores jóvenes y adultos, tras joyas en blanco y negro como Persépolis de Marjane Satrapi y que ilustra con destreza el relato de Elia Barceló.
En suma una serie de relatos que anticipan nuestro futuro, que sorprenden por su calidad y destreza narrativa, y que inquietan con su asombrosa recreación de una realidad futura. Un libro Futuros peligrosos dedicado por la propia autora a los jóvenes en sus primeras páginas “en cuyas manos está el poder de crear un futuro mejor para todos, un futuro luminoso donde no tengan espacio la violencia y la banalidad”.

viernes, septiembre 19, 2008

El efecto Lucifer, Philip Zimbardo

Trad. Genís Sánchez Barberán. Paidós, Barcelona, 2008. 624 pp. 28 € 

Miguel Sanfeliu

El efecto Lucifer es un libro fascinante y revelador. El subtitulo refleja la intención del autor: «el porqué de la maldad». Zimbardo es profesor emérito de psicología en la Universidad de Stanford, y fue el investigador principal del experimento que tuvo lugar en dicha universidad en 1971. El experimento de la Universidad de Stanford adquirió una gran notoriedad a raíz de dos acontecimientos que lo convirtieron en «un ejemplo capital de la psicología de la maldad»: un intento de fuga en la prisión de San Quintín y un motín en la prisión de Attica que finalizaron en sendas matanzas. El impacto sobre la opinión pública motivó que el experimento de Stanford adquiriera unas dimensiones inesperadas. De hecho, su relevancia continúa vigente. Ha inspirado incluso una película de Oliver Hirschbiegel que representó a Alemania en los Oscar de 2001 y recibió varios premios en su país, aunque el film se va alejando paulatinamente de la historia real para terminar con un episodio delirante y desproporcionado.
El experimento de Stanford consistió en seleccionar a un grupo de voluntarios y asignarles a unos el papel de reclusos y a otros el papel de guardias, recreando en los sótanos de la Universidad un escenario carcelario. Se pretendía estudiar de qué modo influirían en ellos los roles que iban a representar y la situación en la que se iban a desenvolver, si su carácter sufriría cambios. Los resultados fueron imprevisibles. La primera parte del libro se centra en dichos acontecimientos de una manera pormenorizada. Nos narra el día a día en ese microcosmos cerrado. Un grupo de reclusos y tres grupos de guardias, todos sometidos a las reglas establecidas desde el principio. La imposición de la autoridad va generando pequeños abusos que, de un modo casi imperceptible, se van haciendo cada vez más crueles. Y también más imaginativos, algo que Zimbardo llama «la maldad creativa». Apenas ocho horas después de iniciado el experimento, los guardias ya comenzaron a meterse con los reclusos «por puro aburrimiento». El turno de la tarde fue el que más maltrató a los reclusos, dicho turno empezaba a las 18:00 horas y finalizaba a las 2:00 de la madrugada. Apenas un día después de iniciado el experimento, se produjo una rebelión de los reclusos y esa misma noche tuvieron que dejar marchar a uno de ellos por la crisis de ansiedad que llegó a sufrir.
De este modo, un experimento que estaba previsto que durara dos semanas tuvo que abortarse antes de tiempo. Las detenciones y el ingreso en la prisión se llevaron a cabo un domingo y el viernes tuvo que interrumpirse la experiencia porque la situación se volvió insostenible y el grado de crueldad y degradación llegó a sobrepasar los límites de lo aceptable. Pero lo curioso es que quien llamó la atención sobre esto tuvo que ser una persona que se unió a la investigación con posterioridad, Christina Maslach, pues quienes la seguían desde el principio se habían ido sumergiendo paulatinamente en dicha escalada de crueldad y ni siquiera parecían ser conscientes de ella.
Zimbardo recuerda ese experimento a raíz de ver las fotos tomadas en la prisión de Abu Ghraib, todas las fotos, incluso las que no llegaron a la opinión pública: «centenares de imágenes horripilantes». Recuerda que el comportamiento humano, y concretamente su lado más malvado y cruel, es una consecuencia directa de la situación en la que se encuentre el individuo. Es lo que se denomina «psicología situacional». Los ejemplos que sirven para confirmar dicha argumentación son contundentes y espeluznantes.
La narración de todos estos acontecimientos se desarrolla con gran agilidad y muy detalladamente. Conocemos a los reclusos y a los carceleros, su día a día, sus reacciones. Zimbardo demuestra su pasión por el tema que trata y el libro está muy bien estructurado y avanza implacable extrayendo inquietantes conclusiones sobre la naturaleza humana. A veces, no puede contener su impaciencia y nos adelanta asuntos que desarrollará más adelante. Y el lector no puede sino seguirlo en ese viaje, compartiendo su curiosidad y con la convicción de estar descubriendo algo que, de modo tácito, tendemos a negar. Siempre pensamos que esas cosas les pasan a los demás, que nosotros no nos comportaríamos de esa forma, que seríamos diferentes. Todo el mundo sabe que, en una situación de peligro, hay que mantener la calma porque las avalanchas son peores que cualquier otra cosa; y sin embargo, la mayoría de la gente no duda en correr ciegamente, arriesgándose al aplastamiento. Los gritos contagiosos de los fans de cantantes, víctimas de ataques de histeria colectiva, los actos vandálicos callejeros… Zimbardo nos advierte que «cuando la gente se encuentra en un entorno que fomenta el anonimato, su sentido de la responsabilidad personal y cívica se reduce».

Por lo general, las personas sienten la necesidad de integrarse en un grupo, y esto puede llevar a un estado de conformismo, incluso de sumisión, dentro del propio grupo, pero también a un odio irracional hacia un colectivo antagónico, o tan sólo diferente. Zimbardo dedica algunos capítulos a repasar varios estudios de dinámica social. El clásico estudio de Milgram, que consistió en comprobar si la gente es capaz de infligir dolor a un desconocido sólo porque alguien con autoridad se lo ordene. Existen variaciones sobre este asunto, como el experimento que consistió en saber si una enfermera obedecería una orden errónea dada por un médico desconocido. También hay espacio para relatar la experiencia que llevó a cabo un profesor de historia (Ron Jones) en un instituto de Palo Alto, creando un sistema totalitario de claras connotaciones nazis. Dicho episodio fue novelado por Morton Rhue en un libro titulado La ola, y se han rodado varias versiones cinematográficas basadas en dicha experiencia: la última es una producción alemana dirigida por Dennis Gansel. También hay sitio aquí para recordar un acontecimiento como el suicidio colectivo de Jonestown, en la Guyana o la matanza de tutsis a manos de los hutus: «Antes sabía que un hombre podía matar a otro porque es algo que siempre ha sucedido. Ahora sé que hasta la persona con la que has compartido comida, o con la que has dormido, te puede matar sin problemas. El vecino más cercano te puede matar con los dientes: esto es lo que he aprendido del genocidio, y mis ojos ya no ven el mundo como antes». Son las palabras de una superviviente tutsi llamada Berthe, recogidas por Jean Hatzfeld en su libro Una temporada de machetes.
Después de este incómodo recorrido, estamos preparados para adentrarnos en la cárcel de Abu Ghraib y enfrentarnos a lo que ocurrió allí dentro. Los soldados tenían que dormir en celdas como las de los prisioneros pues la prisión era atacada continuamente y el patio exterior no ofrecía seguridad, las condiciones higiénicas eran deplorables, los turnos de trabajo extenuantes y la masificación excesiva. “Allí dentro había menores, hombres, mujeres y enfermos mentales todos juntos”. Nadie supervisaba el día a día de las instalaciones. Apenas aparecían mandos militares y, si lo hacían, era con rapidez y sin prestar atención a lo que estaba ocurriendo allí dentro. Por otra parte, interrogadores civiles daban órdenes a los soldados y les pedían que prepararan a los prisioneros para que se derrumbaran pronto en los interrogatorios. Cuando esto sucedía así, felicitaban a los soldados por su trabajo. El viaje no es cómodo, entrar en Abu Graib, siquiera a través de las paginas de este libro, es una experiencia desasosegante y terrorífica.
El libro “plantea la pregunta fundamental de hasta qué punto nos conocemos a nosotros mismos, hasta qué punto podemos predecir con seguridad lo que haríamos o dejaríamos de hacer en situaciones en las nunca nos hemos encontrado”. Ciertamente, no es un tema baladí y este no es un libro que se deba dejar pasar por alto. Es importante adentrarse en el lado oscuro del ser humano, en sus debilidades, para conseguir ser mejores. De hecho, Zimbardo, que durante todo el trayecto nos recuerda que no pretende excusar las acciones reprobables, sino tan sólo que se tenga en cuenta que bajo determinadas circunstancias todos podemos llegar a actuar de un modo del que nos creemos incapaces, dedica el último capítulo a hablar de cómo “Resistir las influencias situacionales y celebrar el heroísmo”. Un libro imprescindible.
“Si colocamos a gente buena en un lugar malo, ¿la persona triunfa o acaba siendo corrompida por el lugar?” Ésa es la pregunta que nos plantea El efecto Lucifer. ¿Somos capaces de enfrentarnos a la respuesta?

Enlaces de interés:
El autor.
El Experimento de la Prisión de Stanford.
Página oficial del libro El efecto Lucifer.
Vídeo sobre el Experimento de la Prisión de Stanford.
Vídeo sobre el estudio de Milgram.
Trailer de la película La ola, de Dennis Gensel.
Todas las fotografías son de la página oficial del libro.

jueves, septiembre 18, 2008

Nada grave, Ángel González

Visor, Madrid, 2008. 73 pp. 15 €

José Manuel de la Huerga

Una colección que pretende recoger la voz de los mejores poetas vivos del siglo XXI español comienza su camino con un libro póstumo de Ángel González. La paradoja, en poesía, es sinónimo de acierto, de hallarse en el límite de dos mundos de imposible conjugación, pero que la genialidad del creador es capaz de cuajar. Tenía que ser la voz de Ángel González, pertinaz en el susurro lastimado, de vuelta de todo, hasta de la muerte, como deja escrito en alguno de estos breves, la que sirviera de pórtico, junto con Gelman y García Montero. Tres voces, tres latitudes, tres maneras de abordar el trabajo poético, pero un único denominador común, la excelencia. (En una próxima entrega nos ocuparemos de Mundar de Gelman). La edición, cuidada hasta en el mínimo detalle (cubiertas, sobrecubiertas, guardas rojas, retrato del poeta a lápiz, dos tintas…) se la merecen estos tiempos que llaman de crisis. Nunca se habrá leído tanta y tan buena poesía.
En cuanto al libro Nada grave hay que hacer una primera observación: el texto es póstumo, ha salido de las manos de la esposa y del buen amigo, García Montero, director de la colección. Los poemas, al parecer, estaban ya ordenados y figurarían, en un futuro, en un libro que no es este. Seguramente tendría una mayor extensión (o no), y conociendo las manías de los poetas, algunos de los textos, por no decir todos, serían retocados, eterna y enfermizamente retocados, algunos caerían, otros cambiarían de lugar… Pero el libro en proyecto Nada grave pasó por encima del trabajo melancólico de Ángel González, y le abandonó.
Sabemos, por la nota inicial del director de la colección, que Ángel González trabajaba en los últimos meses en dos carpetas de signo muy diferente: una triste, pesimista, ésta que hoy nos convoca en esta crítica, y otra juvenil y desenfadada, un almanaque con los meses del año. He aquí la primera enseñanza del maestro: saber abrir y cerrar carpetas, saber entregar a la estampa lo que es enseñable, saber guardar lo que debe esperar… De estar vivo, Nada grave no se habría publicado. Pero sé que esto que escribo es una bobada. Ángel González sometía a sus textos a los prescriptivos tratamientos de adelgazamiento y sueño. Deberemos, pues, leer Nada grave como un libro de circunstancia… final. Por cierto, nada grave. La ironía del poeta hasta en la postrer entrega.
Tristeza y lucidez son dos palabras que se dan la mano al final de los días del poeta. Los poemas son pesimistas, ácidos, de una melancolía a veces insoportable. La brevedad, la sentenciosidad hacen que el lector vuelva sobre los textos, creyendo haber pasado algún doble sentido por alto, alguna lectura cruzada, algún guiño a la memoria, a los libros, a los poemas. Pero no, son textos secos:

Lo que queda
−tan poco ya−
sería suficiente
si durase.


Y a un mismo tiempo, están cargados de una honda ternura (la de siempre en su voz, la que es marca de la casa desde Áspero mundo, esa que parece que te está leyendo los poemas al oído) que no está lejos de la compasión, no de sí (o sí), sino del género humano:

Todo lo que yo tengo de animal,
de vertebrado,
de mamífero,
hoy se adueña de mí con descaro exultante.
Hoy no tengo razón, y lo celebro. (…)

Soy esto
−dice o casi relincha, desafiante mi cuerpo−
y nada más que esto:
cuadrúmano o solípedo
y poca cosa más: sedentario, nocturno.

Son poemas que acarrean todo el dolor aprendido en el convulso siglo XX, el del hombre que aguanto posguerra, dictadura, exilio, distancias oceánicas…, pero amó vivir así. La palabra justa es un don en estos poemas, bien sabía el poeta la máxima de Monterroso (“Cada día una línea menos”) y la practicaba en el verso mismo, ajustado al latido, ni un bombeo más. Por eso los poemas son tan breves (los aforismos de Machado brillan al fondo), cansados de escribir, pero necesarios, incluso en dos versiones apenas perceptibles (y tan diferentes), como ocurre en los poemas titulados por igual Vista cansada.
Quería dejar para el final un poema. Se titula Yo insistente. Sólo por él valdría la pena el libro entero. Comienza:

Cierro los ojos: desaparece el mundo.
En el interior negro de mi cuerpo
sigue mi yo sombrío sin cambiar de postura.

Lo he leído y releído estos días. Lo marco, porque volveré a él. Ángel González lo dice en el poema titulado Leo poemas, este poema es una caricia, una compañía:

No es que me alivie la tristeza ajena;
es que me siento menos solo.

Ojalá Ángel González estuviera aquí todavía para leerlo una vez más, o como el Sam de Casablanca, tocarlo otra vez.

miércoles, septiembre 17, 2008

Todavía no me quieres, Jonathan Lethem

Trad. Cruz Rodríguez. Mondadori, Barcelona, 2008. 224 pp. 17,90 €.

José Morella

Las aventuras de una banda indie de California que intenta triunfar es un punto de partida que puede echar para atrás a cualquier lector que no esté especialmente interesado de por sí en el rock alternativo o los problemas de los jóvenes californianos sin problemas. Pero esta novela engaña. La etiqueta “novela” es el envoltorio de un regalo distinto: un ensayo cultural sobre la dificultad de vivir la realidad como algo auténtico en el mundo contemporáneo. Lethem, que parece escribir después de tragarse las obras completas de Lyotard y Baudrillard, consigue que podamos saltar de los personajes a nuestras propias experiencias de ciudadanos del siglo extraño que nos toca vivir con una facilidad que está reservada a pocas inteligencias. No es su mejor novela ni de lejos. Está a años luz de The Fortress of Solitude. Pero es muy difícil, sobre todo para los que tenemos afición por la literatura de ideas y por el ensayo, no sentirse atraído por el constante flujo de intuiciones que contiene sobre nuestras vidas. Los personajes parecen certeros ejemplos vivos —y verosímiles— de las teorías de Zigmunt Bauman, de sus conceptos de amor líquido y de sociedad disgregada. Antes la realidad de las relaciones personales era física como una pared. Mi marido, mi mujer. Ahora lo que nos cuesta es lo contrario. Poder nombrar las cosas y las personas que amamos sin que se nos fundan como hielo en el asfalto.
Lucinda, la bajista del grupo, se pasa por la piedra a todo personaje masculino que transita por el texto. Pero queda especialmente fascinada pro un tipo que conoce en un extraño empleo en el que trabaja para su ex novio, un posmoderno artista que pretende usar a las personas como material de sus obras, al estilo de Spencer Tunick. Falmouth, que así se llama el hombre, contrata a Lucinda para que conteste al teléfono en una oficina de atención al ciudadano. La gente llama para quejarse de lo que sea. Ese raro call center está en una galería: es una obra de arte. Otra de las obras de Falmouth consiste en una fiesta en la que la gente lleva su propia música con auriculares y cada uno baila a un ritmo distinto mientras la banda protagonista de la novela, que no tiene nombre, debe tocar a un volumen inaudible, es decir, no ser oída. Todo se reduce a simulacros, como aquellos de los que nos hablaba Baudrillard. No hay ninguna diferencia entre un call center real y uno que está en un museo: ninguno sirve para nada. Y tampoco la hay entre una fiesta real y una de museo: ambas son hiperrealidad, ambas son igual de incapaces de permitirnos una auténtica comunicación humana, si es que eso existe a estas alturas. Pues bien, en el teléfono posmoderno de su posmoderno amigo, Lucinda conoce a Carl, un hombre que la fascina. Tiene un don impresionante para las palabras y para los eslóganes. Dice cosas asombrosas y profundas que Lucinda le roba para las canciones de su banda. Este es uno de los temas principales de la novela, la idea de plagio y original. Lethem parece querernos decir que la idea de originalidad es mucho más compleja de lo que podamos pensar, y consigue que el lector perciba que ocurre lo mismo con nuestros sentimientos. Nos cuesta mucho saber si lo que sentimos es “original” o no. Vivimos con esa presión constante. Los personajes son incapaces de distinguir la realidad, de saber si lo que sienten o hacen tiene entidad de auténtico. Nada parece satisfacer a Lucinda, ni al creativo Carl. Reviven el mito de Eros y Psique a cada minuto de un modo torturante: si veo lo que deseo, el deseo se va. Si me acerco al placer, ya no lo veo. Se flirtea sin pausa con lo no hecho. Esto, por supuesto, no es nuevo. El deseo tiene ese carácter siempre, y el mito clásico que hemos citado lo demuestra. Lo que es distintivo de nuestro tiempo es otra cosa. La trágica ausencia de compromiso con que vivimos el dilema; la enferma, obsesiva manera de dejar que las energías de nuestras vidas se vayan por esos desagües. Lo obstinado de nuestro impulso por quemar el día, por curtirlo como si fuéramos a morir mañana. Lo poco tranquilos que nos deja vivir la exigencia de nuestro deseo. Todo tiene que ser hecho, todo tiene que ser disfrutado, pero para poder disfrutarlo tenemos que ponerlo en escena como un simulacro. Nos basta simular el amor: nos molesta amar. Hemos gastado los usos del sentimiento, pero seguimos simulando que nos sirven. En esa ficción vivimos. La novela es muy leve, casi una carcasa, una excusa, pero el lector que se queje de eso tendrá que reconocer que la levedad es inseparable del mensaje, de la realidad misma de los personajes. No es que Lethem no sepa darles profundidad. Es que su dilema, como personajes, tiene que ver con esa dificultad de ser profundos. La última frase de la novela lo deja bien claro. Lo único que puede darles profundidad a esos chicos es la levedad misma. El terror que les produce pesar en el mundo. Son física y espiritualmente flacos. Están en la vida con pavor a su propia pisada en ella. No quieren hacer nada de lo que se arrepientan. Viven con el deseo de la ingravidez, de flotar como astronautas, sin marcar las pisadas. Y, paradójicamente, viven obsesionados con dejar huella. Con ser una banda famosa. Son, por ejemplo, incapaces de ponerle un nombre a su grupo de rock. Demasiada responsabilidad. Hay que mojarse. Hay que decidirse. Qué gran peso.

martes, septiembre 16, 2008

La tercera virgen, Fred Vargas

Trad. Anne-Hélène Suárez. Siruela, Madrid, 2008. 394 pp. 19,90 €

Care Santos

No soy lectora habitual de novela negra, pero no sólo por eso no había leído a Fred Vargas. Era una cuestión de prejuicios. Bastante estúpida, como todas las cuestiones de prejuicios. Cada vez que veía su nombre en una cubierta me figuraba a un autor de piel aceitunada y un pasado relacionado con el narcotráfico en la frontera mexicana. Jamás ojeé la contracubierta de uno solo de esos libros y menos aún la ficha biográfica. Me aferraba a la extraña convicción de que no me apetecía leer novela negra ambientada, pongamos por caso, en Tijuana, Sonora o el Distrito Federal.
¿Por qué, entonces, este verano he leído a Fred Vargas y me ha entusiasmado hasta el extremo de encontrarme escribiendo estas líneas? El responsable fue el escritor y crítico teatral catalán Joan de Sagarra quien en un artículo reciente publicado en El País expuso las razones de su admiración hacia esta autora francesa. Ah, primera sorpresa: Fred Vargas es una mujer. Segunda: es francesa, parisina para más señas, arqueóloga, historiadora y cincuentona. En su texto, Joan de Sagarra elogiaba los brillantes diálogos de sus novelas —en un experto en teatro ése no es piropo desdeñable—, su inteligencia, la truculencia de sus complicadas tramas —«no me diga usted más», pensé— y su honestidad. Vale la pena hacer un inciso en este último punto, ya que Vargas, a pesar de vender casi medio millón de ejemplares de sus novelas sólo en Francia y estar traducida a tres decenas de idiomas, jamás ha abandonado a sus pequeños editores, los mismos que la descubrieron hace dos décadas, cuando aún era una desconocida que empezaba a publicar las novelas que escribía durante las tres semanas de sus vacaciones. Cuenta que es tal la fuerza de esa costumbre que ahora que ha dejado el trabajo pra dedicarse a escribir, sigue terminando sus novelas en 21 días.
Lo dicho: corrí a hacerme con un ejemplar de la última novela suya publicada en España y comencé por el principio. Esto es: por la ficha biográfica de la autora. Junto a una fotografía donde Fred Vargas —en realidad Frederique Audoin-Rouzeau— parece una autora de la nouvelle chanson, a lo Edith Piaf en su época más canalla, encontré unos pocos datos con que saciar al monstruo de la curiosidad.
En cuanto comencé a leer me fascinó la rapidez de sus diálogos y la habilidad para esbozar personajes. Entonces tropecé en Internet con la siguiente frase suya: «El arte es un medicamento. Nos ayuda a vivir. Lo necesitamos para escapar de la realidad y poder volver a ella y mirarla a los ojos.» En ese momento supe que me había convertido en una más de los lectores adictos a la autora francesa a la que todos definen como la reina del género policíaco, mientras ella se empecina en decir una y otra vez que las suyas son «novelas de enigmas», y las emparenta con la mitología: el toro es el crimen, Ariadna el investigador y el hilo de Ariadna son las pistas, ciertas o falsas.
En La tercera virgen, octava novela de la autora que se publica en castellano, reina uno de los tres investigadores que han salido ya de su pluma: el inspector Adamsberg, un hombre excéntrico, más bien soso y bastante inculto, padre de un niño de meses. A su alrededor, orbitan los hombres y mujeres de la Brigada policial que dirige, radicada en París: muchos y de muy diverso carácter. Un numeroso puñado de personajes cuyas trayectorias llegarán a interesarnos individualmente. Por no hablar de las víctimas, comenzando por los dos gigantones asesinados en el segundo capítulo, o la forense que llega de fuera, Ariane —magnífico personaje, me he alborozado a cada nueva aparición suya, durante la lectura—, o Veyrenc —el otro, el nuevo, el ambiguo, el atorentado: otro personaje estupendo, que nos engaña hasta el final— o el forense retirado Romain o el vecino español del comisario o los cazadores de Normandía que al principio nada parecen tener que ver con la intriga pero luego resulta que la intriga depende de ellos.
Toda novela de intriga se basa en el arte de no decir aquello que se debe decir antes o después, y Vargas es toda una maestra en ese arte. Disemina las pistas, dosifica la información importante y mantiene el interés y el misterio hasta el final. La trama da varias vueltas sobre sí misma antes de que lleguemos al desenlace definitivo, Vargas logra que nos creamos lo que quiere hacernos creer y que hasta los poco amantes del género como yo misma nos vayamos a la cama después de devorar doscientas páginas y que no podamos dormir pensando quién demonios es el asesino en esta tremenda maraña. Y todo ello con una trama donde sobreabundan los diálogos construidos con inteligencia —Sagarra tenía razón—, cinismo y grandes cantidades de sentido del humor (a veces negro), y donde cada charla constituye un auténtico festín, cargado de grandes hallazgos.
Y la respuesta a mi primera pregunta: ¿les interesa saber por qué Frederique Audoin-Rouzeau firma como Fred Vargas? Tiene una hermana gemela, pintora, que firma sus cuadros como Jo Vargas. La cosa viene del personaje que interpretó Ava Gardner en La condesa descalza, María Vargas, a la que ambas adoraban. Y como son gemelas, era coherente que firmaran con el mismo apellido en sus paralelas trayectorias artísticas. De modo que si alguien tiene la culpa de que yo no haya descubierto a esta prodigiosa embaucadora, fue por culpa de Ava Gardner. No hagan como yo, y no dejen que un prejuicio les retrase el acceso al placer puro.

lunes, septiembre 15, 2008

Spin, Robert Charles Wilson

Roca, Barcelona, 2008. 492 pp. 22 €.

Julián Díez

A medida que ciertas temáticas que la ciencia ficción se atribuyó para sí se diluyen en la literatura general, y son empleadas por Philip Roth, Kazuo Ishiguro o Cormac McCarthy, este género ha respondido con un enrocamiento. Se ha centrado en sus vertientes más cientifistas —lo que se conoce como ciencia ficción “hard” o dura—, y en las más aventureras, abandonando la especulación sobre el futuro inmediato. El hecho, además, ha ido acompañado por una progresiva despreocupación por las exigencias literarias, o su sustitución por los requisitos mínimos estandarizados por el bestseller.
Por todo ello, Spin es una excelente noticia. Es una novela al gusto de la ciencia ficción contemporánea de éxito dentro del género, pero con los valores necesarios para defenderla fuera de él. Es una lectura apasionante, también digna. Seguramente se trate de la mejor novela de cf pura desde la aparición de Hyperion, de Dan Simmons, en el ya lejano 1989. Una travesía de veinte años en las que sólo obras puntuales de China Miéville, Connnie Willis, Iain Banks, Andreas Esbach, y los cuentos de Greg Egan y Ted Chiang, han estado a la altura de la tradición previa del género —siempre, insisto, dentro de los parámetros estrictos de aquello en lo que se ha convertido la ciencia ficción, no en los terrenos más prospectivos que hoy, seguramente, ya no le pertenecen—.
Había indicios para pensar que Robert Charles Wilson podía llegar a ofrecer una obra de esta importancia. Una de sus novelas previas, Los cronolitos (La Factoría de Ideas) está en el peldaño destacable de esas últimas décadas. En ambas, al igual que en su bibliografía previa, hay puntos reconocibles —hablar de una poética en este caso me parece excesivo—: casi todos sus argumentos se desarrollan en escenarios presentes pero repentinamente descontextualizados, bien por la intromisión de objetos externos, bien por la salida de una porción de nuestro mundo a otro entorno distinto. En Los cronolitos, por ejemplo, un sátrapa futuro comienza a enviar al presente descomunales monumentos para anunciar la venida de su reino.
En Spin, las estrellas se apagan delante de los ojos de los tres protagonistas. Luego sabremos que el planeta entero ha sido recubierto por una membrana, de origen extraterrestre, que lo mantiene aislado. Y que, de paso, ralentiza el paso del tiempo: mientras en el planeta pasan décadas, fuera el sol se irá acercando a su eclosión final. Nunca sabremos, sin embargo, quién ha colocado esa descomunal barrera, o por qué razones.
El acierto básico de Wilson es, por supuesto, argumental. A partir del hecho citado, será capaz de elaborar una historia que produce en grandes dosis el celebrado “sentido de la maravilla” que provoca la mejor ciencia ficción. Hay en la novela varios momentos en los que me quedé literalmente estupefacto por el alcance de las ideas planteadas. Y, lo que es mejor, sin que el autor sienta la necesidad de justificarlas con extensos párrafos de especulación científica, de comprensión reducida a licenciados en carrera técnica.
Al desarrollarse la historia a partir del tiempo presente, Wilson tiene allanado el camino para afrontar una de las habituales debilidades de la ciencia ficción de gran escenario: los personajes, que cuando se colocan en un futuro lejano tienden a ser raros, inverosímiles o ambas cosas a la vez. Los tres amigos protagonistas, una pareja de gemelos y el joven doctor enamorado en secreto de la hermana, son dibujados de forma bastante creíble. Por ejemplo, se equivocan con frecuencia, cosa casi inédita entre los protagonistas de este género tendente a la creación de caracteres de una pieza. Y gracias a esa verosimilitud, Wilson consigue sortear la improbabilidad de su posición social y laboral, que les permitirá conocer en primera mano, en todo momento, el desarrollo de los acontecimientos. Las maravillas que se irán produciendo nos llegarán a través de los ojos de testigos con los que empatizamos.
La novela tiene incluso la virtud de terminar estupendamente, atando el cabo suelto –y débil- de su desarrollo: una acción paralela situada en el futuro, que es la única parte del libro en la que sobran páginas. Eso sí, deja la puerta abierta al mismo fenómeno que terminó por echar a perder el valor de otras grandes obras de la ciencia ficción en el pasado —véase Pórtico, de Frederick Pohl, o Cita con Rama, de Arthur C. Clarke—: la posibilidad de continuaciones. Una de ellas ya ha sido publicada en Estados Unidos. Esperemos que Wilson no cometa el mismo error de los maestros citados, e incurra en el pecado de explicar lo maravilloso, de desmenuzar la serie de misterios con los que Spin consigue transmitir el temor y la belleza de la inmensidad.

viernes, septiembre 12, 2008

El secreto de If, Ana Alonso y Javier Pelegrín

Ilustraciones de Marcelo Pérez, Premio Barco de Vapor. SM, Madrid, 2008. 264 pp. 14,90 €.

Carmen Fernández Etreros

La obra ganadora del Premio El Barco de Vapor 2008 El secreto de If, escrita por Ana Alonso y Javier Pelegrín, autores también de la conocida colección fantástica La llave del tiempo, sigue en principio la estructura de cuento fantástico tradicional: un príncipe, una princesa, un reino en peligro, un mago, una torre, un hechizo,... Sin embargo sus protagonistas no son los habituales de este tipo de cuentos, planos y lineales, sino volubles y sorprendentes: por ejemplo la princesa Dahud puede manejar la espada con mayor destreza que muchos de los caballeros del reino y Arland el príncipe del mágico reino de If no posee todos los poderes que debe tener y oculta un secreto que la princesa no parará hasta descubrir.
Los protagonistas, Dahud la princesa de Kildar y Arland el príncipe de If prometidos en matrimonio desde su infancia, deben enfrentarse con su destino para alcanzar la libertad y luchar por los derechos de los súbditos de sus reinos. Kildar es un país bello pero pequeño y sin gran relevancia política pero If es un país mágico y poderoso en el que ocurren sucesos inexplicables y misteriosos: “Conteniendo a duras penas las lágrimas, Dahud fijó la vista en el Mar de las Visiones, que hacían brotar ante sus ojos los más variados espejismos. Tan pronto creía ver surgir una torre de plata sobre las aguas, como se estremecía al contemplar la cola de un gigantesco monstruo marino serpenteando junto al barco”. (p. 202)
¿Por qué fue prometida la princesa de Kildar un pequeño país con el heredero de If, uno de los reinos más deseados? La princesa de Kildar Dahud, acompañada de un fiel sirviente y oculta bajo una identidad masculina, se lanza a una intrépida aventura en busca de la verdad. Una caprichosa anciana moribunda, una laberíntica torre invisible en la que está encerrado un inteligente joven que nunca ha visto la luz del día, unas criaturas mágicas y terroríficas parecidas a los tradicionales dragones y unas montañas peligrosas imposibles de cruzar para llegar al reino de If pondrán a prueba su valor y su entrega.
Será el lector el que con su destreza tendrá que descubrir donde se encuentran los secretos de este mágico reino. El valor y la libertad para vivir con éxito deberán conseguirlos los protagonista por sí mismos confiando en su propia identidad, en sus cualidades y en los designios de su corazón.
En esta ocasión el premio Barco de Vapor sorprende por su cuidada edición en cartoné y por las increíbles ilustraciones de Marcelo Pérez a modo de bocetos de trazos seguros y certeros, que ocupan el faldón de todas las páginas del libro completando e ilustrando la acción de la novela. Un acierto.
En esta edición del premio se celebra el 30 aniversario del grupo editorial y por este motivo donará el 70 por ciento de los beneficios de las ventas de este libro y del ganador del Gran Angular recaudados durante el año a la Campaña Mundial para la Educación, que reclama el acceso a una educación de calidad para todos antes del 2015. Un libro recomendado para niños a partir de los doce años, ameno y cuya calculada e interesante intriga enganchará a los pequeños lectores con las aventuras de sus protagonistas hasta que descubran el verdadero secreto que oculta la ciudad mágica de If.

jueves, septiembre 11, 2008

Cosa de risa, William Saroyan

Trad. Stella Mastrangelo. El Acantilado, Madrid, 2008. 192 pp. 15 €.

Alejandro Luque

Alrededor de los años cincuenta y sesenta, tuvo William Saroyan su cuarto de hora de gloria en Europa, donde fue muy traducido, leído y admirado. Luego, sin aviso y sin explicación aparente, fue barrido de las librerías, o relegado a las de viejo y ocasión. El mundo del que hablaban sus narraciones se desdibujó con la modernidad, y el mercado, con la complicidad de críticos y escritores, decretó que también Saroyan había caducado.
No extrañó, sin embargo, que el sello barcelonés El Acantilado, experto en rescates heroicos –de Zweig a Schnitzler– decidiera no hace mucho poner de nuevo en órbita a un maestro absoluto de la literatura del siglo XX. Empezó por El joven audaz sobre el trapecio volante, una deliciosa colección de relatos, y desde entonces han sido cuatro las joyas desempolvadas. La última, esta Cosa de risa, conoció al menos una edición anterior en español, en Plaza, titulada Es cosa de reírse, pero con una traducción infinitamente más pobre que la realizada ahora por Stella Mastrangelo.
¿Por qué nos gusta tanto a algunos Saroyan? Basta empezar a leer para saberlo. En Cosa de risa se narra el paseo por la calle de la amargura de Evan Nazarenus, un profesor de origen armenio —como lo fue el propio Saroyan— que afronta dramáticamente una infidelidad de su esposa mientras ambos acarician el sueño de tener un viñedo. A partir de este planteamiento sencillo, vamos a descubrir en primer lugar una prosa clara y al mismo tiempo ágil, de una limpieza asombrosa. El autor desenrolla sin trampas el ovillo de la trama, distribuye con inteligencia los personajes y las emociones, pero jamás adultera el producto, no ensaya atajos ni distrae la atención con inútiles prestidigitaciones.
Más de una vez demuestra una enorme capacidad para exponer situaciones aparentemente normales, bajo las cuales discurre un fondo terrible. En otras obras suyas, ese río subterráneo era el presentimiento de la guerra; esta vez se trata, como dijimos, de una desavenencia conyugal y las subsiguientes pesadumbres, que se vuelven más angustiosas y enconadas cuanto más calladas, escondidas en la cotidiana apariencia de normalidad.
También es frecuente en la obra de Saroyan la presencia poderosa de la pureza infantil, que de algún modo redime y despeja la atmósfera siempre viciada del mundo de los adultos. Aquí entran en acción, con un protagonismo arrollador, Red y Eva, los hijos de la pareja. Los niños actúan en las narraciones del californiano como una promesa de futuro, y lo hacen no sólo proyectando miradas sanas e ingenuas, sino desarrollando también diálogos magistrales. Échese un vistazo a La comedia humana o a Me llamo Aram para encontrar algunas impagables lecciones al respecto.
Pero insistimos: el de William Saroyan puede ser cualquier cosa, menos un ámbito edulcorado, ñoño, blandito. Sin tremendismo, gota a gota, el escritor da vida a seres luchando a brazo partido por encontrar su propia identidad, su lugar en el mundo o por abrazar ese espejismo que llamamos felicidad, y en ese proceso comparece toda la grandeza y la miseria humanas. Fortalecida en lo que entienden como deshonra y dolor, la familia Nazarenus atravesará su sorda crisis haciendo que el lector sufra y se conmueva como un pariente cercano.
Eso consigue siempre Saroyan: hacernos partícipes de los sentimientos de sus personajes, aprender de ellos en su piel. Es una pena que El Acantilado haya retrasado la salida a la luz de las anunciadas memorias del escritor, que este año –la semana pasada apenas- cumpliría cien años. Pero conociendo lo mucho que en este caso se imbricaban vida y ficción, no hay duda de que nos esperan muchas más páginas de inefable gozo. Y ojalá no tarde demasiado en salir también en esta colección El tigre de Tracy, una de las novelas cortas —recuerden lo que les digo— más fulminantemente hermosas que este reseñista puede recordar. Tratándose de Saroyan, la espera siempre vale la pena.

miércoles, septiembre 10, 2008

Río fugitivo, Edmundo Paz Soldán

Libros del Asteroide, Madrid, 2008. 376 pp. 20,95 €

Alba González Sanz

Libros del Asteroide ha editado en España la novela que consagró a Edmundo Paz Soldán entre las voces de la nueva narrativa hispanoamericana. Me refiero a Río Fugitivo, publicada originalmente en 1998. La novela se inscribe en la tradición de los textos de iniciación adolescente y no desdeña, pues el protagonista lo reivindica, la deuda contextual con La ciudad y los perros del peruano Vargas Llosa. Pero las referencias son más amplias, más allá de un planteamiento inicial de género (como dice Juan Gabriel Vásquez en el prólogo, el autor boliviano opta por el diálogo antes que por la confrontación o el rechazo con los grandes nombres de la generación del boom).
Río fugitivo es una novela policiaca en la que víctima y asesino son la misma persona: el ficticio detective Mario Martínez (habitante de una ciudad con nombre de película, trasunto de Cochabamba) no hará más que registrar y constatar cómo va pasando el último año de vida adolescente de su creador, Roby, cómo los chicos no son ya los niños que entraron en el colegio religioso Don Bosco y en sus preocupaciones –además de chicas, drogas, música y la inevitable iniciación sexual- comienzan a colarse las universidades, salir al extranjero, la omnipresente mala situación política y económica de Bolivia y también el crimen, la muerte, las traiciones y los primeros sinsabores de una vida adulta.
La mayor parte de los personajes que desfilan por la vida de Roby, cronista voluntario de sus contemporáneos, son niños de clase alta, niños bien como él mismo que viven en un entorno cómodo pero no por ello menos complejo. Como muestra, su familia: el papá que tiene sus proyectos arquitectónicos paralizados por la crisis y por su poco encubierta actividad conspirativa contra el gobierno democrático; la mamá que tiene que trabajar como publicista para que la familia salga a flote; la hermana universitaria que oscila entre la vida beatnik y el existencialismo francés según la temporada o el novio, y el pequeño Alfredo, el hermano menor, silencioso e inexpugnable, irremediablemente trágico desde la primera vez que su hermano mayor le dedica una sola palabra descriptiva.
Pero no se trata, creo, de la historia sencilla al fin y al cabo que tan bien cuenta Paz Soldán. No se trata sólo de crecer, de la presencia de los curos del colegio en almas y cuerpos, de las catástrofes familiares, de las rencillas entre los fuertes y los carismáticos entre los alumnos… lo que hace a Río fugitivo una novela única y propia que trasciende su punto de partida es precisamente la literatura: la permanente presencia de los libros y del contar historias que, arriesgada y metaliterariamente, puebla el texto. Porque la pasión de Roby desde sus primeros años en el Don Bosco ha sido la del cronista y la del juglar: recoger sí, pero también dar: escribir y escribir historias policiacas que de mano en mano han llenado los ratos de sus compañeros de colegio. Con una increíble particularidad: el protagonista de esta novela entiende la originalidad como un concepto clásico de reelaboración de un material previo. Los cuentos de Roby son refundiciones, mezclas y copias descaradas de sus autores de cabecera. Obviamente, la historia creada es otra y es la propia.
La gran baza de la novela es el mayor riesgo de su protagonista: todo el tiempo estará el lector dándose cuenta de la tentación por el exceso de Roby, de su imaginación de narrador poderoso y, en algunos momentos, peligroso como para poner en riesgo la cordura de sus acciones. Pero el lector comprobará también que es un peligro que merece la pena afrontar: la novela engancha con fuerza, con la emoción y el buen pulso de los golpes que alguna vez (reales, futbolísticos) se regalan sus protagonistas.

martes, septiembre 09, 2008

Doble mirada: El síndrome de Mowgli, Andrés Pérez Domínguez

Premio Internacional Luis Berenguer. Algaida Editores, Sevilla, 2008. 328 pp. 20 €

1. Gregorio León

Acostumbrados como estábamos a novelas, a buenas novelas de espías, escritas por Andrés Pérez Domínguez, el autor sevillano de la generación del 69 nos ha sorprendido con una entrega distinta, con una voz nueva, y que sin embargo, no pierde el aroma intenso de la literatura de Primera División, aquella que resiste el paso del tiempo y que se nos mete bien adentro. Ahora no nos mueve por los secretos y peripecias que rodearon la Segunda Guerra Mundial, como hizo en La clave Pinner o El factor Einstein, dos novelas tan bien tratadas por la crítica, y lo que es más importante, como por el público. En El síndrome de Mowgli (Premio Luis Berenguer, publicado por Algaida) se mete en la piel de Rafael Montalbán, un ex boxeador que ahora vive de mamporrero y portero de puticlub, y que en dieciocho años no se ha podido sacar de las tripas la obsesión por una mujer, Lola, en torno a la que gira toda la historia.
Son varios los aciertos de este libro. Empezaré por la voz del protagonista, que se hace verosímil, admitiendo incluso sus reflexiones profundas, porque no es un mamporrero al uso, sino que Montalbán es también amigo de los libros e incluso se ha atrevido a escribir unas pocas páginas de una tentativa de novela. En la elección del tono Pérez Domínguez se la jugaba, y ha salido airosamente de una situación peligrosa. Es una voz que no cuesta imaginar en off, sobre planos en blanco y negro, con figuras apenas silueteadas sobre las que sobrevuelan unas volutas de humo, porque El síndrome de Mowgli se puede leer de muchas maneras, pero una de ellas es como homenaje al género negro. No es de extrañar que vaya encabezada por una cita de El invierno en Lisboa, una de las obras esenciales de la producción de Antonio Muñoz Molina. Pero por encima de todo, habla de un concepto recurrente en la narrativa de Andrés Pérez, la traición, y especialmente, la culpa y las posibilidades que concede la vida para expiarla. De ahí el propósito que Montalbán de intentar recuperar una historia de amor, dieciocho años después. Eso sí, sus motivaciones son distintas. Mientras que el motor de Lola es el dinero, en su caso son los sentimientos. A fin de cuentas, entregarse a ellos es la única forma que tiene de pagarle al Gordo, la única persona que de verdad ha apostado por él, lo que le hizo hace mucho tiempo, pero no el suficiente como para que Montalbán lo haya conseguido borrar de su conciencia.
La novela también supone un tributo al mundo de la radio, que es el que propicia el reencuentro de los dos amantes, tanto tiempo después. Un programa de confesiones permite al ex boxeador, asqueado de sí mismo, descubrir su despreciable trabajo, siempre metido en el barro, ese que siempre aparece en los bajos fondos, el mismo en el que se revuelcan las ratas. No se pierdan un curioso personaje bautizado con el nombre de Chocolate.
Nos encontramos, en suma, ante una novela excepcional, en la que Andrés Pérez Domínguez demuestra su destreza narrativa en una obra que puede ser una de las sorpresas de la temporada. El cuidado que el que su autor ha puesto en escribirla lo merece.


2. Pedro Domene

Una madrugada un tipo con la nariz rota y torcida, con carné falso y sin identidad propia, alguien que no existe en ningún sitio concreto, aunque responde al nombre de Montaner, es entrevistado en un programa de radio donde tiene la oportunidad de contar buena parte de su vida y, de alguna manera, expiar algunas de sus culpas en el pasado. Es la historia de Rafael Montalbán, un ex superwelter, que un buen día renunció a una carrera prometedora en el mundo del boxeo por una mujer, y desde entonces ha tenido una forma poco ortodoxa de buscarse la vida: portero de un club de alterne y matón a sueldo, como se desprende a lo largo de la entrevista. Aunque, después de veinte años, tras reconocer la voz en off de quien un día fuera el amor de su vida, decide encauzar, con otra perspectiva, su triste existencia para volver al punto de partida donde se equivocó y ajustar, de alguna manera, las cuentas a un pasado que, en una frenética búsqueda hacia la felicidad, lo llevará desde Madrid a la costa de Cádiz y desde aquí hasta una siempre añorada, Lisboa.
Andrés Pérez Domínguez (Sevilla, 1969) conseguía el XVII Premio Luis Berenguer por El síndrome de Mowgli (2008), en realidad, una historia de amor y de venganza, muy al uso de sus propuestas narrativas anteriores, La clave Pinner (2004) y El factor Einstein (2008), pero sin elementos superfluos que emborronen su decisiva intención de ofrecer una literatura de características definidas, incluida la intriga, la acción, la aventura y una trama tan creíble como efectiva, aunque en esta ocasión, sus pretensiones vayan mucho más allá porque en su protagonista se vislumbra esa necesidad humana de ser aceptado en una sociedad caduca y banal. Esta es una peculiaridad que le otorga al relato una dimensión diferente de la narrativa a que estamos acostumbrados de Pérez Domínguez. En realidad, el personaje de Montaner, bien perfilado, creíble por sus actitudes y su dimensión misma, por mucho que lo ha intentado, nunca ha logrado encontrar su lugar en el mundo, como otros muchos de los héroes de la narrativa universal que, como al sevillano, marcaron las lecturas de nuestra niñez y juventud, incluido el personaje aludido de Kipling en El libro de la selva, de ineludible referencia. Y es que su amor por Lola, entonces joven, le llevará a una escalada de asuntos sucios cuando se sienta traicionado por la joven y decida olvidarse del mundo para entrar en esa absurda rueda donde la extorsión, la violencia, el crimen organizado y el dinero campean por doquier.
Pero para conseguir su propósito, Rafael Montalbán, tendrá que volver al infierno de antaño y rescatar a una Lola madura de la que aún se siente atraído para escapar con ella a la capital portuguesa de sus sueños. Un pasado se proyecta en el presente, el amor, la amistad y la traición, son los pilares de historia sólida, aunque todo sacrificio no está exento de cierto riesgo, como se puede comprobar en estas páginas. También es verdad que, la novela desprende un sentimiento algo ajeno a la pasión, porque quien es capaz de amar mucho, no perdona fácilmente. El síndrome de Mowgli es, sobre todo, la confirmación como novelista de Andrés Pérez Domínguez, que atrapa al lector con su habitual fluidez narrativa y el espléndido desarrollo psicológico de los personajes.

lunes, septiembre 08, 2008

Los hombres que no amaban a las mujeres, Stieg Larsson

Trad. Martin Lexell y Juan José Ortega Román. Destino, Barcelona, 2008. 666 pp. 22.50 €

Salvador Gutiérrez Solís

A principios de verano, la editorial Destino publicó la traducción española de Los hombres que no amaban a las mujeres, primera entrega de la saga/trilogía Millenium, del sueco Stieg Larsson. Una obra que llega avalada por una excelente crítica y por unas ventas millonarias, allá donde se ha publicado —buena parte de Europa—, que suele ser una combinación bastante complicada en el sector literario. Un acontecimiento literario de primera magnitud. Además de las cifras, la novela de Larsson viene acompañada de ese término que en España empleamos con demasiada frecuencia para explicar casi todo: morbo. Morbo porque su autor falleció cumplidos los cincuenta años sin ver su novela publicada, sin poder imaginarse la gran repercusión alcanzada posteriormente. Larsson era conocido en su país por su labor periodística, azote de los grupos violentos de la extrema derecha. El escritor concebía su obra en la soledad de las noches, en secreto. Morbo por la batalla legal emprendida por sus familiares y allegados por controlar el legado del difunto escritor, un legado de cifras mareantes y más que seguras adaptaciones cinematográficas.
Centrándonos, única y exclusivamente, en la lectura de Los hombres que no amaban a las mujeres, no es necesario ser un lector muy avezado para descubrir que Larsson no es un estilista del lenguaje, pero que tampoco lo pretende. Larsson no ha inventado nada nuevo, no es un innovador, tampoco un trasgresor; es más, es muy fiel a los géneros y a las formas. Sin embargo, concibió una historia —o un universo— en la que da cabida a todos los ingredientes y aderezos que han de estar presentes en una buena novela —amor, muerte, sexo, intriga, ambición... —. Ágil y directa, increíblemente visual, escrita desde una iluminación permanente, Los hombres que no amaban a las mujeres te atrapa desde el primer renglón y sólo puedes escapar alcanzando el punto y final. En ese preciso momento, y me remito a mi experiencia personal, un sentimiento de felicidad, de satisfacción, dio paso a otro de conmoción, de cierta melancolía. Sentimiento éste que desapareció cuando recordé que, por lo menos, aún quedan dos entregas más de la saga pergeñada por Stieg Larsson, Millenium. Y me encontraré de nuevo con el persistente periodista Mikael Blomkvist, la atractiva Erika y, sobre todo, con la fascinante Lisbeth Salander, una investigadora canija y tatuada, propietaria de un pasado tan tenebroso como poliédrico, arquetipo contemporáneo que añadir, de pleno derecho, a la galería de las grandes mujeres novelescas.
Los hombres que no amaban a las mujeres narra, a simple vista, la misteriosa desaparición de la adolescente Harriet de la isla en la que convive con buena parte de sus familiares. Treinta y seis años después, su anciano y millonario tío necesita saber qué fue de ella. A simple vista, la novela de Larsson abarca multitud de historias que se entremezclan, que se alejan, que se precipitan, que no son lo que parecen, pero que finalmente conforman un perfecto puzzle en el que no sobra —ni falta— ninguna pieza. Larsson acude a numerosas fuentes de la cultura de nuestros días —desde el Cluedo a Twin Peaks, pasando por Ciudadano Kane o Seven— para crear su propia y deslumbrante obra. Una lectura adictiva, una novela más allá de las etiquetas y de los géneros.

viernes, septiembre 05, 2008

Zara y el librero de Bagdad, Fernando Marías

Ediciones SM, Madrid, 2008. 256 pp. 15,50 €

Mercedes Cebrián

Sabemos de sobra que uno de los temas más difíciles de abordar en la literatura para niños y jóvenes es la guerra, y por ende el odio y la violencia entre los humanos. Quizá no hayamos reparado tan a menudo en el que probablemente sea el segundo más difícil en los tiempos que corren: el valor de las palabras, y todo lo relacionado con ellas, entre otras cosas la literatura y, por oposición, el silencio.
Zara y el librero de Bagdad se impone la compleja misión de abordar estos dos aspectos de la existencia humana «explicada a los jóvenes» y supera muy decentemente la prueba. La novela tiene además sus toques metaliterarios, pues, además de un narrador en primera persona, incluye dos textos escritos por personajes de aquella, Max y Khakim, ambos apasionados por los libros y lo que estos contienen.
La principal intriga que nos mueve a seguir leyendo (y que, confío, hará aparcar la playstation a los menores de dieciocho al menos por un rato) tiene que ver con las últimas cinco palabras pronunciadas por Antonio Machado antes de morir. Ese enigma, tan alejado de uno al uso tipo «¿quién se hizo con las armas robadas?» o «¿quién mató al magnate del acero?», es motor y a la vez combustible de una historia poblada por personajes variopintos y dibujados con precisión: iraquíes, españoles, ancianos, de mediana edad y, por supuesto, la adolescente que da título al libro.
Zara y el librero de Bagdad también sale airosa a la hora de introducir dilemas morales —¿existen malos y buenos? ¿Es lícito atentar contra otros por causas nobles?—, y todo esto lo consigue moviéndose en terrenos realistas, situando las acciones contemporáneas en el mundo en el que nos toca vivir (es decir, los nombres Aznar y Bush aparecen de refilón). El único y pequeño reproche que le haría a esta novela es el de tratar de simplificar, entiendo que por exigencias “didácticas”, las complicaciones del amor cuando va unido al deseo. Si bien el texto nos hace ver sabiamente que el mundo es un lugar muy complejo, tanto hoy como en pleno comienzo de la Guerra Civil española, Max, uno de los protagonistas (quien dice haber huido del amor durante toda su vida), da por segura su felicidad vital si no hubiese huido de aquella parisina con la que se cruzó en los Campos Elíseos y que tanto le gustó cuando era un joven soldado:
«Muchas veces me he figurado la decepción de aquella muchacha al verme correr. Casi siempre me consuelo pensando que esa misma noche me habría olvidado, y que ahora será una abuela feliz. Pero otras veces imagino que hoy es una anciana solitaria que, casi sesenta y cinco años después, sigue preguntándose por qué aquel joven soldado huyó de ella cuando era tan obvio que habrían sido inmensamente felices juntos».
Para explicar por medio de la ficción que la felicidad de esa o de cualquier otra pareja es algo que hay que construir con esfuerzo, y que no está en absoluto garantizada por más que los tortolitos sean jóvenes y estén de buen ver, haría falta otro libro del doble de grosor que Zara y el librero de Bagdad. Pero esa sería otra historia…

jueves, septiembre 04, 2008

Solo con invitación: Naturaleza infiel, Cristina Grande

RBA, Barcelona, 2008. 142 pp. 16,50 €

Óscar Esquivias

Los dos libros de cuentos que había publicado Cristina Grande en la editorial Xordica (La novia parapente y Dirección noche) me sedujeron por completo y me convirtieron en su lector incondicional y devoto. Encontré en ellos a una narradora poderosísima, dueña de un estilo expresivo, sobrio y eficaz, que construía historias subyugantes sobre casi nada: una mirada, un resentimiento, un recuerdo, una fiesta de cumpleaños, una excursión, una llamada telefónica, una infección de orina, un encuentro fortuito con un antiguo novio... cualquier gesto cotidiano se volvía dinamita en las manos de la autora. En estos cuentos, escritos en primera persona, casi siempre el dolor andaba de por medio, y también el sexo, el deseo, la soledad: muchos de ellos trataban sobre relaciones amorosas o sexuales efímeras, sobre infidelidades, sobre amantes. Sobre los asuntos más sensibles y graves, Cristina Grande era capaz de verter un humor corrosivo que me hacía reír a carcajadas: era un humor muy especial, que no dejaba el mínimo resquicio para la autocompasión, pero tampoco para la burla. Pocos escritores son capaces de narrar, en tan pocas páginas, historias tan intensas y de hacerlo tan bien: siempre con las palabras justas, las más expresivas, sin alardes de estilo (pero con un gran estilo), con naturalidad. A veces sus cuentos se cierran a las bravas, con un portazo, como si de repente la autora decidiera bajar una persiana y dejarnos a oscuras. Tiene que ser así: Cristina Grande jamás aburre o añade un adjetivo de más. ¡Qué escritora! Yo compraría camisetas con su rostro e iría a sus lecturas con un mechero encendido, como si fuera un concierto de rock.
Cuando me enteré de la publicación de una novela suya (la primera) en una editorial potente, salí corriendo hacia la librería más próxima, impaciente por leerla y más contento que unas castañuelas. Tenía curiosidad por ver cómo alguien tan dotado para el cuento y para hurgar en los resquicios más pequeños de los sentimientos se enfrentaba a la arquitectura de una novela y a una historia de largo recorrido. El resultado es excelente. Ya desde el primer párrafo de Naturaleza infiel (que empieza con un casi melvilliano «Me llamo Renata») se reconocen las características de su estilo: la sinceridad, el humorismo ácido, el desenfado, la amenidad, la voz en primera persona que va detallando sin imposturas sus recuerdos, sus sentimientos y las razones de sus actos. Uno advierte la experiencia de Grande en la escritura de cuentos: muchos de los breves capítulos de esta novela podrían funcionar como relatos independientes, ya que desarrollan una escena o un asunto con valor propio. Poco a poco, estos capítulos se van trenzando sutil y persuasivamente: las amarras que Cristina Grande suelta al principio se van recogiendo a lo largo del libro y Naturaleza infiel va ganando matices y complejidad hasta adquirir una textura que, en algún aspecto, me recuerda a la que Natalia Ginzburg consigue en su Léxico familiar: ambas son novelas que se nutren de lo cotidiano, de la memoria más íntima (en el caso de Ginzburg, con un declarado tono autobiográfico; en el de Grande, a través de la citada Renata), que describen el paso del tiempo sobre unos personajes que se sienten unidos y, a la vez, distantes. En ambas hay recuerdos y conversaciones recurrentes, se echa mano de lo más cotidiano para dotarlo de un peso casi simbólico, se citan las canciones y películas que caracterizaron una época y ayudaron a los personajes a comprender el mundo, un lugar en el que estos protagonistas nunca acaban de encontrar su sitio ni de sentirse cómodos, donde entablan pequeñas luchas —casi siempre condenadas al fracaso— para llevar adelante sus deseos. Todo ello está narrado con un irresistible sentido del humor, un oído infalible para evocar el habla corriente y una gran sabiduría para convertir la crónica íntima en un relato con proyección social, casi paradigmático del tiempo histórico narrado (en el caso de Cristina Grande, los cambios en los últimos cuarenta años en España, con la disolución de los valores tradicionales del franquismo, la reconsideración de los roles femeninos, la irrupción de las drogas, etcétera).
Naturaleza infiel es un libro altamente adictivo. Estoy seguro de que quienes descubran a la autora con esta novela van a buscar ansiosos La novia parapente y Dirección noche. Con cualquiera de ellos, la felicidad lectora está garantizada.


Cristina Grande: «Lo trágico y lo cómico están unidos por una tensa cuerda sobre la que caminamos los funambulistas».


-Naturaleza infiel parece la conclusión de un ciclo narrativo.
Podría considerarse el final de una trilogía, pero también parte de una pentalogía en construcción, aunque al no ser una estructura premeditada no me sirve demasiado a la hora de ponerme a trabajar. Trabajar me parece más importante que pensar.

-Dos libros de cuentos (La novia parapente y Dirección noche) que pueden leerse como novelas y una novela (Naturaleza infiel) que puede leerse como un libro de cuentos.
Los géneros se hibridan cada vez más. Antes me resultaba chocante que se dijera de un libro de cuentos que en el fondo era una novela, porque esa apreciación era como admitir que no se había hecho bien el trabajo, que había algo fallido en esa especie de «quieronopuedismo»; la novela vende más, como si fuese un producto con la C de calidad, pero en el caso de la literatura esa etiqueta no es del todo fiable. No sé. Yo escribo cuentos porque me siento cómoda en las distancias cortas (se ajustan más a mi fisiología), y si esos cuentos se refuerzan unos a otros y nadan juntos como un banco de sardinas que parece un único organismo, ya podemos decir que hemos escrito una novela.

Lee la entrevista completa AQUI