Roca, Barcelona, 2008. 492 pp. 22 €.
Julián Díez
A medida que ciertas temáticas que la ciencia ficción se atribuyó para sí se diluyen en la literatura general, y son empleadas por Philip Roth, Kazuo Ishiguro o Cormac McCarthy, este género ha respondido con un enrocamiento. Se ha centrado en sus vertientes más cientifistas —lo que se conoce como ciencia ficción “hard” o dura—, y en las más aventureras, abandonando la especulación sobre el futuro inmediato. El hecho, además, ha ido acompañado por una progresiva despreocupación por las exigencias literarias, o su sustitución por los requisitos mínimos estandarizados por el bestseller.
Por todo ello, Spin es una excelente noticia. Es una novela al gusto de la ciencia ficción contemporánea de éxito dentro del género, pero con los valores necesarios para defenderla fuera de él. Es una lectura apasionante, también digna. Seguramente se trate de la mejor novela de cf pura desde la aparición de Hyperion, de Dan Simmons, en el ya lejano 1989. Una travesía de veinte años en las que sólo obras puntuales de China Miéville, Connnie Willis, Iain Banks, Andreas Esbach, y los cuentos de Greg Egan y Ted Chiang, han estado a la altura de la tradición previa del género —siempre, insisto, dentro de los parámetros estrictos de aquello en lo que se ha convertido la ciencia ficción, no en los terrenos más prospectivos que hoy, seguramente, ya no le pertenecen—.
Había indicios para pensar que Robert Charles Wilson podía llegar a ofrecer una obra de esta importancia. Una de sus novelas previas, Los cronolitos (La Factoría de Ideas) está en el peldaño destacable de esas últimas décadas. En ambas, al igual que en su bibliografía previa, hay puntos reconocibles —hablar de una poética en este caso me parece excesivo—: casi todos sus argumentos se desarrollan en escenarios presentes pero repentinamente descontextualizados, bien por la intromisión de objetos externos, bien por la salida de una porción de nuestro mundo a otro entorno distinto. En Los cronolitos, por ejemplo, un sátrapa futuro comienza a enviar al presente descomunales monumentos para anunciar la venida de su reino.
En Spin, las estrellas se apagan delante de los ojos de los tres protagonistas. Luego sabremos que el planeta entero ha sido recubierto por una membrana, de origen extraterrestre, que lo mantiene aislado. Y que, de paso, ralentiza el paso del tiempo: mientras en el planeta pasan décadas, fuera el sol se irá acercando a su eclosión final. Nunca sabremos, sin embargo, quién ha colocado esa descomunal barrera, o por qué razones.
El acierto básico de Wilson es, por supuesto, argumental. A partir del hecho citado, será capaz de elaborar una historia que produce en grandes dosis el celebrado “sentido de la maravilla” que provoca la mejor ciencia ficción. Hay en la novela varios momentos en los que me quedé literalmente estupefacto por el alcance de las ideas planteadas. Y, lo que es mejor, sin que el autor sienta la necesidad de justificarlas con extensos párrafos de especulación científica, de comprensión reducida a licenciados en carrera técnica.
Al desarrollarse la historia a partir del tiempo presente, Wilson tiene allanado el camino para afrontar una de las habituales debilidades de la ciencia ficción de gran escenario: los personajes, que cuando se colocan en un futuro lejano tienden a ser raros, inverosímiles o ambas cosas a la vez. Los tres amigos protagonistas, una pareja de gemelos y el joven doctor enamorado en secreto de la hermana, son dibujados de forma bastante creíble. Por ejemplo, se equivocan con frecuencia, cosa casi inédita entre los protagonistas de este género tendente a la creación de caracteres de una pieza. Y gracias a esa verosimilitud, Wilson consigue sortear la improbabilidad de su posición social y laboral, que les permitirá conocer en primera mano, en todo momento, el desarrollo de los acontecimientos. Las maravillas que se irán produciendo nos llegarán a través de los ojos de testigos con los que empatizamos.
La novela tiene incluso la virtud de terminar estupendamente, atando el cabo suelto –y débil- de su desarrollo: una acción paralela situada en el futuro, que es la única parte del libro en la que sobran páginas. Eso sí, deja la puerta abierta al mismo fenómeno que terminó por echar a perder el valor de otras grandes obras de la ciencia ficción en el pasado —véase Pórtico, de Frederick Pohl, o Cita con Rama, de Arthur C. Clarke—: la posibilidad de continuaciones. Una de ellas ya ha sido publicada en Estados Unidos. Esperemos que Wilson no cometa el mismo error de los maestros citados, e incurra en el pecado de explicar lo maravilloso, de desmenuzar la serie de misterios con los que Spin consigue transmitir el temor y la belleza de la inmensidad.
Julián Díez
A medida que ciertas temáticas que la ciencia ficción se atribuyó para sí se diluyen en la literatura general, y son empleadas por Philip Roth, Kazuo Ishiguro o Cormac McCarthy, este género ha respondido con un enrocamiento. Se ha centrado en sus vertientes más cientifistas —lo que se conoce como ciencia ficción “hard” o dura—, y en las más aventureras, abandonando la especulación sobre el futuro inmediato. El hecho, además, ha ido acompañado por una progresiva despreocupación por las exigencias literarias, o su sustitución por los requisitos mínimos estandarizados por el bestseller.
Por todo ello, Spin es una excelente noticia. Es una novela al gusto de la ciencia ficción contemporánea de éxito dentro del género, pero con los valores necesarios para defenderla fuera de él. Es una lectura apasionante, también digna. Seguramente se trate de la mejor novela de cf pura desde la aparición de Hyperion, de Dan Simmons, en el ya lejano 1989. Una travesía de veinte años en las que sólo obras puntuales de China Miéville, Connnie Willis, Iain Banks, Andreas Esbach, y los cuentos de Greg Egan y Ted Chiang, han estado a la altura de la tradición previa del género —siempre, insisto, dentro de los parámetros estrictos de aquello en lo que se ha convertido la ciencia ficción, no en los terrenos más prospectivos que hoy, seguramente, ya no le pertenecen—.
Había indicios para pensar que Robert Charles Wilson podía llegar a ofrecer una obra de esta importancia. Una de sus novelas previas, Los cronolitos (La Factoría de Ideas) está en el peldaño destacable de esas últimas décadas. En ambas, al igual que en su bibliografía previa, hay puntos reconocibles —hablar de una poética en este caso me parece excesivo—: casi todos sus argumentos se desarrollan en escenarios presentes pero repentinamente descontextualizados, bien por la intromisión de objetos externos, bien por la salida de una porción de nuestro mundo a otro entorno distinto. En Los cronolitos, por ejemplo, un sátrapa futuro comienza a enviar al presente descomunales monumentos para anunciar la venida de su reino.
En Spin, las estrellas se apagan delante de los ojos de los tres protagonistas. Luego sabremos que el planeta entero ha sido recubierto por una membrana, de origen extraterrestre, que lo mantiene aislado. Y que, de paso, ralentiza el paso del tiempo: mientras en el planeta pasan décadas, fuera el sol se irá acercando a su eclosión final. Nunca sabremos, sin embargo, quién ha colocado esa descomunal barrera, o por qué razones.
El acierto básico de Wilson es, por supuesto, argumental. A partir del hecho citado, será capaz de elaborar una historia que produce en grandes dosis el celebrado “sentido de la maravilla” que provoca la mejor ciencia ficción. Hay en la novela varios momentos en los que me quedé literalmente estupefacto por el alcance de las ideas planteadas. Y, lo que es mejor, sin que el autor sienta la necesidad de justificarlas con extensos párrafos de especulación científica, de comprensión reducida a licenciados en carrera técnica.
Al desarrollarse la historia a partir del tiempo presente, Wilson tiene allanado el camino para afrontar una de las habituales debilidades de la ciencia ficción de gran escenario: los personajes, que cuando se colocan en un futuro lejano tienden a ser raros, inverosímiles o ambas cosas a la vez. Los tres amigos protagonistas, una pareja de gemelos y el joven doctor enamorado en secreto de la hermana, son dibujados de forma bastante creíble. Por ejemplo, se equivocan con frecuencia, cosa casi inédita entre los protagonistas de este género tendente a la creación de caracteres de una pieza. Y gracias a esa verosimilitud, Wilson consigue sortear la improbabilidad de su posición social y laboral, que les permitirá conocer en primera mano, en todo momento, el desarrollo de los acontecimientos. Las maravillas que se irán produciendo nos llegarán a través de los ojos de testigos con los que empatizamos.
La novela tiene incluso la virtud de terminar estupendamente, atando el cabo suelto –y débil- de su desarrollo: una acción paralela situada en el futuro, que es la única parte del libro en la que sobran páginas. Eso sí, deja la puerta abierta al mismo fenómeno que terminó por echar a perder el valor de otras grandes obras de la ciencia ficción en el pasado —véase Pórtico, de Frederick Pohl, o Cita con Rama, de Arthur C. Clarke—: la posibilidad de continuaciones. Una de ellas ya ha sido publicada en Estados Unidos. Esperemos que Wilson no cometa el mismo error de los maestros citados, e incurra en el pecado de explicar lo maravilloso, de desmenuzar la serie de misterios con los que Spin consigue transmitir el temor y la belleza de la inmensidad.
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