Acantilado. Barcelona, 2006. 60 pp. 7 €
Esther García Llovet
El teniente Gustl se publicó en el invierno de 1900 y bastó menos de un mes para que a su autor, Arthur Schnitzler, médico, judío, vienés, le retirasen su título de reservista en el ejército austriaco. La interpretación de los sueños, escrita por otro médico judío vienés se publicó el mismo año de 1900. Ambos libros acabarían ardiendo en las altas piras nacionalsocialistas del 33, junto con las obras de Roth y de Zweig y de tantos otros que pusieron fin a sus días en el exilio americano o europeo o en los campos de exterminio perdidos en el corazón del bosque de abetos.
Pero la amistad entre Freud y Schniztler, aunque no muy estrecha, se fraguó años antes, al calor algo pesado del Café Griesenteidl, donde servían Kapuziner y cruasanes a media tarde y a donde acudían a acompañarles en tertulia Hugo Hofmannsthal o Grillparzer, con quienes Schniztler fundaría el algún momento del final de siglo el movimiento “Joven Viena”. De la relación de Schnitzler con Freud se dice que el primero fue el alter ego literario del psicoanalista, el ejecutor amanuense de la fantasmagoría teórica de Freud, algo evidente en Relato Soñado (1925) o en El Regreso de Casanova (1900) o en La Ronda (1877), donde Schnitzler retrata una sociedad bastante más libertina de lo que el bruñido Biedermeier y la fragilidad del cristal Lobmeyr hacían pensar.
Así que ahí están fumando Sigmund y Arthur, tomando su café con nata en el Griesenteidl y viendo pasar al otro lado del ventanal a las modistillas y a las alegres familias y a militares de uniforme impecable como el del teniente Gustl, noche del 4 de julio, al salir del Staadtoper con paso veloz, veloz pero incierto. Al teniente Gustl no le gusta la ópera pero su amigo Kopetzky le ha regalado una entrada que él acepta porque sería una ofensa rechazarla y porque mañana se va a batir en duelo a las cuatro de la tarde y es bueno mantener la mente ocupada en cualquier otro asunto y la mente de Gustavo, Gustl, da para mucho. El teniente Gustl es una pieza de apenas setenta páginas escritas sin descanso, sin apenas pausas, en forma de un inagotable diálogo interno (Schnitzler fue de los primeros en escribir recurriendo al flujo de conciencia, de “libre asociación sin censura” que diría Freud, lo que genera un texto sorprendentemente fresco, moderno, desinhibido) acerca del honor y de su mácula; setenta páginas suficientes para rematar el hilarante retrato agónico de la última noche (seguro que no) del oficial. La ópera ha terminado y Gustl se dispone a salir cuando en un pequeño forcejeo frente al guardarropa siente que la mano del panadero Habetswallner se coloca sobre la empuñadura de su sable (¡que venga Freud y lo vea!) y Gustl queda tan atónito que no logra reaccionar. Sólo queda el suicidio para salvar su honra y a partir de ese momento Gustavo pasea su angustia y honor perdidos por las calles de Viena, de noche, a la luz de la noria del Prater (sí, la de Harry Lime), donde acaba quedándose dormido en un banco. Podemos ver su cara, ese tipo de cejas siempre alzadas del perplejo, del indiferente, del que no sabe muy bien: el rostro del emperador Francisco José, sometido a perpetuidad a los designios de su madre y de las mujeres. Cuando Gustl despierte recordará a las amantes de su vida, a Steffi (“…es tan hermosa cuando duerme, ¡como si no supiera contar hasta cinco!”), a Etelka, a la señora Mannheimer, a Adele, todas esas chicas y mujeres casadas que adivinamos del tipo anoréxico de Sissi paseando fusta en ristre por el Ringstrasse y a las que Gustl imagina asistiendo a su funeral (¿no es esa la fantasía de todo adolescente, imaginar su propio funeral?). Gustl seguirá adelante en su paseo fugópata. Buscará un café donde desayunar (antes de batirse en duelo, suicidarse y devolver cuatrocientos sesenta florines a Ballert necesita reponer fuerzas) y al final todo acaba de golpe y como empezó, un poco a modo de La Ronda, a modo de la noria del Prater, a modo de los últimos días de Schnitzler, en las misma ciudad que le vio nacer, en una villa de las afueras de Viena desde donde contempló el final de una época, de un imperio y de unas costumbres que fueron el bastidor y la trama de su literatura.
Arthur Schnitzler murió en 1931, muy poco antes del advenimiento del nazismo y muy poco después del suicidio de su hija, recién casada con un militar.
Dejó al teniente Gustavo caminando a ciegas por el empedrado desigual del Volksgarten.
Esther García Llovet
El teniente Gustl se publicó en el invierno de 1900 y bastó menos de un mes para que a su autor, Arthur Schnitzler, médico, judío, vienés, le retirasen su título de reservista en el ejército austriaco. La interpretación de los sueños, escrita por otro médico judío vienés se publicó el mismo año de 1900. Ambos libros acabarían ardiendo en las altas piras nacionalsocialistas del 33, junto con las obras de Roth y de Zweig y de tantos otros que pusieron fin a sus días en el exilio americano o europeo o en los campos de exterminio perdidos en el corazón del bosque de abetos.
Pero la amistad entre Freud y Schniztler, aunque no muy estrecha, se fraguó años antes, al calor algo pesado del Café Griesenteidl, donde servían Kapuziner y cruasanes a media tarde y a donde acudían a acompañarles en tertulia Hugo Hofmannsthal o Grillparzer, con quienes Schniztler fundaría el algún momento del final de siglo el movimiento “Joven Viena”. De la relación de Schnitzler con Freud se dice que el primero fue el alter ego literario del psicoanalista, el ejecutor amanuense de la fantasmagoría teórica de Freud, algo evidente en Relato Soñado (1925) o en El Regreso de Casanova (1900) o en La Ronda (1877), donde Schnitzler retrata una sociedad bastante más libertina de lo que el bruñido Biedermeier y la fragilidad del cristal Lobmeyr hacían pensar.
Así que ahí están fumando Sigmund y Arthur, tomando su café con nata en el Griesenteidl y viendo pasar al otro lado del ventanal a las modistillas y a las alegres familias y a militares de uniforme impecable como el del teniente Gustl, noche del 4 de julio, al salir del Staadtoper con paso veloz, veloz pero incierto. Al teniente Gustl no le gusta la ópera pero su amigo Kopetzky le ha regalado una entrada que él acepta porque sería una ofensa rechazarla y porque mañana se va a batir en duelo a las cuatro de la tarde y es bueno mantener la mente ocupada en cualquier otro asunto y la mente de Gustavo, Gustl, da para mucho. El teniente Gustl es una pieza de apenas setenta páginas escritas sin descanso, sin apenas pausas, en forma de un inagotable diálogo interno (Schnitzler fue de los primeros en escribir recurriendo al flujo de conciencia, de “libre asociación sin censura” que diría Freud, lo que genera un texto sorprendentemente fresco, moderno, desinhibido) acerca del honor y de su mácula; setenta páginas suficientes para rematar el hilarante retrato agónico de la última noche (seguro que no) del oficial. La ópera ha terminado y Gustl se dispone a salir cuando en un pequeño forcejeo frente al guardarropa siente que la mano del panadero Habetswallner se coloca sobre la empuñadura de su sable (¡que venga Freud y lo vea!) y Gustl queda tan atónito que no logra reaccionar. Sólo queda el suicidio para salvar su honra y a partir de ese momento Gustavo pasea su angustia y honor perdidos por las calles de Viena, de noche, a la luz de la noria del Prater (sí, la de Harry Lime), donde acaba quedándose dormido en un banco. Podemos ver su cara, ese tipo de cejas siempre alzadas del perplejo, del indiferente, del que no sabe muy bien: el rostro del emperador Francisco José, sometido a perpetuidad a los designios de su madre y de las mujeres. Cuando Gustl despierte recordará a las amantes de su vida, a Steffi (“…es tan hermosa cuando duerme, ¡como si no supiera contar hasta cinco!”), a Etelka, a la señora Mannheimer, a Adele, todas esas chicas y mujeres casadas que adivinamos del tipo anoréxico de Sissi paseando fusta en ristre por el Ringstrasse y a las que Gustl imagina asistiendo a su funeral (¿no es esa la fantasía de todo adolescente, imaginar su propio funeral?). Gustl seguirá adelante en su paseo fugópata. Buscará un café donde desayunar (antes de batirse en duelo, suicidarse y devolver cuatrocientos sesenta florines a Ballert necesita reponer fuerzas) y al final todo acaba de golpe y como empezó, un poco a modo de La Ronda, a modo de la noria del Prater, a modo de los últimos días de Schnitzler, en las misma ciudad que le vio nacer, en una villa de las afueras de Viena desde donde contempló el final de una época, de un imperio y de unas costumbres que fueron el bastidor y la trama de su literatura.
Arthur Schnitzler murió en 1931, muy poco antes del advenimiento del nazismo y muy poco después del suicidio de su hija, recién casada con un militar.
Dejó al teniente Gustavo caminando a ciegas por el empedrado desigual del Volksgarten.
2 comentarios:
... Con cierta vergüenza debo confesarte que mi conocimiento de este magnifico autor (¡ya tan solo su nombre!)y de su obra se remonta a menos de tres años, tiempo durante el que he procurado leer casi todos sus títulos disponibles en Español. En general, la narrativa de Schnitzler es espléndida, genial; y sí, debe ser que a tal amistad con Freud y a su propia profesión como médico neurocirujano se le pueda atribuir, en buena medida, el tratamiento tan profundo de las emociones y de la condición humana en todas sus novelas y relatos, pero también su estilo es riquísimo en imagenes y muy conciso; algo que no cualquier escritor consigue (No hacen falta más páginas). Lo trepidante, lo obsesivo, lo genial de cada línea del Teniente Gustl, muy similar en estilo y profundidad a La Señorita Else: Dos de mis libros de relectura (que muy probablemente son los que tú llamas entrañables), ¡fascinantes!... De repente se ha dado en calificar sobradamente a James Joyce como el maestro del monólogo interior o del flujo de conciencia cuando antes que él ya lo habían utilizado magistralmente Gerard de Nerval (Aurelia), el propio Dostoievski (Memorias del Subsuelo, Timorata -También traducida como La Mansa o La Timida-, Crimen y Castigo, etc.), y claro, Schnitzler.
Al leerlo me metí dentro de la psicología del personaje y sentí que su vida pende de un hilo todo el tiempo debido a su frágil personalidad. Los acontecimientos más triviales van definiendo en suerte su propia vida. El personaje cuida mucho su honor y dignidad a partir de lo que se muestra públicamente-en su vida privada se permite otras cosas- y cuando en esas circunstancias se ve empañada su imagen recurre a consecuencias muy drásticas a partir de una lógica extraña de la cual se puede inferir que está en guerra todo el tiempo, aunque no exista el combate. Pienso que es una guerra interior del personaje contra él mismo quién se bate entre la vida o la muerte porque su consciencia se halla dividida entre lo heroico y la imbecilidad. Esta guerra, como un péndulo, se mece entre el duelo y el suicidio como medio de fuga para resguardar su reputación
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