Blanca Riestra
Djuna Barnes aparte de ser una autora de culto, fue un personaje fascinante y contradictorio. Amiga de Joyce, protegida de Peggy Guggenheim, célebre belleza de la Rive Gauche, fotografiada por Man Ray, se eclipsó a edad temprana, viviendo una larga vida de reclusión en Greenwich Village, luchando contra el alcoholismo, escribiendo poemas que tiraba por el suelo, cultivando una merecida fama de excéntrica.
Escribir sobre su época de entreguerras en París, cuando concibió Nightwood, perseguida por el alcohol y los amores sin futuro, resulta una empresa temible. Ena Lucía Portela lo ha hecho y ha utilizado para ello como base documental la estupenda biografía de Philippe Herrring. Reconstruye así amistad que unió a Djuna con Dan Mahoney, modelo de quien sería el doctor O’Connor, guardián de la noche de Nigthwood. Mahoney, americano de origen irlandés, se ganaba la vida como faiseur d’anges (abortador) y era un personaje clásico de la noche parisina, alegre y funesto, homosexual y clown, capaz de perorar sobre el mal, la noche, la belleza, durante horas, ante un auditorio de borrachos fascinados.
La novela se articula a partir de una única velada, aquella en la que Mahoney, indignado tras haber descubierto que Nightwood toma como base sus propias peripecias vitales, acude a pedir cuentas a Djuna, despertándola de su sueño alcohólico en el apartamento de la rue Saint- Romain… A partir de esta escena, que vertebra el hilo narrativo y que en algunos casos parecen dilatarse excesivamente sin justificación, se suceden los saltos temporales. Portela traza así ágilmente el retrato de una generación que se perdió.
Sin embargo, aunque el proyecto es ambicioso, la escritura adecuada y los personajes están tratados con convicción y con cariño, puesto que el modelo de referencia es la propia escritura de Nightwood y el trama y argumento prácticamente los mismos, el lector hubiese deseado mayor osadía por parte de Portela. Aquellos personajes que Barnes había hecho incandescentes, metafísicos, profundamente oscuros, quedan desgraciadamente desvelados por una aproximación demasiado de facto. No en vano, es difícil rivalizar con Barnes o con Mahoney cuando hablan de la noche.
Djuna Barnes aparte de ser una autora de culto, fue un personaje fascinante y contradictorio. Amiga de Joyce, protegida de Peggy Guggenheim, célebre belleza de la Rive Gauche, fotografiada por Man Ray, se eclipsó a edad temprana, viviendo una larga vida de reclusión en Greenwich Village, luchando contra el alcoholismo, escribiendo poemas que tiraba por el suelo, cultivando una merecida fama de excéntrica.
Escribir sobre su época de entreguerras en París, cuando concibió Nightwood, perseguida por el alcohol y los amores sin futuro, resulta una empresa temible. Ena Lucía Portela lo ha hecho y ha utilizado para ello como base documental la estupenda biografía de Philippe Herrring. Reconstruye así amistad que unió a Djuna con Dan Mahoney, modelo de quien sería el doctor O’Connor, guardián de la noche de Nigthwood. Mahoney, americano de origen irlandés, se ganaba la vida como faiseur d’anges (abortador) y era un personaje clásico de la noche parisina, alegre y funesto, homosexual y clown, capaz de perorar sobre el mal, la noche, la belleza, durante horas, ante un auditorio de borrachos fascinados.
La novela se articula a partir de una única velada, aquella en la que Mahoney, indignado tras haber descubierto que Nightwood toma como base sus propias peripecias vitales, acude a pedir cuentas a Djuna, despertándola de su sueño alcohólico en el apartamento de la rue Saint- Romain… A partir de esta escena, que vertebra el hilo narrativo y que en algunos casos parecen dilatarse excesivamente sin justificación, se suceden los saltos temporales. Portela traza así ágilmente el retrato de una generación que se perdió.
Sin embargo, aunque el proyecto es ambicioso, la escritura adecuada y los personajes están tratados con convicción y con cariño, puesto que el modelo de referencia es la propia escritura de Nightwood y el trama y argumento prácticamente los mismos, el lector hubiese deseado mayor osadía por parte de Portela. Aquellos personajes que Barnes había hecho incandescentes, metafísicos, profundamente oscuros, quedan desgraciadamente desvelados por una aproximación demasiado de facto. No en vano, es difícil rivalizar con Barnes o con Mahoney cuando hablan de la noche.
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