1.
Trad. Celia Filipetto. Acantilado, Barcelona, 2006. 83 págs. 9 €
Hilario J. Rodríguez
Un libro como Antón Chéjov, de Natalia Ginzburg, puede servirnos, además de para disfrutar de un lectura reposada y atenta, sin estridencias ni desarreglos, para observar de qué manera ven los escritores la historia del medio en el que trabajan y de qué manera consideran a sus predecesores o a sus contemporáneos; cómo cambia la manera de abordar, construir y entender las ficciones, los ensayos, la poesía... Cada periodo de la historia de la literatura tiende lazos con otros momentos y con otro tipo de literatos. ¿Por qué? ¿Cuáles son las afinidades que se establecen entre escritores de diferentes épocas o de diferentes culturas? ¿Para qué nos sirve a los escritores actuales (y en general a cualquier lector) mantener un contacto con la historia de la literatura?
En su concisa biografía sobre el genial escritor ruso, Natalia Ginzburg nos ofrece una visión histórica, teórica, emocional y, ante todo, estética, que proyecta una imagen del retratado y de la retratista. Algo así podría servirnos para explorar la concepción que tenemos de los ensayos, pues muy a menudo Natalia Ginzburg entra en el terreno de la subjetividad aunque pretenda mantenerse en el de la objetividad. Janet Malcolm, por su parte, mezclaba de forma abierta todas las metodologías posibles en su impresionante Leyendo a Chéjov (Alba, 2004), que es al mismo tiempo un estudio crítico, un libro de viajes, un diario o una biografía; es también un cuestionamiento de los géneros, una pregunta lanzada a quienes, desde las academias, presuponen unas invariantes concretas para cada modelo literario. Leyendo a Chéjov no es tanto un libro como un experimento para encontrar un nuevo tipo de literatura, algo similar a la obra de Enrique Vila-Matas; los Relatos reales de Javier Cercas; Campos de Flandes, de José Luis de Juan; Vida de fantasmas, de Gonzalo de Lucas; Lugares que no cambian, de Eduardo Jordá; Sueño, fantasmagoría, de José Luis García Martín; Historia universal de Paniceiros, de Xuan Bello; Animales melancólicos, de Luis Sáenz Delgado; o el genial Dejad que baile el forastero, de Jaime Priede.
Como Natalia Ginzburg es una novelista sutil, no siempre resulta fácil saber hacia dónde nos quiere llevar, ni en Antón Chéjov ni en muchas de sus propias novelas. Quizás eso explique que en muchas reseñas de su biografía del escritor ruso se comente, con un matiz de desconcierto y desilusión, que el fraseo es rítmico pero demasiado leve, sin el brillo de los adjetivos ni la tensión sintáctica de los grandes estilistas. Me consta que hay quienes entran en el libro y salen de él sin gran aprovechamiento, perplejos como si hubiesen leído un cuento de Agota Kristof que no les dice nada. Sin embargo, Natalia Ginzburg, además de fijar la figura de Chéjov entre Fedor Dostoievski y Máximo Gorki, le coloca en varias ocasiones al lado de Lev Tolstói, para contrastar a ambos y proponer con ellos dos modelos literarios, uno decimonónico y otro moderno. Cuando Tolstói reconoce en Chéjov talento y buen corazón pero no «un punto de vista bien definido sobre la vida», lo que de verdad está reconociendo son las limitaciones de la vieja guardia para entender el peso y el significado del ámbito doméstico en la existencia humana. Tolstói tiene una visión histórica del hombre que todavía no contempla el valor de la intimidad. Por eso nunca vio ni en los cuentos ni en las obras de teatro de Chéjov «una solución a los más graves problemas de la existencia». ¿Qué solución habría de tener quien nació en un hogar inestable y arrastró desde su juventud una salud quebradiza, que en sus diez últimos años empeoró hasta conducirle a la muerte? Natalia Ginzburg nos recuerda que, en su infancia, Chéjov habitó un hogar sucio, frío y lleno de ratones, donde convertirse en un buen alumno en la escuela era un objetivo inalcanzable. Su padre gritaba con el puño cerrado y era avaricioso; su madre quedó exhausta tras un buen número de embarazos seguidos; sus hermanos Alexandr y Nikolai llegaban borrachos a casa desde una edad muy temprana… Sólo le quedaba su hermana María, que por él renunció a todo, incluso al matrimonio. María. A ella y a los demás miembros de su familia, Chéjov los arrastró a lo largo de su vida y de su obra, como quien arrastra una maleta con sus únicas pertenencias.
El escritor ruso no tenía cartas para ganar ninguna partida. Escribía pequeños cuentos, primero humorísticos, luego más dramáticos; siempre pequeños, diminutos. Una vez aseguró que «mientras en la literatura exista un Tolstói, ser escritor resultará sencillo y hermoso; sin él, seríamos un rebaño sin pastor». Algo así podríamos decir nosotros de Chéjov; sin él, seguramente las tinieblas a nuestro alrededor serían más espesas, más ominosas. No.
Natalia Ginzburg nos demuestra en este librito que la construcción de los sueños no es tan simple como podría parecer. A veces se parecen demasiado a la realidad y pasamos de largo, sin darnos cuenta. O huimos y les negamos el saludo a quienes intentan construir esos sueños, que no siempre son seres accesibles o fáciles, sanos. Para conseguir lo imposible, a veces uno tiene que estar dispuesto a forzar los límites de lo posible, atravesar la desgracia o la enfermedad. Eso nos cuenta Natalia Ginzburg en Antón Chéjov, que es algo más que un simple ejercicio emocional donde se pone de manifiesto la devoción de un escritor por otro, es también un buen punto de partida para explorar de qué manera fue influida la escritora italiana por la técnica y el lenguaje de Chéjov o para observar cómo a menudo los escritores viajamos en el tiempo y en el espacio en busca de una señal que podamos arrastrar hasta el presente y que conecte a los vivos con los muertos.
2.
Hilario J. Rodríguez
Un libro como Antón Chéjov, de Natalia Ginzburg, puede servirnos, además de para disfrutar de un lectura reposada y atenta, sin estridencias ni desarreglos, para observar de qué manera ven los escritores la historia del medio en el que trabajan y de qué manera consideran a sus predecesores o a sus contemporáneos; cómo cambia la manera de abordar, construir y entender las ficciones, los ensayos, la poesía... Cada periodo de la historia de la literatura tiende lazos con otros momentos y con otro tipo de literatos. ¿Por qué? ¿Cuáles son las afinidades que se establecen entre escritores de diferentes épocas o de diferentes culturas? ¿Para qué nos sirve a los escritores actuales (y en general a cualquier lector) mantener un contacto con la historia de la literatura?
En su concisa biografía sobre el genial escritor ruso, Natalia Ginzburg nos ofrece una visión histórica, teórica, emocional y, ante todo, estética, que proyecta una imagen del retratado y de la retratista. Algo así podría servirnos para explorar la concepción que tenemos de los ensayos, pues muy a menudo Natalia Ginzburg entra en el terreno de la subjetividad aunque pretenda mantenerse en el de la objetividad. Janet Malcolm, por su parte, mezclaba de forma abierta todas las metodologías posibles en su impresionante Leyendo a Chéjov (Alba, 2004), que es al mismo tiempo un estudio crítico, un libro de viajes, un diario o una biografía; es también un cuestionamiento de los géneros, una pregunta lanzada a quienes, desde las academias, presuponen unas invariantes concretas para cada modelo literario. Leyendo a Chéjov no es tanto un libro como un experimento para encontrar un nuevo tipo de literatura, algo similar a la obra de Enrique Vila-Matas; los Relatos reales de Javier Cercas; Campos de Flandes, de José Luis de Juan; Vida de fantasmas, de Gonzalo de Lucas; Lugares que no cambian, de Eduardo Jordá; Sueño, fantasmagoría, de José Luis García Martín; Historia universal de Paniceiros, de Xuan Bello; Animales melancólicos, de Luis Sáenz Delgado; o el genial Dejad que baile el forastero, de Jaime Priede.
Como Natalia Ginzburg es una novelista sutil, no siempre resulta fácil saber hacia dónde nos quiere llevar, ni en Antón Chéjov ni en muchas de sus propias novelas. Quizás eso explique que en muchas reseñas de su biografía del escritor ruso se comente, con un matiz de desconcierto y desilusión, que el fraseo es rítmico pero demasiado leve, sin el brillo de los adjetivos ni la tensión sintáctica de los grandes estilistas. Me consta que hay quienes entran en el libro y salen de él sin gran aprovechamiento, perplejos como si hubiesen leído un cuento de Agota Kristof que no les dice nada. Sin embargo, Natalia Ginzburg, además de fijar la figura de Chéjov entre Fedor Dostoievski y Máximo Gorki, le coloca en varias ocasiones al lado de Lev Tolstói, para contrastar a ambos y proponer con ellos dos modelos literarios, uno decimonónico y otro moderno. Cuando Tolstói reconoce en Chéjov talento y buen corazón pero no «un punto de vista bien definido sobre la vida», lo que de verdad está reconociendo son las limitaciones de la vieja guardia para entender el peso y el significado del ámbito doméstico en la existencia humana. Tolstói tiene una visión histórica del hombre que todavía no contempla el valor de la intimidad. Por eso nunca vio ni en los cuentos ni en las obras de teatro de Chéjov «una solución a los más graves problemas de la existencia». ¿Qué solución habría de tener quien nació en un hogar inestable y arrastró desde su juventud una salud quebradiza, que en sus diez últimos años empeoró hasta conducirle a la muerte? Natalia Ginzburg nos recuerda que, en su infancia, Chéjov habitó un hogar sucio, frío y lleno de ratones, donde convertirse en un buen alumno en la escuela era un objetivo inalcanzable. Su padre gritaba con el puño cerrado y era avaricioso; su madre quedó exhausta tras un buen número de embarazos seguidos; sus hermanos Alexandr y Nikolai llegaban borrachos a casa desde una edad muy temprana… Sólo le quedaba su hermana María, que por él renunció a todo, incluso al matrimonio. María. A ella y a los demás miembros de su familia, Chéjov los arrastró a lo largo de su vida y de su obra, como quien arrastra una maleta con sus únicas pertenencias.
El escritor ruso no tenía cartas para ganar ninguna partida. Escribía pequeños cuentos, primero humorísticos, luego más dramáticos; siempre pequeños, diminutos. Una vez aseguró que «mientras en la literatura exista un Tolstói, ser escritor resultará sencillo y hermoso; sin él, seríamos un rebaño sin pastor». Algo así podríamos decir nosotros de Chéjov; sin él, seguramente las tinieblas a nuestro alrededor serían más espesas, más ominosas. No.
Natalia Ginzburg nos demuestra en este librito que la construcción de los sueños no es tan simple como podría parecer. A veces se parecen demasiado a la realidad y pasamos de largo, sin darnos cuenta. O huimos y les negamos el saludo a quienes intentan construir esos sueños, que no siempre son seres accesibles o fáciles, sanos. Para conseguir lo imposible, a veces uno tiene que estar dispuesto a forzar los límites de lo posible, atravesar la desgracia o la enfermedad. Eso nos cuenta Natalia Ginzburg en Antón Chéjov, que es algo más que un simple ejercicio emocional donde se pone de manifiesto la devoción de un escritor por otro, es también un buen punto de partida para explorar de qué manera fue influida la escritora italiana por la técnica y el lenguaje de Chéjov o para observar cómo a menudo los escritores viajamos en el tiempo y en el espacio en busca de una señal que podamos arrastrar hasta el presente y que conecte a los vivos con los muertos.
2.
Marta Sanz.
La vida de Antón Chéjov no parece a simple vista muy interesante. Tan sólo fue un escritor que luchó por su supervivencia y la de los suyos. No fue un héroe romántico que participara en las batallas de una Historia convulsa; ni siquiera, un hombre excéntrico o autodestructivo. Chéjov, muchacho de familia humilde, consiguió estudiar medicina y pudo ganar dinero con sus obras. Se casó una vez y murió joven. El interés de Natalia Ginzburg por los avatares biográficos del autor nace de la intensidad de su literatura, de cómo la materia de una vida sencilla en un mundo siempre complicado se proyecta en La gaviota, El pabellón número 6 o La dama del perrito. Natalia Ginzburg, sin grandes frases, aborda un modo particular de mirar que está en su vida y en sus textos: Natalia nos cuenta de Antón y nos está contando de ella. Los nombres propios se entrelazan, como lo privado y público, como la vida y la literatura, y la autora deja entrever las delicadas redes que vinculan la vivencia con esa perspectiva singular que termina por convertir a un escritor en un clásico. Ginzburg se cuela por el ojo de cerradura de la intimidad de Chéjov y nos hace llegar, con una mirada poco sentimental y escueta, las pinceladas para entender la personalidad y las condiciones de creación de un escritor que se mueve en uno de los panoramas literarios más interesantes del siglo XIX: el de la Rusia misérrima de un Dostoyevski y un Turguenef ya muertos; de un Tolstoi que es como una masa gelatinosa, cargante e imprescindible; de un Gorki que da sus primeros pasos desde sus convicciones marxistas... Natalia Ginzburg consigue lo más difícil en una biografía: hacer creíbles los sentimientos de un personaje que fue hombre, meterse por debajo de su piel y asumir la responsabilidad de ofrecernos lo más oculto del otro con verosimilitud y sin devaneos psicoanalíticos. La sensibilidad, el pudor y ese efecto como de ir andando de puntillas por la vida privada del otro, además de la naturalidad con la que se concatenan los acontecimientos, confieren al libro agilidad y nos muestran una biografía, que aproxima el personaje a un lector-escritor que se identifica con él por muchas pequeñas cosas: la amistad de alguien con quien se está en desacuerdo (el editor Suvorin); la admiración y sus matices (Tolstoi); la necesidad de ser reconocido y el desmoronamiento ante las malas criticas que no se supera con el placebo de las buenas (el teatro); el miedo al compromiso, la conciencia cruel de la debilidad de los amantes (¡Maravillosa Lika!, la mujer que servirá de modelo para La gaviota); esa prudencia púdica de los autores que, tras haber observado obscenamente el corazón de los demás, se cuidan de que sus amigos puedan reconocerse en el dibujo de un personaje... Y en el caso de Chéjov, el extraño vínculo que mantiene con su hermana Maria, la mujer que permanece soltera por los gestos casi invisibles del hermano, la que se lamenta cuando Chéjov se casa. Ante circunstancias morbosas, Natalia Ginzburg escribe con letra pequeña, pasa por encima y, en su levedad, deja un rumorcillo en el estómago del lector, enganchándolo a la tela de la araña, seduciéndolo con una sutileza que provoca que cada lector se sienta responsable de sus malos pensamientos, de su imaginación enfermiza, de su afán por saber. La necesidad de supervivencia fuerza en gran medida la escritura de Chéjov y le aboca a la selección de un género, el cuento, que también se forja a base de limitaciones de espacio —el concedido por un periódico—, y de restricciones ideológicas —las de la censura. El concepto de limitación invita a reflexionar en torno a una idea de lo creativo que se coloca en las antípodas de los románticos espacios abiertos. Como si escribir fuese una manera de ponerle puertas al campo: las puertas de los géneros, del mercado, de la supuesta libertad de expresión. El cuento como mezcla de concentración y sutileza y la visión triste de la literatura, tan demonizada por los editores actuales que quizá consideran a los escritores pesimistas unos aguafiestas del statu quo —«usted escribe cosas demasiado tristes», argumentan para excluir ciertos nombres de sus catálogos—, están en Chéjov y están en Ginzburg... La tristeza en la literatura no es una invitación a la inmovilidad, al escepticismo o a la desesperanza, sino una constatación que permanentemente es excedida por la radicalidad de la muerte: en uno de los cuentos más bellos de Carver, Tres rosas amarillas —una expresión del deseo del escritor estadounidense de ser influido por el ruso: las influencias reconocidas suelen ser más deseos, que realidades—, Chejov, solo con Olga, en la habitación de un hotel, se siente morir; llaman a un médico que ante la imposibilidad de salvar a su paciente, encarga una botella de champán, de la que Antón bebe una copa; un poco después, expira. A veces la vida imita al arte o quizás es que la mirada convierte la existencia en algo artístico. Como en la biografía de Chéjov firmada, sin alharacas, por Natalia Ginzburg.
La vida de Antón Chéjov no parece a simple vista muy interesante. Tan sólo fue un escritor que luchó por su supervivencia y la de los suyos. No fue un héroe romántico que participara en las batallas de una Historia convulsa; ni siquiera, un hombre excéntrico o autodestructivo. Chéjov, muchacho de familia humilde, consiguió estudiar medicina y pudo ganar dinero con sus obras. Se casó una vez y murió joven. El interés de Natalia Ginzburg por los avatares biográficos del autor nace de la intensidad de su literatura, de cómo la materia de una vida sencilla en un mundo siempre complicado se proyecta en La gaviota, El pabellón número 6 o La dama del perrito. Natalia Ginzburg, sin grandes frases, aborda un modo particular de mirar que está en su vida y en sus textos: Natalia nos cuenta de Antón y nos está contando de ella. Los nombres propios se entrelazan, como lo privado y público, como la vida y la literatura, y la autora deja entrever las delicadas redes que vinculan la vivencia con esa perspectiva singular que termina por convertir a un escritor en un clásico. Ginzburg se cuela por el ojo de cerradura de la intimidad de Chéjov y nos hace llegar, con una mirada poco sentimental y escueta, las pinceladas para entender la personalidad y las condiciones de creación de un escritor que se mueve en uno de los panoramas literarios más interesantes del siglo XIX: el de la Rusia misérrima de un Dostoyevski y un Turguenef ya muertos; de un Tolstoi que es como una masa gelatinosa, cargante e imprescindible; de un Gorki que da sus primeros pasos desde sus convicciones marxistas... Natalia Ginzburg consigue lo más difícil en una biografía: hacer creíbles los sentimientos de un personaje que fue hombre, meterse por debajo de su piel y asumir la responsabilidad de ofrecernos lo más oculto del otro con verosimilitud y sin devaneos psicoanalíticos. La sensibilidad, el pudor y ese efecto como de ir andando de puntillas por la vida privada del otro, además de la naturalidad con la que se concatenan los acontecimientos, confieren al libro agilidad y nos muestran una biografía, que aproxima el personaje a un lector-escritor que se identifica con él por muchas pequeñas cosas: la amistad de alguien con quien se está en desacuerdo (el editor Suvorin); la admiración y sus matices (Tolstoi); la necesidad de ser reconocido y el desmoronamiento ante las malas criticas que no se supera con el placebo de las buenas (el teatro); el miedo al compromiso, la conciencia cruel de la debilidad de los amantes (¡Maravillosa Lika!, la mujer que servirá de modelo para La gaviota); esa prudencia púdica de los autores que, tras haber observado obscenamente el corazón de los demás, se cuidan de que sus amigos puedan reconocerse en el dibujo de un personaje... Y en el caso de Chéjov, el extraño vínculo que mantiene con su hermana Maria, la mujer que permanece soltera por los gestos casi invisibles del hermano, la que se lamenta cuando Chéjov se casa. Ante circunstancias morbosas, Natalia Ginzburg escribe con letra pequeña, pasa por encima y, en su levedad, deja un rumorcillo en el estómago del lector, enganchándolo a la tela de la araña, seduciéndolo con una sutileza que provoca que cada lector se sienta responsable de sus malos pensamientos, de su imaginación enfermiza, de su afán por saber. La necesidad de supervivencia fuerza en gran medida la escritura de Chéjov y le aboca a la selección de un género, el cuento, que también se forja a base de limitaciones de espacio —el concedido por un periódico—, y de restricciones ideológicas —las de la censura. El concepto de limitación invita a reflexionar en torno a una idea de lo creativo que se coloca en las antípodas de los románticos espacios abiertos. Como si escribir fuese una manera de ponerle puertas al campo: las puertas de los géneros, del mercado, de la supuesta libertad de expresión. El cuento como mezcla de concentración y sutileza y la visión triste de la literatura, tan demonizada por los editores actuales que quizá consideran a los escritores pesimistas unos aguafiestas del statu quo —«usted escribe cosas demasiado tristes», argumentan para excluir ciertos nombres de sus catálogos—, están en Chéjov y están en Ginzburg... La tristeza en la literatura no es una invitación a la inmovilidad, al escepticismo o a la desesperanza, sino una constatación que permanentemente es excedida por la radicalidad de la muerte: en uno de los cuentos más bellos de Carver, Tres rosas amarillas —una expresión del deseo del escritor estadounidense de ser influido por el ruso: las influencias reconocidas suelen ser más deseos, que realidades—, Chejov, solo con Olga, en la habitación de un hotel, se siente morir; llaman a un médico que ante la imposibilidad de salvar a su paciente, encarga una botella de champán, de la que Antón bebe una copa; un poco después, expira. A veces la vida imita al arte o quizás es que la mirada convierte la existencia en algo artístico. Como en la biografía de Chéjov firmada, sin alharacas, por Natalia Ginzburg.
3 comentarios:
Enhorabuena por el texto.
Hilario, un afectuoso saludo.
¿Por qué no tengo yo este libro?
ME gustó mucho la reseña que haces del libro. Voy a pasar por las librerías a ver si lo tienen por ahí. Ultimamente, me he encontrado bien entusiasmado con Chéjov y en el camino me he encontrado con varios que llevan ese entusiasmo, como Ginzburg y tú.
Saludos desde Santo Domingo.
Es curioso cómo un escritor con una vida tan "normal" ha inspirado diversas biografías, y firmadas por escritores excelentes. No he leído la de Ginzburg, pero vuestras reseñas, el buen recuerdo de otras obras de la autora y la garantía que supone El Acantilado la colocan en mi lista de deseos. La que sí acabo de leer es La vida de Chéjov a cargo de Irène Némirovsky, una escritora que comparte mucho con Ginzburg. Esto de las coincidencias es fascinante...
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