Prol. Gustavo Martín Garzo. Trad. y estudio introductorio Rosa Marta Gómez Pato. Siruela, Madrid, 2008. 150 pp. 17,90 €.
Guillermo Ruiz Villagordo
Un leit-motiv muy conocido por los amantes de la literatura es aquél que afirma que el hombre usa la literatura para expresarse. Sin embargo, esta frase tan repetida no permite reconocer que para ese otro ser humano que englobamos en el sustantivo “hombre”, la mujer, es mucho más: es una necesidad. La austriaca Marlen Haushoffer llevó una existencia de ama de casa y esposa devota, pero en su interior bullía una personalidad rebelde que únicamente pudo mostrarse mediante la escritura, que le servía tanto de válvula de escape como de herramienta de realización personal. Autora de una obra breve, tanto en el número de sus volúmenes como en la extensión de éstos, su tarea consistió en dejar testimonio de la vida interior de una mujer de un tiempo determinado en una época determinada, la Austria decadente e hipócrita de posguerra, que acaba por ser cualquier tiempo y lugar. Porque el corazón de sus textos apela a la condición femenina universal que a través de la Historia se ha visto constreñida por una masculinidad ciega e ignorante, y sus personajes (mujeres, cómo no) poseen su misma percepción sensible y penetrante frente a la opresión invisible que sufren y su misma pasmosa capacidad para desvelar con palabras sencillas el perverso escenario que se encuentra detrás de ellas.
En Nosotros matamos a Stella Anna va desgranando la historia de Stella, la joven que su marido tuvo por amante y que acabó por suicidarse por su incapacidad de amoldarse a la realidad. Pero Anna no juzga a Stella, no la recrimina por entrometerse en su pequeño mundo familiar burgués. Al contrario, siente compasión por ella y comprende en su cobardía que no le queda más remedio que reflexionar sobre su experiencia mientras la narra, para hacerla suya e identificarse con ese otro yo que para la sociedad representa su perfil malo, una muchacha descastada y perdida, pero que ella reconoce como su igual en medio de la estructura de poder machista que las mantiene silenciadas.
En El quinto año la protagonista, Marili, es una niña, sí, pero en su relato vamos siendo conscientes de la mujer en la que se convertirá, de su destino extrañamente ineludible, y así comprobamos su especial comunicación con la naturaleza, de la que ella misma parece no ser más que un eco, en su evocación de los paisajes montañosos que la rodean, y los fallidos intentos de comunicación con otros seres humanos.
Por una parte no es de extrañar que fuesen los movimientos feministas de los ochenta los que rescatasen su obra, pero por otra resulta difícil de entender que acogiesen un discurso tan resignado a pesar de su dura denuncia, tan melancólico en su deleite en esa cárcel de la que no parece haber escapatoria posible. Tan callado, al fin y al cabo, en un mundo que parece prestar oído tan sólo a grandes y varoniles voces. Quien sabe si por no haber sido escuchada como merecía surgirían poco después escritoras tan irremediablemente brutales como Elfriede Jelinek.
Guillermo Ruiz Villagordo
Un leit-motiv muy conocido por los amantes de la literatura es aquél que afirma que el hombre usa la literatura para expresarse. Sin embargo, esta frase tan repetida no permite reconocer que para ese otro ser humano que englobamos en el sustantivo “hombre”, la mujer, es mucho más: es una necesidad. La austriaca Marlen Haushoffer llevó una existencia de ama de casa y esposa devota, pero en su interior bullía una personalidad rebelde que únicamente pudo mostrarse mediante la escritura, que le servía tanto de válvula de escape como de herramienta de realización personal. Autora de una obra breve, tanto en el número de sus volúmenes como en la extensión de éstos, su tarea consistió en dejar testimonio de la vida interior de una mujer de un tiempo determinado en una época determinada, la Austria decadente e hipócrita de posguerra, que acaba por ser cualquier tiempo y lugar. Porque el corazón de sus textos apela a la condición femenina universal que a través de la Historia se ha visto constreñida por una masculinidad ciega e ignorante, y sus personajes (mujeres, cómo no) poseen su misma percepción sensible y penetrante frente a la opresión invisible que sufren y su misma pasmosa capacidad para desvelar con palabras sencillas el perverso escenario que se encuentra detrás de ellas.
En Nosotros matamos a Stella Anna va desgranando la historia de Stella, la joven que su marido tuvo por amante y que acabó por suicidarse por su incapacidad de amoldarse a la realidad. Pero Anna no juzga a Stella, no la recrimina por entrometerse en su pequeño mundo familiar burgués. Al contrario, siente compasión por ella y comprende en su cobardía que no le queda más remedio que reflexionar sobre su experiencia mientras la narra, para hacerla suya e identificarse con ese otro yo que para la sociedad representa su perfil malo, una muchacha descastada y perdida, pero que ella reconoce como su igual en medio de la estructura de poder machista que las mantiene silenciadas.
En El quinto año la protagonista, Marili, es una niña, sí, pero en su relato vamos siendo conscientes de la mujer en la que se convertirá, de su destino extrañamente ineludible, y así comprobamos su especial comunicación con la naturaleza, de la que ella misma parece no ser más que un eco, en su evocación de los paisajes montañosos que la rodean, y los fallidos intentos de comunicación con otros seres humanos.
Por una parte no es de extrañar que fuesen los movimientos feministas de los ochenta los que rescatasen su obra, pero por otra resulta difícil de entender que acogiesen un discurso tan resignado a pesar de su dura denuncia, tan melancólico en su deleite en esa cárcel de la que no parece haber escapatoria posible. Tan callado, al fin y al cabo, en un mundo que parece prestar oído tan sólo a grandes y varoniles voces. Quien sabe si por no haber sido escuchada como merecía surgirían poco después escritoras tan irremediablemente brutales como Elfriede Jelinek.
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