Trad. Anne-Hélène Suárez. Siruela, Madrid, 2008. 394 pp. 19,90 €
Care Santos
No soy lectora habitual de novela negra, pero no sólo por eso no había leído a Fred Vargas. Era una cuestión de prejuicios. Bastante estúpida, como todas las cuestiones de prejuicios. Cada vez que veía su nombre en una cubierta me figuraba a un autor de piel aceitunada y un pasado relacionado con el narcotráfico en la frontera mexicana. Jamás ojeé la contracubierta de uno solo de esos libros y menos aún la ficha biográfica. Me aferraba a la extraña convicción de que no me apetecía leer novela negra ambientada, pongamos por caso, en Tijuana, Sonora o el Distrito Federal.
¿Por qué, entonces, este verano he leído a Fred Vargas y me ha entusiasmado hasta el extremo de encontrarme escribiendo estas líneas? El responsable fue el escritor y crítico teatral catalán Joan de Sagarra quien en un artículo reciente publicado en El País expuso las razones de su admiración hacia esta autora francesa. Ah, primera sorpresa: Fred Vargas es una mujer. Segunda: es francesa, parisina para más señas, arqueóloga, historiadora y cincuentona. En su texto, Joan de Sagarra elogiaba los brillantes diálogos de sus novelas —en un experto en teatro ése no es piropo desdeñable—, su inteligencia, la truculencia de sus complicadas tramas —«no me diga usted más», pensé— y su honestidad. Vale la pena hacer un inciso en este último punto, ya que Vargas, a pesar de vender casi medio millón de ejemplares de sus novelas sólo en Francia y estar traducida a tres decenas de idiomas, jamás ha abandonado a sus pequeños editores, los mismos que la descubrieron hace dos décadas, cuando aún era una desconocida que empezaba a publicar las novelas que escribía durante las tres semanas de sus vacaciones. Cuenta que es tal la fuerza de esa costumbre que ahora que ha dejado el trabajo pra dedicarse a escribir, sigue terminando sus novelas en 21 días.
Care Santos
No soy lectora habitual de novela negra, pero no sólo por eso no había leído a Fred Vargas. Era una cuestión de prejuicios. Bastante estúpida, como todas las cuestiones de prejuicios. Cada vez que veía su nombre en una cubierta me figuraba a un autor de piel aceitunada y un pasado relacionado con el narcotráfico en la frontera mexicana. Jamás ojeé la contracubierta de uno solo de esos libros y menos aún la ficha biográfica. Me aferraba a la extraña convicción de que no me apetecía leer novela negra ambientada, pongamos por caso, en Tijuana, Sonora o el Distrito Federal.
¿Por qué, entonces, este verano he leído a Fred Vargas y me ha entusiasmado hasta el extremo de encontrarme escribiendo estas líneas? El responsable fue el escritor y crítico teatral catalán Joan de Sagarra quien en un artículo reciente publicado en El País expuso las razones de su admiración hacia esta autora francesa. Ah, primera sorpresa: Fred Vargas es una mujer. Segunda: es francesa, parisina para más señas, arqueóloga, historiadora y cincuentona. En su texto, Joan de Sagarra elogiaba los brillantes diálogos de sus novelas —en un experto en teatro ése no es piropo desdeñable—, su inteligencia, la truculencia de sus complicadas tramas —«no me diga usted más», pensé— y su honestidad. Vale la pena hacer un inciso en este último punto, ya que Vargas, a pesar de vender casi medio millón de ejemplares de sus novelas sólo en Francia y estar traducida a tres decenas de idiomas, jamás ha abandonado a sus pequeños editores, los mismos que la descubrieron hace dos décadas, cuando aún era una desconocida que empezaba a publicar las novelas que escribía durante las tres semanas de sus vacaciones. Cuenta que es tal la fuerza de esa costumbre que ahora que ha dejado el trabajo pra dedicarse a escribir, sigue terminando sus novelas en 21 días.
Lo dicho: corrí a hacerme con un ejemplar de la última novela suya publicada en España y comencé por el principio. Esto es: por la ficha biográfica de la autora. Junto a una fotografía donde Fred Vargas —en realidad Frederique Audoin-Rouzeau— parece una autora de la nouvelle chanson, a lo Edith Piaf en su época más canalla, encontré unos pocos datos con que saciar al monstruo de la curiosidad.
En cuanto comencé a leer me fascinó la rapidez de sus diálogos y la habilidad para esbozar personajes. Entonces tropecé en Internet con la siguiente frase suya: «El arte es un medicamento. Nos ayuda a vivir. Lo necesitamos para escapar de la realidad y poder volver a ella y mirarla a los ojos.» En ese momento supe que me había convertido en una más de los lectores adictos a la autora francesa a la que todos definen como la reina del género policíaco, mientras ella se empecina en decir una y otra vez que las suyas son «novelas de enigmas», y las emparenta con la mitología: el toro es el crimen, Ariadna el investigador y el hilo de Ariadna son las pistas, ciertas o falsas.
En La tercera virgen, octava novela de la autora que se publica en castellano, reina uno de los tres investigadores que han salido ya de su pluma: el inspector Adamsberg, un hombre excéntrico, más bien soso y bastante inculto, padre de un niño de meses. A su alrededor, orbitan los hombres y mujeres de la Brigada policial que dirige, radicada en París: muchos y de muy diverso carácter. Un numeroso puñado de personajes cuyas trayectorias llegarán a interesarnos individualmente. Por no hablar de las víctimas, comenzando por los dos gigantones asesinados en el segundo capítulo, o la forense que llega de fuera, Ariane —magnífico personaje, me he alborozado a cada nueva aparición suya, durante la lectura—, o Veyrenc —el otro, el nuevo, el ambiguo, el atorentado: otro personaje estupendo, que nos engaña hasta el final— o el forense retirado Romain o el vecino español del comisario o los cazadores de Normandía que al principio nada parecen tener que ver con la intriga pero luego resulta que la intriga depende de ellos.
Toda novela de intriga se basa en el arte de no decir aquello que se debe decir antes o después, y Vargas es toda una maestra en ese arte. Disemina las pistas, dosifica la información importante y mantiene el interés y el misterio hasta el final. La trama da varias vueltas sobre sí misma antes de que lleguemos al desenlace definitivo, Vargas logra que nos creamos lo que quiere hacernos creer y que hasta los poco amantes del género como yo misma nos vayamos a la cama después de devorar doscientas páginas y que no podamos dormir pensando quién demonios es el asesino en esta tremenda maraña. Y todo ello con una trama donde sobreabundan los diálogos construidos con inteligencia —Sagarra tenía razón—, cinismo y grandes cantidades de sentido del humor (a veces negro), y donde cada charla constituye un auténtico festín, cargado de grandes hallazgos.
Y la respuesta a mi primera pregunta: ¿les interesa saber por qué Frederique Audoin-Rouzeau firma como Fred Vargas? Tiene una hermana gemela, pintora, que firma sus cuadros como Jo Vargas. La cosa viene del personaje que interpretó Ava Gardner en La condesa descalza, María Vargas, a la que ambas adoraban. Y como son gemelas, era coherente que firmaran con el mismo apellido en sus paralelas trayectorias artísticas. De modo que si alguien tiene la culpa de que yo no haya descubierto a esta prodigiosa embaucadora, fue por culpa de Ava Gardner. No hagan como yo, y no dejen que un prejuicio les retrase el acceso al placer puro.
En La tercera virgen, octava novela de la autora que se publica en castellano, reina uno de los tres investigadores que han salido ya de su pluma: el inspector Adamsberg, un hombre excéntrico, más bien soso y bastante inculto, padre de un niño de meses. A su alrededor, orbitan los hombres y mujeres de la Brigada policial que dirige, radicada en París: muchos y de muy diverso carácter. Un numeroso puñado de personajes cuyas trayectorias llegarán a interesarnos individualmente. Por no hablar de las víctimas, comenzando por los dos gigantones asesinados en el segundo capítulo, o la forense que llega de fuera, Ariane —magnífico personaje, me he alborozado a cada nueva aparición suya, durante la lectura—, o Veyrenc —el otro, el nuevo, el ambiguo, el atorentado: otro personaje estupendo, que nos engaña hasta el final— o el forense retirado Romain o el vecino español del comisario o los cazadores de Normandía que al principio nada parecen tener que ver con la intriga pero luego resulta que la intriga depende de ellos.
Toda novela de intriga se basa en el arte de no decir aquello que se debe decir antes o después, y Vargas es toda una maestra en ese arte. Disemina las pistas, dosifica la información importante y mantiene el interés y el misterio hasta el final. La trama da varias vueltas sobre sí misma antes de que lleguemos al desenlace definitivo, Vargas logra que nos creamos lo que quiere hacernos creer y que hasta los poco amantes del género como yo misma nos vayamos a la cama después de devorar doscientas páginas y que no podamos dormir pensando quién demonios es el asesino en esta tremenda maraña. Y todo ello con una trama donde sobreabundan los diálogos construidos con inteligencia —Sagarra tenía razón—, cinismo y grandes cantidades de sentido del humor (a veces negro), y donde cada charla constituye un auténtico festín, cargado de grandes hallazgos.
Y la respuesta a mi primera pregunta: ¿les interesa saber por qué Frederique Audoin-Rouzeau firma como Fred Vargas? Tiene una hermana gemela, pintora, que firma sus cuadros como Jo Vargas. La cosa viene del personaje que interpretó Ava Gardner en La condesa descalza, María Vargas, a la que ambas adoraban. Y como son gemelas, era coherente que firmaran con el mismo apellido en sus paralelas trayectorias artísticas. De modo que si alguien tiene la culpa de que yo no haya descubierto a esta prodigiosa embaucadora, fue por culpa de Ava Gardner. No hagan como yo, y no dejen que un prejuicio les retrase el acceso al placer puro.
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