Victoria R. Gil
Dolores Redondo tenía el listón muy alto tras El guardián invisible, la primera parte de su trilogía del Baztán, que convenció a críticos y lectores, y constituyó una sorpresa en la narrativa policíaca patria, ortodoxa y contenida como mandan los cánones. Con un atrevimiento premiado con el éxito, Redondo añadió un tercer ingrediente al tradicional combinado de investigación policial y vida personal -más o menos atormentada- del protagonista: el sobrenatural.
También rompió un tabú para las mujeres policías y detectives de ficción, cuya femineidad se estereotipa, o se atempera para mimetizarse con el entorno abundante en testosterona en el que se desenvuelven. (Antes que ella, Mercedes Castro y su Y punto, ya habían empezado a resquebrajarlo). Amaia Salazar, inspectora de homicidios de la Policía Foral de Navarra, no se preocupa de ir vestida para matar, ni es mordaz y sarcástica, y aún menos resulta dura como el acero de su pistola. Amaia Salazar llora, duda, se preocupa por su periodo y, cuando al final consigue ser madre, se obsesiona como toda primeriza por convertirse en la superwoman que lidia con tres jornadas laborales: la profesional, la maternal y la del hogar.
Amaia, además, está rodeada de mujeres: Tía Engrasi; sus hermanas Flora y Ros; su hija, que decidió cambiar de sexo en el último momento; Mari, la diosa que habita en las montañas, y, sobre todo, Rosario, su madre, la más presente de todas, pese a su ausencia. Porque el matriarcado, tan vivo en la sociedad rural vasca y navarra, y la maternidad, en más de una forma, son temas poderosos en la obra de Redondo. Y se vale de ellos sin complejo alguno, convirtiéndolos en un nudo más de la trama, tan importante como la propia investigación policial.
Es cierto que quizás puede reprochársele un cierto tono sentimental y explotar la belleza de la protagonista, tan hermosa que hasta los jueces –sin saber muy por qué- caen rendidos a sus pies. Pero se le perdona porque Dolores Redondo ha conseguido ese objetivo que tantos escritores buscan y tan pocos logran: crear un universo propio, dotarlo de potentes personajes y metérselo en vena a los miles de lectores que aguardan ansiosos el final de esta trilogía que aún esconde tantos misterios por descubrir.
Legado en los huesos comienza retomando los últimos coletazos de la investigación anterior. La inspectora Salazar espera en el juzgado para testificar contra el padrastro de Johana Márquez, una de las jóvenes asesinadas en El guardián invisible. El inesperado suicidio del acusado será el primero de una serie de ellos que, aun carentes de motivo en apariencia, están relacionados con varios casos de violencia de género y quizás con algo más oscuro que se esconde en el pasado.
En esta segunda parte nos adentramos de nuevo en el húmedo valle navarro en el que Elizondo aguarda plagado de secretos. Y de una maldad que surge violenta y tenebrosa como el alma que la impulsa. También aquí la autora se vale de la mitología vasca para introducir otro personaje fantástico, el tarttalo, descrito por ella misma como “un cíclope sanguinario, caníbal y feroz”. A pesar de ello, Dolores Redondo siempre hace recaer la maldad del lado de los humanos; por lo que se refiere a Amaia Salazar, la magia y el poder de lo sobrenatural actúan siempre de forma benéfica.
Decía al comienzo de esta reseña que las expectativas eran muchas ante la aparición de Legado en los huesos y la autora no las ha defraudado, porque esta novela es, claramente, mejor que la primera. Redondo ha pulido el estilo y profundizado en sus personajes, y si bien hay aspectos de la nueva trama que pueden sorprender, el resultado es tan intrigante y adictivo como lo fue El guardián invisible.
Los lectores de Dolores Redondo, tantos que ya se organizan viajes al Elizondo real para conocer los lugares donde transcurren los casos de esta inspectora foral, pueden apuntar la fecha del 25 de noviembre en sus agendas; ese día se pondrá a la venta Ofrenda a la tormenta, último título de la trilogía y en el que se desvelarán todos, es de suponer, los misterios que aún esconde el valle de Baztán.
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