Ignacio Sanz
Ciertas novelas tienen el don de trastocarnos, de emocionarnos, de reconciliarnos con la lectura, de constatar que, por más que el camino a veces resulte penoso, al final merece la pena recorrerlo para llegar a puertos que ofrecen tantas maravillas. No conocía a Afonso Cruz (Figueira da Foz, 1971) que forma parte de las nuevas y potentes hornadas de narradores portugueses. Quiero decir que esta es la primera novela que leo, aunque según parece, se trata de un autor muy celebrado no sólo en Portugal sino en Europa donde ha alcanzado grandes reconocimientos. No me extraña. Narra los disparates con tanta naturalidad, escribe con tal trasfondo filosófico que, a veces recuerda a Cervantes, a veces a García Márquez. Esparce el surrealismo a su alrededor con tanta ligereza que uno no puede sino enamorarse de autores que, como él, nos salvan de nuestra sempiterna condición de lectores.
Pero vayamos por partes. La acción se desarrolla en El Alentejo. Eso para empezar. Quien no lo conozca, baste decir que es una vasta región portuguesa paredaña con Extremadura, una región en la que domina el granito, la pobreza y la despoblación. Podría ser Teruel, Cuenca o Soria, donde, que sé yo por qué, abundan los personajes excéntricos que producen los desiertos. Los personajes excéntricos suelen ser personajes poéticos. Y los que recorren las páginas de esta novela lo son también. Parecen dotados de alas. A veces de alas y picos carroñeros. Pero ahí, en ese ambiente, se van desarrollando los acontecimientos en torno a una muchacha llamada Rosa, a su abuela Antónia, a una millonaria inglesa que duerme dentro del esqueleto de una ballena y que se rodea a su vez de personajes excéntricos como un cura rijoso o como el anciano profesor Borja que, al final, adquiere un protagonismo creciente al lado de Rosa. Los personajes descabellados entran y salen con naturalidad de las páginas para asombro del lector. El profesor Borja, entre otras lindezas, promueve un viaje a Tierra Santa para que la abuela Antónia vea cumplido uno de sus sueños. Y así, trampantojo tras trampantojo, convierte una de las aldeas alentejanas en Jerusalen. Un disparate propio de El Quijote.
¿Qué pinta la cerveza en todo esto? Acaso lo aclare la cita cervecera con que se abre la novela, una cita que supongo apócrifa y que la da sentido y aliento a esta historia: «De la corrupción hablo con pompa y propiedad, y hasta puede que mejor que la parábola de Cristo, esa que dice que el cereal ha de morir para vivir, pues del cereal no solo hago nacer más cereal, sino que hago un verdadero milagro. De lo putrefacto, que está muerto y corrupto, obtengo pan líquido, que es la cerveza, néctar de reyes, alimento de pobres, ambrosía de sabios.»
Es decir, de la corrupción, de la descomposición de una sociedad, se puede llegar al néctar de reyes que es la cerveza. Pese a todo, no es el caso. Rosa, el personaje central acaba en Lisboa. Pero mejor desvelemos el final. Por cierto, un final al que le sigue otro equívoco final. Como si la novela no terminase nunca. Y así es, en el fondo, la novela no se acaba porque sigue viva durante días, durante semanas en la memoria del lector que ha quedado atrapado por el submundo descabellado que nos pinta Afonso Cruz, por ese halago de la cerveza y por esas consideraciones entre históricas y filosóficas que se hace en torno a este alimento líquido que tanto debía circular en Palestina en la época de Jesucristo y del que, sin embargo, extraña paradoja, no aparece ninguna referencia en los Evangelios.
Por mi parte, rendido ante esta prodigiosa novela, seguiré buscando otros libros de Afonso Cruz para vivir con intensidad el vértigo primigenio que da sentido a la lectura.
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