Miguel Baquero
Es curioso que, de un tiempo acá, esté leyendo muchas novelas sobre heroinómanos escritas por ellos mismos –o por escritores que intermedian para relatar sus vivencias– y así mismo, como editores, recibamos muchos manuscritos en torno al tema. Es curioso, pero creo que tiene una explicación, la de siempre: el tiempo. Quienes sobrevivieron a los duros años de la aguja y, posteriormente, al estrago silencioso del sida, hoy, al echar la vista atrás, pueden contemplar aquella experiencia, que en muchos casos se corresponde con tres cuartas partes de la vida, con la emoción debidamente contenida, sin caer en esa apología ingenua de la drogadicción en la que entonces era muy fácil picar, pero sin servirse de esa moralina posterior y recurrente que tan fácil también parece recitar de carrerilla.
Sencillamente, como una experiencia humana más —quizás la más fuerte de los últimos tiempos—; y este es el campo, el de tratar la vida, en el que entiende la literatura, y de ahí, creo, que —medio serenado ya todo, y casi digerido— es ahora cuando surgen las novelas. De diferente calidad, por supuesto: la ex drogadicción por sí sola no es un valor. Las hay malas, las hay buenas, y las hay mejores, y Ansiedad, la segunda novela de Gabriel Oca Fidalgo tras La carretera muerta podría entrar en esta última categoría.
El título lo explicita bastante: estamos ante la vida de un yonqui, de un adicto, a la heroína, principalmente, pero en realidad un politoxicómano, como se estilaba en los 80: catador de todo tipo de sustancias prohibidas. En la novela se nos cuenta cómo se introdujo en aquella corriente, que entonces, siendo el autor un chaval, era bastante impetuosa: nadie espere, sin embargo, un relato morboso sobre el primer pico, por ejemplo; si algo caracteriza a las buenas novelas, en general, y a estas sobre la droga en particular, es su naturalidad, el estar contadas como sucede la vida: sin pomposos preámbulos, largos prólogos, estudios previos… sucede, sin más, y no hay tampoco mucho tiempo para detenerse en el instante.
Esto, como apuntaba al principio, el hecho de no disertar en pro ni en contra sino centrarse en la experiencia humana, es uno de los grandes valores novelísticos de esta Ansiedad. Otro —entre varios más que pueda encontrar el lector— es su acertado, y natural también, uso de la jerga, del argot de las calles y los poblados de chabolos donde se pillaba, del maco donde muchos pasaban algunos años…, un verdadero dialecto, como Oca parece querer demostrar por la soltura con que lo usa, en el que puede expresarse un escritor con eficacia y espontáneamente, sin darse ínfulas de lo canalla que uno ha sido o de la mala gente malhablada con la que se ha llegado a juntar. Oca, sencillamente, se expresa así para escribir, como buen novelista que busca su propia y particular manera de decir. Y en bastantes casos consigue con ello alcanzar cotas muy altas, y en un episodio en concreto, en el que narra como un amigo suyo se quedó definitivamente colgado después de un viaje de tripi, da con el tono justo y preciso para conmocionar al lector y componer una escena emotiva de esas que, posiblemente, queden en la memoria de quien lee por más que pasen años y libros.
En el debe —porque un buen libro también tiene que tener debes—, yo incluiría el excesivo espacio y protagonismo que da el autor a los años en que hacía el servicio militar, y ya se ponía, en detrimento del tiempo antes y después de aquello; también las consideraciones, digamos, “metaliterarias” sobre lo que está escribiendo, sus dudas, en determinados momentos, que expresa “en voz alta” sobre si se le entenderá, si resultará confuso, si estará utilizando el lenguaje adecuado… Algo que choca bastante con aquella naturalidad que, mediante el argot, se trata de mantener. Y así mismo incluiría en el debe sus “caídas” en el lugar común cuando se interna en cuestiones políticas y sociales, su uso recurrente a la frase agradecida y sonora que todos nos podemos imaginar cuando se habla, por ejemplo, de la democracia, del capitalismo o del hambre en el mundo y que, aparte de chocar con esa voz genuina que en buena ley se busca, el autor emplea con cierto tono de soflama y en una actitud que quiere ser transgresora pero que en este punto en concreto no sobrepasa “lo habitual”. Pero aparte de estos pequeños debes, y si el lector quiere recorrer, mediante un lenguaje sonoro y distinto, una galería de tipos humanos todavía reconocibles, y encontrarse con algún episodio sobrecogedor, como el apuntado arriba del cuelgue de un amigo, le recomiendo sin duda esta Ansiedad de Gabriel Oca Fidalgo.
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