Miguel Baquero
Me voy a tomar la libertad de calificar, de principio, esta novela como «novela gamberra», dicho sea, por supuesto, sin ánimo peyorativo. Este que suscribe ha escrito (o mal-escrito) y publicado alguna novela de este cuasi-genero y cree entender la gran dificultad que existe en lo que, en apariencia, parece sencillo, poco menos que espontáneo, como si el autor hubiera estado escribiendo folios a la carrera… o tal vez ni eso, hubiera ido anotando sus ideas en servilletas de papel… Sin embargo, todo ella conlleva un arduo trabajo y es necesaria una rara habilidad para mantenerse siempre en el borde, sin precipitarse en el exceso.
Dificultad que se redobla cuando al texto se le quiere dar una dosis de poesía. O una alta dosis, como en el caso de esta Las manos, la más reciente obra de Miguel Ángel Zapata (Granada, 1974), autor que con su último libro de relatos, Esquina inferior del cuadro, consiguió llegar a finalista del premio Setenil.
Si nos fijamos en esos cinco pequeños apéndices en que rematan nuestros brazos, y nos paramos a pensar sobre ellos, veremos que las manos condicionan el mundo. Al levantar la vista, en un descanso, del libro de Zapata encontraremos que las manos cubren nuestra vida cotidiana, que la historia es una sucesión de hechos elaborados a mano, que la misma literatura está repleta de ellas. La novela de Zapata parte de una anécdota: la Copa del Mundo, o lo que es lo mismo, ese máximo trofeo que podemos tener entre nuestras manos, se le escapa de las ídem a Fernando Torres, que la estaba mostrando en alto; y tomada por una mano anónima, va pasando… pues eso, de mano en mano. El protagonista se lanza a descubrir su paradero, encomendándose al destino con un simple juego de dados, o lo que es lo mismo: ese juego ancestral en que encerramos dos cubiletes en nuestras palmas, los movemos y luego los arrojamos para saber nuestra suerte. Así emprende el camino, y a través de él (con la música de fondo de un jazz tocado por hábiles dedos) nos iremos encontrando desde la figura trágica del suicida que con sus propios manos anuda la soga de que se ahorcará —y aquí el autor inserta un poema escalofriante del pobre hombre—, a la otra mucho más cómica (genial) de dos siameses unidos por una falange y que, al separarles, hubieron de prescindir de esa mínimo pero fundamental porción que les completaba…
Toda la novela está cargada de símbolos, que de alguna manera nos remiten a las manos, desde los juegos que parecen de prestidigitación a los objetos manufacturados.... En la misma Copa del Mundo, cuya persecución vertebra la historia (y que representa a dos manos alzando un globo terráqueo), parece haber una segunda lectura, como si se tratara de una especie de Santo Grial cuya búsqueda, al menos, cambia la naturaleza del protagonista, que pasa de ser un individuo anodino y gris a todo un carácter que toma las riendas de su destino y va pasando por distintas aventuras de Madrid a Viena, de Nueva York, a Tokio, en persecución de un trofeo, el verdadero, mientras por el mundo van apareciendo diferentes réplicas…
Por el camino, se dejan caer, como si al protagonista se le escurrieran cada vez con más frecuencia, reflexiones, en ocasiones bastante profundas, sobre la vida, sobre las personas… y también sobre la propia literatura: reflexiones sobre el texto al mismo tiempo que se escribe y, junto con ello, distintos juegos con los tipos de letras, tamaños, con los renglones…
Finalmente, como en toda buena novela «gamberra», que no deja de ser una variedad de la novela itinerante, de la novela «del camino», descubriremos que lo importante no es tanto lo que se pueda encontrar al final del periplo como el hecho de avanzar y, mientras se avanza, ir descubriendo aspectos desconocidos de nosotros mismos y de mundo, como por ejemplo la fascinación que pueden despertar unas manos. Y quede tranquilo el lector, que esto no es ningún spoiler.
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