Arcadio García
Terminada la Segunda Guerra Mundial los supervivientes del Holocausto se hallan en una posición muy comprometida. Por un lado, se convierten en depositarios de la memoria de los muertos y de los inimaginables tormentos que han presenciado en cautiverio, y en tanto tales, se sienten en la obligación de gestionar con escrúpulo ese legado, dándolo a conocer a fin de que las muertes de los otros —que bien pudieron ser las suyas—, no caigan en el olvido. Ni las muertes ni, sobre todo, las formas inconcebibles en las que tuvieron lugar. Por otro, el dolor que se experimenta con la rememoración de semejante experiencia resulta tan insoportable que es legítimo que muchos se resistan a recordar o que aplacen indefinidamente el momento de hacerlo. Para confirmarlo, basta rescatar el título que Jorge Semprún eligió para el testimonio de su paso por el campo de Buchenwald: La escritura o la vida, esto es: o se sobrevive a cambio de instalarse en una amnesia voluntaria, o se recuerda, y se relata a riesgo de poner en juego tu propia supervivencia.
Primo Levi ya identificó la existencia de esos dos grupos: el de los que sentirán la necesidad de dar a conocer, mediante la escritura, el estigma de amoralidad que el nazismo arrojó sobre la condición humana, y la de aquellos a los que el paso por los campos les hará enmudecer, unos de por vida, y otros hasta que alcancen una edad lo suficientemente longeva como para perder toda prudencia. Cabe situar a Chil Rajchman en este segundo grupo. El autor de Treblinka dejó escrito su testimonio con el deseo de que se publicara después de su muerte. En él narra los diez meses que estuvo confinado en ese campo que los nazis construyeron a imagen y semejanza del infierno, y donde las probabilidades de sobrevivir eran escasas: solo 54 presos judíos escaparon con vida de un lugar en el que se calcula que se exterminaron a unas 900.000 personas durante los trece meses que funcionó. Chil Rajchman fue uno de ellos. El joven polaco contaba 25 años cuando fue hecho preso y deportado junto a su hermana pequeña, de la cual fue separado nada más llegar al campo. Nunca la volvió a ver. El único rastro de su paso por el campo fue el vestido que Rajchman identificó entre la montaña de ropa de las que las mujeres eran obligadas a desembarazarse de camino a las cámaras de gas. Rajchman se hizo con un pedazo de retal del vestido y lo llevó en los bolsillos durante meses.
Mientras que en Si esto es un hombre, relato fundacional de la literatura concentracionaria, Primo Levi incluye pasajes donde muestra el discurrir cotidiano en un campo de concentración, y de las estrategias que llevaban a cabo los presos para, mal que bien, prolongar sus vidas unas semanas o meses más, los capítulos de Treblinka constituyen una sucesión pormenorizada de las espantosas formas de causar dolor que se practicaron en ese campo infernal durante el tiempo que funcionó a pleno rendimiento. Así, el texto no da respiro al lector, el relato de las torturas a las que se ven sometidas las víctimas es incesante. Cabe recordarlo: Treblinka no era un campo de trabajo sino un campo de exterminio, esto es, un complejo construido ex profeso para la aniquilación sistemática de personas. Treblinka no contaba con barracones para alojar prisioneros porque en Treblinka no se hacían prisioneros, o se hacían los indispensables, y sometidos a un régimen de esclavitud despiadado: los encargados de cortar el pelo a las mujeres antes de ser gaseadas, los encargados de hurgar en la boca de los muertos y arrancar las piezas de oro de las mandíbulas desencajadas, los encargados de cargar con los cadáveres y arrojarlos a las fosas (siempre a la carrera so pena de ser víctima de la ira de los sádicos guardias ucranianos), los encargados de caminar sobre los muertos en busca de objetos de valor que hubieran escapado al escrutinio miserable de los asesinos. Chil Rajchman fue escogido para llevar a cabo alguna de esas tareas, lo que sin duda contribuyó a aplazar el momento de que le dieran muerte. Finalmente salvó la vida al huir durante la sublevación que se produjo el 2 de agosto de 1944.
A modo de largo epílogo, junto al testimonio de Rajchman Seix Barral recupera El infierno de Treblinka, un excelente trabajo periodístico que Vasili Grossman escribió en 1944, al poco de haber entrado en el campo como corresponsal del Estrella Roja, el periódico oficial del Ejército Rojo, junto al que se trasladó al frente para cubrir la contienda y seguir el avance triunfal de las tropas soviéticas. Grossman estuvo presente durante los interrogatorios que los militares rusos llevaron a cabo a los supervivientes del campo, ya fueran soldados alemanes, vigilantes ucranianos o presos judíos, lo que le proporcionó un material valiosísimo con el que construyó un relato minucioso del funcionamiento del campo y los procedimientos de aniquilación que los nazis emplearon. El texto causó tanta repercusión que llegó a ser citado durante los juicios de Nüremberg.
El trabajo de Grossman y el testimonio de Chil Rajchman se complementan perfectamente. Frente a la perspectiva del reportero que acumula evidencias y, estupefacto, las revela al mundo, hallamos la del superviviente traumatizado que se aventura a expresar, sin pausa, el infierno del que nunca llegó a escapar. Pero quién puede librarse de algo así:
«En Treblinka está prohibido enfermar. Muchos no lo resisten y se suicidan. Eso es un episodio normal entre nosotros. Todas las mañanas aparece gente ahorcada en el barracón. Recuerdo que un padre y un hijo, después de pasar dos días en el infierno, decidieron suicidarse. Como solo tenían un cinturón se pusieron de acuerdo en que el padre se ahorcaría primero y después el hijo lo bajaría y se colgaría con el mismo cinturón. Así sucedió exactamente. Por la mañana estaban muertos los dos y nosotros los llevamos afuera».
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