lunes, abril 21, 2014

Piedras negras, Jesús Zomeño

Madrid, Lengua de Trapo, 2014. 162 pp. 17 €

Amadeo Cobas

Jesús Zomeño ha sido una sorpresa muy agradable. Reconozco que no había leído nada suyo, y este motivo me atrajo, además de la temática. Y es que a priori consideré un reto complejo escribir relatos ambientados en la conocida como Gran Guerra (qué triste pensar que la Segunda Guerra Mundial dejó el adjetivo de su antecesora en una ridiculez). Recrear aquellos tiempos remotos, albores del siglo XX, y las terribles situaciones como las que se debieron de dar en una cruenta lucha entre trinchera y trinchera semejaba tarea ardua, repito.
Por otra parte hay que reconocer que el momento es el idóneo, dado que este año se cumple el centenario del inicio de esta confrontación armada.
Así pues, la premisa tenía su miga, y para solventar la papeleta Zomeño saca a relucir su carpintería literaria, en un saber hacer conciso, de frase cincelada y medida, huyendo de descripciones prolijas, atinando en la gradación de la intensidad narrativa, con experta mano en algo fundamental en el género que maneja: dar vida a sus relatos, atizar la atención y el interés del lector con una génesis que invite a sumergirse en ellos. Un ejemplo pondré para no chafarlos todos, pero hay muchos más, destacando para mi gusto los que dan inicio a las narraciones de las páginas 47, 59, 95, etcétera. Valga este botón: «Mi esposa me es infiel, lo confiesa en sus cartas».
Aquí hay unidad entre los relatos. Son tan verosímiles que hasta se podría creer que el protagonista es el mismo en todos, lo cual es erróneo, aunque retóricamente hablando todos los protagonistas están aquejados del mismo mal: el sufrimiento. Ojo, que no quiero decir con esta afirmación que los relatos sean otoñales ni tristes. No. Bajo la crudeza de las situaciones que describe subyace una almadía que mantiene a flote a los personajes que padecen dichas situaciones, llegando a asomar hilaridad. Hilaridad creada por lo grotesco. Sucede con la descripción del hospital de campaña, sobrecogedora, o también con el humor doméstico que sin transición se convierte en macabro: «Mi hermano pequeño dijo que quería ser soldado, al menos hasta que lo matasen...».
La narración en primera persona parapeta al lector de alguna manera, lo atrinchera entre hambre, suciedad, cadáveres, frío, inmundicias, dolor; pero a la vez le hace partícipe de las confidencias de esos relatos premonitorios, presagiadores de lo inevitable, llevándolo a avanzar con la tropa desordenada, al encuentro del enemigo mientras evoca pasajes pretéritos de sí mismo como un modo de aferrarse a la vida, de recibir un paquete postal con noticias de casa, una carta que aunque suene a despedida se viste de esperanza. Todo cabe, hasta que los soldados se sienten a escuchar ávidos las fantasías sexuales de un compañero al que encantan los pechos de las mujeres, para enseguida descubrir que no es cierto porque... No, mejor no les estropeo la sorpresa.
Existe profundidad de mensaje; ni es un libro bélico ni antibelicista. Carece de moralina y va sobrado de autenticidad. No sé si el escenario ha sido buscado aposta o ha coincidido para que quienes participan en las historias nos sobrecojan y llamen a seguir leyendo. Nadie se asuste, que en el texto hay imágenes conmovedoras que humanizan, si esto es posible, una guerra. Verbigracia, el soldado que muere al ser ametrallado por un avión mientras era afeitado. El barbero terminó el trabajo a pesar de haber perecido su cliente; y no es baladí que lo haga: si se cumple lo prometido y los muertos son finalmente devueltos a casa, la familia se horrorizaría «al ver que el lado izquierdo llevaba barba y el derecho no».
Hasta en la guerra es necesario un resquicio, acaso una ilusión por salvar el pellejo. No en vano ahí están las vendas que llevan tres años sin usar como un aviso «de que todavía puede ir peor».
Dejo una reflexión del propio autor como colofón para esta plausible obra, y lo hago porque simboliza la filosofía narrativa de Jesús Zomeño: «Las palabras flotan en el aire y no tienen arraigo, por eso no crece sobre ellas nada definitivo». Muy cierto.

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