Ignacio Sanz
Fernando Aramburu es un monje de la literatura. Vive en Alemania, a cientos de kilómetros de su tierra, nuestra tierra, pero la distancia no le ha hecho perder reflejos y su prosa fluye y fluye posiblemente gracias al cultivo de su oído refinado. Se nota en la profusión de casticismos y en ese trasfondo clásico, como si la sombra de Cervantes o de El Lazarillo flotaran a su alrededor.
Ávidas pretensiones es un festín, una de esas novelas de aliento desenfadado, a ratos gamberro, un alarde de imaginación esperpéntica. Morilla del Pinar es un pueblo de Castilla. Debe andar perdido en la paramera ondulada entre grandes manchas de pinares. En este pueblo, a las afueras, hay un convento de monjas espinas que acogen congresillos y convenciones de todo tipo. En este marco se desarrolla un encuentro de poetas apadrinado por el gran Lopetegui, Lope para los amigos, un estratega de la lírica. Los invitados son 29, aunque uno, rebotado, se marcha nada más llegar. Digamos entonces que 28. El lector a veces se pierde entre tanto nombre. De la pléyade de poetas enseguida destacan ocho o diez con los que el lector se va familiarizando, cada cual con sus troneras y sus manías. Qué tropa. Entre los poetas hay facciones irreconciliables, como es natural. Por ello el lector descubre pequeñas conspiraciones, enredos, venalidades de todo tipo. Pero lo que hay es una fiesta, un desmadre, un carnaval chocarrero y paródico en la mejor tradición literaria.
Entre los asistentes al encuentro el lector se va a encontrar con alusiones a Gimferrer, a Colinas, a Félix de Azúa, a Caballero Bonald. Se trata de simple alusiones, porque estos poetas de carne y hueso no están entre los invitados.
A veces, a juzgar por el comportamiento, más que un encuentro de altas pasiones líricas, la novela parece que trata de las pulsiones que arrancan a la altura de la bragueta. Hay que ver cómo se lo montan los poetas, que diría un castizo, para estar todo el día conspirando contra el sexto mandamiento. Entre los poetas asistentes Aramburu ha incluido, para respetar cuotas, a un poeta catalán, a una colección de homosexuales y a una pareja de lesbianas. También, cómo no, a la jovencita Vanesa que hace de lazarillo de un provecto poeta ciego y que es un bombón que atrae los deseos de toda la concurrencia. Más que un encuentro de líricos, el lector asiste a un desmadre de pasiones.
La novela es divertidísima, aunque inevitablemente se alternen los momentos de sombra con los de mayor intensidad y regocijo. Uno de esos momentos intensos es cuando las dos poetas lesbianas que han sufrido las iras de los lugareños en su coche averiado, deciden tomarse la revancha. El disparate entonces llega al paroxismo. Aramburu, tantas veces crítico y comprometido con la realidad herida de nuestra sociedad, ha querido en esta ocasión deshacerse la coleta y llevar al lector hacia una bacanal de risas y excesos. La risa es un atributo esencial de la buena literatura. No resulta fácil mantener la tensión a lo largo de una historia desbordante y guadianesca, pero una vez más, el escritor donostiarra lo ha conseguido. No en balde con esta novela Aramburu recibió el premio Biblioteca Breve.
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